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El infierno de nadie
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Libro electrónico448 páginas7 horas

El infierno de nadie

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Fruto de una resaca y de unas palabras que nunca debió haber pronunciado en voz alta, el protagonista de esta novela revive ciertos episodios de su vida, a un lado de Emilio, su mejor amigo, quien lo acompaña durante aquel viaje en búsqueda del amor. El lector acompaña al protagonista durante nueve años que empiezan en la secundaria y en los cuales aparecieron nueve mujeres, que se convierten en el soporte de la visión que aquel hombre se crea y en el cual se convence de ser víctima, sin causa alguna, de un castigo en el que una divinidad caprichosa lo obliga a remontar una y otra vez aquella roca por el camino sinuoso de su paso por la tierra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 may 2023
ISBN9788411810234
El infierno de nadie

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    El infierno de nadie - Iván Vázquez Pérez

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Iván Vázquez Pérez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Ilustración de cubierta: Mariana Domenech

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-023-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mis mejores amigos, hermanos: Lily, Esteban, Julián, Reymundo, Armando, Adrián, Miguel Ángel, Jesús e Iván.

    A Angèle, mi luz.

    Este libro tiene dos dedicatorias; aquella que redacté al terminar de escribirlo y esta otra, que agregué al decidir publicarlo:

    A Julián, otra vez, porque nunca te perdonaré que te hayas ido antes que yo.

    Vestíbulo

    Se prometió nunca acostarse con una mujer si no la amaba y se ha mantenido siempre fiel a su juramento. No obstante, ese amor, tan puro como intenso, había permanecido guardado bajo llave en su memoria la mayoría de las veces a lo largo de su vida, especialmente cuando había nacido unos instantes antes de consumar el acto. Era un maestro del silencio y, a pesar de todo, la noche anterior no pudo evitar verbalizar lo que en su alma era evidente. Sin poder contener el reflejo, murmuró un «te amo», pronunciado tan débilmente y en medio de los rechinidos de la cama y los gemidos que la desconocida, a cuatro patas, no pudo percibirlo. De hecho, aunque lo hubiera hecho, no le habría dado importancia alguna.

    A él le excitaba repetir esas dos palabras internamente a cada empuje de su miembro, especialmente cuando se encontraba en la cama con una mujer que acababa de conocer. En cada ocasión se imaginaba a lado de la chica en turno, encontrándose en otro lado, muy lejos, encarnando cada vez una nueva vida en la que esas palabras eran repetidas después, en eco, provenientes de una voz delicada y acompañadas de una mirada a la vez tierna y lasciva. Esto dejaba como recuerdo del momento una postal, un mero instante de amor y libertad compactado en su mente, lo que le había permitido mantener siempre una erección constante y firme hasta terminar su trabajo y así, en cada encuentro sexual, vivía también la más bella historia de amor jamás imaginada.

    Esta ocasión fue diferente, pues la frase, tantas veces repetida en el mundo de las ideas y nunca verbalizada en estos encuentros fugaces, ahora se materializaba en la recámara. Su débil voz resonó tan fuerte en su cabeza que, por reflejo, esperó la respuesta de su compañera. Estaba tan acostumbrado a escucharla en la misma dimensión que, al no obtenerla, perdió la erección por primera vez en su vida, se disculpó, se vistió y salió del lugar. A ella no le importó mucho: no era la primera vez. Estaba demasiado ebria y cuando se encontró sola, con las nalgas en el aire y bajo las cenizas de una frase no escuchada, se incorporó, salió de la recámara, vomitó en el baño un par de veces, y poco más tarde ya se encontraba de nuevo con sus amigas contándoles el fiasco de la noche. Él, por otro lado, salió del edificio, lleno de vergüenza, tomó un taxi y volvió a casa.

    Algunos rayos de luz se escurrían por los bordes de las cortinas. Las ventanas estaban abiertas y el calor aumentaba, golpeando la tela y perforándola hasta llegar al último rincón del recinto. El aire entraba con dificultad y, no obstante, navegando esta corriente canicular, una abeja logró sortear los estrechos, victoriosa en aquella lacónica mañana.

    Se encontraba bocabajo y exhalante. El día oscilaba las once y el ruido del batir de alas lo despertó, arrancándole el reposo de un tajo. Se colocó entonces sobre su flanco derecho y se tapó el oído izquierdo con la almohada. No funcionaba. En el desierto helado de su mente resonaba el zumbido de una plaga que invadía la aridez de su recamara. La jaqueca se volvió insoportable; el hartazgo, el dolor, pero, sobre todo, las ganas de vomitar lo impulsaron a moverse.

    Con los ojos aún cerrados se incorporó; apoyó una mano sobre la cama, otra sobre su frente y los pies en el suelo ígneo, pero el dolor se intensificaba con el calor percutiendo a su derecha. Desprendió un aliento infecto que llegó a su nariz, se cubrió entonces los oídos y oprimió su cabeza entre las manos para calmar un poco la angustia, pero supo que, para finalizar con su suplicio y continuar su sosiego, tendría que abrir las cortinas y hacer salir al insecto. No obstante, eso significaría hacer frente a la luz ardiente y no estaba seguro de ser capaz de soportarla. Se mantuvo inmóvil largo tiempo, sintiéndose en medio de una tormenta marina. Finalmente, después de una ardua reflexión, se decidió esbozando la recompensa: la dulzura del silencio.

    El lugar constaba de un espacio rectangular. Una sola habitación con una cama individual, cuya cabecera se encontraba a un lado de una ventana de hoja doble con cortinas rojas. A un lado de esta, frente a la cama, un armario con las puertas abiertas y una gran cantidad de ropa desordenada al interior. A su izquierda, la puerta que daba al baño. En el fondo, y a la izquierda de la puerta que daba a la salida, había un lavabo con un espejo circular sobre él. A los pies de la cama, frente a la puerta del baño, una pequeña mesa con una placa eléctrica. Había juguetes y ropa regados por la casa. Los muros estaban pintados de ocre oscuro y llenos de manchas, así como de grasa sobre la placa. Un bote de basura lleno de empaques de sopa instantánea y pañuelos llenos de semen se encontraban bajo la mesa. Bajo la cama, una laptop; libros, ropa y zapatos sucios terminaban de adornar el espacio.

    Con un esfuerzo titánico reunió todas sus energías, abrió los ojos y se levantó. Todo se movía alrededor. Le costó trabajo mantenerse de pie sin trastabillar. Con gran empeño y una mano contra el muro, abrió finalmente las cortinas; soportó el golpe de calor sin que sus alas se fundieran, hizo frente a Apolo y, venciéndolo, se dispuso después a subyugar a la abeja, quien abandonó el lugar poco después, no sin haber perdido la ocasión de contender enfurecida. La victoria fue efímera, pues antes de permitirse recoger la corona de olivo contemplando al enemigo alado salir de la habitación, sintió en su boca una producción anormal de saliva. Discernía perfectamente lo que vendría después. Por ello, cruzó de un tajo la habitación hasta el lavabo y al llegar, acomodó sus manos a los costados para resistir el impulso. Instalado, y con furia, lanzó un vómito agrio, mezcla de vodka, jugos gástricos y de arándano. El rubro fluido corrió rápidamente hacia el desagüe, mientras que su creador, con los ojos entrecerrados, y la boca abierta y jadeante, miraba cómo algunos entes, que parecían pedazos de carne al pastor, se mantenían pegados a la cerámica. Sus brazos temblaban y sus manos hormigueaban mientras se engarrotaban. Algunos minutos después se incorporó respirando con dificultad; orinó en el lavabo y contempló la efímera magnificencia de su obra. Al terminar, abrió el grifo para que, con los diamantes, se diluyeran los restos de rubí y citrino.

    Terminado el trabajo se dispuso a dormir de nuevo, pero, sin cortinas que impidieran la entrada, la abeja había encontrado la manera de volver: esta vez decidida a saciar su sed de venganza. Su enemigo sabía que era alérgico a la picadura y conocía el efecto sobre su cuerpo. Por ello, no le apetecía tener que soportar una resaca y el dolor de una inflamación el mismo día. Tomó su pantalón del suelo y se determinó a hacer salir al insecto de nuevo, o matarlo si se interponía. Este pareció darle más importancia a la conservación de su vida que al ajuste de cuentas, así que salió del recinto por su propia voluntad, ondeando su bandera blanca y aprovechando una brisa para alejarse definitivamente del campo de batalla.

    Una vez que la victoria fue alcanzada, echó un vistazo al paisaje, después lanzó el pantalón al armario y lo cerró con enojo, admirando, por solo un instante, su desnudez en el gran espejo rectangular, que se encontraba incrustado en la puerta del mueble. Al tener el cristal completamente frente a él, este reflejó la luz del sol en su rostro, cegándolo, lo que le causó otro ataque de ira. Lanzó una maldición y cerró las cortinas a medias. El cuarto estaba ahora bañado por un tinte rojo, causado por el golpe de luz sobre sus ojos y las fibras de sol que salpicaban el antro atravesando la tela. De repente, se dio cuenta también de que, durante la noche, los mosquitos le habían chupado la sangre en incontables puntos, pues comenzó a sentir una comezón insoportable. Había sido una mala idea dejar las ventanas abiertas.

    Respiró y decidió relajarse, por lo que se aventuró de nuevo hacia el espejo y apoyó la frente sobre este para que el frío calmara al menos un poco su dolor de cabeza. Sintió que su piel era atraída e imantada por el vidrio y que esta era la única fuerza que lo mantenía de pie, pues su cuerpo colgaba hasta el suelo y sus dedos apenas tocaban tierra firme. Al mismo tiempo, un vacío producido del otro lado crecía, provocando una atracción que aumentaba exponencialmente. Entonces, para no atravesar el umbral y convertirse en su reflejo, decidió luchar de nuevo y, con los pies inertes, se aferró a un borde invisible para mantenerse en este mundo. Cerró los ojos y el olor a vómito que ahora impregnaba toda la habitación lo repugnó. «No podré volver a dormir…», susurró; y su voz, cavernosa, resonó en su cuerpo laso como un recuerdo lejano.

    Cuando acumuló la fuerza suficiente para utilizar de nuevo la vista, percibió claramente al cíclope frente a él. Podía completar los detalles faltantes con toda facilidad, como el color de su iris: café, como el de la mayoría. Por eso no le interesaban en lo absoluto. Con un esfuerzo colosal enfocó poco a poco otros detalles, como las canas que comenzaban a nacer de su barbilla y que conquistaban cada vez más terreno, acercándose a sus labios secos y partidos. Al inclinar su cabeza pudo admirar mejor su vientre voluminoso, lleno de vellos y que comenzaba a ocultar su sexo, el cual pudo ver también colgando entre sus piernas, despreocupado, como un león entre la maleza. Esta visión le hizo sobresaltar de repente, pues fue como si no esperara encontrar algo bajo su cintura.

    Todo llegó de golpe: el fiasco de anoche, las palabras desperdiciadas y su impotencia repentina. Abrió por completo los ojos y se separó del espejo, ganando también la batalla contra la abducción. Sí, cada vez se notan más estas putas entradas, pensó al ver al otro frente a él.

    Estaba seguro de que la de anoche se llamaba Ana…

    De nuevo, hizo de lado unos centímetros las cortinas con su mano derecha, sin dejar de mirar su reflejo. La luz era intensa y eso bastó para poder observar todo tan bien —y tan nítidamente— que esa visión lo hizo trastabillar y dudar de la realidad. Parecía como si no fuese él quien mirara al espejo, sino que era su reflejo quien lo analizaba.

    Recordó que ahora tenía dos años más que Cristo, cuando este, según cuentan algunos, murió en la cruz. Notó que el otoño comenzaba a hacerse presente en él, irreductible y de muchas formas. Nunca le había preocupado esta idea, pues siempre se había sentido adelantado a su edad, siempre más maduro, más inteligente, más joven que sus compañeros de secundaria o preparatoria... No se había casado porque la libertad era más importante. ¿Hijos? Ni siquiera pensarlo. Solo una pérdida de tiempo. No era religioso; es más, despreciaba las doctrinas y a los practicantes, a quienes no los veía más que como un rebaño de idiotas. A pesar de todo decía respetar lo que para él era la única enseñanza real de Cristo, aquella de amar al prójimo, especialmente al admirar su propia bondad al perdonar a los imbéciles que pueblan el mundo y con los que se codeaba todos los días, ya que, evidentemente, no saben lo que hacen.

    Ahora estaba ahí. Hacía años que admitía que pensar en la eternidad del tiempo que existió antes de su nacimiento, hasta el presente —e incluso después de este—, no tenía sentido. Ese tiempo ya no era. Nunca lo será de nuevo. No obstante, al mirarse, percibió por primera vez ciertas diferencias, aquellas que no notaba día a día, pero que, al mirar atrás, le hacían saber que el cuerpo que poseía antiguamente no era el mismo de ahora. Recordó entonces que, después de una cierta cantidad de tiempo ridículamente corta, aproximadamente cada siete años, todos los átomos de todos los cuerpos humanos se renuevan.

    Aunque no seamos conscientes de ello, es como nacer continuamente. Si este renovamiento dura siete años o diez… o nueve, ¿podríamos pensar que esta será siempre la edad máxima del empaque de nuestra alma? Yo no soy el yo de antes. Y este yo dejará pronto de existir. Hoy no soy el mismo de hace nueve años. Mañana se repetirá el proceso. Si mi cuerpo no soy yo, ¿dónde estoy? ¿Consciencia?, ¿decisiones?, ¿acciones?, ¿todo?, ¿Dios?, ¿soy reminiscencias? Recordando se pueden vivir todos los tiempos simultáneamente.

    Su vida había sido un encadenamiento de proyectos, uno tras otro, pues cada vez que creyó haber satisfecho el deseo llegó el aburrimiento y, consigo, un nuevo plan, siempre marcado por sí mismo y ejecutado marcialmente a la perfección. Cada uno de ellos lo había llevado a ese instante, que era la cúspide y la suma de todo por lo que había luchado. Y lo esencial es que cada una de sus acciones había sido efectuada por y con amor.

    Se miró de nuevo, desafiante, mientras imaginaba una vida que jamás habría de tener: una donde era feliz. Sonrió, se acercó de nuevo al espejo y se recargó contra su doble buscando el frío, esta vez con las manos, apoyándose contra el mueble para tener la seguridad de no ser absorbido. El baño de sangre que producía la luz contra sus pupilas cerradas le mostró la puerta y la atravesó alcanzando a divisar sobre el reflejo del umbral a tres sombras.

    I

    Ahí estaba, con un suéter rojo, camisa blanca, pantalón verde pino y zapatos en ébano, en medio de una marea de niños vestidos de la misma manera. También estaban las chicas, pero con una falda en lugar de pantalón y unas largas calcetas blancas. Él pudo haber sido cualquiera en aquel ensamble que esperaba frente al zaguán blanco de la entrada de la escuela secundaria. Era jueves y, al abrir las puertas, entró al recinto, como muchos otros días durante aquellos años ya lejanos.

    Para llegar a la escuela tenía que caminar quince minutos, cruzar el río y después continuar un cuarto de hora más. El río, así le llamaban a ese canal de aguas negras que dividía su colonia de aquella donde se encontraba la institución y cuyo olor era bastante similar al que expulsaba ahora su lavabo. Si el Danubio o el Sena son dos mujeres cuyas curvas de sus cuerpos son dadas por el curso de las aguas, este río sin nombre formaría el esqueleto de un ser sifilítico.

    Desde mucho antes ya se había podido comprobar que era un niño gentil y muy listo, pues en la escuela primaria fue uno de los mejores promedios de su generación y nunca se vanagloriaba de esto. No se creía feo, al menos no tanto como otros que conocía. Tenía el cabello negro y lacio, y la piel un poco morena, sí, pero no tanto como algunos de sus compañeros. Toda su vida se cuidaría mucho del sol para no broncearse y jamás dejará de profesar que de niño era blanco como su madre, pero que, con el paso del tiempo, y como tuvo que pasar mucho tiempo bajo la luz del astro, su piel comenzó a tomar ese color. Si se subía las mangas a los hombros se podía aún apreciar su verdadero tono, decía para convencer a quien lo miraba incrédulo. No, claro que no era moreno, solo estaba un poquito quemado, explicaba regularmente. Para terminar, era algo chaparro, pero al menos —y ese era su más grande orgullo— no era gordo y poseía una silueta delgada y atlética.

    Fue en el primer año cursado en este recinto del saber donde la vida lo obligó a conocer a Pablo Emilio, el primero y más grande de sus amigos al que siempre llamó por su segundo nombre. Este vivía del mismo lado del río que la escuela, así que tenía que caminar solo unos quince minutos para llegar diariamente a la secundaria. Tenía la piel blanca, el cuerpo robusto y era bastante alto para su edad. Poseía también un cabello negro y ondulado, como el cielo de la noche de Van Gogh, además de unos ojos cafés y profundos.

    Los dos amigos, de doce años entonces, pasaron bastantes tardes en casa de Emilio mirando películas, jugando videojuegos o hablando; sobre todo hablando. Un año colmado con este tipo de conversaciones les bastó para conocer sus respectivos pasados. No era una historia extensa, pues ninguno poseía una marca de nacimiento en la frente, tampoco habían tenido un pasado trágico, con una escena donde el alma del padre se les apareció para pedirles jurar venganza; mucho menos acompañaron a algún desconocido durante sus últimos momentos antes de que este les obsequiara una llave de oro que abriría el cofre de su destino.

    Durante las tardes, o los fines de semana, tenían también la costumbre de caminar por los campos que rodeaban el pueblo, donde podían hablar libremente y el tiempo parecía fluir tan rápido que las preguntas que se hacían parecían más vastas que el propio infinito. En medio de ese caminar entusiasta se cuestionaron todo lo que sus mentes podían ofrecerles. Todas las preguntas y respuestas de la vida y la existencia eran convidadas por esos campos a aquellos pequeños, y cuando parecía no haber más, se dejaban influenciar por aquellas obras que les parecían sagaces. Así, después de ver Matrix, pasaron semanas intentando encontrar pistas sobre la posibilidad de vivir en una simulación. Unas semanas más tarde, otra película los hizo replantearse el sentido de la vida y comenzaron a problematizar la rencarnación, y cada uno se convenció de poseer recuerdos que no habían vivido. Llegaron a la conclusión de que si ahora hablaban de ello era porque se habían conocido en otra vida; no, seguramente en todas sus vidas y entonces cada palabra dicha era vital, pues sus melodías surgían como el resultado de un movimiento de las cuerdas del imbatible destino.

    Algunas de sus discusiones favoritas eran aquellas sobre la vida después de la muerte, los viajes en el tiempo, la existencia de Dios, el hado y, sobre todo, el alcance del poder de la mente. Alguno de los dos había leído que solo usábamos un porcentaje del cerebro y desde entonces pasaron tardes enteras imaginando que, si tan solo pudieran utilizar un pequeñísimo porcentaje más, podrían mover objetos únicamente con pensarlo. Emilio prefería considerar que, si fuera el caso, él utilizaría esta capacidad para volar. Y con estas ideas se prometieron hacer todo lo posible para entrenarse hasta el último instante de sus vidas con la finalidad de utilizar, al menos, una pizca más de su potencial.

    Compartían una fascinación irrefrenable por el cielo, el cual les permitía perderse en la infinita esperanza del viaje por las estrellas. La lluvia, más que impedirles salir, los impulsaba, así que volvían a sus casas mojados, pero con la sensación de avanzar, al menos un poco, en su búsqueda por las verdades del universo. De esta forma, sus vidas eran un movimiento constante y ni entre sueños tomaban un descanso. Todo esto los llevó a verbalizar una cantidad inmensurable de veces que los dos eran especiales y diferentes de los otros chicos, ya que estos no tenían conciencia del esplendor de la vida y lo mucho que quedaba por descubrir. Así, determinaron qué tipo de relación tendrían con sus compañeros, de los cuales se aislaron intelectualmente. No serían groseros, antes bien intentarían camuflarse entre ellos, pero el contenido de sus charlas no les interesaba.

    Por otro lado, era recurrente que el vacío en sus respuestas causara en ellos una tristeza profunda que los cubría con un manto de tintes religiosos. Los amigos aceptaban aquella melancolía como algo natural; la degustaban como parte del descubrimiento de sus capacidades. Este estado no era permanente, pues en la escuela se la pasaban riendo, haciendo bromas y mostrando una amistad pura e inquebrantable. No obstante, al salir de las aulas y volver a sus charlas, la seriedad y melancolía volvía con fuerza.

    Su camaradería también poseía un ligero toque competitivo, pues ambos intentaban sacar las mejores notas, terminar los trabajos más rápido o poseer más y nuevas preguntas. Cuando jugaban videojuegos reñían para ver quién era el más diestro e, incluso, en clase de deportes ponían a prueba su físico. En sus mentes, cada uno sabía en qué era mejor el otro, pero se proponían superarse para incentivar el avance mutuo.

    El amor era, en la voz de dos adolescentes y por razones obvias, una de las discusiones más frecuentes, intensificándose cuando uno de los dos se sentía atraído por alguna niña. Cuando este interés casi virginal renacía, sus universos se volcaban en deliberaciones profundas sobre el amor y ahí, sin hacerlo explícito al inicio, sabían que algo pasaba en el corazón del otro.

    Sin experiencias románticas remarcables, ni un interés particularmente lúbrico por las niñas de su clase, se apoyaban mutuamente cuando eran rechazados o, más bien, cuando no lograban declarar su amor por vergüenza. Entonces se alentaban a no perder la esperanza de encontrar pronto aquello que tanto anhelaban. El escuchar sus discusiones podría haber enternecido a cualquiera debido a la naturaleza desinteresada y sencilla con la que hablaban del amor, pues para ellos era lo más puro y perfecto de la creación; lo único capaz de traspasar las eras y el tiempo: probablemente lo único que podría acercarnos a convertirnos en una divinidad.

    Alguna vez se confesaron que, durante la escuela primaria, ambos se sintieron atraídos por ciertas niñas. Emilio no le daba mucha importancia a aquel pasado suyo. Decía que no había nada remarcable que recordar. Sin embargo, el otro sí que había sufrido bastante con cada uno de sus desamores. Él los llamaba así, aunque nunca hablara del tema, ni siquiera a Emilio, pues se sentía intimidado con la madurez de las respuestas de este y no pretendía ser aquel que se afligía más por una niña que el otro. Eso le habría dado una desventaja. Sobre todo porque fue Emilio quien le lanzó aquella pregunta por primera vez, pregunta que durante ese tiempo lo hechizó y le impidió dormir tantas veces: «y dime… ¿ya tienes novia?».

    De hecho, con cada una de las niñas de las que se sintió atraído antes de conocer a Emilio siguió siempre el mismo patrón: primero, un distanciamiento social con sus compañeros, después un silencio total hacia ella. Jamás había declarado su amor y, sin embargo, vivía día y noche torturándose y preguntándose cómo podría hacerlo. En su mente tenía tantas posibilidades, pero pasar a la acción era algo muy diferente. Una de sus prácticas habituales de seducción había sido correr a la salida de la escuela cuando las clases terminaban y detenerse frente a la puerta, mirando al interior, fingiendo que buscaba a alguien entre la multitud, pero, en realidad, intentando ver de frente a la niña que le gustaba. Deseaba fervientemente un signo de adiós con la mano que proviniera de ellas, o al menos una mirada furtiva. No obstante, ninguna de estas niñas se hubiera podido imaginar que eso formaba parte de un plan elaborado. Fue el caso de Laura, quien salía de clases todos los días hablando con sus amigas y cuando divisaba a su madre corría hacia ella. Pocas veces se percató de que su compañero estaba ahí, y cuando lo hacía, nunca se despedía de él porque le parecía un niño raro y feo. Prefería que no se le acercara demasiado. Cuando le obsequiaba una mirada de desdén, el otro la consideraba un gesto de amor correspondido y se transformaba en su combustible para seguir soñando y repetir su técnica al día siguiente.

    Aun en la secundaria tenía la esperanza de que sus buenas calificaciones fueran una razón para que la niña en turno se fijara en él, pero esto jamás ocurrió, al menos no con alguna niña que le gustara. Ya comprendería que su actitud cortés no obligaba a nadie a sentir algo por él, pero siempre repudiaría este hecho, sintiéndose demasiado bueno para ciertas personas.

    Así que jamás había tenido ninguna relación. Veía a los niños de su edad con noviecillas y sentía envidia. Especialmente en los viajes escolares de la primaria, cuando las parejas se sentaban en la parte trasera y él, de reojo, veía nacer algún que otro beso entre los labios del patán de la clase y la niña que, justamente, le gustaba. Estos rechazos continuos lo convencieron de que las chicas solo se interesaban en los imbéciles. Él podría haberlas hecho felices. Aseguraba que, si tan solo una de ellas hubiera tomado la buena decisión de corresponder a su amor, el cual era el más sincero y puro que podría existir, ahora tendría una vida excelsa y un cariño de verdad.

    Todas las niñas de las que se había enamorado hasta entonces compartían el cabello, los ojos, o la piel clara. No obstante, sabía que podría hacer el esfuerzo de amar a una chica morena, siempre y cuando portara una cintura decente. Jamás pudo imaginarse con alguna chica obesa y siempre le causaría repulsión la idea. De hecho, cuando las chicas que creía feas parecían mostrar interés en él, siempre se libró de ellas. Por ejemplo, aquella niña que se sentaba con él en tercer grado, pero de la que ni siquiera recuerda el nombre. Esa ocasión, ella le dio un trozo de papel con una frase escrita a lápiz: «Me gustas». Él hizo todo lo posible por desviar la atención del tema, así que le respondió que no comprendía lo que estaba escrito porque la letra era muy fea y, al mismo tiempo, empezó a hablar del lindo cabello que tenía Laura. La pequeña comprendió el mensaje y jamás volvió a decir nada al respecto.

    Durante su primer año de secundaria, la única historia remarcable fue la de una de sus compañeras: Nancy. Le había confiado a Emilio que se sentía bastante atraído por ella y pretendía declarársele, pero ambos se dieron cuenta rápidamente de que esta se interesaba en el futbolista estrella de la clase, como la mayoría de las niñas, quienes se disputaban el trono vacío a un lado de ese campeón que rivalizaba con los mejores de la escuela. Su interés decayó y la olvidó muy rápido. Así, a pesar de las pláticas sobre el amor, el nacimiento de la amistad con Emilio, así como las charlas infinitas entre ellos, los deberes, la falta de otra chica que le gustara en su salón de clases, y una vida alegre lo distrajeron durante bastante tiempo de un objetivo amoroso.

    La escuela estaba pintada de verde, blanco y rojo, y constaba de tres edificios: uno al fondo, donde los chicos de primero ocupaban la planta baja y en su primer piso se encontraban los talleres de electricidad. Frente a este se encontraba otra construcción de una sola planta, donde se encontraban los talleres de corte y confección para las chicas. En medio de los dos, un gran patio con jardineras que lo dividían en dos. Justo a la entrada de la puerta, otro edificio, donde en el primer piso estudiaban los alumnos de segundo y en la planta baja los de tercero. Frente a este se encontraban las oficinas de la dirección y de la administración escolar, así como la cafetería, la biblioteca y una sala de eventos.

    La secundaria estaba organizada en cuatro grupos por año, diferenciados entre ellos por una letra. Las clases tenían asignada un aula por ciclo escolar y los docentes, a la hora de dar clase, eran quienes se desplazaban entre los recintos. Cada curso duraba cincuenta minutos y había diez entre cada cambio de clase. La primera de estas comenzaba a las siete de la mañana. A las nueve con cincuenta comenzaba un receso de treinta minutos; así, terminaban todos los días a la una y diez de la tarde. Esa hora gloriosa, donde los alumnos salían lo más rápido posible de su prisión para comprar una que otra golosina en alguno de los variados comercios que se instalaban frente a la puerta, antes de dispersarse. Este momento servía también como punto de reunión entre los amigos, los amantes, o entre algunos padres de familia que venían a buscar a sus hijos y charlaban entre ellos.

    Los dos amigos se dirigían siempre tranquilamente a la salida. Fuera de la secundaria, caminaban juntos y comenzaban a discutir sobre alguna cuestión importante para la humanidad. Sin presión alguna por volver a casa, alargaban sus tardes riendo, pensando y nadando en este río de melancolía que, más que lastimarlos, los hacía soñar. Durante muchos años habrían querido volver a esos momentos y habrían deseado que duraran para toda la vida.

    La conoció ese jueves. Se llamaba Lizbeth, cursaba el mismo año, pero en otra clase, y era poseedora de una piel pálida y ojos claros, con un ligero tinte verdoso. Seguramente se habían cruzado incontables veces, pero no se reconocían, a pesar de haber transcurrido más de un año en aulas contiguas.

    Unos días antes, mientras ella hacía fila para comprar algo de comida en el receso, lo descubrió. Él caminaba a un lado de Emilio, como de costumbre, y su aire despreocupado y orgulloso le llamó la atención, así que continuó buscándolo durante el receso o a la hora de la salida. Parecía conocer las reglas del mismo juego que él. Había algo de este niño que le atraía, pero no podía saber qué. Necesitaba hablarle y descubrirlo, así que finalmente se confió a su mejor amiga, Amina, quien sintió una gran emoción y, después de escucharla, elaboró y explicó, en un parpadeo, un plan para ayudarle a conquistar a ese misterioso chico:

    —Es fácil. Mira, pon atención. Yo iré con ellos y me presentaré, después, me las arreglo para atraerte hacia ellos. Poco a poco te acercas a él y listo, le declaras tu amor.

    —Nunca dije que lo amaba.

    —¡Ay! Pero si se ve a leguas que lo adoras. No puedes negarlo. Si no, nunca me hubieras contado esto. Te conozco muy bien. Anda, tú déjamelo todo. Ahorita regreso.

    Tuvieron esa discusión al inicio del receso y, apenas terminado ese breve intercambio, Amina salió disparada hacia los dos amigos, quienes comían juntos sentados en una jardinera. La llegada de la chica los sorprendió y los alejó de sus cavilaciones. Se encontraban riendo, pero, al verla, no pudieron evitar una cara de sorpresa.

    Entre los alumnos no se ubicaban entre todos, pero sí que sabían quiénes eran los más populares, los mejores deportistas o los más guapos. Cuando se presentaban entre ellos era costumbre decir su nombre, seguido del grupo como si fuese el apellido o llamar a los otros de la misma manera y, como siempre hubo una rivalidad entre clases, existían dos tipos de reacciones: cuando alguien tenía muchos amigos de otro salón, lo acusaban de traidor; o, al contrario, era bien visto y ganaba en estatus como alguien sociable y popular. A los dos amigos no les interesaba esto. Si no tenían amigos de otras clases era simplemente porque no les interesaba. No eran apáticos, pero sí que eran un poco relegados y tachados de raritos o gais porque no les interesaba el futbol. Cada vez que tenían una hora libre y podían armar una cáscara, ellos decidían no participar y se alejaban del grupo para poder discutir entre ellos.

    —¡Hola! —dijo ella, inclinando un poco la cabeza hacia la izquierda, dirigiéndose primero a Emilio, pero manteniendo después su mirada en el otro mientras su sonrisa parecía alargarse más y más, sin límite.

    —¿Hola?... —respondieron al unísono y algo extrañados, alargando la o y mirándose levemente de reojo antes de postrar sus ojos sobre la chica.

    —Me llamo Amina y soy de segundo C. ¿Ustedes cómo se llaman?

    La escena era demasiado extraña. Normalmente nadie se les acercaba con tanto interés, mucho menos una chica. Emilio no ocultaba su impresión y su amigo dejaba sentir más bien un disgusto, pues la voz chillona de la —hasta hace unos instantes— desconocida no ayudaba en el conjunto. Era evidente que no era una de las chicas populares de la escuela pues, de lo contrario, no estaría ahí. El amigo de Emilio la examinó y descubrió que Amina era una chica pequeña, algo obesa, morena, con los ojos cafés, y un cabello negro y ondulado. No obstante, y era lo que más le desagradó, portaba consigo un aire orgulloso que rayaba en lo vanidoso. No era para nada el tipo de niñas que le interesaba conocer, así que, mientras Amina lo miraba, él no pudo evitar sentir una fuerte repulsión y se alejó de ella, acercando su espalda al respaldo de la jardinera.

    —¿Quieren venir con nosotras? —dijo Amina, después de haber intercambiado los nombres—. Mi amiga Lizbeth está allá. —Continuó mientras señalaba a la otra chica que se ruborizaba a algunos metros de distancia y cuyo rostro, medio enmascarado por sus cabellos, se ocultaba por completo cuando algún chico pasaba corriendo por el patio y se interponía entre ellos.

    —Mmm, ¿para qué? —respondió Emilio.

    —Pues para platicar. Es más, ahora vuelvo.

    Diciendo eso, corrió hacia su amiga, intercambiaron algunas palabras, o más bien, Lizbeth recibió una metralla de ellas; luego volvieron juntas. Los amigos no tuvieron tiempo de decirse nada. Divisaron el movimiento de boomerang que produjo Amina, volviendo con Lizbeth prácticamente jaloneada.

    Una vez los cuatro juntos, Amina hizo las presentaciones. Emilio se mantenía impávido y altanero. Por otro lado, cuando los ojos de su amigo y los de Lizbeth se cruzaron por un segundo, mientras escuchaban sus nombres pronunciados por Amina, se miraron el tiempo suficiente para que ese instante se tatuara en la memoria de ambos.

    —Son de segundo B, ¿no? —dijo Amina, para llenar el silencio.

    —Sí —respondió Emilio—, y supongo que tú también estás en el C, ¿no, Lizbeth?

    —Sí…

    Su voz era cálida y estaba envuelta en un aura de timidez. Mantenía la mirada baja y solamente la levantaba en ocasiones para mirar al chico que le gustaba. Este, por su parte, se mantenía con los brazos cruzados, cazando aquellos orbes.

    —Bueno… ¿y qué hacen? —dijo Amina pocos segundos después.

    Emilio creyó que esta pregunta era la más estúpida que pudiera existir. Era evidente que algo ahí era extraño y que buscaban más bien un pretexto para hablar con ellos.

    —Estábamos comiendo, como puedes ver —dijo Emilio.

    Todos sintieron el desdén en su respuesta, pero a Amina no le importó. Estaba acostumbrada a ese tipo de desplantes; además, estaba ahí por su amiga. Deseaba verla feliz. Eso la haría sentirse mejor porque estaba segura de que Lizbeth terminaría por agradecerle ese gesto tan noble. Continuaron su diálogo artificial, donde Amina propuso encontrarse en el receso el día siguiente para comer juntos. Con un poco de malestar, Emilio terminó aceptando. Sin embargo, el otro amigo vio en eso una gran oportunidad. Se dijeron adiós; unos instantes después, la campana sonó marcando el final del receso. A pesar de ya haberse despedido, los cuatro caminaron juntos hacia sus aulas.

    Por primera vez, el amigo de Emilio tomó consciencia de que Lizbeth siempre había estado cerca. Ahora mismo, no dejaba de pensar en sus ojos y en el hecho fatídico de que solo un muro los separaba. Estaba ansioso porque terminaran las clases para poner en práctica su ya perfeccionada técnica de seducción silenciosa. Saldría lo más rápido posible, se compraría algo afuera y, con el pretexto de esperar a Emilio, buscaría a Lizbeth y a su mirada una vez más. Deseaba ansiosamente poder nadar en aquel mar, ahogarse y que Lizbeth llevara su cadáver en su mirar. Esperaba al menos decirle adiós de nuevo, tal vez tomarla de la mano y

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