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Umbra: El pacto Magnolia
Umbra: El pacto Magnolia
Umbra: El pacto Magnolia
Libro electrónico932 páginas13 horas

Umbra: El pacto Magnolia

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Información de este libro electrónico

Como bien les tocó a ellos, ¿por qué no iba a pasarte a ti también?

Cameron es un Umbra, y también un asesino debido a las circunstancias de su infancia, las cuales le transformaron en un monstruo despiadado con una mente retorcida. Sin embargo, esconde su trágico pasado tras una vida ordinaria como estudiante universitario de carácter simpático, aunque a veces su sinceridad mordaz lo arrastra a situaciones peligrosas.

Cameron se siente atraído rápidamente por Neil, un respetuoso desconocido con el que se topa por primera vez en el cementerio. Según Cameron, las personas que son como él tienden a identificar a otros criminales. Demonios que comparten pasiones tan semejantes que relucen a través de una simple mirada.

Por ello, comienza una relación que se estrecha poco a poco con la habladuría pícara, desenfadada e ingeniosa de este hombre. ¿A dónde podrían llevar las necesidades tan diferentes pero semejantes de dos asesinos, con un pasado tan delicado que los arrastró hacia la perdición? ¿Podrían salvarse de la locura y la lujuria que los une? ¿O es posible que ya no hubiera nada que salvar desde el principio?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 oct 2019
ISBN9788417717803
Umbra: El pacto Magnolia
Autor

Madeline Simone

«Desde que era niña, mis pensamientos han sido del todo menos normales. Con el paso del tiempo, entendí que me había quedado fuera de la sociedad por todo lo que podía llegar a sentir, por todo aquello que comprendía y que pocos eran capaces de aceptar. Comencé a enfrascarme en la escritura, era una forma de convivir con mi supuesta anomalía, hasta que decidí que todos mis demonios, todas mis pasiones, miedos e incertidumbres debían tener nombre, consciencia y una identidad para que pudieran hablar. Así nacieron Cameron y Neil, dos personajes que describen a la perfección cientos de secretos que podría haber, queridos lectores, en vuestras cabezas.» Madeline Simone

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    Vista previa del libro

    Umbra - Madeline Simone

    I

    Psicodélico

    «Hay la misma diferencia entre un sabio

    y un ignorante que entre

    un hombre vivo y un cadáver».

    Aristóteles

    I

    Cita en el cementerio

    Miro a través de la ventana del autobús el grisáceo día. Las gotas de lluvia lamen el vidrio; siempre las he considerado no más que tristes lágrimas de algún depresivo dios que no pudo soportar la pérdida de un ser querido. El cielo está cubierto por un manto que produce nostalgia; dan ganas de encontrar tus propios pesares y expresarlos a través de la misma forma que las nubes en la atmósfera.

    Sí, un día bastante afligido para aquellos que le prestan más atención de la debida. Hace aproximadamente dos meses que entramos en el otoño y las temperaturas comienzan a bajar de forma paulatina.

    La carretera, inundada de agua que salpica las aceras, me hace recordar con más insistencia a dónde me dirijo. Parece irónico que el tiempo esté de luto. Concuerda muy bien con las circunstancias.

    De pronto, la pesadumbre del día se ve interrumpida por las habladurías de la niña que tengo detrás comentando mi aspecto. La madre le dice que baje la voz, que puedo oírla, alegando que es totalmente una falta de respeto. En verdad, me da igual.

    Hablar no convierte a una persona en alguien descabellado. No le veo el problema a ser albino; aun así, la sociedad siempre se ha empeñado en que las anomalías de cualquier persona son una amenaza, una clara burla de lo correcto y lo ordinario que establece un orden ilusorio.

    Sin embargo, a finales de la pubertad, cerca de los dieciocho, el pelo se ha visto un poco opacado y muestra destellos plateados, como los de mi madre, quien me comentó que era a causa de la edad. Al menos, puedo reírme de los envidiosos que ansían un color de ojos verdes tan claro y puro como el mío. Además, mi piel es marmórea, de un color extravagante, demasiado blanco.

    Contengo las ganas de reírme de pronto.

    Si me dieran una moneda por cada una de las personas que me han mirado con repulsión, miedo o inseguridad, estaría sentado en alguna costa sumamente aburrida, tomándome una siesta, disfrutando del sol y esperando a que un suceso interesante revoque el tedio de las vacaciones.

    En ocasiones, he llegado a la vaga conclusión de que quizá mi singular aspecto no me otorga ese poder tan temerario. Mido 1,93, más del promedio, y los cuatro años invertidos en el gimnasio me han servido para que la sociedad piense un poco antes de tomar la decisión de insultarme. No es lo mismo un larguirucho que un gigante fornido, ¿verdad?

    Uno siempre tiene que cuidar de sí mismo la mayor parte del tiempo; cosa que no fui capaz de hacer en el momento en que más lo necesité.

    Después de que, en la antigua parada, la pareja de detrás se bajara, yo también desembarco en la siguiente, recordando el saludo y la ingenua sonrisa a la cual correspondí.

    El frío me azota intentando transpirar por mi frágil sudadera sin mucho éxito, a causa de mi admiración por las bajas temperaturas. Observo el clima de la zona. En esta parte de la ciudad, aparentemente, la lluvia no es tan agresiva por algún sufrimiento divino. El olor de la humedad que se impregna en la naturaleza me golpea suavemente en las fosas nasales; diferencio varios aromas, como el de la tierra mojada, la hierba, la corteza y las hojas. Tomo todo el oxígeno posible para deleitarme mientras el autobús pasa por delante de mí.

    Tras ello, cruzo la carretera después de asegurarme de que no pasa ningún coche para dirigirme al pequeño puesto de flores que siempre está abierto. Oigo el repiqueteo de las gotas angustiosas contra el paraguas, provocando una sinfonía natural entrelazada con el agradable aroma que me permite permanecer vagamente en la realidad.

    Los alrededores están despejados de vida humana y, tras mi espalda, puede divisarse con claridad la ciudad, opacada por el clima apagado y desmotivador. Camino acera arriba, mirando la cortina de lluvia y los edificios lejanos. El viento desequilibra un poco la estabilidad del paraguas, arrancándole sonidos metálicos que me recuerdan a quejidos. Si no fuera por el acontecimiento meteorológico, habría un silencio espectral. El agua circula por el pavimento en forma de una pequeña e insignificante corriente, que me moja los zapatos y, peligrosamente, la pata del vaquero.

    Minutos después, distingo el puesto no demasiado grande que te proporciona una variada colección de flores que, muchas veces, en la ciudad no encuentras.

    La mujer de avanzada edad, un poco rechoncha, oye mis pasos a causa de los charcos casi inevitables de sortear. Se da la vuelta y los ojos castaños brillan un tanto a través de las gafas redondeadas que reposan en el puente de su nariz. El cabello corto y grisáceo está desbarajustado y, como siempre, no parece importarle mucho el aspecto que presenta ante el mundo. Me sonríe con simpatía, dulzura y un toque materno. Alzo la mano para saludarla. Cuando estoy refugiado bajo el techo, cierro el paraguas de cara a la calle para no mojar la mercancía.

    —Cameron, ¡qué guapo estás! —comenta a modo de saludo tras el mostrador. Le muestro una media sonrisa. Siempre he sido guapo, aunque me percaté gracias a la persona que voy a ver.

    —Le agradezco el piropo, señora Geder —contesto, a sabiendas de que un vaquero, la sudadera y unas zapatillas blancas no me hacen sacar mi verdadero atractivo. Además, por mi aspecto tan «extravagante», me veo forzado a vestir con tonos claros para no parecer demasiado tétrico y lóbrego. Me gusta verme bien y a gusto con la persona que se refleja en el espejo. Puedo discrepar entre mis gustos y una apariencia natural.

    —¡Ya te he dicho mil veces que me llames Teressa! —protesta la mujer, rodeando el mostrador con dificultad por la edad para reencontrarse conmigo. Me da un pequeño abrazo que correspondo sin ningún reparo. Quizá, en el fondo, he sabido apreciarla—. Bueno, ¿te pongo lo de siempre, cariño?

    —Por favor —le pido.

    Ella asiente con una sonrisa y nacen más arrugas en la piel achacosa de las comisuras de sus labios y de sus ojos. La veo trastear un poco, pues intuyo que, de las flores que siempre pido, guarda un ejemplar por estas fechas con mucho recelo. En ocasiones, debe prepararme un ramo de improviso; aun así, suelo ser puntual.

    —¿Cómo se encuentra su marido, Teressa? —pregunto sin verdadero interés mientras ojeo la mercancía nutrida de color y diversidad. El silencio puedo apreciarlo más en mi absoluta soledad, en vez de en compañías a las que se les puede exprimir un mínimo de barullo.

    Ella suelta un «oh».

    —John está bien —informa con cierto tono alegre mientras yo, cruzado de brazos y sujetando el paraguas goteante, miro los girasoles gigantes y cuidados de forma minuciosa—. Me muero yo antes que él —bromea y me río suavemente.

    Teressa extrae un despampanante ramo de enormes girasoles y rosas amarillas. Hoy, como cada vez que se las pido, muestran esa belleza dorada y lozana. Una pena, esta deslumbrante vida expirará en un lugar tan muerto como al que las voy a llevar ahora. Me pierdo un instante en el ramo y, luego, recuerdo vagamente cuando se los traía blancos. Tan ordinario y sencillo para lo que fuimos que debería arrojarle un prado con ejemplares carmesíes, malvas y amarillos, destripando cualquier adjetivo puro.

    Es lo que tuvo el amor; lo que tiene en ocasiones.

    Le pago en efectivo, dejándole más de lo que cuesta, porque el cuidado y la forma meticulosa en la que protege mis flores se merece reconocimiento. E, igual que de costumbre, trata de negar el dinero de más, pero yo le dejo el billete encima del mostrador y me marcho, despidiéndome.

    —Nos vemos la próxima vez, señora Geder.

    —Cuídate, mi niño, ¡que eres muy joven! —me pide desde el mostrador mirándome como el hijo que nunca tuvo, o el que perdió, quién sabe.

    —Sí, señora Geder —le aseguro con una sonrisa, abandonando el puesto a la vez que abro el paraguas.

    Con el ramo en mano y lágrimas amargas repiqueteando sobre mi cabeza tratando de contagiarme su agonía, camino hacia la entrada del cementerio. No tardo más de un minuto en alcanzar la verja abierta al público.

    El tétrico lugar se expande a mis pies. Casi siempre está solitario. Por esa razón, cuando muera, yo quiero ser incinerado. No necesito ser el próximo cadáver arrojado al olvido. Prefiero perderme en la naturaleza a estar condenado —aunque ya no sienta nada— en un ataúd innecesariamente. Aquí hay tanta gente olvidada, tantas personas que no son ni serán rememoradas... Supongo que solo somos el recuerdo de lo que dejamos en vida. La muerte siempre me ha parecido irónica. En la vida existe demasiada distinción absurda: sexo, raza, posición social, dinero… Y, en la muerte, todos nos reencontramos en un vacío inexistente. No más que huesos y carne. Materia hecha para descomponerse y dejar de ser.

    Vanidoso el que supone que al otro lado habrá distinción por los méritos o lujos que haya obtenido en vida.

    Si existe un paraíso o un purgatorio, más te vale haber obrado, al menos, con un poco de humildad, pero sé que no puedo subirme a este carro ni intentándolo.

    Observo las gotas recorrer las lápidas con inscripciones diferentes de lapsos temporales diversos. Así que continúo avanzando entre filas y filas de muerte. Encuentro la lápida de la persona que busco; probablemente, sabría llegar hasta con los ojos cerrados.

    Y saber que el primer año de su muerte, cada vez que venía, debía entrar por fuerza con la cabeza gacha, mirando no más que el césped para no entrar en llanto sin ni siquiera pararme junto a su tumba. Luego, tras alzar la cabeza y ver el nombre inscrito, todo lo que era, lo poco que llegué a ser en esos tiempos, se descontrolaba, se destruía y venía el caos. ¡Oh!, maldito caos que derribaba todo lo que construía en cuestión de escasos segundos. No recuerdo haber plañido tanto como en aquellos tiempos. Era imposible detenerme. Una vez que comenzaba, hasta que no salía del cementerio a rastras, no cesaban las lágrimas ni se apaciguaba el intenso y hórrido dolor que me electrocutaba por dentro.

    Frente a su tumba, me inclino y coloco las flores sobre la lápida; siempre que vengo me encargo de que esté limpia. Me pongo de cuclillas sosteniendo el paraguas sobre mi cabeza, oyendo el sonido constante de la lluvia estrellándose y babeando en la piedra.

    Poso los ojos en la fecha y el nombre con una tristeza pesada, familiar, vulgar.

    1991-2009

    Ekaiz Etxalar

    Si estoy muerto, me gustaría deciros que no quiero a nadie triste.

    ¡Necesito a todos riendo y viviendo por mí!

    Leo la frase que conmemora su muerte. Siempre duele, desde el primer día hasta este momento. Agacho la cabeza y rozo la superficie fría y húmeda, manchándome el dedo de tierra y agua.

    —He traído esto para ti —le digo alzando la cabeza con tristeza y la mirada perdida—. Sabes que suelo alternar como tú lo hacías, ¿o no? —Sonrío y noto que la angustia de su pérdida me aprieta el corazón con el riesgo de explotarlo. Una ráfaga de viento azota el cementerio, sacudiendo la hierba y los árboles, acallándome. Advierto una fría sensación en el cuerpo, la misma que cuando asumí que jamás lo vería de nuevo.

    Asumir una muerte no es fácil.

    Porque has de entender correctamente que nunca más tendrás la presencia de esa persona.

    Jamás estarás con ella de nuevo.

    Debes aceptar que todo acabó.

    Un final definitivo que no opta por un pensamiento de que esta presencia distante está en alguna parte, siendo feliz o infeliz. Solo te hace saber que ya no existe, que no importa cuánto hizo de ti ni cuánto te cambió; esta entidad perdida en el recuerdo y en el tiempo ha finalizado su etapa vital y puede dejarte trastornado, como a mí.

    La muerte se llevó todo lo que hubo, fuera lo que fuera, pues en ocasiones, incluso tras su ida, lo nuestro sigue siendo igual de complejo y nada dispersa todas las complicaciones que nos constituían como allegados.

    Me incorporo, pero sé muy bien que estaré aquí hablando por horas con la perezosa muerte, con un Ekaitz dormido en la profundidad del silencio del no ser.

    —¿Sabes que si sigo viniendo es porque simplemente no puedo olvidarte? —comento, perdido en flashes de aquel rostro de bronce y esos cabellos cobrizos, prácticamente difuminados—. Es tan evidente —digo con voz jocosa— que ni siquiera hago esto por respeto... Nuestros amigos ya han pasado página.

    Alzo la cabeza un instante al cielo, acomodando el paraguas, quizás buscando una señal de que existe algo, de que él puede oírme, de que alguien… Pero no. No importa cuántas veces lo haga, cuántas veces le implore a las nubes llorosas, nadie responde a mi llamado ni a mis súplicas.

    —Bueno, vamos a estar un tiempo juntos —le digo en voz baja, contemplando la lápida como si lo viera a él—. Quizá es lo que más necesitamos, por el momento —añado, metiendo la mano en el bolsillo para acariciar lo único que me queda de él. Toco el anillo con un sello desnudo y lo aprieto entre mis dedos. Suspiro para soltar el disgusto de mi pecho. Ya no duele tanto.

    En verdad, sí; en verdad, duele tanto que en ocasiones agonizo delante de sus huesos bajo tierra. Igualmente, siempre prefiero tomarme estas visitas como una cita; ya sea una citada aplazada o una cita puntual; de todas formas, una cita.

    Aprieto el anillo para quizá encontrar el alivio que no hallo en el silencioso vacío de mis palabras.

    Cierro los ojos. Oigo el repiqueteo de la lluvia, siento el aire frío y gimiendo, el único sonido del lugar, puede que reflejando la tristeza de los difuntos olvidados por el paso del tiempo. Paulatinamente, en medio de sonidos y olores naturales, me permito por unos instantes, recordar de nuevo el bronce de su cabello. El recuerdo borroso por los años, oxidado como metal viejo, se desnuda en mi consciencia. Observo el cobre de su mirada, ese brillo peculiar que era tan intenso que a veces me hacía temblar. Me imagino las hebras de bronce sacudiéndose por el viento, arañándole el rostro, tratando de alcanzar lo que fue su mandíbula fina y cuadricular. Sin embargo, un oscuro tormento reaparece de entre la montaña de recuerdos y sentimientos, paralizándome. No soy consciente de que aprieto su pertenencia con demasiada fuerza, como si me aferrara a un poste de luz para no caer a las entrañas de la tierra.

    Cuando abro los ojos con pesadez, por un instante, siento que está junto a mí y dicha sensación fugaz se desvanece —sé muy bien que es una ilusión, esa sensación difusa de la mente buscando cómo protegerse de las tragedias—.

    Sostengo el paraguas con ganas de arrojarlo contra la tumba. En realidad, cada vez que he venido con un temporal como este, me dan ganas de hacerlo. Me dan ganas de agitar sus huesos. Me dan ganas de tirarlo al mar, únicamente para intentar tener una mínima posibilidad de olvidarlo. Y, por mucho que haya tratado de abandonar este hábito, me es imposible. Me he sujetado tanto a su recuerdo que, cuanto más tiempo pasa, menos posibilidades encuentro de soltarme.

    Tal vez algún día.

    Pero no hoy.

    Por esa razón, miro las gotas recorriendo las flores que morirán lentamente sobre la triste superficie de alguien que, de igual forma que ellas, respiró; de alguna forma, sintió y me abrazó.

    Frunzo el ceño y suelto el aire que contenía en los pulmones. Abandono el anillo en el fondo del pantalón. Me abrazo torpemente el torso con el brazo libre.

    Sonrío forzadamente con nostalgia, a pesar de la mirada perdida que le doy a la tumba. Simplemente, eres un tormento. A veces, pienso que no deberías ser más que polvo que aspire mi cuerpo, que acabe fundido en mi propia carne. En mí. En mí y no más que en mí. Hacerte desaparecer; desaparecer de forma idóneamente hermosa.

    Te daría la muerte más bella que cualquier humano haya deseado: ser parte de otro incluso después de abandonar tu existencia, saber que vives en ese alguien que te ama.

    O, sencillamente, convertirte en parte del universo, brillando en todo tu infinito y verdadero esplendor, observándote por la eternidad, asegurándome de que te he condenado a vivir en medio de la belleza galáctica; esté en el lugar que yo esté. Ojalá te hubieras transformado en polvo estelar para ser una nueva y nostálgica constelación en medio de la noche.

    Nadie te habría querido tanto como yo, pero eso lo sabías, ¿verdad?

    Por esa razón, finjo que todo está bien y le hablo de mi vida. Le hablo como cada vez que regreso aquí, a sus huesos.

    Pasan horas, varias, no sabría decir cuántas. La lluvia ha cesado, por esa razón cerré el paraguas, embriagado por el aroma natural, de la humedad y el viento fresco de otoño. Ahora, en vez de permanecer de pie, estoy sentado junto a las flores, sonriendo medianamente.

    Por eso siempre debo venir los fines de semanas, y temprano. Me la paso contándole cosas triviales a pesar de la evidente y nula participación por su parte. Al fin y al cabo, debe saber cómo es mi vida después de su partida, incluso si ya he acabado también en el olvido de su propio olvido.

    Qué curioso.

    —Bueno —me incorporo vagamente, con desgana, viendo cómo ha caído la tarde, con la parte trasera del pantalón mojada por sentarme en un lugar mojado—, nuestra cita se ha alargado demasiado. Te veré el próximo día, ¿vale?

    Entonces, al alzar los ojos distingo la silueta de un hombre unas tres tumbas a mi izquierda. Viste con un extravagante traje y zapatos blancos. Me parece que usa una rosa escarlata de broche. Está depositando un bello y ostentoso ramo de flores variadas, tan blancas y pulcras como su apariencia. Por un instante, parece un ángel. Permanezco inmóvil observándolo fijamente. ¿Quién viene tan presentable a un cementerio?

    Su perfil simétrico es de lo más majestuoso y magnífico que he visto jamás en alguien humano. El puente de su nariz es tan recto y delicado que, por un instante, piensas que se partirá con un simple golpe. Su cabello rubio platino de corte pequeño y clásico se muestra demasiado sano y brillante. Lo ha peinado hacia atrás de una forma tan minuciosa que no veo ningún pelo fuera de su lugar a pesar del viento. El tétrico escenario solo embellece la alta, esbelta y esculpida figura del joven maduro que mira con cierta pesadez la tumba. Parece como si quisiera fundirse entre las flores que ha depositado, solo por si tuviera la pequeña posibilidad de alcanzar a la persona que ha perdido. Ensimismado en su mundo, yo he puesto todos los sentidos en él. Nunca antes lo había visto. Además, hay algo en su presencia que me resulta familiar.

    Entreabre los labios sonrosados, dejando escapar un suspiro afligido. Guarda las manos dentro de los bolsillos del pantalón.

    —Ni siquiera la muerte os absolvió de las desgracias y viles penurias que dejasteis en vida —le dice a la tumba, provocando que algo en mi corazón vibre. Algunos cables de mi consciencia sin electricidad motivacional absorben la corriente de sus palabras, cuyo significado baila con gracia entre el oxígeno—. La ignorancia y el dolor atribuido debería ser un infausto pecado capital, y la consecuencia de su penalización con la vida misma —replica en voz baja agachando un tanto la cabeza, aunque no lo suficiente para que pudiera oírlo con dificultad—. ¿No creéis?

    Por un instante, parece que me lo dice a mí. No respondo. Sin embargo, lo contemplo con los ojos desencajados. Algo en sus palabras revuelve toda la mierda que hay en mi pecho, provocando que burbujee como lava maloliente.

    Alza la cabeza con un pequeño suspiro de resignación al no recibir respuesta —y entiendo lo que se siente—.

    —Lo creo. —No sé por qué razón abrí la boca, como si mis sentimientos revueltos hubieran hablado, traicionando el juicio racional del pensamiento.

    El muchacho gira la cabeza hacia mí.

    Nuestros ojos colisionan en un contacto visual que me produce un escalofrío por la espalda. La impetuosidad de la lumbre a punto de expiar mis pecados me hace sentir repentinamente vivo. Una sensación dolorosa de ansiedad me estrangula las entrañas con una fiereza destructiva. Una sonrisa comienza a dibujarse en sus labios, una sonrisa con un magnetismo suavemente retorcido y deliciosamente sensual.

    El sentimiento de familiaridad pasea entre ambos, y me pregunto instantáneamente si lo habré visto en algún momento.

    Trato de zafarme de la hipnosis sensorial; sin embargo, solo se convierte en una sensación deforme que me absorbe desde dentro causándome un ligero vértigo dentro de la consciencia.

    Vuelvo a fijarme en la sugestiva sonrisa que le pende de la boca, boca de labios sonrosados y voluptuosos, aportándole el erotismo que exuda de entre los capilares que tejen su carne.

    Una latente curiosidad malsana se restriega por mi cerebro, causándole un pequeño orgasmo que despierta a la locura.

    —Discúlpeme, ¿le he incomodado? —pregunta con modestia en un tono melodioso y aterciopelado.

    El viento sacude la pulcra ropa que viste. La mirada pasional que está observándome me ojea con un pequeño descaro. Lo examino sin disimular el interés que se ha desarrollado gracias a la malicia que esconden sus ojos.

    —No, para nada —digo con la voz apacible. Intercambiamos ligeras miradas, insinuaciones, peticiones. La curva de la sonrisa que le agracia el rostro marfileño y entrañable está diciéndome algo que no logro entender. Sin embargo, la confusión a causa de este anómalo fenómeno provoca que rehúya como el cobarde de sus obligaciones.

    —Buenas tardes, siento su pérdida —me despido, fingiendo corrupta empatía, echando a caminar para abandonar el cementerio. Su voz suena a mi espalda y me detengo.

    —Nunca se halla una pérdida, sino una prolongada ausencia —comenta con sutileza, como si fuera más bien una excusa para no asumir jamás que quien se va del plano material nunca regresa.

    No sé por qué me molesta un poco. Me molesta. Tal vez porque Ekaitz está a unos metros, reducido a huesos que ni los perros querrían roer, porque todo lo que me hacía sentir en verdad bien y mal acabó en esa tumba.

    La muerte es complicada, en todos los aspectos a los que a ella se refiere y por los que se define.

    —¿Crees que la muerte solo es ausencia? —le pregunto con cierta curiosidad. ¿Quién se supone que puede creer eso?

    —Usted mismo se ha respondido, caballero —afirma con suavidad, y siento la hierba crujir.

    Anteriormente, no me había dado cuenta de su presencia. Fue una sorpresa que estuviera ahí de un momento a otro. Me volteo por instinto, sin saber qué me lleva a hacerlo. Encuentro a solo medio metro al chico de frente. Por un instante, el pulso se dispara, lo cual me inquieta. Al verlo tan próximo, es más fácil deleitarse con su peculiar y ardiente belleza. No puedo evitar tampoco desear, en un súbito frenesí que me desborda el alma, retratar la esencia de su belleza en un lienzo. Él debería ser la musa de cualquier artista, ya sea a través del pincel o la pluma. Los ojos de mi único acompañante vivo me observan con un deje de ternura que me recela.

    Bueno, la verdad es que siempre suelo estar noqueado psicológicamente al visitar este lugar, al encararme con el pasado cada mes, e incluso, en ocasiones, necesito de esta droga fétida cada semana.

    Saber que alguien así podría ser puro poema, versos de placer, enajenamiento…, describiendo la apolínea materia de la que está compuesto, pasando a ser una conjunción de vivos colores en un cuadro, con cientos de formas de expresar el arte y la gracia en sí que la naturaleza le asignó.

    Y, aun así, sé perfectamente que no deseo con devoción retratarlo; solo tenerlo. Por ello, me recuerda a una destructiva obsesión en la cual estoy sumido también en este instante por parte de otro difunto.

    Quizá fuera a decir algo ante la antigua respuesta que me proporcionó. Ahora, la que ocupaba mi lengua se desliza al fondo de la garganta, atascándose en el esófago.

    ¿Qué hacen dos desconocidos mirándose en un cementerio? No tiene nada de romántico.

    Bueno, tal vez un poco.

    Bueno, tal vez demasiado.

    Es tan romántico que no conocía el romanticismo hasta este momento.

    —¿Puede ser que el objeto inanimado de la tumba trasera sea vuestro? —dice de pronto, sonsacándome de la neblina que se formaba a nuestro alrededor. Me doy cuenta de que tiene razón. Necesito tanto marcharme por la nebulosa confusión que olvidaba mi próximo auxiliar en la otra punta de la ciudad.

    —Vaya —murmuro, rodeándolo, y en pocas zancadas me inclino sobre la tumba de Ekaitz para recoger el paraguas reclinado sobre la roca. Miro un instante con tristeza la lápida. Me doy la vuelta y allí continúa, ¿esperándome?

    Cuando me acerco en medio de una agradable brisa que refresca mi piel, me tiende lo que parece un bombón mientras dice con una sonrisa afable:

    —Para usted. Nunca me topo con visitantes —explica y lo agarro. ¿Un Mon Chéri? Reviso el bombón en la palma abierta con cierta sorpresa—. Es recomendable endulzar los sentidos tras el amargo sabor de la angustia que produce este funesto y desolado lugar. —Alzo la cabeza del bombón y me apremia con una sonrisa, sacando otro—. Por favor —me confirma—. Y, si es tan amable, ¿me acompaña al pequeño deguste antes de abandonar a nuestros preciados difuntos?

    Frunzo ligeramente el ceño.

    —Gracias —contesto aún vacilante; desenvuelvo el chocolate—, supongo —comento sin darme cuenta.

    Meto el envoltorio en el bolsillo y el chocolate en la boca. Él asiente con la cabeza. Lo evalúo con un poco de recato, degustando el sabroso y diminuto aperitivo. Los ojos llameantes están posados en mí, así que nos observamos mutuamente. El sabor dulce me inunda el paladar. Hacía tiempo que no me resultaba tan amable el azúcar, logrando deleitarme. Luego, viene el momento de masticar la cereza y beber la pequeña dosis de licor que contiene. En ese tiempo, no hay más que un extraño silencio que me produce una desconocida sensación en el cuerpo. Admito que su presencia no es incómoda y creo que es la persona más respetuosa que he conocido, aparte de mi madre.

    —Espero de todo corazón que haya sido de vuestro total agrado —comenta tras acabar. Una pequeña sonrisa me asoma por los labios. Él, con las manos en los bolsillos y expectante, me recorre las facciones del rostro con un anhelo que me hace palpitar el corazón como si hubiera recibido una descarga de adrenalina.

    —Claro —afirmo—. Gracias de nuevo por su cortesía —le agradezco, un poco descuadrado por su amabilidad.

    El desconocido me tiende la mano. La acepto. La piel es tan suave y tersa que el contacto me resulta placentero y excitante, cosa que ya no recordaba. Admiro los dedos largos, varoniles y, a su vez, refinados. Las uñas cuadriculares y limadas a la perfección la embellecen y perfeccionan por completo. La mía, más grande, descuidada por rasguños, con uñas cortadas sin tacto, remarcada por venas, refuerza la bonita estructura de la suya. Su apretón es firme y un poco dominante.

    —Neil, es un gusto —se presenta con una agradable sonrisa que me hace bajar la guardia.

    —Cameron —correspondo y soltamos las manos con desgana.

    —¿Os acompaño al exterior? —pregunta de forma cortés.

    Sostengo el paraguas con cautela inconscientemente. Es tan alto como yo, diría que mide... ¿lo mismo? Es raro que alguien me iguale. Si intentara hacerme daño, intuyo que saldría ganando, pero no debo subestimar la fuerza de mi acompañante aunque tenga una complexión más delgada, sea menos ancho de espalda y su belleza se base en una armonía más compensada en huesos, peso y abdominales. Las manos se ven resistentes y vigorosas.

    No es débil.

    Aunque no sé por qué estoy pensando que es un peligro. Igualmente, es raro que un desconocido te hable.

    No comentamos nada en el camino desde nuestra posición hasta pasar la verja. Tampoco me había dado cuenta de que el cielo comenzaba a nutrirse de tonos anaranjados, rojizos y dorados, similares a los ojos de Neil. Las nubes son salpicadas por los colores predominantes en la bóveda superior. El atardecer siempre es hermoso. Aparentemente, el dios que llorase después del mediodía ha sido suplantado por otro capaz de mostrar cálidos sentimientos que derretirían a cualquier humano.

    —¿Desea que lo traslade a alguna parte en particular? —se ofrece.

    Esbozo una sonrisa de disculpas. A unos pocos metros tras el joven, hay un auto con cristales ahumados estacionado. La verdad, es sospechoso y, a no ser que estuviera desesperado por una situación de vida o muerte, no subiría al coche de un desconocido.

    —No, gracias. Muy amable —rechazo—. Tengo cosas que hacer aún.

    —¡Oh!, bueno —asiente con una cálida sonrisa en los labios que me entibia hasta el tuétano y, de nuevo, bajo la guardia—. Pues un gusto conocerlo, caballero. Ojalá las circunstancias nos hubieran permitido encontrarnos en una situación menos aflictiva, no en plena desolación.

    Nos miramos unos instantes. Intento descubrir si en verdad es franco, apartar emociones vanas, aunque no encuentro más que una rara sinceridad muy alarmante. Igualmente, la maldad se esconde tras la más refinada cortesía; como esta, por ejemplo.

    —Lo mismo digo —le aseguro con cierta pesadez en la voz—. Gracias por el bombón —agrego, porque en realidad no sé muy bien qué decir al respecto.

    —El bombón no fue más que para haceros un cumplido metafórico ante vuestra deslumbrante belleza, caballero —repone con modestia y una amable sonrisa que es demasiado profesional. La estupefacción sacude mi mirada quitándome el habla—. Buenas tardes —se despide dándose la vuelta.

    No encuentro más que su atractiva espalda alejándose con andares gráciles y silenciosos, derramando calma y erotismo a través de la ropa. Los ojos caen sobre el voluptuoso trasero sin el permiso de mi cerebro.

    Buen culo. Jodidamente bueno.

    «¿Le cabrá entera?».

    —¡Buenas tardes! —correspondo poco antes de que llegue al coche después de reaccionar. Neil se voltea desde la poca distancia, sonriéndome.

    Y, entonces, pienso que si nos encontramos de nuevo no será coincidencia.

    II

    La trivialidad es interrumpida

    Llego a casa con la noche cayendo a mis espaldas como un velo oscuro. Son las nueve menos cuarto y mi madre debe estar agotando el poco tiempo libre que le quede; en teoría, hoy es su día de descanso.

    Entro a la vivienda en pleno silencio. El pequeño pasillo que se desvía a mi izquierda para la cocina y a la derecha para el salón está apagado. Enciendo la luz. Camino con cierta pesadez por el cansancio físico hacia el final del tramo del pasillo que desemboca en un espacio amplio donde, junto a la pared, descansan las escaleras y, bajo ellas, un poco más apartado, el cuarto de baño. En la planta de arriba están las tres habitaciones. Dos ocupadas y una que utilizamos para guardar cosas en el ropero. La casa, con sus suelos viejos, paredes blancas desgastadas y un mobiliario ya desfasado, es deprimente. Sin embargo, nos vimos forzados a mudarnos a esta parte de la ciudad por el coste del transporte que suponía la universidad.

    Y a eso mismo he de ir mañana.

    Le dediqué demasiado tiempo a Ekaitz, otra vez. Aunque intente sentirme mal por ello, nunca lo logro. Pierdo el tiempo por cualquier estupidez y después me lamento como un niño pequeño, pero, cuando se trata de él, no es lo mismo; no, en absoluto.

    Subo a la habitación con un suspiro brotando de entre los labios. Justo enfrente está la puerta blanca aguardando mi llegada. Tengo unas completas ganas de lanzarme a la cama y quedarme ahí hasta el día siguiente.

    La abro y prendo la luz. Me topo con el escritorio de cara, empotrado en la esquina, y su respectiva silla, con el ordenador de mesa, una vieja radio que uso cuando estoy en mi tiempo libre, la delgada estantería superior donde reposa el lapicero y pequeñas figuras de soldados medievales y algún cochecito. Al lado de dicho escritorio se encuentra mi cama, justo debajo de la ventana con pequeñas cortinas de tela fina hechas a medida. Al lado de la puerta tengo un armario, aunque no demasiado grande. Bastante pequeño, en realidad, comparado con los que suele haber en las casas corrientes. Y, en su compañía, una pequeña zapatera. El resto de mi habitación se encuentra con espacio innecesario que le regala una sensación de vacío. Al fondo, reposa un caballete con un lienzo en blanco que miro por un instante, de forma sombría. Las paredes blancas y desnudas aportan el toque soso y deprimente a mi espacio personal. Pero tengo motivos.

    Siempre he pensado que ni en tu propia casa estás a salvo. Por esa razón no tengo nada a la vista que desvele mucho de mí. Todos los objetos de valor personal yacen bien guardados para que no los encuentren; a su vez, aquello que he de ocultar ocultado está. Sobre todo, cuando te relacionas y la gente viene a tu casa. Las personas son un tremendo peligro y nunca sabes por qué absurdo motivo las encuentras registrando tus cajones o mirando donde no deben. No he vivido el exagerado registro, pero sí las miradas indiscretas.

    Preguntas y más preguntas, ¿a ellos qué mierda les importa? Recuerdo que a mis exnovias quería meterles un trapo en la boca para que se callasen. Tenía que inventarme mitad mentira mitad verdad. Por eso agradezco la única amistad actual, puesto que es discreto y ninguno de los dos hacemos preguntas que sabemos que causaran una terrible incomodidad. Él, por ejemplo, tiene un hábito de regar plantas a ciertas horas, cuidarlas y mimarlas. En ocasiones, pienso que ha sido por un trauma familiar. Que oye, no tengo ningún problema con los traumas, solo hay que ver mi deprimente cuarto.

    Deposito las llaves, el móvil y la cartera negra sobre el escritorio. Saco del pantalón el anillo y lo deposito sobre la madera. Me comienzo a desvestir observando la única pertenencia de Ekaitz. A pesar del leve frío que hace por la descendente temperatura diaria al acercarnos al invierno, no me incomoda. Acaricio el sello desnudo. Bajo de la estantería la radio vieja y la volteo. Abro la parte trasera con cuidado e introduzco en la oscuridad mi pequeña reliquia. Después, me tiro a la cama y suelto un murmullo de placer al sentir el colchón bajo el cuerpo.

    Por favor, qué rico.

    A veces pienso que deberían hacer poemas dedicados a las camas, y no cualquier poema. Poemas que expliquen lo que significan estos hermosos objetos para todo tipo de personas.

    Recito versos absurdos en la consciencia, mirando el techo blanco, como si hubiera ingerido una droga nueva de mercado. Maldita sea, siempre termino así de imbécil después de venir de la tumba de Ekaitz. Perdido del mundo real, perdido de todo, perdido por completo.

    Cierro los ojos y suspiro, tocando con los dedos la madera que bordea la parte inferior de la cama.

    De forma vaga, como si el recuerdo me pidiese permiso para abrirse en su totalidad, ese tal Neil aparece en esta mente turbada y ausente. El momento en que comía el bombón y nos mirábamos me observa a mí. Da la impresión de que el recuerdo en cuestión esté contemplándome desde el mismísimo pasado. La imagen se difumina, explicándome que he de dormir, que visitar la tumba de Ekaitz siempre es sumamente agotador psicológicamente.

    Caigo en un profundo sueño entre letanías distorsionadas, las cuales suenan a la voz de una persona que conocí horas atrás y a otra que dejó de existir años anteriores.

    A la mañana siguiente, amanezco en el suelo, enredado en la sábana y con una pierna recargada en la cama. Esa horrible sensación de que el día anterior fue un mal sueño me recorre el pecho como un gas tóxico expandiéndose por el interior de un cubo de cristal.

    Permanezco tumbado en la misma posición en la que desperté, confuso y vacío, mirando con ojos entrecerrados el cielo blanco y degastado del techo. Tal vez todo lo que tenía conmigo se quedó en el cementerio ayer.

    Debo admitir que aún sigo encerrado en la cárcel del pasado, rememorando hechos espeluznantes que no más que el tiempo y yo recordaremos.

    Cierro los ojos y noto el dolor de las articulaciones por pasar la noche en el suelo. Siento el cabello cálido contra el cuello y la nuca, un manto níveo que no más sirvió para que la gente me odiara. Y, a su vez, para encontrar a aquella persona que me amaba de una forma que dudo que alguna vez en la vida presencie de nuevo.

    Al levantarme, los huesos me crujen. Me estiro para aliviar las molestias físicas y, poco después, suspiro, recorriendo con los ojos la triste habitación. Nada aporta viveza. Paredes desnudas, como esta alma que se deshizo del revestimiento de la moral, abandonándolo en el camino intrincado de algún punto de la vida. Cuando los ojos se posan en la antigua radio, que uso en momentos puntuales, recuerdo. Recuerdo cosas. Demasiadas para mi gusto en ciertas ocasiones.

    A veces, me pregunto cómo podemos vivir con tanta mierda dentro. Y es demasiada, hasta el punto de que, el día que explota, todos los que nos llevamos por delante —culpables o no— se contaminan de ella. Unos son capaces de quitársela y otros viven con la porquería a rastras.

    Abandono la habitación con pesadez, pasando las manos por mi cabeza, enredando los dedos al cabello. Oigo un suspiro saliendo de entre los labios. Enciendo la luz del pasillo. Bajo las escaleras con cansancio, regodeándome en la suavidad de los hilos castos. La iluminación amarillenta aumenta el aire antiguo de la casa. Entro al baño al pie de las escaleras y cierro la puerta con llave. Luego, me desnudo. Deposito la ropa limpia de la noche anterior sobre el váter. Acciono la llave del lavamanos y luego la de la tina en la temperatura más elevada. Oigo el sonido del agua como una sinfonía purificadora, terapéutica y sosegadora. Alzo la cabeza hacia el espejo y encuentro a Cameron a través de este, no más que un vano intento de la representación de la vorágine sintomática por tempestades morales, emocionales y circunstanciales, cuyas causas están perdidas muchas de ellas en el tiempo y el caos.

    Ojos de Ophelia que se esconden tras un manto calmoso de naturaleza prometedora.

    Percibo el cauce del agua en histeria tórrida pasando de las tuberías a través de los grifos; el vapor comienza a concentrarse en la pequeña estancia, humedeciendo las paredes y empañando el cristal. Inhalo del gas, aplacando nervios de tristeza y ansiedad.

    Me observo libre de tedio. Encuentro la conexión que se fracturaba a causa de un flujo etéreo, pretérito y, del mismo modo que cada vez que abandona su tumba, desconcertante y abrumador.

    El vapor entra por mis fosas nasales a la vez que se impregna en mi cuerpo desnudo. Me abrazo a mí mismo un instante para protegerme de esa hórrida sensación y suspiro, regocijándome en el ambiente cálido y la sinfonía acuática. Por un instante, siento que mi mente se fusiona con el vulgar y patético escenario que monto cada vez que visito la tumba de Ekaitz.

    Me envuelvo en las ondas que emiten los chorros del agua al chapotear contra la superficie de cerámica. Rodeo el espasmo sensorial para convertirme en solo una sensación. Tras serlo, navego en el oxígeno para envolverme entre las capas de vapor y en el átomo del mismo, primero, alcanzando satisfactoriamente una concordancia con la válvula de pulsaciones apáticas y las neuronas viajeras en una esfera espaciotemporal.

    Aspiro con mayor intensidad el vapor, apretándome el cuerpo con los brazos y cierro los ojos en un estado de éxtasis físico y mental. Como si mi cuerpo fuese un arpa armonizado por las manos de un trovador, la piel vibra al liberarse de las ataduras de antaño y los recuerdos subyacentes en mi sustancialidad presente.

    Me deslizo por la conexión anterior que estaba distanciándose a causa del flujo nefasto que me abstraía. Y es entonces cuando el corazón me tironea, siento una especie de dedo hundiéndose en él, pinchando la parte exterior de las costillas, indicando esa clase de doloroso disgusto en sus frustrantes intentos por no desaparecer.

    «Ah, mi querido Ekaitz…».

    Suelto un quejido y desenredo mis brazos para estirarlos hacia los lados; alzo la cabeza. El techo es un ridículo blanco nublado por el vaho, vaho que suspira en mi piel marmórea y cicatrizada de las heridas del pasado. La expresión de éxtasis y placer desaparece. Mis ojos se entrecierran y una sonrisa siniestra se esboza en las comisuras de los labios.

    Abro y cierro las manos, un pequeño estiramiento como una consciencia que cambia de cuerpo y está probando su nueva materia.

    Río con un estremecimiento de fruición en el centro de mi energía vital, pues ya he regresado de un lugar lejano y distante.

    Me relamo los labios y suspiro para después reír otra vez.

    Comienzo a hacer los quehaceres de la mañana, empezando por el afeitado, que jamás debería faltar. Prosigo con un desayuno cargado de cafeína y dos huevos revueltos. Sumido en los trabajos de la universidad mientras me alimento, disfruto de la soledad y el silencio de la estancia en la cocina. A través de la ventana puede apreciarse el cielo grisáceo, depresivo, desinteresado por el mundo terrenal. La humedad se aloja en todo tipo de materia física y da una sensación más fría de la que hay en realidad. Tomo del café mirando alternativamente la hora, la cafetera caliente, la ventana, mis piernas, la mesa y los muebles diversos de la sala.

    Me estiro en la silla.

    Lunes. Principio de semana.

    Principio de tu puta madre, a la que, sin duda, si fuera una buena puta, me la follaría.

    Tras abandonar la casa, recorro las tres manzanas que me separan del parque enfrascado en música clásica, con todo el miasma en el que me asfixiaba disipado.

    El viento, cada día en paulatina disminución gradual, danza con olores a madera y hojas mojadas. Las aceras están un poco resbaladizas, aunque no tanto como acostumbran a estar a mediados de noviembre con las fuertes lluvias que auguran inundaciones.

    Llego al parque y diviso a lo lejos a Kendall, quien está sentado en el banco de siempre. Justo tras él, se yergue una bonita fuente que representa a un majestuoso delfín; en las tardes se ilumina con diferentes colores y embellece más los chorros que brotan de su cola y su boca, junto a los que bordean el interior.

    Quito la música, que por la mañana suele ser espectacular para estimularme la mente, y guardo los cascos.

    Los árboles se mecen con la fría y suave brisa que es sumamente agradable, creando una sutil sinfonía natural. Se escucharía más hermosa si no fuera por el parloteo, los gritos y las risas de los estudiantes que, como yo, se reencuentran con amigos en esta zona, puesto que más arriba reside la universidad y calles más abajo el instituto.

    Kendall, mi único y mejor amigo, permanece sumido en algún juego del móvil. Por eso, cuando me paro frente a él, se sorprende bastante de no haberme notado. Le sonrío.

    La mirada castaña, que para mí en secreto siempre será un manto de cacao dulce, se posa en mí con un leve brillo que nace y perece en un fugaz segundo. A veces, pienso que esos sucesos me los imagino yo.

    Se incorpora perezoso, igual que siempre.

    Kendall tiene una altura promedio de 1,75 aproximadamente, como la mayor parte de las personas que me rodean. El cuerpo delgado y probablemente mal alimentado se atavía con una chaqueta oscura y larga en la que se envuelve como si estuviéramos en el Polo Norte. Los pantalones marrones desgastados lo hacen ver un poco más relleno de lo que estará en realidad y las playeras siempre están desfasadas de moda. El cabello corto, marrón y desaliñado, que no parece conocer un peine, conjuga perfectamente con el color dulce de su mirada. A pesar de la expresión vaga, desinteresada o aburrida que tiene usualmente, es inevitable que no encuentre el verdadero calor que hay en ella. Por esa razón, la forma lastre de vestir que tiene la mayor parte del tiempo no le sienta mal, pues concuerda con su persona.

    —Buenos días —le saludo, y los ojos castaños que me recuerdan a dos trozos de chocolate fundido me inspeccionan con atención.

    —Hace frío para que lleves solo una sudadera, ¿no? —comenta con cierta preocupación, sin saber si él tiene ya un problema o al revés. Sacudo con los dedos la sudadera blanca con el logo de Nike.

    —Me gustan estas temperaturas —le explico, echando a caminar—. Te lo he repetido mil veces.

    Los ojos de Kendall me observan con cierta incredulidad. Se puede leer en ellos: «¿A quién le puede gustar el frío? ¿De qué planeta vienes? Te diste un golpe de pequeño cuando te caíste de la cuna, ¿verdad? ¿Sabes lo mal que lo paso cuando es invierno? Te ríes de mí».

    —¿Qué tal el proyecto? —le pregunto con interés. Él se encoge más dentro de su chaqueta. Desvía los ojos hacia el frente, escurriéndonos entre los estudiantes, los padres con sus respectivos hijos y la gente que pasea sus perros.

    —Lo llevo fatal —explica casi con desesperación—. Los decorados se me dan muy mal. Tuve que desahogar mi estrés con una partida de dos horas.

    Me sorprende que sean solo dos horas. Kendall es un fanático de los juegos y siempre que puede está jugando. Su afición diría que es esa. No entiendo qué hace en una escuela de Bellas Artes, ¿no le convendría mejor ser programador o algo por el estilo? Muchas veces he llegado a pensar que ingresó aquí porque no tiene ninguna vocación y decidió aprovecharse de lo que, tal vez, es lo único en lo que tiene talento. Le cuesta demasiado estudiar, lo que debe ser un completo calvario para esa clase de personas.

    Caminamos por la acera con cierta dificultad a causa de la gente que abarrota las calles.

    —Te enseño el mío en clase. Yo hice dos versiones. Como una no me gustó, la deseché. Pero seguro a ti te sirve —le ofrezco con una sonrisa.

    Kendall frunce el ceño, como si la sugerencia le molestase. Sin embargo, contesta:

    —No, no —niega—. Ya me ocuparé de eso esta tarde.

    —Vamos —le insisto, sonriéndole de forma tranquilizadora—. Además, estoy seguro de que va con tu estilo y todo —trato de persuadirlo—. Una ayuda no viene mal de vez en cuando. —Kendall resopla. Guarda silencio unos segundos, meditando mi propuesta. Al ver que va a responder, afirmo rápidamente—: Muy bien, te lo paso por e-mail.

    —Yo no he dicho que sí —protesta perforándome con sus ojos. Le sonrío y las mejillas enrojecen levemente.

    —¿Cómo que no? Lo acabas de hacer. Tus palabras contenían la afirmación «sí». Por lo tanto, tendrás el diseño en tu ordenador en clases —refuto, y él suspira en resignación.

    Kendall nunca quiere ayuda porque piensa que los favores son solo estrategias para obtener cosas a cambio en el futuro. Si supiera cuánto lo entiendo… De todas formas, en caso de que Kendall supiera la verdadera historia de mi vida, el mero hecho de ofrecerle un pequeño auxilio en las tareas sería lo mismo que un milagro por parte de un dios.

    Siempre ha sido así.

    Intercambiamos momentos y nos echamos un cable sin la necesidad de rebuscar en la vida del otro.

    Sonaría triste pensar que, después de tres años juntos, no sabemos mucho más de la información que hayamos intercambiado en algún momento, y no demasiado relevante, en verdad. Nada personal que nos explique por qué somos como somos, ni secretos del contrario que llevarnos a la tumba. Ni tampoco una mentira que encubrirnos por circunstancias desalentadoras.

    Nada de adrenalina.

    Y entendí entonces que él, al igual que yo, seguramente tiene cosas que ocultar o, al menos, no está dispuesto a soltar prenda sin un buen motivo que lo justifique. Lo que significa que no conozco en absoluto a la persona que tengo al lado. No personalmente, a pesar de que si voy a una tienda sé qué comprarle para sacarle una sonrisa. Pero no sabría qué decirle un día que lo viera destrozado y en pleno llanto.

    A pesar del gris trasfondo de nuestra amistad, no me preocupa en absoluto. Ninguno de los dos tiene mucho del otro para usar en su contra. Básicamente, este punto es en el que nos apoyamos ambos en silencio, creyendo quizá que por la ignorancia saldremos ilesos de un atentado psicológico y personal.

    Cuando llegamos al campus, revuelto de estudiantes entrando a las aulas, una mano me roza el hombro. Giro la cabeza y encuentro al bombón de Lena, que me sonríe con esa picardía suya.

    Su esculpida figura se encuentra vestida por un sugestivo vestido negro hasta las rodillas, a juego con una coqueta chaquetita de pelo blanco y unas medias de rejilla negras. El deslumbrante cabello rubio platino, que siempre suele brillar y, en ocasiones, se asemeja al blanco ante la intensa luz solar, se esparce sobre los hombros, por los grandes senos que se alzan a través del escote, y se sacude de forma sutil tras la espalda y la mandíbula. Una bonita gargantilla de piel le rodea el cuello, acentuando su garganta y su pecho, conjugando con los pendientes de perla oscura que poseen un extraño resplandor. El rostro, anguloso, de pómulos pronunciados, siempre me ha parecido el de una muñeca.

    Frágil.

    Fácil de romper.

    Tan fácil que a veces, en silencio, me pregunto qué pasaría si la pobre Lena sufriera un mal golpe en esa perfecta cara.

    Los labios carmines me sonríen con esa voluptuosidad que, en ocasiones, me han subido las hormonas y me han provocado pequeñas erecciones en clase que son difíciles de bajar.

    Y ella lo sabe. De todas formas, yo no la veo con malos ojos. Me parece una compañera más, que me pone cachondo a veces, pero ya. Además, cuando llevas tiempo sin encontrar la chispa que una vez te avivó el pecho o que realmente te incendiaba todo el cuerpo, cualquier cosa sirve. Añoro follar pensando que la persona a la que le metía mi polla me quería.

    Bueno, siempre puedes estar en un sueño. La cuestión es despertar y ver la realidad para poder apoderarte de ella.

    —Hola, Lena —la saludo con una sonrisa mediana, invitándola a que me diga qué necesita. Kendall no le presta atención y la ignora mientras esté con nosotros.

    —¡Ay, Cameron! —suspira fingiendo tristeza y me envía una mirada cómplice mientras se enreda a mi brazo—. Este fin de semana estuve muy liada. —Ensancho la sonrisa ante su énfasis—. ¿Será que tus apuntes podrían darse un paseíto por mi libretita? —pregunta con una sonrisita tierna y simpática.

    —Sí, claro —afirmo—. Ven a mi mesa, que te dejo todo lo que necesites. Asegúrate de dármelo antes de que toque —le recuerdo. Ella desenreda su delicado brazo del mío. Palmea las manos.

    —¡Qué haría yo sin Cameron! —exclama alegre, haciéndose el cabello sensualmente para detrás—. ¡Voy en un plis plas, guapo! —se despide de mí mientras se adelanta, sacudiendo la mano para despedirse, y luego sale disparada con el contoneo de esa preciosa cadera y el hermoso culo respingón que resalta en su mediana estatura junto con su estrecha cadera.

    La veo marchar con una pequeña sonrisa. Lena a veces es quien hace que las cosas no sean tan aburridas; con sus provocaciones, con las peticiones de deberes atrasados o insinuaciones estúpidas que me hacen reír.

    —Creo que Lena quiere enrollarse contigo —comenta Kendall con seriedad antes de entrar al aula.

    —No —le aclaro—. Lena es así de encantadora con todo el mundo.

    —Tú lo que pasa es que sueñas despierto.

    Le palmeo el hombro a Kendall para alentarlo, pues siempre que ella se acerca a nosotros su humor cambia drásticamente. Además, si me pidiese follar —no lo hará—, la rechazaría. No quiero relaciones amorosas dentro de este lugar de mierda. Me dije que esas cosas debían estar fuera de este ámbito.

    Eso dije.

    A tercera hora, el profesor que debía darnos clase, al parecer, ha faltado. No han dado demasiados detalles, pero no suelen perder clases innecesariamente, la verdad. Por esa razón, Marc, el de segunda hora, me asigna a mí que recoja, «por favor», todos los trabajos de la clase para llevarlos a dirección y dejarlos en su casillero.

    Mis compañeros no me tienen mucha confianza desde el primer curso, por esa razón recibo sus preciados trabajos nutridos de colores y desbordados de letras con sumo recelo. Saben lo que soy capaz de hacer.

    Por desgracia, siempre le hacen bromas a los de primer curso cuando entran a la universidad. Pero todos conocen la historia que marcó al estudiante de por vida y tuvo que abandonar el centro.

    La gente es tan estúpida… Se meten con las personas sin conocerlas de nada, sin ser conscientes de a qué monstruo le han podido tocar los cojones o los ovarios innecesariamente. Por aquel entonces, tampoco tenía el mismo aspecto de hoy en día.

    Aun así, fue una buena lección.

    Lo peor que podría pasarle a un artista es perder lo que le permite que dicho arte cobre vida, ¿no es así?

    Alcanzo la mesa de Megan y Morgan; dos seres que me parecen más pobres e insignificantes que yo. Ambas me muestran esas miradas llenas de repulsión y odio malsano que ningún ser debería tener. Pero lo más interesante es que estas chiquillas no saben lo que es el odio de verdad, no saben lo que significa odiar. Desconocen el verbo por completo. A ellas no les causo mucha simpatía, eso es todo.

    Megan tiene el pelo y los ojos castaños, es bajita, con ropas horteras, y piensa que su vida es un ejemplo mejor que el mío. Morgan, en cambio, es un poco más alta, de cabellos rubios encrespados, que parecen completa mierda; los ojos claritos y antipáticos han sido desvalijados de todo atractivo con esa repugnancia innecesaria. Y, encima, su vestimenta es tan horrible como la de su compañera. ¿Serán novias y no lo he notado?

    Bueno, para lo que sirven... Tal vez entre ellas tengan alguna utilidad de la que carecen por separado. ¿Se meterán los dedos por el coño quizá? ¿Usarán vibradores?

    —Toma —me tiende Megan, apartándose como si padeciera la lepra, arrugando su pequeña nariz, que sería fácil de torcer de un buen puñetazo, por estúpida—. No te acerques, que me contagias lo que sea que tengas.

    —No tengo nada que contagiarte; sin embargo, tu ridiculez y tu estupidez son bastante contagiosas. Cuidado —enfatizo con mordacidad—, no vaya a ser que la ignorante de tu novia se vuelva además gilipollas —le contesto con una sonrisa sarcástica.

    Morgan, a punto de soltar insultos, mira ruborizada y asustada a Megan, quien alza la barbilla con desdén.

    —Cállate, que siempre hablas de más —escupe Megan.

    —Entonces, guarda silencio, que eres más guapa con la bocaza de caballo que tienes cerrada —repongo sonriéndole con calidez.

    Morgan suelta un gruñido que muestra parte de sus pequeños dientes y me lo da. Megan me envía una última mirada de repulsión, con la cual haría estallar cientos de huevos de mosca.

    Lena, en cambio, me dice que confía plenamente en mí para entregarme su pequeño diamante. Termino el recorrido por la clase. Miro los trabajos con desinterés, a sabiendas de que a mi espalda muchos creen que estos papeles acabarán en el inodoro.

    Si quisiera hacer algo contra mi clase, habría sido más sutil y, a su vez, hostil. No necesito la nota de treinta alumnos para nada. Al fin y al cabo, la sanción me la llevaré de todas formas para que luego ellos tengan que hacer el trabajo de vuelta. No es demasiado castigo unas horas extras; tampoco me beneficio con una multa o algo parecido.

    Tras recorrer el campus y el largo pasillo que desembarca al mundo de los profesores, hay alguien más allá que me resulta familiar. Por esa razón, me detengo a unos metros para verificar que he visto a ese sujeto antes.

    Sin duda, la estatura lo hace sobresalir. Le saca varias cabezas al profesor que lo atiende. De perfil puedo apreciar el cabello rubio platino, tan cortito y repeinado que parece recién salido de la peluquería. Porta un deslumbrante traje negro con una corbata, creo. El color marfileño de su piel me prende el recuerdo.

    Neil.

    Se llamaba Neil.

    III

    Él

    Pero no puede ser él, ¿verdad? Aquel chico vestido de blanco que...

    Ahí está. Hablando. Se ladea un poco, por lo cual aprecio el trazo de sus tiernos labios en movimiento. Los ojos se me abren por completo de golpe.

    Neil le tiende la mano al profesor, quien, sorprendido, le sonríe ante el gesto tan maduro para su desconocida edad y la estrecha sin vacilar. Se despide del hombre un poco canijo y me lo encuentro de frente, a unos metros.

    El contacto visual repentino en el que nos envolvemos nos paraliza a ambos en nuestros respectivos lugares.

    La sonrisa que surcaba en los labios de Neil desaparece bruscamente ante el estupor repentino que le ilumina el rostro. Intercambiamos intensas miradas mientras me aferro estúpidamente a los trabajos, sin saber muy bien por qué me siento tan tenso.

    Cuando me doy cuenta, mis piernas caminan en dirección al desconocido. El muchacho se reencuentra conmigo. Es palpable la anómala emoción que desprenden nuestros cuerpos al volver a vernos.

    —¿Cameron? —pregunta él con cierto entusiasmo en su voz que provoca un escalofrío en mi espina dorsal. Ayer era diferente. Ambos éramos diferentes. Que hoy diga mi nombre a través de su voz tan sensual es excitante. Mis ojos hacen un ávido y exhaustivo recorrido por su esculpido cuerpo mientras hablo.

    —Neil, ¿verdad? —trato de asegurarme. Sus perfilados labios comienzan a dibujar una sonrisa que le agracia más el rostro. El calor de los ojos rojizos me permite encontrar un extraño y tibio sentimiento en el pecho que hacía años que estimé perdido. Contemplo la puerta de su alma con una ansiedad silenciosa, buscando aquella malicia que me conmovió en el cementerio.

    —Exactamente —afirma, y él se convierte en un majestuoso imán capaz de atraer a un metal oxidado, en desuso, con sus emociones más brillosas—. Es sumamente regocijante saber que volveremos a vernos, Cameron.

    —¿Estudiabas aquí o…? —indago de manera sutil intentando parecer casual. Sin embargo, estoy sumergido en el mundo que se construye a nuestro alrededor. Neil me inspecciona con un rigor vehemente que le deslumbra la mirada.

    —Solicité un traslado —explica con una afable sonrisa, y ni siquiera tenía idea de que eso era posible—. Mañana comenzaré a asistir a clases.

    Mañana. ¿Él? ¿Aquí? Un poco aturdido por la información, lo miro con cierto anhelo que me es imposible guardar. Entonces, él corresponde a ese anhelo inexplicable con una sonrisa de insufrible deseo observándome los labios, afirmando un mutuo y correspondido apetito. Nuestras existencias parecen sincronizarse como lo haría el corazón con el de otra persona tras entablar una fuerte conexión visual.

    —¿A qué curso vas? —le pregunto tratando de parecer cortés y preocupado por un recién llegado, a pesar de que mis globos oculares delatan que en la cabeza no tengo precisamente modestia.

    —Penúltimo —contesta evaluándome sugestivamente con esa apasionante mirada que salvaguarda una enigmática vileza—. ¿Y usted, caballero?

    —Llámame Cameron —le pido, y una pequeña sonrisa nace de mis labios, una sonrisa genuina. Bajo sin discreción por la pendiente

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