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Pedazos de lo que fuimos
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Pedazos de lo que fuimos
Libro electrónico873 páginas11 horas

Pedazos de lo que fuimos

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Robaron parte de ti, de mí... Pero el amor es más grande. Es el camino a la libertad.

11 de septiembre de 2001. Estados Unidos es víctima del mayor atentado terrorista de su historia, en el que fallecen casi tres mil personas. Dentro de este escenario sobrecogedor, Alexander, Sylvia, Roberto, Carlota y Mark forman parte de estos seres anónimos que intentan sobrevivir a su trágico destino. Las Torres Gemelas de Nueva York no eran solo edificios que se redujeron a escombros. Aquellas moles de cemento encerraban algo más profundo; tenían vida propia. En ellas estábamos todos, y entre los miles de historias que se pudieron vivir aquel día, esta es una de ellas. ¿Estás preparado? Descubrirás que, a pesar de todo, el amor y la vida se abren paso y que nadie puede arrebatarnos la libertad.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 sept 2018
ISBN9788417426866
Pedazos de lo que fuimos
Autor

Margarita Fraile Mira

Margarita Fraile Mira nace en Salamanca el 27 de agosto de 1971. Con tan solo un año de edad se muda junto a su familia a Legazpi, Guipúzcoa, donde vive hasta su adolescencia. Su inquietud por escribir se inicia a muy temprana edad, de momento es tan solo un hobby sin intención de trascender a algo más. Pocos años antes de volver a su ciudad natal decide presentarse a dos concursos literarios a nivel juvenil y local, con Acabar (1989) y Púrpura (1991). Gana ambos y con uno de ellos viaja a París. Su llegada a Salamanca implica otras dedicaciones, como trabajo y familia, dejando de lado la escritura para volver a retomarla veinte años después con Pedazos de lo que fuimos. La obra se extiende tanto que decide hacer una segunda parte: Renacer de entre las cenizas, que será el desenlace final y se publicará próximamente.

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    Pedazos de lo que fuimos - Margarita Fraile Mira

    Parte 1

    El plano físico

    Dedicado a todos aquellos que han vivido y sufrido el terrorismo, cualquiera que sea su forma o condición, y aún tengan esperanza

    Margarita Fraile Mira

    Febrero de 2018

    El día de infierno

    Nueva York, Manhattan

    Mañana del martes 11 de septiembre de 2001

    Se despierta por un fuerte estruendo, seguido de un temblor. En Nueva York siempre hay excesivo ruido, pero ella ya está acostumbrada. María es muy dormilona, se gira en su cama y mira el reloj: son las nueve menos cuarto de la mañana; hoy se ha tomado el día libre y desea descansar un poco más, por eso cierra los ojos de nuevo, arropada por el placer de esa intensa luz matinal que penetra por los amplios ventanales de su apartamento. Todo un privilegio, desde luego. Y…

    ¡PUUUMMMM!

    ¡Pero bueno! ¿Es que se está cayendo la ciudad o qué?

    Se incorpora en su lecho, algo más exaltada. Ha advertido otra vez ese movimiento, como una réplica de un terremoto; no muy fuerte, pero sí perceptible a sus sentidos. Vuelve a mirar el reloj: tan solo ha pasado un cuarto de hora desde que despertara la primera vez. Suspira decepcionada, su mañana de descanso se está yendo al traste. No obstante, se cuela entre las sábanas de verano, algo perpleja, incómoda y atenazada por un terrible presentimiento.

    «¿Qué han sido todos esos ruidos y sacudidas? ¿Me lo habré imaginado mientras soñaba?».

    Su vista se mantiene fija en el techo mientras espera atenta algún otro fenómeno parecido a los anteriores. Nada. El ambiente sonoro le resulta de lo más familiar: automóviles, sirenas de ambulancia, coches de policía y bastante jolgorio.

    «¡Un momento! ¿Normal? ¿No son demasiadas ambulancias, coches de policía y exageradas voces de los transeúntes? Pero ¿son voces o gritos?».

    El corazón de María se agita ante la evidente presencia del miedo; en un principio es una simple advertencia, muy vana, sin demasiada importancia, pero sí incómoda. Cierra los ojos de nuevo en un intento de apartar malos presagios, pero su plácido descanso ha terminado; comienza para ella una vigilia desagradable, acompañada de palpitaciones estrepitosas dentro de su pecho que le advierten de que algo no va bien. Le gustaría no darle importancia, pero en ese momento, comienza a detectar un extraño olor, y entonces sí que...

    «Esto ya no es normal».

    Se levanta a explorar de dónde viene tal pestilencia. Abre la ventana de su cuarto y descubre que el fuerte olor procede de la calle. La cierra de inmediato antes de que entre en su casa.

    «¿Qué habrá pasado?».

    Decide darse una ducha rápida —con el calor ha sudado mucho esa noche— antes de vestirse; después saldrá a inspeccionar para ver qué ocurre. Mientras lo hace, el extraño olor aumenta. Tampoco ha pasado tanto tiempo, esta circunstancia la incomoda otra vez. Con rapidez se seca con una toalla y se viste sin prestar mucha atención a su vestuario, cosa inhabitual en ella. A lo mejor, no le está dando demasiada importancia a todo este asunto.

    «Pero ¿qué asunto? ¿Un accidente? ¿Y qué tipo de accidente puede provocar un temblor semejante, sonar dos veces y producir tan desagradable olor?».

    El humo empieza a filtrarse por las rendijas de las ventanas. No sabría catalogarlo, huele como a cable quemado o a metal. Ahora sí que es real, no se lo está imaginando; algo horrible está sucediendo en la ciudad y es más que evidente. No se seca el pelo ni se pone las cremas, se recoge la mojada cabellera negra con un gancho simple. Mientras, vuelve a mirar por una de las ventanas por si advierte algo nuevo. Puede ver a la gente atravesar el Washington Market Park corriendo despavorida.

    «Huyen, eso es, como las ratas ante un naufragio, pero ¿qué barco se hunde?».

    ¡CRAAAAAACC!

    María siente un aterrador escalofrío al oír el crujido. Este es muy diferente a los anteriores, pero es el peor de todos hasta el momento; tan solo ha transcurrido una hora desde que empezara el primero, suena como si se resquebrajara algo muy grande.

    PUM, PUM, PUM…

    Ahora un estremecimiento. Se escucha otra serie de ruidos acompasados, el ritmo es atronador y escalofriante, se mantiene como unos diez segundos. María nunca en la vida ha escuchado un estruendo semejante.

    —¡Dios mío! Ha ocurrido algo terrible. —Y es una certeza.

    El temblor sacude el piso, como si se tratase de un seísmo de poca magnitud. Se siente acobardada ante el suceso. El miedo ha dejado paso a la inseguridad y el deseo desbocado de estar acompañada por gente. Se prepara para salir al rellano de la escalera, tal vez los vecinos sepan lo que ocurre. Atraviesa la cocina. Al hacerlo, observa la taza de café sucia que ha dejado su marido esa misma mañana, antes de irse a trabajar. Se queda estática ante esa imagen, como un fotograma imborrable. Su corazón galopa en su pecho y, temerosa, piensa en él. Ya no se siente tranquila, es un presentimiento, su marido... A lo mejor tiene que llamarlo al trabajo para informarse de lo que sucede en la ciudad. Jonathan trabaja en una de las Torres Gemelas del World Trade Center, en la Torre Norte para ser exactos, lo hace para una sociedad financiera ubicada en el piso ciento uno de la misma. Las Torres Gemelas son los edificios más altos de la ciudad, y seguro que desde allí se puede ver con absoluta claridad cualquier suceso anormal como este.

    De pronto, María siente un gran alboroto en la calle, son chillidos y lamentaciones. Corre hasta la ventana y la abre. Aparece ante ella una gran nube de polvo gris. Es terrorífica, enorme, impresionante. Ella reacciona con rapidez, cerrando de golpe y evitando que toda esa inmundicia entre en su casa. Toda clase de partículas indefinidas golpea los ventanales con gran dureza, produciendo algunas grietas de alta consideración. Es cuando grita aterrorizada. El susto ha removido su cuerpo y lo hace temblar.

    —¡Dios mío! ¡Dios mío!

    Sin pensárselo demasiado, atrapa las llaves y el bolso. Sale por la puerta y… ¡un tremendo susto! Se queda fría como el hielo al ver a Jonathan, su marido, allí delante de ella, con un aspecto desaliñado, oliendo a humo y con su traje de Massimo Dutti hecho jirones. Sus puños apretados portan el maletín de piel marrón que siempre lleva al trabajo. Hay duelo y tensión en todo su cuerpo. Su cara, con muchas ampollas, muestra un gesto desconocido, entre asustado y desencajado.

    —Cariño, ¿qué te ha pasado? ¿De dónde vienes? —Lo abraza con efusividad, aunque siente un extraño sentimiento al hacerlo.

    «Esto no es normal».

    Desde luego que no.

    Y lo percibe como un aviso.

    —¡No te lo vas a creer! —exclama exaltado mientras pasa dentro con estrépito—. ¡Un maldito avión ha entrado en la Torre Norte, con todos nosotros dentro! —Tira el maletín al suelo y se abalanza al servicio.

    María cierra la puerta principal y deja el bolso en uno de los sofás; preocupada, se apresura a seguirlo. Encuentra a su marido delante del inodoro, de rodillas, vomitando y escupiendo sangre; también tose y respira con dificultad.

    —¡Dios, Dios, Dios! ¡Un maldito avión! ¡Un avión enorme! ¡Nos ha cogido de lleno! Muchos heridos y dolor, María —solloza con nerviosismo en la misma posición mientras continúa vomitando.

    María se queda estática ahora, le tiemblan las piernas y, por un momento, se bloquea.

    —¿Un avión? —Perpleja, lo observa. Aún no tiene ni idea de la magnitud del suceso. Ni siquiera es consciente de su gravedad.

    «Un avión».

    Por un momento se queda mirando las ventanas, pero ya no se ve nada a través de ellas; sus cristales se han oscurecido por completo y el sonido tintineante que ofrecen la inquieta.

    —Entonces, ¿todo este caos viene de allí? El ruido y el polvo también, supongo.

    —¿Polvo? No sé, María. —Se queda pensativo—. Menos mal que Alex estaba conmigo, porque si no…

    «Porque si no, ¿qué?».

    Jonathan se palpa el abdomen.

    —Estoy herido.

    —¡Dios mío, cariño! ¡Tenemos que ir a un hospital!

    Su marido se sigue palpando al lado del ombligo con insistencia. Está raro, fuera de lugar.

    «Estoy herido».

    Ahora parpadea perplejo, intentando descifrar un misterio que aún no entiende. Medita sobre las incógnitas del suceso en sí mientras visualiza su maletín de trabajo en el suelo.

    «¿Cuándo lo he cogido? ¿Me dio tiempo a hacerlo?».

    María no hace más que frotarse las manos nerviosamente y mirar al exterior. Su urgencia está justificada.

    —Tenemos que irnos, Jonathan, cariño. Estar aquí es peligroso y, además, tus heridas no me gustan, han de tratártelas cuanto antes. Nos vamos al hospital, como bien he dicho. Por el camino ya me irás contando lo que te ha pasado.

    Los pensamientos de Jonathan parecen más profundos ahora.

    «Desde luego que cogí el maletín».

    —¡Jonathan, tenemos que ir a un hospital enseguida! —insiste María.

    Jonathan McGregor no atiende las órdenes de su mujer; continúa absorto en sus pensamientos sin prestarle atención, algo inaudito en él.

    —¡Me he tragado todo ese jodido humo! ¡No puedo quitármelo de encima! ¡Es líquido, como si me lo hubiese bebido!

    —Cariño, por eso tenemos que marcharnos cuanto antes. —Su vista regresa al ventanal, la intranquilidad aumenta, el simple desconocimiento de los sucesos la altera sobremanera—. No me gusta tu aspecto —asegura—. ¡Han de curarte!

    María intenta alzarlo. Desconoce qué más puede hacer para convencer a su marido de que han de marcharse y buscar ayuda.

    Jonathan se suelta con agresividad.

    —¿No entiendes? ¿No escuchas lo que te estoy diciendo? Ese avión ha entrado dentro. ¡Ha impactado en nuestra torre!

    El polvo de la calle comienza a filtrarse por las rendijas de las ventanas e incluso por la puerta de salida.

    —¡Dios mío! —María se siente ahogar—. ¿Qué es todo esto? —La situación se complica por momentos. El temor es mayor.

    María busca con torpeza dos toallas de tocador dentro de una de las cajoneras y las humedece con nerviosismo.

    —Toma —le ofrece—, colócala en la boca. Y nos vamos a urgencias, sin rechistar.

    —Eso dice Alex, que me va a llevar al hospital. —Toma la toalla pero no se la coloca, la observa abstraído—. No servirá de nada, la ciudad es un caos, está colapsada y nada funciona.

    —Ni los móviles. —Se ha cansado de marcar el 911—. Por cierto, ¿dónde está Alexander? Lo has mencionado. ¿Ha venido contigo? —Más toses.

    —¿Alex? —Vuelve a parpadear, confuso—. Yo… —Intenta hacer memoria—. Lo he dejado arriba.

    —¿Arriba de dónde, cariño?

    Él tuerce el gesto, parece aturdido.

    —Estábamos juntos...

    Eso es cierto…

    —¿Y? —María sigue marcando el número de emergencias con su mano libre, sin éxito.

    —¡Dios! Ahora que lo dices, he dejado a Alex solo. Tengo que volver… ¿a subir? —Confusión.

    María se gira y lo observa; su aspecto empeora cada vez más y su mirada se vuelve opaca, carente de luz, muy extraña. Ella se percata de ello y se asusta más por su empeoramiento.

    —Esas quemaduras parecen graves, se pueden infectar. Tenemos que salir a buscar ayuda. —Vuelve a toser, el ambiente es más turbio y el polvo irrita más su garganta.

    —He dejado a Alex solo. —No la atiende—. Él odia estar solo.

    María cuelga el teléfono.

    —La línea no deja de comunicar. —Se desespera—. ¡Tenemos que irnos!

    —Alex.

    —¡Luego vamos a buscar a Alexander! Seguro que está bien, él se sabe cuidar, ya sabes cómo es.

    —No sé, hay mucho fuego. —Jonathan sigue como en estado de shock.

    —¿Fuego? ¿Qué fuego?

    «Claro, ¿de dónde le vienen las quemaduras?».

    —Tengo que volver a por Alex. —Pero no se mueve.

    —No es normal que sangres tanto por la boca y esas heridas, ¿no te das cuenta? Deja que te quite esa ropa al menos, buscaré una crema para que te alivie las ampollas de la cara. Pero luego, después, al hospital sin rechistar.

    —No tiene mucho sentido hacerlo.

    —¡Claro que tiene sentido! —María se crispa.

    —Es tarde.

    —¡Jonathan, no me asustes! ¡Nos vamos! —ordena enojada ante su inusual dejadez.

    —Ha sido un día terrible, fatigado y no sé muy bien cómo estoy. —La mira con dulzura y tristeza a la vez—. ¿Estoy entero? Me siento reventado por dentro. Muchos golpes y contusiones, pero no recuerdo cómo he dejado a Alex solo. ¡No tengo perdón! Él…

    «Él ha estado conmigo hasta… es un gran amigo».

    —Es mi mejor amigo.

    El ambiente se carga aún más. Ella tose con más violencia. Sus ojos irritados lagrimean.

    —¡Por Dios, Jonathan! ¡No podemos seguir aquí! ¡Ya pensaremos en Alexander luego! Él es muy resuelto, seguro que está bien.

    —No, él no está bien, no puede estarlo.

    «Seguro que no lo está».

    Demasiadas emociones.

    —Esto es una catástrofe, María —le dice aturdido—. Estábamos todos dentro, tan tranquilos, con problemas normales, comentarios rutinarios, trabajo ¡y de pronto! —Sigue sin entender, se muestra confuso—. ¿Qué hacía ese avión ahí? ¿Qué sentido tenía que estuviese ahí?

    —¡Por Dios, Jonathan! Tenemos que ir a que te vea un médico. ¡Hazme caso! —María no puede más, la situación la supera.

    —Déjame. —Su voz se va apaciguando, va perdiendo su fuerza inicial—. Necesito descansar. —Luego añade con melancolía—: ¡Qué a gusto en casa! Aquí, tranquilo, en tu dulce compañía, con la rutina y las cosas simples. Ven a mi lado. —Y señala con la mano para que lo haga—. Eso es todo lo que necesito. Eso es lo que se necesita.

    María solloza ante la impotencia.

    —Solo será un rato, en serio. Luego, ya hacemos...

    Ella obedece, pero no suelta la toalla que porta delante de su boca, tiene mucha dificultad para respirar; a su vez, se la coloca a su marido, pero él no parece necesitarla tanto. Desde luego, es un dato incoherente al que no había prestado atención hasta ese momento.

    «Él no tose».

    Ante su nuevo descubrimiento solo puede sollozar; lo hace medio ahogada, mientras es testigo de cómo su casa va cambiando, deteriorándose con olores desagradables y polvo gris. Desconoce las pautas a seguir. Se apretuja más junto a Jonathan, busca seguridad en sus manos temblorosas y las aprieta con fuerza, las siente frías —casi heladoras—, polvorientas también, pero las besa de todas formas. Se quedan así quietos un rato, como si tuvieran todo el tiempo del mundo, como si el reloj se hubiese detenido de golpe en ese mismo instante.

    De repente, sienten aporrear la puerta.

    —¡María! ¿Estás ahí? ¡Hay que evacuar el edificio! ¡Es peligroso quedarse!

    —¿Has oído? ¡Tenemos que irnos! Los vecinos…

    Jonathan le sujeta la mano con firmeza.

    —Espera, sigue aquí conmigo, por favor —le exige. Hay cierta inseguridad en sus palabras y no deja de tocarse el abdomen.

    —Estás herido, Jonathan. Tenemos que salir a buscar ayuda. Es lo más lógico. ¡No seas cabezota! Además, están evacuando el edificio, ya lo has oído.

    Miedo.

    Ella nunca ha sido una persona muy segura de sí misma, Jonathan es la parte fuerte de la relación y él es el que siempre sabe qué hacer. ¿Por qué no reacciona?

    «¿Por qué?».

    Su comportamiento es un tanto extraño, inusual. La joven percibe con tensión y desazón todas estas anomalías mientras su mundo parece derrumbarse como un castillo de naipes...

    ¡CRAAAAAAAAC!

    Otro temblor seguido de un horrible sonido, igual que el anterior, con los mismos intervalos de tiempo y su pum, pum, pum. Más gritos, más histeria, más polvo; esto parece la guerra. María esconde su cabeza en el pecho de su marido y sus lamentos son mayores.

    Ansiedad.

    —¡Por Dios! ¡Cuéntame qué es lo que está pasando ahí afuera, Jonathan! —llora. Los vidrios de las ventanas sufren otro arrebato de restos indefinidos que golpean con fuerza; parece que fuesen a estallarlos en mil pedazos, pero, de momento, aguantan la presión—. ¡Tenemos que salir de aquí!

    María se alza y tira de él con fuerza. Quiere levantarlo, pero se mantiene quieto e impasible. Por fin, descubre su mirada; no hay brillo, no hay expresión.

    —¡Por Dios! ¡Por Dios! —Sus malos presagios se vuelven más consistentes.

    —María, te quiero. —Jonathan le sonríe ligeramente.

    Por fin algo de calor, un rastrojo de esperanza, de alivio, de vida.

    —Te quiero, no lo olvides nunca, pase lo que pase, te quiero. Has sido mi inspiración y nunca me he arrepentido de estar a tu lado, ni un segundo. —Una pausa—. Abrázate a mí, te necesito. He sufrido tanto… No me dejes solo ahora.

    —¿Te estás despidiendo de mí? —Un desgarro en su corazón—. ¿Me dices que te mueres?

    «O tal vez es que…».

    Ella lo abraza fuerte, comienza a sollozar. No puede controlar el temblor de su cuerpo. Jonathan parece irreal en cierto modo, la temperatura de su cuerpo es demasiado fría y sus ojos no irradian emociones. Ella necesita creer que él es real.

    —¡No te despidas de mí!

    Se agarra a esa idea

    —¡Vamos a un hospital! Por favor, hazme caso.

    El olor se hace más insoportable y el polvo se cuela definitivamente por toda la casa.

    —¡Dios!

    Más carraspeos irritantes. Pero él no se inmuta, la sigue con la mirada. Y…

    «Sigue sin toser».

    —¡Por favor! ¡Vamos al hospital, muévete! —Ahora desesperada, incluso histérica, tira de él. Todo su afán se vuelca en ese objetivo, alzarlo, pero pesa demasiado, no hay forma de moverlo y él no pone de su parte. María desiste. Desalentada, vuelve a su lado sollozando, con su toalla en la boca. Lo observa.

    Jonathan sigue paralizado, ahora le acaricia las mejillas sucias con cariño.

    «No es igual que siempre. Todo es distinto, algo ha cambiado. ¿Qué le pasa? Jonathan siempre es razonable».

    Él la atrae hacía sí y la besa. No hay presión en sus labios lánguidos ni humedad.

    «Es…».

    Le aterroriza pensar siquiera esa posibilidad.

    «… Como…».

    Por muy remota que parezca.

    «… Si no…».

    Resulta surrealista, incoherente.

    «… Estuviese…».

    Cierra los ojos con fuerza. Comprueba que no hay roce en sus labios, el beso no existe como tal. Incluso no hay rastro de su olor hormonal.

    —¡Dios mío! ¡No!

    Un escalofrío le sube por todo el pecho, se siente ahogar. Es incapaz de abrir los ojos; no puede descubrir la verdad, prefiere seguir ciega ante la evidencia.

    —Vamos a un hospital, Dios mío —le susurra—. ¡Hazme caso!

    Solo oye su trémula voz, apagándose cada vez más.

    —María, ahora lo veo claro. Has de perdonarme.

    —¿Qué he de perdonarte? —Ella no para de llorar, cada vez más consciente de su realidad.

    —Perdóname —musita—. A mí y a Alex, a él por quedarse conmigo. Yo tengo la culpa. —Avergonzado.

    —¡No sé de qué me hablas!

    —María, ya sé por qué lo dejé solo. Fue… porque yo caí el primero.

    —Pero ¿caer de dónde?

    ¡RIIING , RIIING!

    El sonido del teléfono le hace regresar de golpe. María abre los ojos y, ante su sorpresa, Jonathan no está allí. Se alza con torpeza sin dejar de inspeccionar su alrededor. Desconcertada, comprueba que la taza del váter no está levantada, ni hay rastro de huellas de los zapatos de su marido. Se dirige hacia el salón con cierta impulsividad. Ni maletín del trabajo, nada de nada; es como si todo hubiese sido producto de su imaginación. La única verdad es que ella continúa en su casa y el teléfono sigue sonando con insistencia. Se acerca hasta él aturdida, sin despegar su toalla de la boca mientras sus ojos lagrimean y le escuecen. Lo descuelga.

    —¡María, soy tu madre! ¡Por Dios! ¿Estás bien? ¡No he podido llamarte antes, las líneas están saturadas! ¿Sabes lo que está pasando?

    —No, creo que no —contesta con dificultad, casi no puede hablar.

    —¡Los terroristas están atacando el país! —exclama histérica—. ¡Dios mío! ¡Han tirado las torres abajo y han atentado contra el Pentágono! ¡Esto es la guerra! ¿Y Jonathan? ¿Qué sabes de él? ¿Fue a trabajar hoy? ¡Uno de los aviones impactó en su torre! ¡Dios mío, María!

    —No te entiendo, mamá —le habla descolocada—. ¿Quién ataca el país? ¿Qué torres han tirado?

    —¡Vamos a buscarte en cuanto podamos! ¡Ya estamos saliendo de Boston!

    —Mamá, tengo que colgar, he de salir del edificio. —Otro ataque de tos y todo su cuerpo se convulsiona.

    —¡Mi niña, estamos muy lejos y todos los transportes están cancelados! ¡Intentaré llegar lo antes posible! ¡Ponte a salvo! ¡Ah! Lleva el móvil, estaremos en contacto y, sobre todo… —Pi, pi, pi. La línea se ha cortado en seco y ya no hay comunicación posible.

    María se queda paralizada con el auricular en la mano. Su mente se ha quedado en blanco, no puede pensar con claridad. Por fin cuelga, se acerca hasta el televisor como una autómata y lo enciende. Enmudece al observar las imágenes de las dos Torres Gemelas humeantes; el fuego devora los edificios y les da un aspecto aterrador. Sin embargo, descubre con gran desaliento que se trata de imágenes grabadas, porque escasos segundos después ofrecen otras con las torres derrumbándose. No puede creer lo que ve. De una forma surrealista, parecen más las imágenes de una película de acción que de un telediario. La inquietud acelera su pequeño corazón, que sangra ante el miedo y el terror de la barbarie. Se siente desorientada, extraña ante un acontecimiento que no entiende. La adrenalina se dispara y su pulso se acelera más.

    «Es imposible. Las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York no pueden hundirse. Son…».

    —Indestructibles.

    «América es sagrada, nadie entra en América, nadie osa amenazar a América, y menos herirla».

    —Y de esta forma...

    Su mundo se viene abajo al mismo ritmo que las torres. Quiere reaccionar, pero no puede, se ha bloqueado y sus músculos han quedado paralizados, parecen pertenecer a otra persona. No puede apartar sus ojos de esas hirientes imágenes por más que quiere, se niega a creer en la evidencia de que, posiblemente, su marido haya fallecido allí, y eso para ella es…

    «El fin».

    Palidece.

    Ahora lo ve más claro. Sigue encajando piezas del rompecabezas mientras continúa escuchando la información retransmitida por la periodista. Habla de atentados terroristas, de Al Qaeda, de Bin Laden. Pero…

    «Esto no puede estar pasando».

    Más minutos, más información, más escalofriantes imágenes. El avión penetra con gran violencia contra la Torre Sur. El Pentágono… el presidente Bush… «Hoy hemos sufrido una tragedia nacional en lo que parece ser un ataque terrorista contra nuestro país».

    «¡Dios mío!».

    La periodista sigue hablando y hablando, pero María ya no la escucha. Su voz interior es mucho más potente.

    Llora.

    «¡Nos están atacando!».

    Es cierto.

    «Esto es la guerra».

    Muy cierto.

    «Jonathan, mi amor».

    Todo su mundo se desmorona, los miedos fluyen a niveles inimaginables.

    María cae de rodillas, sin apartar su vista del televisor. Oculta su rostro entre sus piernas. Solloza, grita, chilla.

    «Jonathan».

    Ahora hay interferencias. Se va la luz y la televisión se queda muda.

    Encogida, desahoga su dolor. Es incapaz de levantarse y reaccionar. Se hunde ante su miseria.

    —¡Mi amor, mi amor!

    Sabe que, a partir de ahora, nada va a ser igual.

    —¿Dónde estás? ¡Mi amor, mi amor!

    Nada va a ser lo mismo.

    —¡Ven a mi lado!

    La herida es mortal.

    —Por favor, no te vayas de mi lado.

    El dolor deja paso al desaliento. María enmudece mientras es consciente de su destino, aunque se niegue a verlo.

    Pasan varios minutos.

    Decadencia.

    Ya se oyen los tambores en los heridos corazones de cada neoyorquino, el alistamiento es inevitable y está visible en sus ruegos, en sus súplicas, reclaman justicia por todos sus fallecidos, por todos sus posibles desaparecidos y por todos aquellos que morirán a consecuencia de este ataque. La venganza y el odio son más palpables que nunca en una ciudad como Nueva York; dictamina una sentencia firme, más fuerte que ningún otro sentimiento, y María es partícipe de ello.

    Inseguridad.

    Han atentado contra nuestra libertad, contra nuestro sistema, contra todos, sin excepción. Involucradas están todas las etnias, todas las culturas y razas; desde hoy todos somos víctimas. Estamos ante un día negro de impacto, de pánico, de espanto, de consternación, de angustia, de desolación. Nuestros corazones sangran y nuestra mente se debilita, entregándose a nuestro más temido verdugo: el miedo.

    Desasosiego.

    María sigue perpleja, paralizada. Un intenso escalofrío recorre su frágil cuerpo. Ella piensa que no puede perder a Jonathan, que no entra en su plan de mundo perfecto. Para ella, todo este suceso es una ficción y ha de ser la mentira más grande de la humanidad, una burla para su vida. Ella no puede permitir que Jonathan muera y se va a ceñir a esa idea. María entiende y comprende entonces que es eso justamente lo que quiere creer.

    «Jonathan está vivo».

    «Nadie le ha arrebatado la vida».

    Y punto.

    —Estabas conmigo, en casa.

    ¡Y ya está!

    Ella va a negar la evidente realidad, la va a borrar, la reseteará de su memoria, porque no le compensa y no le hace bien.

    —¡Jonathan! ¿Dónde has ido? ¡Jonathan, por Dios! ¡Tenemos que irnos!

    María se siente al límite de sus posibilidades físicas y mentales; el mareo aumenta, las sienes le aprietan y un escalofrío recorre su cuerpo. Su mandíbula castañetea como en un día de invierno y empieza a perder el control sobre sí misma. Corre hasta la puerta, la abre y, desde la escalera, grita:

    —¡Cariño, no tiene gracia! ¡Ven aquí ahora mismo!

    Y Jonathan nunca la ha tenido. No bromea, no hace este tipo de cosas. Si no contesta, es porque definitivamente no está.

    Puede ver a los vecinos correr confusos por todas partes. Algunos bajan las escaleras casi tanteando; otros, más alterados, gritan e insultan; lanzan amenazas contra los culpables mientras las toses y los llantos las adornan.

    —¡María, haz el favor! —Una vecina, al verla, se acerca enseguida—. Creía que no estabas en casa, te hemos llamado, hemos insistido. ¿Y Jonathan? ¿No trabaja en la Torre Norte como el mío? ¿Qué sabes de él? —La nota desencajada, tampoco es consciente de su propia suerte.

    De momento no contesta, su bloqueo es el límite de su perturbación. Vuelve al interior de la casa sin hacer mucho caso de nadie. En su afán de encontrar a su marido, lo busca desesperada, no puede irse sin él. El olor a cable quemado le llega ahora con más intensidad y el polvo se está volviendo más denso. Alguien menciona su nombre de nuevo, pero María está absorta en su mundo. Sigue buscando a su marido.

    —¡Jonathan! ¿Dónde te has metido? ¡No hay tiempo!

    —¡María! ¡No podemos quedarnos aquí! —Es uno de sus vecinos, e insiste—: Nos vamos.

    Su cabeza es un horno a presión, ya no puede más. Siente como un fogonazo dentro de su ser, la sensación se intensifica. El mareo comienza sin darse cuenta. Pierde el sentido y cae al suelo.

    El fin de nuestros días

    Son las seis y media de la mañana. Jonathan McGregor apaga la alarma de su despertador. Bosteza y se estira. ¡Qué pereza! Se quedaría dormido hasta el mediodía; siempre le pasa, le cuesta levantarse. Él es un hombre tranquilo y odia comenzar con estrés, cosa bastante difícil en Nueva York. Se gira y la observa un rato, como unos cinco minutos, mientras sigue desperezándose. María… ¡qué hermosa! ¡Qué suerte la suya de tenerla a su lado! No concibe su vida con otra mujer, no existe otra posibilidad. Aunque todo en la vida es tan frágil y conoce tantos casos en el trabajo de infidelidades, divorcios y relaciones pasajeras que él se siente como un extraño. ¿Puede un amor durar tanto? Ellos llevan juntos desde la infancia, primero como amigos y como pareja después.

    Busca las zapatillas de casa, la bata, y se introduce en el cuarto de baño. Mientras realiza su rutina diaria —aseado, afeitado, vestimenta, desayuno—, su mente comienza a organizar las tareas de trabajo. El de hoy será un día muy movido y ajetreado; después del Labor Day¹ siempre ocurre, comienza la vuelta de vacaciones, las empresas aumentan sus movimientos y se reanudan con intensidad las actividades de banca e inversiones. También tiene que contar con las entrevistas de trabajo que se van a realizar esa misma mañana para una vacante de un puesto superior que, hasta ese momento, ocupara uno de sus mejores amigos, Alexander Giovanni. Sí que va a ser un día movido, con jefes rulando por doquier.

    ¡Todo un logro! Alexander Giovanni ha ascendido a director general de Finanzas. Él trabaja en las Torres Gemelas de Nueva York. ¡Fantástico lugar de trabajo! Nada satisface más que eso, poder realizar la labor que te gusta en uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad. Y todo se lo debe a… ¿cómo no? A su gran amigo, Alexander. Todo un personaje donde los haya, un hombre dotado de gran sabiduría e inteligencia. No puede haber otro como él, es único. Y siempre tan considerado. Le ofreció el puesto que abandonaba, pero a él le gusta la tranquilidad, no quiere tantas responsabilidades, y lo rechazó con amabilidad. De todas formas, ¡gracias, Alex! Siempre tan atento y afectuoso conmigo.

    Mientras termina de vestirse y arreglarse, sus recuerdos del pasado se vuelcan, casi sin querer, en su memoria. Cómo se conocieron, sus experiencias y logros juntos, aquellos años de universidad. Por aquel entonces, Alexander Giovanni era un hombre muy experimentado con las mujeres, a pesar de su corta edad. Tenía dieciséis años y llevaba saliendo unos meses con una chica mucho mayor que él; cursaba el penúltimo curso de universidad y había despertado su sexualidad a niveles inimaginables. Alexander siempre se jactaba de que su primera relación sexual la había tenido con tan solo trece años recién cumplidos, aunque la recordara como la más chapucera de todas. De hecho, siempre hacía referencia a ella de una forma irónica. Pero, en aquellos momentos, ya sabía cómo satisfacer a una mujer. Solía tener mucho éxito en ese terreno, al igual que en el laboral; y aún sigue teniéndolo. Antes de llegar a Boston, ya era muy promiscuo y perdía mucho la cabeza por asuntos de faldas. Puede decirse que Alexander Giovanni le ayudaría bastante en estos temas.

    «¡Bueno, sí estuvo acertado!».

    Jonathan recuerda ahora con gran nitidez su primer beso con María, fue la culminación de su amor por ella. Hay un antes y un después de ese beso. El cambio de su relación personal fue radical y mejoró después de ese momento. La presión de «somos solo amigos» se perdió en el olvido. Jonathan deseaba ser novio de María y lo demás debía pasar a un segundo plano.

    —Esta noche es la definitiva —lo animaba Alexander mientras se desplazaban en metro al centro.

    La noche en cuestión la recuerda como una noche inhóspita de viento y nieve, en pleno invierno, a punto de llegar la Navidad y terminar el primer trimestre del segundo grado de universidad. Pero aquel inconveniente no les impedía salir con los amigos; todos estaban siempre dispuestos a ir de copas por los bares de la ciudad. Boston tenía fama de disfrutar de una activa vida nocturna, pero con muchas limitaciones. Los menores de veintiún años no podían beber alcohol, y para los mayores se servían bebidas alcohólicas solo hasta las dos de la madrugada, aunque cerraran más tarde. Con las normas respecto al alcohol eran, y son, bastante estrictos. Otra cosa a tener en cuenta es que no podías salir de marcha sin llevar documentación. Te la pedían en todos los bares, restaurantes y demás lugares de ocio, sobre todo los domingos. Si eras menor, tenías muchos problemas para entrar en ciertos lugares. Jonathan y sus amigos siempre se las ingeniaban para evitar este problema, pues su audacia llegaba a límites insospechados.

    —Mi padre dice que la universidad es para estudiar y hacerse un hombre —comentaba Alexander mientras llegaban a su destino. Él siempre estaba dispuesto a saltar con alguna gracia, sobre todo si veía el ambiente tenso y Jonathan estaba muy nervioso—. Yo digo que uno ya viene siendo un hombre y la universidad te especializa. Y las mujeres rematan el trabajo. ¡Ja, ja, ja! —Alexander y sus curiosas teorías.

    Muchísimos universitarios de todos los rincones de la ciudad, al igual que ellos, aprovechaban los fines de semana para conocer los lugares de ambiente. Ellos no estaban habituados a moverse por Boston, no la conocían demasiado bien. Alexander recalcó que había que tener mucho cuidado con los atracadores, ya que el índice de criminalidad allí entonces era muy alto. Pero Alexander venía con sus anotaciones personales, que había sacado de una guía turística y que siempre traía consigo, para recorrer todos los bares y clubes de la ciudad sin peligro de equivocarse y yendo por calles seguras. De todas formas, Alexander era cinturón negro en kárate y dominaba a la perfección las artes de defensa personal, aunque Jonathan nunca se las vio utilizar hasta mucho más tarde; si podía, evitaba los altercados. Alexander lo tenía claro:

    «El kárate es un arte de defensa personal, una disciplina. No se ha de utilizar para atacar, sino para defenderse».

    Una vez en Boston, y después de reunirse con los demás amigos, decidieron recorrer todos los lugares habituales de copas y, sobre todo, con un objetivo claro.

    —Hay que buscar el puntillo.

    Se referían a la ingesta de alcohol. Alexander Giovanni ideó un plan perfecto para tener acceso a una copa en condiciones. Llevaba una botella de whisky para beberla entre los cinco antes de entrar en los locales. A día de hoy, Jonathan aún desconoce cómo las conseguía.

    —Tengo mis contactos —decía. Y se quedaba tan ancho.

    Llevar alcohol por la calle era peligroso, sobre todo si eras menor de veintiuno. La policía te podía multar con facilidad. No se podía beber en las calles ni portar botellas abiertas; suponía sanciones directas. De ahí que muchos americanos tapen sus botellas con bolsas de papel. Las bebidas alcohólicas solo se conseguían en licor stores, tiendas de venta exclusiva de este producto. En las tiendas normales y supermercados solo se conseguían cervezas, de ahí la dificultad de adquirir tan preciado líquido. ¿De dónde lo sacaría? Nunca se lo ha contado a pesar de los años; cuando lo recuerdan, él simplemente se ríe.

    Al llegar al The Harp —un garito que estaba ubicado en la calle Causeway—, buscaron a sus amigas. Jonathan a María, desde luego.

    —Jonathan, localiza tu objetivo, sé valiente y decisivo. Se ve que a María le gustan los hombres decididos y seguros de sí mismos. No pienses, actúa y déjate llevar por tus deseos —le susurraba Alexander.

    «Mis deseos. ¡Qué fácil le resulta a este todo!».

    Y sí, se acercó hasta ella muy decidido. Era el momento de la verdad, no podía permitir que ningún otro se le adelantase. María estaba espléndida esa noche, se había preparado mucho; bueno, ella siempre era muy elegante a la hora de vestirse, sabía conjuntarse con acierto y siempre llevaba ropas de marca. Se había sobrepasado un poco con el maquillaje, pero no le quedaba mal, se acentuaban sus hermosos rasgos latinos. Pidieron una Coca-Cola cada uno y hablaron durante un cuarto de hora de las asignaturas, de los profesores y de los compañeros. Luego recordó la advertencia de Alexander: «Menos charla y más actuar, no pierdas el tiempo. Solo los amigos charlan». Jonathan, por fin, se armó de valor; se acercó a ella con sabia discreción y con gran disimulo, mientras no paraba de hablar. Luego, llegó un momento en que era evidente su intención. Su corazón iba a mil por hora, estaba desbocado. Se lo pensó un poco más antes de rodearla con sus brazos, aquella estrecha y delgada cintura. Sudaba horrores y los nervios le podían. Primero estudió su reacción, no quería meter la pata. Ella parecía receptiva, le brillaban los ojos con intensidad. La sintió temblar ligeramente mientras se pegaba más a él; había una inclinación mutua y ahora solo buscaban sus labios. Su atracción era demasiado fuerte, hacía insostenible la amistad y pedía un cambio, una oportunidad para aflorar. Dejaron pasar unos segundos más, la tensión del momento estaba servida y el beso llegó como una bendición. El placer se desató y algo indescriptible empezó a crecer dentro de ellos; era un sentimiento mutuo: el amor. Estaban enamorados y Jonathan había perdido el miedo a demostrárselo. Se sentía irreconocible, la besaba de mil formas, con lengua y sin ella. Alexander, que los observaba desde lejos, sonreía victorioso y algo más aliviado. Él pensaba que ellos estaban hechos el uno para el otro y debían estar juntos.

    Mientras se recreaban con los besos, escuchaban el éxito de U2 With or without you, que tanto le gustaba a Jonathan. Era, y es aún, su grupo de música favorito. Corría el año 1991 y ya entonces eran reconocidos como una de las mejores bandas de rock. Había tenido mucho éxito en América y estaban de moda. No podía ser mejor. Decisión, acierto y buena música. Una combinación perfecta para un día perfecto.

    Dos años después, María y Jonathan se casaron con tan solo veintidós años; eso sí, por la Iglesia católica, de la que eran practicantes ambos. Ya llevan ocho años de feliz matrimonio.

    Y no se arrepiente.

    «Es lo mejor que he hecho en mi vida».

    Ahora quieren hijos, pero no vienen.

    «Habrá que tener paciencia».

    Llevan intentando tener familia dos años. Pero María aún desconoce el tratamiento de fertilidad que Alexander ya les ha pagado en una de las mejores clínicas de Nueva York. Consiste en la fecundación in vitro y, de momento, McGregor se está sometiendo a una serie de pruebas.

    «Es un regalo que les hago a mis dos mejores amigos». Alexander siempre tan generoso.

    Jonathan es muy reacio a este tipo de intervenciones, pero ya se ha cansado de esperar y los años no pasan en balde; a lo mejor tiene que ceder un poco ante sus ideas puritanas. Sin embargo, para María sí va a ser un problema, porque Alexander Giovanni no le cae demasiado bien y sus relaciones siempre son y han sido bastante tirantes. Si se entera de que él es el propulsor de esta idea y de que ha costeado el tratamiento, se negará en rotundo, seguro. Ya veremos. De todas formas, la carta con los resultados aún está sin recoger y hay tiempo. Buscará el mejor momento para comunicárselo.

    Los pensamientos se disipan para dejar paso al momento actual: el desayuno. El suyo es bastante flojo para lo que acostumbran los americanos. Jonathan piensa que es imposible comer tanto a esa hora de la mañana; él se conforma con un zumo, un café con leche y una tostada con mermelada de fresa. Después de cepillarse los dientes, comprueba que no se le olvida nada. ¡Ah, el maletín! Y el almuerzo para el trabajo en una fiambrera. María siempre se lo tiene preparado con algún menú sano y delicioso. Llaves de casa, llaves del coche y beso en la mejilla de su mujer. Hoy no tiene que llevarla al trabajo, ha tomado el día libre en la galería y, como es la dueña, no hay problema.

    «Adiós, mi amor».

    Jonathan y María McGregor son una pareja muy tradicional y religiosa, por eso encajan tan bien. Él es de orígenes irlandeses; ella, mexicanos. Muestran gran afinidad en sus creencias. Sus familias también se llevan bien. Jonathan McGregor no es norteamericano, nació en Irlanda del Norte. Tan solo tenía tres años cuando llegaron a Manhattan. Su padre emigró a Nueva York en busca de una vida mejor, huyendo de los grandes conflictos que sufrían cada día en su país por culpa de temas políticos, en su mayoría, y por la alta tasa de paro. Entonces vivían en Derry, y Frank, su padre, no quería ver a sus hijos en aquellos suburbios católicos, ahogados por la amenaza del terrorismo y el fanatismo religioso, viendo cómo todos se peleaban por un trozo de tierra maltrecha y herida. Además de todo esto, se sumó la desazón de perder a su hermano un año antes, en una terrible revuelta entre católicos y protestantes.

    Su cuñada, Erin, también se trasladó con los niños junto a ellos. Volvió a rehacer su vida sentimental casándose con un joyero de Boston. Consiguió la residencia estadounidense y se asentaron en una zona residencial cerca de la ciudad. Los primos se criaron casi como hermanos.

    Frank, su padre, se dedicaba a la inversión, era un excelente broker y un entusiasta de los números y las finanzas. Manhattan es la cuna de la economía mundial; si estás aquí, puedes poseerlo todo o nada.

    Se acoplaron en un principio en Newark, en New Jersey, que estaba relativamente cerca de Manhattan. Pero más tarde, cuando su padre se dedicó a gestionar cuentas de comerciantes porque era un trabajo más tranquilo y sin tanto riesgo, se trasladaron al mismo pueblo de Boston en el que vivían Erin y su familia. Allí montó un negocio propio de administrador de cuentas para empresas de los alrededores. Le salió bastante bien. Lo último que les faltaba por conseguir era su tarjeta verde de residencia para poder quedarse, que, por suerte, obtuvo en una de las loterías que realizaba el Gobierno anualmente. Para él…

    «Un milagro».

    Los milagros ocurren cada día. El suyo, conocer a María. No pueden quejarse, están complementados. La paz es absoluta.

    María nació en un pueblo del condado de Norfolk, en Massachusetts, cerca de Boston. Su familia por parte de madre es mexicana, la de su padre es de Boston. De familia de clase media-alta, su padre es dueño de un bufete de abogados. Su negocio es grande, cuenta con un gran edificio de nueve plantas y les va muy bien. Es una empresa de prestigio y, además, posee muchas acciones de diversas empresas que ahora están en auge. Su padre se mueve mucho en este mundillo y siempre tiene escaso tiempo para dedicar a su familia; sin embargo, su madre busca miles de actividades que hacer para ocupar ese hueco vacío. A pesar de todo, se llevan bastante bien y están muy compenetrados. María siempre ha vivido en un ambiente económico tranquilo y estable, pertenece a un mundo muy distinto al de Jonathan. Estudió Economía y Empresas en Harvard. McGregor reconoce que su mujer es un poco «estiradilla», pues siempre va muy elegante y se nota su condición social, pero no es de las más acentuadas.Y en sí es un día precioso, despejado, con buena temperatura. Dieciocho grados a las siete y media. Jonathan es muy perezoso para andar o tomar el metro; a pesar de la corta distancia desde su casa al centro financiero, él siempre va en automóvil. Calle Greenwich e incorporación a West Street, a la derecha calle Liberty, y siempre visualiza las torres a lo largo del recorrido. Perpetuas catedrales de una gran ciudad, la ciudad del mundo, y, como todos los días, siguen allí, tan hermosas y erguidas, orgullo de todo neoyorquino. ¡Qué suerte la suya de trabajar en un lugar así! Su trabajo le gusta, es administrador de inversiones en bolsa en el Cantor Fitzgerald, en el piso ciento uno para ser exactos. Él organiza las cuentas y las pone a punto, se considera un apasionado de la contabilidad y de los números. ¡Y cómo le gusta trabajar allí!

    «¡Ah! Eso ya lo he dicho».

    Siempre se ha sentido a gusto, con buen ambiente y agradables compañeros de trabajo. Bueno, siempre hay alguno que no tanto, pero esto ocurre en todos los sitios. En general, el balance es bueno y le gustaría continuar allí indefinidamente. ¡A ver si hay suerte!

    Cambio de sentido, seguimos en West Street y al parking. Como tiene plaza de garaje alquilada en el mismo edificio, no pierde el tiempo en aparcar. Hoy no está la bicicleta de Alexander, algunos días se desplaza con ella y la deja aparcada allí para que él la guarde en su maletero. La plaza de garaje de Jonathan queda más cerca de los aseos para cambiarse y ponerse el traje, y a él no le importa hacerle ese favor.

    ¡Bueno, ya estamos! Solo ha de subir por los ascensores adecuados y llegar hasta el piso ciento uno.

    ¡Qué maravillosa vista! Es de admiración, le encanta y, además, haciendo lo que más le gusta mientras disfruta del hermoso paisaje. ¡Bella Manhattan!

    A Alexander Giovanni no le ha salido el café de la máquina esa mañana y está enfadadísimo. Él es su compañero de trabajo y un gran amigo. Siempre tan puntual, ya lleva una hora rulando por allí. Alexander es un hombre de éxito un tanto extraño, con innumerables rarezas y manías, pero muy trabajador; le dedica mucho tiempo a la empresa, aunque su puesto es de cierta responsabilidad. Sin embargo, él disfruta haciéndolo, por eso aguanta la presión. Tiene una mente rápida y brillante, puede memorizar gran cantidad de información y acordarse de ella sin problemas. Es un fenómeno de las finanzas, tiene buen instinto empresarial. Despierto, optimista, inteligente, activo e inquieto; nunca pasa desapercibido para unos jefes que valoran sus logros. Su aspecto es interesante, si bien algo bajito, con su uno cincuenta y cinco metros de estatura, algo que, en verdad, parece inquietarle porque oculta este «problema» añadiendo algunos centímetros de más en sus zapatos especiales; no obstante, nunca habla de sus imperfecciones físicas. Delgado, aunque fibroso, cultiva sus músculos en el gimnasio, es un hombre de gran resistencia física; le preocupa su imagen, que cuida con gran esmero. Es por eso que triunfa entre el círculo femenino y se jacta de ello. No le falta modestia, se cree conquistador y, de hecho, lo es. Su mirada penetrante e irresistible es parte de su encanto, todas admiten que es muy buen amante. O sea, él alardea de haberse acostado con algunas de las mujeres de la plantilla. Alexander siempre ofrece esa sensación de estar buscando solo sexo entre las mujeres, aunque, en el fondo, Jonathan lo ve como un gran sentimental un poco alocado. Ahora lo ve más centrado, ha cambiado mucho en los últimos años; tal vez se lo debe a Sylvia, la chica con la que lleva saliendo desde hace dos años, que es prima de su mujer. Él mismo fue quien se la presentó, en un principio sin mucha esperanza, pero probó suerte. Alexander se burlaba de la inutilidad del matrimonio y de lo feliz que uno podía ser con unas y con otras sin compromisos. Jonathan estaba convencido de que algún día su libertino amigo caería en las redes de alguna mujer de las de verdad y lo cambiaría; y esa fue Sylvia.

    «Puede que hasta conecten», se dijo a sí mismo en su momento.

    Sylvia Jenssen, hija única, quizás un poco caprichosa y mimada, muy alegre, guapa y, sobre todo, artista. Pinta cuadros para la galería de arte que tiene su mujer en la calle Spring, aunque también la ayuda con la gestión del negocio. En la actualidad, Alexander y ella parecen tener problemas de pareja, pero Jonathan intuye que los superarán, porque piensa que en realidad están hechos el uno para el otro. De hecho, Sylvia ha conseguido verdaderos logros con él. Alexander está cambiando y eso es más que evidente. Al final le va a tener que dar la razón a su mujer en que se puede derrotar a un escéptico del matrimonio.

    En Nueva York es muy difícil encontrar amigos de verdad, esos que no están contigo por propio interés. Jonathan se siente afortunado por haber encontrado al mejor: gracias, Alex, por estar ahí; como amigo es muy grande.

    —Le he dado tres patadas y nada. Ni vaso, ni café. ¡Ni siquiera la vuelta! ¿Tú te crees que se puede permitir semejante furto?² —protesta con ese característico acento italiano suyo—. Che furto!³

    —Tranquilo, ve a tomarlo al piso inferior. Además, dicen que es mejor.

    Se queda pensativo por un instante.

    —¡Tengo un hambre! Estoy desfallecido, te voy a hacer caso y de paso saco un snack de la máquina. Voy recuperando el apetito después de esta maldita gripe que he pasado. ¿Quieres algo?

    —No, muchas gracias. —Luego añade—: ¡Pero bueno! ¡Hoy no lo tomaste en el Windows!

    —Sí, estuve hace un rato, subí nada más entrar, pero ya voy necesitando otro. Voy a por él.

    McGregor lo ve alejarse apresuradamente, bien trajeado, vestido de Armani. Es coqueto, no repite traje en toda la semana, aunque siempre tiene los mismos. Los selecciona con gran pulcritud, solo los renueva una vez al año. Su limpieza y orden le resultan de lo más irritante. Allí va, todo chulesco y con ese característico andar que hace disimular uno de sus grandes defectos más visibles, una pequeña cojera que tiene desde la infancia. Él dice que lleva una prótesis por un desgaste y suele molestarle en los cambios de tiempo, son secuelas de un terrible accidente de tráfico que tuvo de pequeño. ¡Fíjate, qué casualidad, un día como hoy! También su madre falleció en él.

    En fin, las chicas, atentas, lo ven alejarse sin dar mucha importancia a ese detalle. Es, de todas maneras, un hombre irresistible, con su enigmática sonrisa y hermoso rostro. Las va saludando a todas y a algunas hasta les guiña un ojo.

    —Estaré antes de que abran los mercados.

    «Pero ¡qué demonios! ¿Qué le verán las mujeres a este?». Siempre se lo pregunta.

    Mira el reloj de pulsera, un Viceroy bastante caro que le compró María cuando empezó a trabajar allí. Según él, son las ocho y diez.

    Hoy es martes 11 de septiembre de 2001. Parece que va a ser un buen día, tranquilo, despejado y con calor. Remata algunos papeleos mientras espera la apertura de mercados y observa la foto de su amada encima del escritorio.

    —Hoy tienes ojeras.

    Amanda Murphy le tira un mazo de papeles más en la mesa.

    —Pues he dormido bien.

    —A saber qué habrás estado haciendo esta noche —insinúa con una media sonrisa.

    —Bueno, andamos intentando tener familia —carraspea un poco avergonzado.

    —¡Ya decía yo! —Luego añade—: ¿Ya se fue el «galán»? —Es el mote que le han puesto a Alexander desde siempre en la oficina, aunque él no lo sabe.

    —Ha salido a desayunar.

    —¡Lo que come ese hombre! Creo que es el tercer desayuno. Por cierto, hoy está de lo más raro, no ha pegado ni golpe. Ni siquiera ha encendido el ordenador. —Y señala su despacho—. Y eso sí que es raro. ¿Sabes si le pasa algo? —Luego añade con rapidez para no ser interrumpida—: ¡Bueno! Lleva una semana de lo más extraño, esa media gripe que se pilló. Pero hoy, ¡inaudito! Si este no levanta cabeza desde que entra por esa puerta y ya ves, nada, vagueando ¡y tan tranquilo! Además, están las entrevistas. ¿No va a estar presente? Son a las nueve. No me dirás que no está extraño.

    —Sí, yo también lo he notado. Pero no sé nada.

    Quizás es por el aniversario de la muerte de su madre, es hoy. Él no soporta esta fecha. Pero no comenta nada, no le gusta que se lo recuerden, así que…

    —¡Ah! Tienes tres llamadas. Una de Donald Stone y las otras de Anthony Payne.

    —Sí, luego los llamo, gracias.

    —Hay mucho trabajo. Ya sabes, el comienzo de septiembre, la vuelta de las vacaciones de las empresas, el fin de semana festivo. Tiene que estar todo a punto. —Sonríe con picardía—. ¿Y quién se lo dice al «galán»? ¡Está bueno! Por cierto, el «jefe supremo» viene a las nueve y media, tiene cita con el radiólogo por sus dolencias. Pobre, al final se tiene que ir antes. Ha de ser horrible saber que uno va a morir y no poder hacer nada.

    —Sí, pobre Arthur. Ya le queda poco, por lo que se ve. Bueno, si viene a esa hora, me da tiempo a ponerme al día. ¿Algún apunte más, Amanda?

    —No, pero ¡espabila al jefe! O sea, al «galán». Yo solo soy su secretaria, no me atrevo a inmiscuirme en sus asuntos. Tú, que eres su amigo…

    Quince minutos ojeando el nuevo mazo de papeles, organizándolos mentalmente. Y más números.

    «Dentro de un rato, me tomo un café».

    Lo dice porque ve entrar a Alexander con un vaso de plástico y el olor inconfundible en su interior. Hoy lo encuentra distinto, como bien dice su secretaria, no sabría decir el motivo exacto. Se acerca hasta ellos.

    —¿Qué pasa, Amanda? Cargando de trabajo a Jonathan, ¿eh?

    Ella lo mira con malicia.

    —Es que el trabajo hay que hacerlo —continúa—. Ya sabe, le recuerdo que las entrevistas son a las nueve. Hay unos ciento quince, pero se les ha citado por horas, de momento hasta las diez serán unos quince. Una mañana movidita. Acabo de bajar de allí y no me ha dado tiempo a desayunar nada.

    Alexander niega con la cabeza.

    —Ni hablar, uno no puede estar en ayunas. Vaya a tomar un café o algo, Amanda, per favore⁴.

    Ella sonríe satisfecha.

    —Muchas gracias, señor Giovanni. Bajaré a la máquina, que creo que ya me está bajando la tensión. —Y ella continúa como una parlanchina—: Ya sabe cómo la tengo siempre…

    Alexander la mira profundamente, casi irónico.

    Per favore, Amanda. Baje a tomarlo al Skydive y, ya de paso, tome un almuerzo más completo, no se me vaya a desmayar.

    —No sé…

    —¡Tranquila! Vaya a almorzar con tranquilidad.

    —Muchas gracias, señor Giovanni. Intentaré no tardar. —De pronto, recuerda—: ¡Ah! El currículo del primo de Jonathan ya está en curso, tiene la entrevista a las nueve y cinco. —Se gira y se aleja muy deprisa, pero con mucho estilo.

    —¡Uf! ¿Cómo se me ocurriría elegirla de secretaria? Es verdad que es muy perfeccionista y trabajadora, además de organizada. Ni imaginas con qué orden me deja todos los informes.

    —¡Qué me dices! —Y le señala el montón que acaba de traerle.

    —Hace bien su trabajo, es lo importante. La veo muy desenvuelta y sé que es capaz de resolver una situación complicada en cualquier momento. Vale más de lo que la gente cree.

    Jonathan señala la lengua.

    —Esta también vale mucho. ¿Cómo se ha enterado de que mi primo estaba en las entrevistas?

    —Se lo he dicho yo. —Alexander remueve el café, sigue ardiendo—. Amigo, tienes razón, è delizioso, menos aguado, como el italiano. —Toma un sorbo quemándose un poco la lengua—. ¡Qué caliente está!

    Alexander se muestra más inquieto de lo normal, abstraído, perezoso, pero se le ve buen aspecto, mejor que en días anteriores.

    —¡Ah! ¿Sabes que me he encontrado con Carlota por los pasillos? Me buscaba. Necesitaba las llaves del coche. ¡Qué guapa es mi niña! Y no lo digo porque sea mi hermana, lo vale. Está algo delgada la pobre, con poco pecho y estatura. Debe de ser cosa de familia, pero tiene unos ojos negros que embelesan. Desata más pasiones por estos suelos que yo. ¡Fíjate que quiso operarse los pechos! Menos mal que ese Mark con el que está saliendo se negó. No le hubieran quedado bien.

    —¿Qué te cuenta?

    —Se la ve algo decaída, creo que tiene malos rollos con su pareja. ¡Mira tú! ¡Ese con el que sale y nunca me ha gustado! —se queja—. ¡Mayor que ella y casado! —Luego endurece el gesto—. Bueno, el caso es que uno de los cocineros, amigo mío, por cierto, se ha cortado en la mano y lo va a acompañar a urgencias. ¡Menos mal que hoy he traído el coche! Los taxis están de un imposible a estas horas de la mañana —comenta con preocupación y nerviosismo—. El cocinero se llama Roberto, creo que me has visto alguna vez con él, somos amigos. —Su mirada se pierde entre miles de recuerdos antiguos.

    —No caigo.

    —Sí, amigo de muchos años, pero no tantos como nosotros, ¿eh?

    —Y por mucho tiempo —puntualiza Jonathan sonriente.

    —La herida no es grave, pero sí muy escandalosa. Ya me contará luego Carlota, a ver cómo les ha ido, no han querido que los acompañe, y eso que he insistido. Los amigos son los amigos.

    —Nos conocemos, Alex. Hablando de parejas, ¿qué tal con Sylvia? ¿Solucionáis vuestros problemas? Hace días que no te veo con ella. —En el fondo sabe que las cosas no van bien entre ellos desde hace unos meses, pero quiere tener una visualización directa de los hechos.

    Alexander suspira con esperanza; se podría decir que hasta con alegría, y eso sorprende a Jonathan porque pensaba que estaban peor. De hecho, María le había comentado algo sobre la marcha de Sylvia a California hoy por la tarde.

    —Jonathan, eres de lo más cotilla, siempre preguntándolo todo. —Lo mira con intensidad—. Tú sabes algo, ¿eh?

    Él se queda estático esperando una respuesta; en el fondo, Alexander tiene razón, le gusta saber todo lo que ocurre a su alrededor.

    —Lo habíamos dejado, de momento —puntualiza—, como bien creo que sabes. —Pero Alexander se reserva de momento a contarle toda la verdad. ¡Es una sorpresa!—. ¡Y hemos vuelto de nuevo! No hacemos otra cosa, cortar y volver.

    —Sylvia te gusta de verdad —le dice Jonathan convencido—. Nunca te he visto así por nadie. Admite que has cambiado mucho desde que estáis juntos.

    Alexander gira el vaso con insistencia, mareando el poco líquido que queda en su interior. Su mente vuela a recuerdos pasados y sonríe con cierta ilusión.

    —Me gusta y mucho, como bien dices. Nadie me ha enganchado tanto como ella, es única e irrepetible. —Vuelve a soplar el café muy pensativo, su mirada se pierde ante esa observación—. Y eso que no es una modelito, normalita del montón, con su tripita y sus flotadores. Creo que estoy perdiendo la cabeza, y a veces me siento diferente. Me sorprendo a mí mismo haciendo cosas que antes ni se me hubieran pasado por el pensamiento, incluso hoy… —Se detiene arrepentido, prefiere guardar el secreto y no contar más de la cuenta, tiene que ser una sorpresa. ¡La que se va a armar! Mira su reloj de pulsera inquieto.

    La pausa es tan larga que Jonathan se impacienta.

    —¿Incluso qué? —Odia que le dejen a medias.

    Alexander intenta disimular su nerviosismo, sigue removiendo el café con la cucharilla de plástico.

    —Nada. Es una sorpresa. —Aunque ni él mismo sabe si está preparado para dar una noticia de ese calado. ¡La que se va a organizar en la oficina!

    Jonathan ríe. Encuentra a Alexander muy misterioso, pasivo, sin ganas de trabajar.

    «Y nervios y más nervios».

    —Mira que me tienes en vilo hoy, estás de lo más extraño —reflexiona—. No te preocupes tanto, sois una pareja estupenda. Y creo que más sólida de lo que imaginas.

    —Y pensar que yo no tenía relaciones, tenía rollos —afirma categórico, intentando convencerse a sí mismo de que todo ha cambiado—. Controlaba mi vida y era ferviente seguidor de mis propias ideas. Ahora estoy perdido dentro de una persona desconocida que, aunque sigue llamándose Alexander, ya no se comporta como tal. —Luego añade algo dubitativo—: ¿Ves? Ella quiere amor eterno, casarse, tener bambini⁶… —Otra vez su mente se pierde en recuerdos secretos—. Yo siempre he sido un hombre con relaciones libres, sin compromisos ni horarios caseros. ¡Ja! ¡Ay, Jonathan! Me he complicado la existencia, he hecho algo que aún no comprendo muy bien. —Pero no hay marcha atrás; las palabras son solo eso, palabras, y ya no suenan convincentes. Vuelve a mirar el reloj de pulsera, ya queda menos para dar la

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