Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Octavio Paz en la deriva de la modernidad
Octavio Paz en la deriva de la modernidad
Octavio Paz en la deriva de la modernidad
Libro electrónico399 páginas10 horas

Octavio Paz en la deriva de la modernidad

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En este libro Jacques Lafaye se avoca en desentrañar la trayectoria personal e intelectual de Octavio Paz, desde sus años de infancia en Mixcoac hasta su enfrentamiento ideológico con los poderes fácticos a través de las revistas Plural y Vuelta, sin dejar de ahondar en la influencia que tuvieron en él sus años como diplomático en Francia (entre 1945 y 1961) y que le permitieron dialogar con las más grandes figuras intelectuales de la época. Lafaye -quien fuera amigo y colaborador de Paz- no se limita al análisis poético, ni al simple relato biográfico, sino que logra adentrarse en las diversas latitudes por las que navegó la pluma del pensador mexicano: política, antropología, historia, filosofía, crítica de arte; todo le sirve para elaborar un minucioso retrato de quien fuera poeta indiscutible y crítico ejemplar de la modernidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2013
ISBN9786071615671
Octavio Paz en la deriva de la modernidad

Lee más de Jacques Lafaye

Relacionado con Octavio Paz en la deriva de la modernidad

Libros electrónicos relacionados

Biografías literarias para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Octavio Paz en la deriva de la modernidad

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Octavio Paz en la deriva de la modernidad - Jacques Lafaye

    1998.

    I. EL PARISINO

    La otra orilla: entre Rive Gauche y España peregrina

    No es fácil dejar París.[1]

    O. P.

    Mi aprendizaje fue también un desaprendizaje.

    Me di cuenta de que la modernidad no es la novedad.[2]

    O. P.

    A la otra orilla del océano me refiero, y también a la Rive Gauche o ribera izquierda del río Sena, frontera cultural de París; por eso va sin comillas la orilla doble. El día en que Adolfo Castañón me pidió, a instigación de Marie José, que escribiera unas cuartillas sobre Octavio Paz para el miércoles próximo, mi primera reacción fue negarme a hacerlo, por buenas razones. ¿Qué necesidad había de sumar mi voz de fuereño al coro de las grandes lenguas de México, España y América Latina, que en esas semanas de luto celebraban al unísono la memoria de Paz? ¿Qué podría yo escribir, pensé, que la superabundante crítica no hubiera expresado ya en decenios anteriores, tanto en la América latina como en la anglosajona, y en Europa, de Italia a Suecia, y en Asia, de Tokio a Delhi? Escribir en torno de la obra de Octavio Paz es como traer agua a la mar en una tacita. Con todo, acepté el reto, por ser oriundo de la otra orilla, y me di cuenta poco a poco de que sí podía decir algo inédito, en virtud de lo que llamaría Ortega y Gasset los sinfronismos, y también los sincronismos, que me hacen transparente a Paz.

    Como en otras etapas decisivas de mi formación intelectual, quien me llamó la atención sobre Octavio Paz fue Marcel Bataillon. Era yo un joven estudioso del México precolombino. Mi maestro me dijo, no recuerdo la fecha exacta, en los años cincuenta, que estaría bien que me aprovechara de la presencia de Octavio Paz en París para entrevistarme con él, que aunque no fuera historiador, antropólogo, ni arqueólogo, sino poeta, sí entendía mucho del pasado mexicano. Fue así como llegué a conocerlo, en su despacho de la rue de Longchamp, sede de la embajada de México, donde Paz era entonces creo que tercer secretario, siendo consejero otro poeta, José Gorostiza, y embajador aun otro poeta, don Jaime Torres Bodet. Octavio Paz me acogió amablemente, supongo que en consideración de mi juventud o de la fama de mis maestros, Marcel Bataillon y Paul Rivet, porque se le veía muy ocupado. Recuerdo que don Marcelo, con su extraordinario flair littéraire, me había dicho: Octavio Paz es probablemente el mejor escritor que tiene ahora México. Esto que hoy en día muchos considerarían una evidencia, era cuando menos una generosa anticipación, dado que de sus obras más significativas sólo se habían publicado entonces Piedra de Sol (1949) y Libertad bajo palabra (también de 1949); obras que editó, en traducción francesa, la editorial Gallimard, entre 1957 y 1960, si no me falla la memoria. Viene también al caso señalar que Bataillon tenía amistad con Alfonso Reyes, desde el Madrid anterior a la Guerra Civil española; se carteaba con él y valoraba mucho su obra. El juicio de Bataillon tenía algo de blasfemia; su viejo amigo Reyes era en el México de aquellos años el reconocido maestro de las letras. Don Alfonso era como otro Goethe en Weimar, sólo que modesto y bondadoso (Goethe fue uno de sus autores predilectos; escribió un ensayo sobre su obra y poseía ediciones en varios idiomas que llenaban estantes de su biblioteca). Se rumoraba que Reyes iba a ganar el Premio Nobel; la idea vino primero de Borges y Silvina Ocampo; la apoyó Octavio Paz, pero no prosperó. Algunas omisiones del tribunal del Premio Nobel son tan famosas como sus aciertos, notablemente en América Latina.

    Ahora la presencia permanente, aun estando ausente, de Octavio Paz en París, desde aquellos ya lejanos años, es un fenómeno insólito que merece subrayarse. Sólo es comparable, entre latinoamericanos, con el caso del colombiano Germán Arciniegas, cuya larga vida transcurrió, creo que en su mayor parte, en París; Arciniegas estaba como en casa en la venerable Revue des Deux Mondes, la única en interesarse por América Latina desde la primera mitad del siglo XIX. Otro caso es el de la culta, rica y generosa Victoria Ocampo, amiga de Gide y de Cocteau, de varios otros escritores y, sobre todo, de Adrienne Monnier; la librería de Mademoiselle Monnier la frecuentaron James Joyce y Rainer Maria Rilke, T. S. Eliot, Ernst Jünger, Alfonso Reyes, Ezra Pound, Ernest Hemingway, Jorge Luis Borges y André Malraux… el tout Paris international literario (y también Gisèle Freund, por el talento y la intuición, de quien tenemos insustituibles retratos fotográficos y clichés de la hoy desaparecida librería). De Victoria dijo Valéry Larbaud: C’est une vraie parisienne. Pues, no lo duden: Octavio, ce fut un vrai parisien.

    Por haber transcurrido mi carrera de estudiante y de maestro en la Sorbona, me he codeado con los chilenos Neruda, Raúl Silva Cáceres (coautor con Cortázar de Chili: le dossier noir, en los años setenta, y mi colega), con el poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade (embajador en París), el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (también embajador), los argentinos Damián Bayón (poeta, además de profundo conocedor del arte barroco y el contemporáneo latinoamericano), César Fernández Moreno (que fue director de la revista Culturas de la UNESCO), Ernesto Sábato (nuestros respectivos cursos en el Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine se sucedían en el mismo horario y la misma aula, en la década de los sesenta), Yurkievich (Saúl, poeta y crítico, y su íntimo amigo Julio Cortázar), el colombiano García Márquez (amigo del director de cine español, Luis Berzosa, mi vecino, autor de la película definitiva sobre Borges), los cubanos Guillén (Nicolás, el negro bembón, entonces exiliado en París; nos presentó el librero Soriano) y Le Riverend (historiador mexicanista, embajador cubano en la UNESCO, que antes fue director de la Biblioteca Nacional de La Habana), los paraguayos Bareiro Saguier (Rubén, ahora embajador en París; hace mil años paseamos juntos en lancha en el río Paraguay) y Roa Bastos (callado y caluroso; no pude encontrarlo la primera vez en Montevideo, pero sí después en París), los peruanos José Miguel Oviedo y Bryce Echenique, y los mexicanos Fernando del Paso y Sergio Pitol (los dos, tan distintos uno del otro, han desempeñado sucesivamente el cargo de consejero cultural de la embajada de México), todos residieron en París varios años. Sólo menciono escritores en el sentido común, que son los que vienen al caso. Incluso llegué a conocer a viajeros más efímeros, como José María Arguedas (lo acompañé en su visita de París, con Olivier Dolfuss, creo que en 1965), Juan Carlos Onetti, Manuel Mejía Vallejo, Mariano Picón Salas, Carlos Pellicer, Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs, así como a Mario Benedetti, con motivo de un coloquio que llevé a cabo en la Sorbona sobre el cuento latinoamericano; también a Antonio Skármeta —exiliado en París—, Jaime García Terrés (nos presentó uno al otro Huguette Balzola en su Librairie Française de la avenida Reforma, en 1960… ¿o 1964?), Jorge Luis Borges en varias ocasiones. Con Borges tuve el privilegio de cenar en casa de nuestro amigo común, Paul Bénichou, a espaldas del Jardín de Luxembourg; creo que fue el último viaje de Borges a París. De estos numerosos escritores unos eran refugiados políticos y otros representantes diplomáticos; algunos sucesivamente lo uno y lo otro, como Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y Pablo Neruda.

    A la Universidad de Estrasburgo, donde se inició mi carrera docente, el consejo me permitió invitar a José Matos, a Rubén Bareiro, a José Luis Romero (historiador, hermano de Francisco, el filósofo argentino), al mayista Alberto Ruz Lhuillier y a Miguel Ángel Asturias, a inaugurar mi curso, ¡una semana antes de que este último ganara el Premio Nobel! Es hecho comprobado que ningún microcosmos ni Estado nacional alguno puede imponer el premio; que si fuera así, ni Gabriela Mistral, ni Asturias, ni García Márquez habrían llegado a ser Premio Nobel.

    Por el apartamento de la rue de l’Odéon, donde posteriormente viví muchos años con mi familia, y que se reputa haber sido el de Flaubert (situado enfrente de la antigua librería de Adrienne Monnier), transitaron más de uno de los que Octavio Paz menciona en su Itinerario o ha citado en otros escritos. ¡No estoy publicando una página de sociales!, sino evocando recuerdos para mejor ambientar a Octavio Paz en París, así como a su improvisado biógrafo intelectual. A casi todos los que reseñé más arriba los conoció Octavio Paz; varios de ellos fueron amigos suyos.

    El embajador Zérega Fombona, que todavía en los años cincuenta se hospedaba en el Hotel Luteria, llegó a conocer en París a Leopoldo Lugones, a Gómez Carrillo con Raquel Meller (la cual, decía, lo presentaba como su secretario particular), a Ricardo Güiraldes —la esposa de Güiraldes y la de Neruda, apodada la Hormiga, eran dos de las hermanas Del Carril, opulenta familia de la próspera Argentina de aquella época, que viajaba anualmente, en barco, a la saison de Paris—. Lo que quiero subrayar con estos recuerdos anecdóticos y con esta galería de retratos, es que la permanencia de Octavio Paz en París no fue nada excepcional, sino parte de una gran tradición, a la vez bohême y venerable, que hoy no se ha interrumpido; dispersada por la guerra mundial, la colonia intelectual y artística latinoamericana se estaba reconstituyendo en los últimos años cuarenta y en los cincuenta. Se acrecentó en los decenios posteriores, como consecuencia de dictaduras militares en varias naciones de América del Sur. Amén de escritores, contó con muchos artistas plásticos. Casi todos los más destacados escritores e intelectuales de la América Latina permanecieron en París, más o menos años, según los casos; viajaron a París en el siglo XX como fueron a Roma en su tiempo Goethe, Stendhal y tantos viajeros (escritores alemanes, ingleses y franceses), o como los liberales españoles del siglo XIX emigraron a Burdeos y a Londres. Entre Gómez Carrillo y Rubén Darío, García Calderón, etc., al final del siglo XIX y principios del siglo XX, la caravana de la fama y la gloria literaria latinoamericana fue continua; cuenta cuando menos con cinco premios Nobel: Asturias, Neruda, Paz, García Márquez y Mario Vargas Llosa, y con los novelistas del boom de los años setenta: Julio Cortázar, Carlos Fuentes (que fue embajador de México en Francia), García Márquez (como corresponsal de prensa), Roa Bastos (como profesor invitado) y Vargas Llosa (cuando fue presidente del PEN Club internacional). La simpática y sabia argentina Sylvia Molloy escribió un hermoso libro sobre París como capital de las letras latinoamericanas, aunque con otro título: La diffusion de la littérature hispanoaméricaine en France;[3] no viene al caso resumirlo aquí, pero sí es importante remitir al lector a tan instructiva y amena lectura. El poeta moderno y joven, Octavio Paz, llegó a París en diciembre de 1945 y puso sus plantas en las huellas del modernista Rubén Darío, hasta en La closerie des Lilas, famoso café literario del carrefour Port-Royal, y en La Source, bulevar Saint Michel (¡hoy día sustituido por un fastfood!), donde Darío llegó a conocer a Verlaine. En estos datos topográficos y mundanos de la Rive Gauche hay más que un ritual y un símbolo: hay una herencia.

    Voy a limitarme a evocar la generación de Octavio Paz y los latinoamericanos de habla española (que hubo también en París brasileños ilustres). Ni el mago Asturias, ni el colosal Rómulo Gallegos, ni el telúrico Neruda, ni el inseguro Sábato, ni el folclórico Guillén (Nicolás), menos aún el sarcástico Carpentier han alcanzado, a mi parecer, la estatura universal de Paz. Sólo Borges le pudo disputar esta preeminencia señera en las alturas del pensamiento, con probable ventaja en el cuento y en el humor, pero con probable desventaja de Borges en la expresión poética y en el ensayo. Alfonso Reyes escribió: Borges es un mago de las ideas.[4] Yo diría para la ocasión: Paz también es un mago del estilo. Ambos, Paz y Borges, quedarán en la memoria decantada del futuro como las dos luminarias, los magos de la América Latina de su generación.

    Lo notable es que poquísimos como Octavio Paz llegaron a ser figuras del mundo parisiense de las letras, les gens de lettres, que es un medio abierto si se quiere, pero muy cerrado en aquel tiempo. Octavio Paz fue uno de aquellos escritores extranjeros que estuvieron en París como en casa propia, como fue el caso de sus amigos Supervielle, Ionesco o Cioran, que escribieron sus obras en francés. En los últimos años Cioran moraba en una casa de la rue de l’Odéon situada junto a la que fue de la librería de Adrienne Monnier (o sea enfrente de mi propio departamento), a cien metros del Teatro del Odeón. A Cioran le pesaba tanto no saber español como a mí no tocar piano; su obra se había convertido en un manantial de epígrafes para toda clase de libros, con pretensiones éticas y aun sin éstas. En este mismo immeuble de Cioran había ocupado un cuarto rentado, siendo joven, Mario Vargas Llosa, durante su primera temporada en París. A dos cuadras vivía Cortázar, y del otro lado del teatro, rue de Tournon, el famoso actor (el inolvidable Cid de Corneille, e insuperable Lorenzaccio de Musset) Gérard Philippe, que tuvo ahí su departamento hasta su muerte prematura, poco después de haber rodado en Veracruz, con Michèle Morgan, la famosa película Les orgueilleux. Menciono estos detalles (podría citar más nombres) para que vean hasta qué punto la Rive Gauche todavía era un pueblo en los noventa; cuanto más en los cincuenta. La frontera interna, permeable, entre Odéon-Saint Germain y el Barrio Latino (le Quartier latin), esto es, la Montagne Sainte Geneviève, sigue siendo el bulevar de Saint Michel (le Boulmich), en el que las librerías ceden cada día más espacio a las tiendas de prêt à porter.

    La popularidad de Octavio Paz en Francia se debió sin duda a la calidad excepcional de sus traductores (como punto de comparación, Neruda confesó a una de mis alumnas que estaba escribiendo una tesis sobre su obra: Querida Vivianne […] no he tenido suerte con mis traductores franceses…) (1966). Pero más que la calidad de sus traductores, el factor determinante fue el efecto de la miscibilidade (término brasileño inventado por Gilberto Freyre, ¿o por Sergio Buarque?) de Octavio la que hizo que fuera adoptado por el medio intelectual parisiense. Y también a que estuvo todavía joven en París, en años de gran efervescencia política y literaria. Hombres venidos de otras tierras y continentes como él han contribuido a hacer de la capital francesa, desde finales del siglo XIX, un centro de creatividad literaria y artística, hasta convertirse en el gran crisol de la cultura universal. Como parisino de nacimiento (que algunos somos autóctonos de la Rive Gauche) me siento, por esta razón, en deuda con la memoria de aquel prócer intelectual mexicano.

    Y de manera ya más personal tengo otra deuda, que no puedo pagar con pocas cuartillas. Las páginas encomiásticas que, desde Harvard, firmó Octavio Paz en 1973, tituladas Entre orfandad y legitimidad, como extenso y denso prefacio a mi libro, no contribuyeron poco al éxito inicial de Quetzalcóatl y Guadalupe, mi obra más difundida. Quiero puntualizar que no fue resultado de algo planeado entre nosotros, sino ocurrencia de un colaborador de Pierre Nora, director de la colección de la editorial NRF-Gallimard. El manuscrito estaba escrito en francés (a diferencia de mis libros más recientes), incluso las numerosas citas de autores mexicanos y españoles, traducidas al francés. Octavio Paz tenía un dominio notable de nuestro idioma, hasta el grado de poder discutir con sus traductores tal o cual punto delicado; pronunciaba el francés con un ligero acento que le era propio y no era el habitual de los hispanohablantes; yo solía hablar con él en español y mis recuerdos al respecto son escasos. Sí, me acuerdo de una vez que me encontraba en su despacho de la embajada, en los cincuenta: lo llamó por teléfono su traductor, Jean Clarence Lambert. En algún momento el poeta se volteó hacia mí y me preguntó: Usted, Lafaye, ¿cómo traduciría al francés ‘la flor saxífraga’? Yo le contesté algo como que tendría que acudir a mi diccionario latín-francés; saxífraga: de saxum: roca, y frangere: quebrar, es decir, ¡la flor que quiebra la roca!, algo muy raro por cierto. Al poco tiempo, de allí salió impresa la traducción con este llamativo título, literal y hermético para el lector francés: La fleur saxifrage…

    Hubo otra ocasión en que me ayudó Octavio Paz, esa vez sin sospecharlo, por la huella que dejó su paso por el grupo surrealista, y fue cuando su compañero de andanzas por Montparnasse, el inolvidable Roger Caillois (encarnación de Monsieur Teste con un zest de genial extravagancia), sensibilizado por él a todo lo mexicano, propició, años más tarde, mi edición del Manuscrito Tovar. Relación del origen de los indios que habitan en esta Nueva España (1972). Caillois fue autor, entre otros libros, de Le mythe et l’homme,[5] director de la colección La Croix du Sud, creada por él en tiempos de Gaston Gallimard; Caillois hizo descubrir Borges a Europa y era en aquel entonces una de las figuras intelectuales más destacadas de una entidad, la UNESCO, que ha tenido permanente necesidad de rehenes intelectuales consagrados; entre mexicanos: Jaime Torres Bodet, como secretario general, y Rodolfo Stavenhagen, como director de la División de Cultura; Silvio Zavala, Miguel León-Portilla y Luis Villoro como embajadores de México han hecho este papel en fechas posteriores.

    Voy tomando conciencia, con algo de mala conciencia, de que estoy hablando demasiado de mis propios amigos y escritos, pero son parte de la relación que tuvo Octavio Paz con París y con autores y críticos franceses, así como españoles e hispanoamericanos radicados en París. Y al fin de cuentas, ¿cuándo, si no es ahora, haría constar mi temprana relación con Octavio Paz y mi deuda para con él? ¿Cómo justificaría mi audacia de llevar más agua a la mar de la crítica, si no fuera por el doble, y ambiguo, privilegio de mi edad y de mi calidad de parisino, educado en el Quartier latin, o sea la Rive Gauche, durante los años de la posguerra, años de aprendizaje (por decirlo con las palabras de Goethe) o de desaprendizaje, según ha escrito el mismo Octavio Paz. Las curiosidades y las preferencias estéticas, filosóficas y políticas de Octavio Paz han sido las mías y de mi generación, durante los mismos años, en especial de 1948 a 1958. He tenido trato (intelectual o personal) con la mayoría de los autores que cita Paz en su obra, de todas las nacionalidades, en particular latinoamericanos y españoles de dentro y de fuera.

    Desde hace varios decenios ya, cada uno de los viajes de Octavio Paz a París era un acontecimiento que celebraban a su manera las autoridades y las personas. El embajador Zavala hacía cenas íntimas con él y Marie José, y el embajador Castañeda organizaba recepciones en su honor. En otros casos él pasaba por París casi clandestinamente para huir de estos festejos y gozar privadamente de la conversación con viejos amigos, como Cioran o Henri Michaux. Recuerdo también las reuniones convocadas por Claude Gallimard en el departamento de la rue Sébastien Bottin (posteriormente rue Gaston Gallimard), donde acogía a Octavio y a Marie Jo, que ya no se hospedaban en el vecino Hôtel Pont Royal, situado a dos pasos (cuyo bar, en el subsuelo, sigue siendo el rendez-vous de los autores de la editorial). Aparecían juntos en torno de Octavio Paz otras figuras que no solían verse más que por separado: sus traductores, Jean-Clarence Lambert, Claude Esteban y la delicada pintora Denise Esteban, Jean Claude Masson (ambos poetas y traductores de su obra poética), el discreto poeta Yves Bonnefoy, el pintor Roberto Matta, exuberante como su pintura, el novelista y crítico André Pieyre de Mandiargues, Michel Leiris (tres supervivientes, estos últimos, del grupo surrealista), la novelista Florence Delay, estudiosa de los trovadores y traductora de Sor Juana, el poeta y matemático Jacques Roubaud con quien (y otros dos) Octavio escribió poesías a cuatro manos, y no faltaba su viejo cómplice en gatología Claude Lévi-Strauss.

    Con motivo del último viaje que hizo Octavio Paz a París, en 1994, ya de ochenta años de edad, el ministro de Cultura hizo una recepción en su honor, en la Maison de l’Amérique Latine. Cuando hubo terminado el funcionario su discurso de bienvenida, le dije en un aparte que un discurso y un coctel me parecían poco para Octavio Paz; él me contestó para disculparse, como quien lo sentía sinceramente: Es que he revisado las listas de condecoraciones de la República y ya se las dieron todas (il les a déjà toutes). La relación de Octavio Paz con Francia se remonta en lo esencial a los años de la posguerra, como lo he repetido, primero de 1945 a 1949, pero nunca perdió el contacto. En aquellos años difíciles Montparnasse iba renaciendo trabajosamente, pero no sería nunca más lo que había sido antes de 1939, según escribió con razón Arreola; el París de las artes y las letras, de la canción y las tabernas nocturnas, emigró en 1945 a Saint Germain des Prés. Los cafés de la gente de pluma ya no eran tanto Le Dôme y La Coupole, como el Café de Flore y Les Deux Magots, y ya Le Bonaparte y La Rhumerie martiniquaise, si bien Saint Germain era más de escritores y Montparnasse más de pintores. Por otra parte, la permanencia cotidiana en el café fue perdiendo importancia en la vida literaria y artística. Por ello dijo Arthur Adamov, en los años setenta, que Saint Germain çà c’est beaucoup amoché (Saint Germain se ha echado a perder), pensando tal vez en la crónica del barrio que publicó Léo Larguier, una figura legendaria de Saint Germain. No debe engañarnos al respecto el fenómeno existencialista en torno de Sartre; fue una explosión de esnobismo incluso en la indumentaria. Recuerdo haber tomado una cerveza en Les Deux Magots repletos de clientes y turistas, en compañía de Heidegger, Jean Beaufret y Kostas Axelos, en el verano de 1955; Beaufret le explicó al maestro de Friburgo que él tenía la culpa de que el café fuera tan concurrido (¡nunca imaginarían los clientes que el señor bajito y rechoncho con boina vasca fuera el padre del existencialismo!). Otra vez, ya en los sesenta, fui allá con Neruda y con algunos más, al terminar uno de sus recitales de poesía en el Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine, creado en 1954 por Rivet y Sarrailh (donde conocí a Pellicer, a Villalobos y a Agustín Yáñez…) y Neruda pasó tan de incógnito. La celebridad es un fenómeno que hoy se mide en minutos de aparición en pantallas de televisión, pero en el París de entonces dependía de la presencia en la tribuna de reuniones políticas del Palais de la Mutualité. Octavio Paz acudió a estos meetings de la Mutu, abajo de la Montagne Sainte Genevieve.

    En cambio, ¿cómo olvidar que estaban con vida todavía en aquellos años figuras tan apasionantes como Blaise Cendrars, Francis Carco, Paul Morand, Jacques Prévert, todos asiduos de los cafés —más los de Montmartre que de Montparnasse en estos casos—, y Colette en su mansarde del Palais Royal, muy cerca de donde vivía Octavio entonces, en la rue de Richelieu. Los famosos, que no podían pasar inadvertidos, eran: Malraux, Camus y el binomio Sartre-Simone de Beauvoir. Estaba con vida Gaston Gallimard y reinaba intelectualmente en la NRF el intuitivo y taciturno Paulhan, al que iba a suceder Camus, hasta que murió prematuramente en un accidente de carretera, en el automóvil de la pareja Gallimard; ocurrió en 1960, regresando de su casa de Lourmarin (Provenza) a París. Solía decir Camus: Le bonheur est toujours menacé (La felicidad siempre es precaria).

    Sobrevivían de la generación anterior: el ambiguo Gide (rue Vaneau, atrás del bulevar Raspail), el (discreto) Premio Nobel Roger Martin du Gard (quien residía en la rue du Dragon, a dos pasos de la Brasserie Lipp (café-restaurante de monsieur Cazes), centro vital de la vida literaria y política, el distinguido Jean Schlumberger (amigo de Anna de Noailles), el chistoso y solemne Jules Romains, el tortuoso Mauriac, el fariseo Claudel, el misógino Valéry, y también Marcel Aymé, André Chamson, Georges Bernanos, Alain y su discípulo aventajado André Maurois, Gabriel Marcel, incluso Céline (que se disimulaba por sus simpatías fascistas) y el insumiso Giono: otras tantas grandes plumas. En las artes plásticas estaba el angélico Georges Braque (en Varengéville, de Normandía) y el demiurgo Picasso (quai des Grands Augustins, a corta distancia de la iglesia de Saint Germain des Prés); los escultores Charles Despiau y Antoine Bourdelle, y el arquitecto Le Corbusier, considerado excéntrico por la arquitectura oficial, con su taller en la rue de Sèvres, en la misma Rive Gauche, los pintores Matisse y Chagall (no recuerdo si ya se habían establecido en la Côte d’Azur), Duchamp y Léger… Una ex modelo de Modigliani tenía un restaurante; tuteaba a sus clientes quienesquiera que fuesen; fue una émula de Kiki de Montparnasse, pero no recuerdo su nombre… Lo que sí tengo presente es que en un área de medio kilómetro cuadrado, cuyo ombligo era la plaza de Saint Germain des Prés, se percibía un hormigueo de genio literario y artístico, cercado por un rumor creciente de esnobismo.

    Los grandes creadores del cine francés: Jean Renoir y Marcel Carné, para citar sólo a dos de ellos, estaban en plena producción de obras maestras con diálogos de Prévert y música de Kosma (éstos eran más bien de Montmartre); Christian Bérard (apodado Bébé) y Jean Cocteau pintaban decoración de teatro. El recuerdo de Jacques Copeau, Philippe Soupault y Lugné Poe era garante del resurgimiento del teatro de vanguardia. Fui alumno del Lycée Condorcet, del que también fue alumno Marcel Proust y profesor el propio Mallarmé; en mis días Sartre era maestro de filosofía —no fue maestro mío— y la secretaria general del liceo había estado casada con Marcel Pagnol. O sea que París era una galaxia de pueblos: Le Quartier Saint Lazare, Le Quartier Latin, Chaillot (celebrado en el teatro por Jean Giraudoux), Montceau, Le Palais Royal y Le Marais, que entonces empezaba a renacer; Le Village d’Auteuil y Le Village de Montmartre: sólo

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1