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El plano oblicuo
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Libro electrónico99 páginas2 horas

El plano oblicuo

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Las narraciones de "El plano oblicuo" son los primeros textos que en el género de ficción escribió Alfonso Reyes. Aquí se encuentran "La cena", "En las Repúblicas del Soconusco" y "Los restos del incendio", que figuran entre las mejores páginas que la literatura mexicana produjo en esa época. A su aparición, esta obra fue considerada por la crítica como una exploración hacia modos y maneras estéticas que apenas comenzaban a despuntar en la literatura en español y que luego han cobrado ciudadanía.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2018
ISBN9786071654748
El plano oblicuo
Autor

Alfonso Reyes

ALFONSO REYES Ensayista, poeta y diplomático. Fue miembro del Ateneo de la Juventud. Dirigió La Casa de España en México, antecedente de El Colegio de México, desde 1939 hasta su muerte en 1959. Fue un prolífico escritor; su vasta obra está reunida en los veintiséis tomos de sus Obras completas, en las que aborda una gran variedad de temas. Entre sus libros destacan Cuestiones estéticas, Simpatías y diferencias y Visión de Anáhuac. Fue miembro fundador de El Colegio Nacional. JAVIER GARCIADIEGO Historiador. Ha dedicado gran parte de su obra a la investigación de la Revolución mexicana, tema del que ha publicado importantes obras. Es miembro de las academias mexicanas de la Historia y de la Lengua, y de El Colegio de México, que presidió de 2005 a 2015. Actualmente dirige la Capilla Alfonsina. Reconocido especialista en la obra de Alfonso Reyes, publicó en 2015 la antología Alfonso Reyes, “un hijo menor de la palabra”. Ingresó a El Colegio Nacional el 25 de febrero de 2016.

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    El plano oblicuo - Alfonso Reyes

    OBLICUO

    NOTICIA

    A) EDICIONES ANTERIORES

    1.—Alfonso Reyes // El Plano // Oblicuo // (Cuentos y diálogos) // Madrid // Octubre de 1920.—8o, 128 págs. (Tipográfica Europa. Pizarro, 16. Madrid.)

    2.—Alfonso Reyes // Verdad // y Mentira // Prólogo de // J. M. González de Mendoza // Colección // Crisol // (Adorno) // Núm. 291.—16o, 437 págs.— Aguilar, S. A. de Ediciones. Madrid, 1950. El plano oblicuo, de la pág. 33 a la pág. 187.

    B) TRADUCCIONES

    1.—Al portugués: A primeira confissão. (La primera confesión, trad. de Cira Nery, A Cigarra, Río de Janeiro, ¿1951?)

    2.—Al italiano: La prima confessione (La primera confesión), trad. fragmentaria de Massimo Mida (Massimo Puccini), en Il Novo Corriere, Florencia, 29 de junio de 1948.

    3.—Al francés: Lutte de Patrons (Lucha de patronos), trad. de Georges Pillement, Revue de l’Amérique Latine, París, 1o de diciembre de 1922; Le Repas (La Cena), trad. de Jean Cassou, Revue de l’Amérique Latine, París, 1o de abril de 1924 (págs. 331-336); La première confession (La primer a confesión), trad. J. Cassou, La Revue Bleue, París, 17 de julio de 1926; L’ Entrevue (La Entrevista), trad. J. Cassou, Le Mail, París-Orleáns, junio de 1928 (págs. 349-358); Comment Chamisso dialogua… (De cómo Chamisso dialogó…), trad. J. Cassou, La Nouvelle Revue, París, octubre de 1928 (págs. 80-83).

    4.—Al inglés: The Supper (La Cena), trad. E. Smiley, Adam, Londres, julio-agosto de 1917.

    5.—Al alemán: Die verschwundene Königin (La Reina perdida), trad. Inés E. Manz, Neue Zürcher Zeitung, Zurich, 13 de abril de 1930.

    C) OBSERVACIONES

    Con excepción de La Reina perdida, que data de París, 1914, este libro fue escrito en México, de 1910 a 1913, aunque, naturalmente, fue retocado y corregido en Madrid, antes de su publicación. Sobre la sonrisa de que se habla en Las dos caras (La entrevista), ver El coleccionista (Calendario: Obras completas, II, pp. 352-4).

    LA CENA

    La cena, que recrea y enamora.

    SAN JUAN DE LA CRUZ.

    TUVE que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.

    Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?

    Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.

    De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.

    Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:

    Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!…

    Ni una letra más.

    Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: ¡Ah, si no faltara!…, tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges en la calzada de algún templo egipcio.

    La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.

    Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.

    —Pase usted, Alfonso.

    Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.

    —¿Amalia? —pregunté.

    —Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.

    El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un

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