Tentativas y orientaciones
Por Alfonso Reyes
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Alfonso Reyes
ALFONSO REYES Ensayista, poeta y diplomático. Fue miembro del Ateneo de la Juventud. Dirigió La Casa de España en México, antecedente de El Colegio de México, desde 1939 hasta su muerte en 1959. Fue un prolífico escritor; su vasta obra está reunida en los veintiséis tomos de sus Obras completas, en las que aborda una gran variedad de temas. Entre sus libros destacan Cuestiones estéticas, Simpatías y diferencias y Visión de Anáhuac. Fue miembro fundador de El Colegio Nacional. JAVIER GARCIADIEGO Historiador. Ha dedicado gran parte de su obra a la investigación de la Revolución mexicana, tema del que ha publicado importantes obras. Es miembro de las academias mexicanas de la Historia y de la Lengua, y de El Colegio de México, que presidió de 2005 a 2015. Actualmente dirige la Capilla Alfonsina. Reconocido especialista en la obra de Alfonso Reyes, publicó en 2015 la antología Alfonso Reyes, “un hijo menor de la palabra”. Ingresó a El Colegio Nacional el 25 de febrero de 2016.
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Tentativas y orientaciones - Alfonso Reyes
Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959) fue un eminente polígrafo mexicano que cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la crítica literaria, la narrativa y la poesía. Hacia la primera década del siglo XX fundó con otros escritores y artistas el Ateneo de la Juventud. Fue presidente de La Casa de España en México, fundador de El Colegio Nacional y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1945 recibió el Premio Nacional de Literatura. De su autoría, el FCE ha publicado en libro electrónico El deslinde, La experiencia literaria, Trayectoria de Goethe y Vida de Goethe, entre otros.
LETRAS MEXICANAS
Tentativas y orientaciones
ALFONSO REYES
Tentativas y orientaciones
Primera edición en Obras completas XI,, 1960
Primera edición de Obras completas XI, en libro electrónico, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018
Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar
D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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Tel. (55) 5227-4672
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ISBN 978-607-16-6175-3 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
Índice
Noticia
Discurso por Virgilio
Apéndice sobre Virgilio y América
Atenea Política
Homilía por la cultura
Doctrina de paz
Ante la Asociación Cultural de Acción Social
Esta hora del mundo
Posición de América
El hombre y su morada
Discurso por la lengua
Un mundo organizado
Noticia
A) EDICIÓN ANTERIOR
Alfonso Reyes || Tentativas y orientaciones || México: Editorial Nuevo Mundo || 1944, 8º, 224 pp. e índice.
B) Indicaciones bibliográficas y otras, en notas al fin de los respectivos ensayos o discursos.
I. Discurso por Virgilio*
Tu duca, tu signore, tu maestro.
1
Es propio de las ideas fecundas crecer solas, ir más allá de la intención del que las concibe, y alcanzar a veces desarrollos inesperados. La verdadera creación consiste en esto: la criatura se arranca de su creador y empieza a vivir por cuenta propia. Los poetas lo saben bien, ellos que trabajan su poema como quien va cortando las amarras de un barco, hasta que la obra, suficiente ya, se desprende, y desde la orilla la vemos alejarse y correr las sirtes a su modo. Reflexionando, pues, sobre el acuerdo que encarga celebrar en México solemnemente el segundo milenario de Virgilio, no temo, por mi cuenta y riesgo, añadir propósitos al propósito del presidente; no temo, al traer mi testimonio personal, sacar un poco de cauce la cuestión o torcerla un poco según mi manera de ver. Todos fuimos llamados a construir esta torre del homenaje, y la torre habrá de ir subiendo con las piedras que cada uno acarree. A menos que, sin percatarme, no haga yo más que recorrer descriptivamente el terreno de antemano acotado, pues en verdad encuentro difícil abarcar más de lo que abarcan estas simples proposiciones: En el corriente año se conmemora el segundo milenario del poeta Virgilio, gloria de la latinidad, y México, mantenedor constante del espíritu latino, no debe permanecer indiferente
. No quede, pues, lugar a duda. Se trata de un acto de latinidad. Se trata de una afirmación consciente, precisa y autorizada, sobre el sentido que debe regir nuestra alta política, y sobre nuestra adhesión decisiva a determinadas formas de civilización, a determinada jerarquía de los valores morales, a determinada manera de interpretar la vida y la muerte.
2
Curioso que la oportuna excitación caiga en un mundo universitario que comenzaba ya a perder sus latines
. El positivismo reinante en nuestras escuelas fue, a sabiendas o no, descastando en ellas toda planta de Humanidades. Ya los estudiantes de mi tiempo no aprendimos latín. Había que conformarse con los latinajos del seminario, y esto para los contadísimos hombres a la vista que pasaron por seminarios, como llamamos en México a los colegios regentados por sacerdotes. Los que seguimos el camino real del liberalismo mexicano —y somos inmensa mayoría entre la gente universitaria— pasábamos de una en otra escuela laica sin tropezar nunca con el latín, que ciertamente nos parecía antigualla de iglesia. Y aun daba pena, en la Escuela de Abogados, encontrar, a guisa de limosna, una miseria de derecho romano que, ya en mi tiempo, el emérito maestro Eguía Liz enseñaba como quiera a los pocos que voluntariamente concurrían al curso, sin fe, sin latín y casi sin derecho romano.
—¿De dónde eres, pelón?
—De Puebla, maestro.
—P-u-e-b-l-a: son seis letras. A ver: abre el libro en la página seis y léeme lo primero que encuentres.
Y el muchacho, como podía, leía dos o tres frases latinas que para él estaban en copto.
En cambio, los viejos, los de antes… He aquí un fragmento de cierta carta del filólogo español Américo Castro (Madrid, enero de 1930): "Pasé noches en casa de García Pimentel, rodeado de incunables. Los contertulios sabían todos latín. Discutimos sentidos en la poesía virgiliana. Para ciertas dudas, comparecía Luis Vives en sus comentarios. Aquello parecía el ambiente del ensayo de Montaigne: Sur des vers de Virgile. Las erratas latinas de mi obra sobre Cervantes, me fueron amablemente señaladas en México, en cuya Universidad nadie se ocupa del latín".
3
Pero ¿quién ha dicho que el espíritu de la gran poesía queda limitado a los contornos de una sola lengua? ¿Quién ha dicho, sobre todo, que una gran civilización no puede volcarse como el agua misma en vasijas diferentes? No sólo nosotros recibimos la sustancia latina a través de España, evidencia que nadie niega. Sino que los mismos pensadores británicos —ellos que ven el paisaje desde la otra orilla de lenguas y de razas— no dudan a veces en reconocer que, en los cimientos de su formación nacional, las piedras fundamentales han venido de Roma. El concepto de la civilización latina es ancho y elástico. No sólo salta barreras de religión, puesto que tan latinas son las ruinas del Foro pagano como la cúpula católica de San Pedro. Porque toda civilización adelanta modificándose, y las aguas que entran al mar no son ya las mismas que habían bajado con los deshielos de las cumbres. ¡Y todas son el mismo río! Acrecido al paso con afluentes, batido con otras sales del suelo, alterado con otros regímenes de climas y lluvias, pero siempre —en el saldo de su corriente y las erosiones que traza por la tierra— el mismo río.
4
¡Gran tarea para el educador de mañana que, abandonando resueltamente influencias exóticas y que nunca se aclimataron muy bien en México; desoyendo toda esa pedagogía barata que hace cirujanos por correspondencia; salvando todo el caudal de ciencia que la gran reforma de Gabino Barreda trajo para siempre a nuestra cultura, rescate también los olvidados tesores de una tradición con la que se andan perdiendo algunas de las más preciosas especies del alma mexicana! Volver a lo propio, a lo castizo. ¡Hacer nuestro y derramar a todos ese secreto de humanidades que de tiempo atrás se viene refugiando entre las clases derrotadas de la política! ¿Cuántos son los universitarios de México que conocen la historia de los esfuerzos científicos mexicanos, puesto que decir la ciencia mexicana
sería una paradoja? ¿Cuántos los que están al tanto del gran desarrollo de los estudios latinos en México, que la expulsión de los jesuitas en los días de Carlos III, vino a cortar? ¿Dónde se estudia, en México, la historia de la cultura mexicana? ¿Qué médico —salvo por afición personal de autodidacto— conoce los tanteos y afanes de la medicina mexicana, o ha inquirido en curso especial los secretos de la farmacopea indígena, que a veces nos vienen a enseñar los extraños, como acontece para el peyote? ¿Qué nos dicen, por ejemplo, los nombres de Cristóbal de Ojeda, Cristóbal Méndez, Pedro López, médicos de la Nueva España a fines del siglo XVI, o el de fray Lucas de Almodóvar, que tenía don de curar y a cuya muerte dice Mendieta que se vieron señales? ¿Qué ingeniero de minas se encontró nunca con un texto escolar consagrado a los antecedentes de nuestra minería y nuestra química? ¿Qué abogado nuestro se ha visto en la necesidad de saber quién fue Mariano Otero y de dónde sacó la idea del juicio de amparo? No digo que todo esto se ignore: afirmo que no se cultiva como obligación general, como parte del saber universitario. Sólo los maniáticos de erudición conocen los capítulos de Icazbalceta sobre los orígenes de nuestras ciencias e industrias. Andamos ya bien, en principio al menos, de escuelas rurales, rudimentales, populares y de oficios primos; pero falta fortalecer el núcleo, el corazón mismo de la enseñanza, que es el que ha de lanzar su sangre a los extremos del cuerpo.
Y decir que todo esto no importa al pueblo es tan pueril como querer otra vez que la ciencia sea privilegio de una casta sacerdotal; como esperar que el pueblo aprenda sin tener maestros que lo enseñen; como pretender que el pueblo abandone las urgencias vitales para inventar por su cuenta la cultura; como soñar que las grandes orientaciones nacionales hayan de caer solas sobre la muchedumbre, desde las alturas de no sé qué fabuloso Sinaí, sin la obra de investigadores que consagren a buscarlas y a interrogarlas sus estudios, sus vigilias, su vida toda.
5
Quiero el latín para las izquierdas, porque no veo la ventaja de dejar caer conquistas ya alcanzadas. Y quiero las Humanidades como el vehículo natural para todo lo autóctono. Lo autóctono —de que también nos alejaba, y también sin darse cuenta, la escuela de mi tiempo— puede entenderse en dos sentidos. A veces, es aquella fuerza instintiva, tan evidente que defenderla con sofismas es perjudicarla, y querer apoyarla en planes premeditados es privarla de su mejor virtud: la espontaneidad. El que dice: voy a ser instintivo
, no puede serlo ya. El que dice: voy a hacer arte subconsciente
, está perdido y no sabe lo que está hablando. A tal punto es espontánea y hasta inevitable esta originalidad de lo autóctono, que muchas veces opera en contra de los propósitos conscientes del artista. Los modernistas americanos se abrieron a las influencias del simbolismo francés, y sin embargo, y muchas veces sin quererlo ellos mismos, produjeron una obra original y peculiarísima, renovando —a vueltas de algunos inevitables errores— las riquezas de nuestra sensibilidad y de nuestro lenguaje poético.
Lo autóctono, en otro sentido más concreto y más conscientemente aprehensible es, en nuestra América, un enorme yacimiento de materia prima, de objetos, formas, colores y sonidos, que necesitan ser incorporados y disueltos en el fluido de una cultura, a la que comuniquen su condimento de abigarrada y gustosa especiería. Y hasta hoy las únicas aguas que nos han bañado son —derivadas y matizadas de español hasta donde quiera la historia— las aguas latinas. No tenemos una representación moral del mundo precortesiano, sino sólo una visión fragmentaria, sin más valor que el que inspiran la curiosidad, la arqueología: un pasado absoluto. Nadie se encuentra ya dispuesto a sacrificar corazones humeantes en el ara de divinidades feroces, untándose los cabellos de sangre y danzando al son de leños huecos. Y mientras estas prácticas no nos sean aceptas —ni la interpretación de la vida que ellas suponen— no debemos engañarnos más ni perturbar a la gente con charlatanerías perniciosas: el espíritu mexicano está en el color que el agua latina, tal como ella llegó ya hasta nosotros, adquirió aquí, en nuestra casa, al correr durante tres siglos lamiendo las arcillas rojas de nuestro suelo.
En cuanto a decir, con algunos, que el preocuparse del latín es poner a declinar durante años a los chicos del campo —quienes por ahora sólo necesitan arado, alfabeto y jabón—, sería una burda caricatura, un desconocimiento completo de la jerarquización de estudios que exige toda educación nacional, y de la flexibilidad que necesita todo sistema aplicable a un pueblo heterogéneo; una cabal ignorancia de las transformaciones que el tiempo opera sobre los niveles culturales en un país sometido a un régimen acertado. Tal actitud conduciría, en suma, a decretar la abolición total del saber humano, por mal entendida piedad para los analfabetos que antes y ahora han abundado en la tierra. Funesta confusión y sensiblería ridícula todo ello. Consiste nuestro ideal político en igualar hacia arriba, no hacia abajo.
6
Estamos en una lejana isla del Pacífico, orilla donde caen de arriba los náufragos de la vida europea, los traficantes aventureros, los desesperados de la civilización, cambiándose sus maldades y contagiándose enfermedades y vicios. El calor sube a tal extremo, que cuando hay un leve descenso los hombres tiritan en temperaturas que resultan cálidas para la vida europea, y la naturaleza misma se equivoca haciendo que la bebida se enturbie en las botellas. Junto al mar hay un vagabundo que ha vuelto las espaldas a su nombre, rodando de fracaso en fracaso. Tiene en las manos en pequeño volumen, y parece leer sin hacer caso del desamparo que por todas partes lo rodea. El vagabundo lee su Virgilio.
Más de una vez, el Virgilio, que no era posible trocar por una comida, lo había consolado del hambre. Lo repasaba tendido a lo largo y con el cinturón bien apretado, en el suelo de la antigua prisión que le hacía de refugio, buscando en el libro pasajes predilectos o descubriendo nuevos encantos que sólo le parecían menos bellos porque les faltaba la consagración del recuerdo. O se detenía en sus vagabundeos inacabables por el campo, se sentaba junto a una senda mirando, al otro lado del mar, las montañas de Eimeo, y luego abría la Eneida al azar, buscando suertes. Y si el oráculo, como es costumbre de los oráculos, respondía con palabras ni muy precisas ni muy alentadoras, al menos sugerían un tropel de visiones de Inglaterra en la mente del desterrado: la bulliciosa sala del colegio y el perenne rumor de Londres, la chimenea familiar, la cabeza blanca de su padre. Que es el sino de esos grandes, sobrios autores clásicos, con los que entablamos forzado y a veces penoso conocimiento en las aulas, diluirse en nuestra sangre y penetrar en la sustancia misma de la memoria. Y así acontece que una frase de Virgilio no nos hable tanto de Mantua y de Augusto como de rincones de la tierra natal o memorias de la propia juventud ya irrevocablemente perdida. (Robert Louis Stevenson, La resaca.)
7
De propósito escogí este amable clásico del episodio, escocés por añadidura y no latino de origen, para que mis armas sean más legales. Es toda la imagen de un Robinsón moral que reconstruye su edificio de emociones partiendo del verso virgiliano. Otra vez los sentimientos que zozobraban van entrando a su círculo. La armonía se recompone, y el orbe latino devuelve al hombre su lugar en medio del ya apaciguado concierto de la naturaleza y, en el corazón sobreagitado del hombre, devuelve a la voluntad racional su antiguo trono.
Pero tal parece que el milagro fuera imputable al solo calor de las asociaciones juveniles, y que igual prodigio pueden obrar otros versos u otros libros cuyo trato ande, en la memoria, trabado con los recuerdos del hogar y la infancia. Y es claro que así tiene que ser. Y, sin embargo, nunca podremos pedir a la enfermiza sentimentalidad —mitad ñoñería y mitad truculencia— de ciertas lecturas escolares, como el Cuore, la tónica moral, la honda ráfaga confortante —rica de semillas de historia; de altos ejemplos que siempre inspiraron a los hombres; de nombres propios que, a fuerza de frecuentarlos la imaginación, tienen ya el poder de remover lápidas en las tumbas; de hechos y figuras con cuyo contraste se miden las virtudes—, que brotan de una sola página de la Eneida. Alimento de hombres, hierro para varoniles templanzas, donde hay también ocasión a las caricias del sentimiento y también hay lágrimas para los dolores; heroicidad de talla humana; senda medida a nuestro paso. ¡Con razón Virgilio parece, siempre y para los hombres de todas las tierras, una voz de la patria! Allí aprendemos que las naciones se fundan con duelos y naufragios, y a veces, desoyendo el llanto de Dido y pisando el propio corazón. En las aventuras del héroe que va de tumbo en tumbo salvando los Penates sagrados sé de muchos, en nuestra tierra, que han creído ver la imagen de su propia aventura, y dudo si nos atreveríamos a llamar buen mexicano al que fuera capaz de leer la Eneida sin conmoverse. El sentimiento nacional, que todavía en Homero es un esquema o boceto, ha comenzado aquí a ceñir los contornos y las colinas del paisaje; es una relación precisa entre un estado de alma y una visión de los ojos, entre una onda de calor ideal y un dato de los sentidos. Pero al paso que esto sucede, el sentimiento nacional de Virgilio se va robusteciendo hasta que, por su concentración, se emancipa: abandona el modesto signo local que le dio pábulo, vuela y se torna abstracto, se hace idea, como lo es ya para la mente moderna, y entonces se vuelve transportable: así las mismas divinidades de Troya que Eneas escondió bajo su manto para salvarlas de la catástrofe, yendo a sembrarlas otra vez en la tierra de sus providenciales naufragios. Los educadores no deben ignorar que la lectura de Virgilio cultiva —para todos los pueblos— el espíritu nacional.
8
La lectura de Virgilio es fermento para la noción de la patria, y a la vez que modela su ancho contorno, lo llena con el contenido de las ciudades y los campos, la guerra y la agricultura, las dulzuras de la vida privada y los generosos entusiasmos de la plaza pública, dando así una fuerte arquitectura interior al que se ha educado en esta poesía. Llevando un Virgilio, se puede bajar sin temor a los infiernos. Nuestro vagabundo buscaba en aquellos versos latinos el último suelo de su alma, ya repasando pasajes predilectos o ya descubriendo nuevos encantos que sólo le parecían menos bellos porque les faltaba la consagración del recuerdo
.
¡La consagración del recuerdo! La música conocida es más música, y la oreja, como la va presintiendo, parece que la disfruta dos veces. El verdadero amor, más que en el encuentro aventurero, está en el cultivo, en la adaptación de los hábitos, en el rebusco cuidadoso a lo largo del tiempo, cuando se llegan a bañar con luz igual el acto, su espera y su regusto. Incorporar una fuerza en la rueda de la costumbre es darle todavía más fuerza. Dotar a los niños con Virgilio es alimentarlos con médulas de león. Y considérese que, todavía encima,