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El futuro en sus ojos
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El futuro en sus ojos
Libro electrónico478 páginas7 horas

El futuro en sus ojos

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¿Hasta dónde pueden llegar el valor y el amor de una hermana?

Decisión. Valentía. Lealtad.

Núria vive presa en un entorno rural que oprime su alma aventurera. Un viajero que se dirige a la prometedora Barcelona de 1924 le abrirá la posibilidad de huir también en busca de sus propios sueños.

Clara es una joven granadina que, a finales de 1975, viajará a Barcelona en auxilio de sus tíos, huérfanos de descendencia. Pronto, olvidará sus reniegos iniciales y se rendirá a los encantos de la ciudad.

Mario es descarado pero comprometido: lucha junto a otros estudiantes por la reinstauración de la democracia. Durante las manifestaciones por la amnistía de 1976 vivirá un encuentro inesperado que le hará replantear sus prioridades.

Cuando Margarida intuye que su hermana, Núria, atraviesa dificultades, no duda en ir a su encuentro. Por primera vez se separará de su familia, dando inicio a un viaje de complicado retorno a la ciudad que las atrapará para siempre.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 nov 2018
ISBN9788417533908
El futuro en sus ojos
Autor

Sergio Sánchez-Quiu

Sergio Sánchez-Quiu (Barcelona, 1976) asistió en el año 2007 a uno de esos encuentros con excompañeros de Primaria y coincidió con la profesora que más le influyó. Ella trajo consigo algunas redacciones suyas de entonces y le recordó que sus compañeros las disfrutaban mucho. En esa época ya era licenciado en Sociología por la UAB y policía en prácticas. Durante los trayectos a su destino de aquel tiempo imaginó la historia de una familia que abandonaba su hogar, como tantas otras -también la suya hacía décadas, y muchísimas antes de la crisis económica-, en busca de un futuro mejor. Actualmente, está destinado en el Área de Mediación de la Policía catalana y espera que este inicio de aventura literaria tenga una pronta continuación.

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    El futuro en sus ojos - Sergio Sánchez-Quiu

    El futuro en sus ojos

    Primera edición: noviembre 2018

    ISBN: 9788417533410

    ISBN eBook: 9788417533908

    © del texto:

    Sergio Sánchez-Quiu

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A Sandra, mi mejor amiga y paciente esposa y a Mario, el hijo que nació de la escritura

    i

    En la provincia de Granada,

    a sábado 15 de mayo de 1976

    El intenso dolor que escaló por su columna vertebral provocó que se mordiese el labio y se llevase una mano al costado. Sabedora de que el primer impacto no había sido lo bastante violento, se mentalizó para aplicarse con mayor determinación. Apoyó las palmas en el suelo y, con mucho cuidado, recogió las piernas para ponerse en pie, evitando en la medida de lo posible cualquier movimiento que acrecentase el dolor, que parecía haberse adherido para siempre a sus riñones. No sin antes dudar un instante, volvió a situar su espalda bien pegada a la pared y flexionó un poco las piernas. Le temblaban. Se intentó animar pensando que lo había visto hacer antes y que no era tan complicado. La clave era dejarse caer de golpe, pero antes debía dar un saltito que le permitiese recoger las piernas a tiempo para recibir el impacto de pleno. Sabía que le iba a doler horrores y que el moratón lo tendría que disimular unas cuantas semanas, pero no tenía alternativa. Suspiró y cerró los ojos. Sin dar más tiempo al arrepentimiento, se dejó caer a plomo.

    Al golpear contra el suelo, no pudo reprimir el inicio de un grito que logró ahogar a tiempo con sus manos. Un par de lágrimas, alentadas por los espasmódicos sollozos que comenzaron a gobernar su voluntad, rodaron mejillas abajo.

    Tras superar la primera punzada, se recostó en el suelo mugriento sin poder dejar de llorar y resoplando como una parturienta. Se mantuvo unos segundos en la misma posición, hasta que sintió las piernas adormecidas. Intentó encogerlas, pero no pudo. Aterrorizada, se arrastró con mucho esfuerzo hasta la pared, cogió impulso apoyando el antebrazo y se sentó recostando la espalda. La nueva posición le provocó un aumento del dolor en los riñones, que fue recompensado por la aparición de un hormigueo que recorrió sus piernas, devolviéndoles la sensibilidad. Respiró profundo y gruñó. Después de unos segundos concentrada en la respiración, recuperó el control de su llanto. Cuando se sintió preparada, cogió aire y apretó los dientes, intentando abstraerse del horror que retorcía su espalda. Se levantó la falda hasta la cintura y esperó unos segundos.

    Nada. Ni una gota de sangre. Al sentir alivio, se sorprendió. En ese instante, decidió que no habría un tercer intento.

    En cuanto recuperó la respiración acompasada, probó a ponerse en pie clavando una rodilla en el suelo y apoyándose sobre la otra, pero un intenso dolor lumbar la obligó a rectificar y tuvo que conformarse con quedarse a gatas. En esas condiciones le sería imposible ir muy lejos, así que concluyó que lo mejor era meditar con tranquilidad los pasos a seguir.

    Cuando dejó atrás la penumbra de la caseta abandonada, lo hizo cojeando. Mientras esperaba a que sus ojos se acostumbrasen a la claridad, se limpió la humedad de las mejillas con el dorso de sus manos y se sacudió el polvo del vestido. Respiró profundo. Al alzar la mirada, tuvo la sensación de que el cielo exhibía un azul nuevo, muy intenso, y que las pocas nubes que se asomaban a tan vasta ventana eran divertidas formas de algodón inmersas en una curiosa carrera que nunca acabaría.

    Una repentina brisa se le acercó por la espalda, revolvió su larga melena negra y levantó la falda, provocando que ella se volviese. En ese instante, fue consciente de la lejanía del Cerro Rojo. Recordó que, de pequeña, siempre que se alejaba demasiado de él, su corazón se aceleraba. Todo comenzaba con un leve respingo. Si se envalentonaba a continuar, la molestia se transformaba en un dolor agudo, como un peso que iba presionando a su corazón, ahogándolo un poquito más con cada latido, con cada paso que daba en dirección contraria. En esas ocasiones, en el momento en que pensaba que estaba a punto de cortársele la respiración, daba media vuelta de regreso a casa, donde el gran Cerro Rojo la protegería. Desde donde se encontraba entonces, podía contemplarlo en todo su esplendor. El color rojizo de su tierra refulgía más que nunca, y el efecto óptico del fuerte calor, combinado con la lejanía, hacía que los hierbajos que se habían empeñado en enraizarse en él se moviesen en una danza parecida a la de una barca cuando baila con las olas en un día de marejadilla. Lo admiró en toda su presencia y sintió que se despedía.

    Un sentimiento agridulce de esperanza y temor invadió su ser. Se recogió la melena en una coleta y empezó a caminar deprisa, intentando deshacerse de él, pero tuvo que detenerse cuando sintió punzadas en la cadera. Pensó que, si se doblaba sobre sí misma e intentaba tocarse las puntas de los pies con los dedos de las manos, notaría alivio. Probó. Le palpitaba toda la zona de la espalda y el trasero, y pensó que no llegaría, pero tras un último esfuerzo, lo logró. Suspiró. Se puso derecha, apretó los dientes y empezó a caminar deprisa. De vez en cuando, gruñía de dolor; un dolor que intentaba ignorar concentrándose en el ritmo.

    Poco a poco el malestar fue remitiendo, como si al distraer a su cuerpo con otro objetivo, este olvidase por un momento el trauma reciente. Entonces se atrevió a ir más deprisa, casi al trote. Cada pocos metros, al dar una zancada, notaba algún pinchazo que le bajaba desde la espalda y se perdía en sus piernas, pero era una sensación soportable. Después de recorrer un buen trecho y salvar un par de tropezones, se recogió la falda, tal y como había hecho miles de veces cuando era niña. Entonces ya no había quien la parase; cada paso que daba era más enérgico que el anterior y notaba cómo su cuerpo se concentraba en la carrera. Atravesó a buen ritmo toda la ladera hasta que llegó al camino. Una vez en él, aceleró.

    Tras superar un pequeño repecho, pasó flechada sorteando a Ernesto el Topillo, que iba tirando de su buey, que arrastraba una carreta cargada de heno y que, del sobresalto, estuvo a punto de perder su eterna boina. Suerte que los reflejos de Ernesto seguían intactos pese a su avanzada edad y pudo agarrar la preciada gorra a tiempo, a la vez que soltaba su característico «¡yepa, chiquilla!», que ella oyó ya a lo lejos, sin poder reprimir una sonrisa.

    Enseguida llegó a la primera casa del pueblo, la de Miguel el Regaor, y se detuvo junto a ella, jadeante. El corazón le latía muy acelerado. Le daba la sensación de que protestaba por haberlo obligado a abandonar el letargo que lo tenía atrapado desde hacía unas semanas. La carrera también le había servido para liberarse de los restos de vacilación que todavía la lastraban. Un largo suspiro acabó de otorgarle la templanza que necesitaba. Sabía que había llegado el momento.

    Miguel estaba sentado en su silla favorita, frente a la puerta de su casa, encalada no hacía mucho. Dejó a un lado la navaja y el trozo de madera que estaba tallando y alargó la mano hasta su bolsita de tabaco. Mientras se liaba un cigarrillo, elevó la vista. Hacía un buen rato, no sabría decir exactamente cuánto porque no tenía reloj ni lo necesitaba, había visto alejarse a una muchacha muy parecida a la que acababa de aparecer corriendo, que podría ser la misma, pero que daba la sensación de haber mudado. Miguel sonrió. Intuía que iba a pasar algo bueno para la muchacha, algo que iba a cambiar su vida. Antes de encender el cigarrillo, le susurró un aliento de ánimo.

    Sin saber por qué, tras adentrarse unos metros en el pueblo, la muchacha se volvió. Su mirada se encontró con la de Miguel y sonrió. Después de darle una larga calada a uno de sus habituales pitillos, él le devolvió una de sus sonrisas arrugadas y quemadas por el sol. En ese momento, no sabría decir si fue su imaginación o realmente escuchó un susurro que le deseaba suerte. Se sintió agradecida porque intuía que la necesitaría.

    A la altura de la plaza de la fuente, cuando ya llevaba un rato callejeando por el pueblo, disimulando como podía el dolor mientras saludaba con naturalidad a sus vecinas, se encontró de cara con su mejor amiga. Le hizo un gesto con la mano para que no se detuviese, a la vez que le ofrecía una mueca que pretendía ser una sonrisa y negaba levemente con la cabeza. Sabía que ella no necesitaría más para entender que seguiría adelante. Al constatar que su amiga le devolvía la sonrisa a modo de aprobación, suspiró satisfecha.

    Ya quedaban pocos metros para llegar a su casa. Solo tenía que doblar la esquina y se toparía de cara con la puerta principal. Llegaba el momento más difícil, pero tenía a su favor la certeza de que iba a hacer lo correcto y de que el destino la guiaba de la mano. Nada más girar la esquina, se detuvo sorprendida al descubrir a su madre rodeada de un corrillo de mujeres. Antes de que nadie advirtiese su presencia, reculó sobre sus pasos. De nuevo a cubierto, apoyó la espalda en la pared y alzó la mirada hacia el cielo, el mismo que la había empujado a decidirse y que entonces se había quedado mudo. Maldijo su suerte.

    El grupo de mujeres se había reunido cuando el sol todavía no lo aconsejaba para discutir algún asunto que parecía importante. En el centro del corrillo, una mujer de pelo negro entrelazado con el blanco de unas pocas canas, ya madura, de mirada severa, no hacía más que intentar tranquilizar a las demás. Las demás, cuando ella hablaba, la escuchaban con interés y respeto. La mujer defendía su discurso cuando, en mitad de una frase, enmudeció y se quedó inmóvil, con la mirada perdida. Pasados unos segundos, se volvió lentamente hacia el lugar que le señalaba su intuición. No vio a nadie, solo la esquina de la calle, que ocultaba lo que se escondía más allá. Tras unos momentos de expectación, una de las vecinas la nombró, arrancándola de sus pensamientos y consiguiendo que se volviese hacia ellas. Su mente había regresado, pero no así su corazón, por lo que, argumentando una serie de excusas, consiguió la oportunidad para ausentarse de la tertulia con naturalidad. La mujer esperó pacientemente a que las demás se enzarzasen de nuevo en la discusión para dirigirse, resuelta, hacia el rincón que había llamado su atención.

    Tras la esquina, la muchacha seguía perdiendo la determinación que había logrado obtener en la ladera. Había cerrado los ojos, suplicándole al cielo que no la abandonase, al viento que le susurrase un nuevo aliento de ánimo y al Cerro Rojo que la protegiese. Respiró hondo, apretó bien fuerte los párpados y los abrió de golpe, dispuesta a reemprender su cometido. La verdad, no esperaba encontrársela plantada frente a ella, imponente como siempre, con la mirada serena pero interrogativa, a la espera. En ese momento, se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, ella no la intimidaba.

    —Madre, estoy embarazada.

    ii

    En la provincia de Lleida,

    a lunes 20 de septiembre de 1926

    Sentada al filo de la cama, se tanteó el cabello, horquilla en mano, en busca de uno de sus mechones dorados. Cuando lo aprisionó en el elaborado moño, se puso en pie, se alisó con manos temblorosas la falda y se acercó a la cómoda, cogió el pañuelo que dejó preparado antes de irse a dormir y se dirigió al viejo espejo de pie, relegado en una esquina de la habitación. Se ató el pañuelo en la cabeza con cierta dificultad y se repasó en el espejo. No le gustaba cómo le quedaba, así que se lo quitó bruscamente, lo dobló mal y se lo guardó en uno de los bolsillos de la falda. Sus manos seguían temblando.

    Margarida no había podido dormir nada, nerviosa por su partida, pero también angustiada por la última discusión que había tenido con Julià. Se acostaron muy tarde, hacía tan solo unas horas, pero dándose la espalda. Suspiró mientras sacudía la cabeza, intentando deshacerse de la congoja que sentía por una despedida tan fría, y entrelazó las manos con fuerza, como si inmovilizándolas fuese a desaparecer también su intranquilidad. Volvió a suspirar y echó un vistazo a la habitación que la había visto nacer hacía ya veinticuatro años. Casi nada había cambiado desde entonces. La misma desgastada cómoda de largos y pesados cajones, la que heredó de su madre junto a la cama en la que dormían y las mesitas que la flanqueaban, presidía la centralidad de la pared que quedaba a los pies del lecho. Alzó la mirada y recorrió las enormes vigas de madera que, a pesar de su sinuosa rectitud y el paso del tiempo, aguantaban inalterables la techumbre con el apoyo de las robustas paredes. Si cerrase los ojos, sería capaz de situar en el sitio correcto cada una de las piedras que formaban aquellos muros. Cuando su mirada llegó a la altura de la ventana, reparó en la novedad del exterior y se le aceleró el corazón. Abajo, en el claro yermo que se expandía frente a la fachada de la masía, dos sombras temblaban bajo la luz parpadeante del candil. El carretero ya había llegado y Julià había salido para recibirlo. Tragó saliva. Apresurada, agarró su toquilla y una manta que tenía preparada, bien doblada encima de la cama, y apagó el quinqué de la habitación. Avanzó por el pasillo en penumbra, casi de puntillas para no perturbar el descanso de sus hijos, y bajó las escaleras. La tenue luz que llegaba desde el recibidor la ayudó a no tropezar en los últimos escalones. Julià había dejado la puerta entornada al salir, y la cortinilla interior, que danzaba empujada por una leve brisa nocturna, dejaba pasar la claridad suficiente como para poder moverse sin tropezar con nada. Cuando ya estaba a punto de apartarla, sintió la presencia de alguien tras ella.

    —¡Pero madre! —exclamó al reconocer la figura que esperaba sentada junto a la chimenea—. ¿Qué hace ahí a oscuras? Debería estar durmiendo, mujer.

    —¡I ara! Tenía que despedirme como Dios manda.

    Mamá Cinta se puso en pie y le entregó un hatillo.

    —Toma. Es para el camino.

    —Gracias, madre.

    Margarida la acogió en un abrazo que le erizó la piel. Era la primera vez que se alejaba de ella.

    —Dame noticias en cuanto las tengas —le susurró de repente.

    La opresión que sentía en el pecho desde que había anochecido se trasladó entonces a su garganta. Al separarse, posó las manos sobre sus mejillas y forzó una sonrisa.

    —No se preocupe tanto, madre. Seguro que se ha olvidado de escribir. Ya sabe lo cabeza loca que es.

    Su madre le devolvió una sonrisa que enseguida se desdibujó en una mueca preocupada. La besó en la mejilla y la abrazó de nuevo. No soportaba verla tan compungida. Deseaba huir cuanto antes sin más rodeos, así que cogió la toquilla decidida y se la echó en los hombros.

    —Adiós, madre. —La besó en la frente—. Cuídese mucho.

    Cuando salió a la noche, los dos hombres se volvieron al unísono. Tras disculparse ante el carretero, Julià echó a andar hacia ella con paso resuelto. Al llegar a su altura, la sujetó de los hombros.

    —No te vayas.

    Lo inesperado de la petición la sorprendió un instante, pero enseguida se recompuso. Bajó la mirada y negó con la cabeza.

    —Ya lo hemos discutido, Julià —dijo serena mientras alzaba la mirada.

    Julià miró de reojo al carretero, que se entretenía revisando los ejes de su carreta, y bajó la voz.

    —Pero es un viaje muy duro y la ciudad puede ser peligrosa.

    —Pero es que ya lo hemos hablado —insistió cansada, en susurros también—. Núria me ayudará y me será más fácil encontrar trabajo. Ya escuchaste a Joan.

    Julià elevó la vista y la mantuvo unos segundos perdida en el infinito de la noche mientras negaba con leves movimientos de cabeza. Era el hombre más alto que conocía y, aunque ella no se consideraba bajita, tenía que estirar el cuello si quería mirarlo a los ojos; unos ojos tristes que entonces la rehuían.

    Al poco, Julià sacudió la cabeza. Un brillo nuevo había aparecido en su mirada.

    —¡Dejas aquí a tres criaturas!

    Margarida se separó de Julià con una brusquedad inesperada incluso para ella.

    —¿¡Crees que no lo sé!? —exclamó en susurros—. ¿Realmente crees que me voy por gusto? Te lo pido por favor, no sigas por ahí. ¡No me hagas sentir más culpable!

    Julià agachó la mirada, ladeó la cabeza y negó de nuevo, movido por lo que fuese que cruzase entonces su mente. Al fin, apretó los dientes y suspiró.

    —De acuerdo, de acuerdo. Está bien.

    Margarida lo miró de arriba abajo.

    —¡No, no! ¡Así no! ¡No está bien! ¿Crees que esta situación es fácil para mí?

    Él mantenía la cabeza gacha.

    —¡Por favor, dime que lo entiendes! —insistió levantándole la barbilla, forzándolo a que la mirase—. ¡Es de mi hermana de quien no tenemos noticias! Y estaremos de acuerdo en que el campo te necesita a ti más que a mí.

    Julià le sujetó la muñeca con firmeza. Durante unos segundos, Margarida creyó que su marido, que nunca le había levantado la mano, impondría su criterio a la fuerza. Cuando rectificó y cobijó su mano entre las suyas, respiró aliviada. Tenía lágrimas en los ojos. Nunca lo había visto llorar y se le encogió el corazón. En ese momento, sintió cómo la duda, que la había estado acosando desde que había tomado la decisión de viajar a Barcelona, rondaba su determinación. Jamás se habían separado y le estaba pidiendo comprensión para una ausencia indefinida.

    Justo cuando estaba a punto de rendirse, de dar marcha atrás y plantearse de nuevo qué era lo mejor para la familia, Julià la rodeó con sus brazos y la abrazó con fuerza. Ese gesto representaba el consentimiento que hubiese necesitado hacía unos minutos y que entonces, por unos instantes, sintió no desear. Suspiró. Casi sin darse cuenta, su orgullo camufló esa última indecisión y habló por ella.

    —Volveré enseguida si veo que allí no hay futuro para nuestra familia —prometió en un susurro.

    Ya era demasiado tarde para echarse atrás.

    Él asintió y elevó la mirada hacia la fachada de la masía. Su rostro dibujó una mueca de sorpresa y se apresuró a limpiarse las lágrimas con las mangas de la camisa. Margarida se giró. A pocos metros de la entrada principal, sus tres hijos los observaban. Anna, que acababa de cumplir seis años, llevaba cogidos de la mano a sus hermanos pequeños, Antoni y Andreu. Tras ellos, también salió a la noche mamá Cinta.

    —Pero ¿qué hacéis despiertos? —les preguntó Margarida, forzando una sonrisa mientras se acercaba a ellos—. ¡Venga, a dormir, bichillos!

    Al llegar a su altura, se agachó y rodeó a los tres con sus brazos.

    —Queremos despedirnos —dijo la mayor.

    —Pero si ya nos despedimos anoche, mi amor.

    Justo en ese momento, llegó desde el pueblo el sonido mortecino de cuatro campanadas.

    —¡Va txinalla! —exclamó mamá Cinta—. ¡A dormir!

    Margarida los estrujó en un segundo abrazo y besó sus cabecitas. Cerró los ojos intentando hacer eterno el momento, pero se obligó a soltarlos enseguida. Si no partía cuanto antes, quizá no podría.

    Al llegar a la carreta, el carretero le tendió la mano desde el pescante. Margarida obvió el ofrecimiento. Lanzó el hatillo y la manta al interior de la carreta, se recogió la falda, puso un pie en el estribo y se impulsó.

    —Soy Margarida —se presentó ella mientras se sentaba a su lado.

    Margarida notó cómo el hombre se la quedaba mirando un momento sin decir nada.

    —Sí, disculpe. —Reaccionó descubriéndose la gorra—. Yo… soy Matías. Encantado de conocerla.

    —Igualmente —le dijo cuando acabó de acomodarse. El carretero seguía observándola—. ¿Ocurre algo? ¿No tengo buena cara?

    El carretero parecía sorprendido por la pregunta.

    —No, no, no. Es que no la recordaba de la otra vez.

    —Es posible. No salí a despedirme. Cosas de hermanas.

    Julià, que acababa de cargar en la carreta el equipaje de Margarida, subió al estribo.

    —Cuídate mucho, querida. Por favor.

    —Lo haré. Cuida tú de los niños.

    —Descuida.

    Julià la besó en la frente, miró al carretero de aquella manera que hacen los hombres, como intercambiando lealtades y cediendo responsabilidades, y bajó de un salto. Acto seguido, le hizo una seña y el otro arreó las riendas.

    Margarida se había propuesto no mirar atrás para no ahondar en la sensación de tristeza que ya había destrozado parte de su coraza, pero tras recorrer unos metros y justo antes de llegar al cruce del camino que iba hacia el pueblo, se giró. Julià seguía plantado bajo la claridad del candil. Tenía cogido en brazos al pequeño Andreu. Anna se agarraba a su pantalón y Antoni abrazaba una de sus piernas. Tras ellos, en el quicio de la puerta, su querida madre observaba cómo se alejaba. Un escalofrío de emoción que recorrió su cuerpo amenazó con golpear su corazón, pero se lo sacudió a tiempo retirando la mirada. En ese momento, reparó en la manta. La alcanzó, la desdobló y se refugió en ella, buscando alivio a la congoja que sentía.

    Al cabo de un par de horas de iniciar el viaje, Margarida se irguió y se deshizo de la manta, posándola en su regazo. Al hacerlo, sintió que el carretero la miraba de reojo. Estaban sentados en el pescante uno junto al otro, pero el espacio entre ellos era lo suficientemente holgado como para poder girarse para hablar y no sentirse invadidos. Ella reparó en su pose seria, siempre atenta a un camino que, a pesar de ser secundario, no parecía que ofreciese gran dificultad, iluminado entonces por el manto claro que emanaba la luna llena.

    —Hace calor, ¿verdad? —preguntó el carretero sin girarse.

    —Sí —respondió desganada.

    —No es normal para esta época del año. Ya debería haber refrescado un poco, sobre todo por esta zona.

    —Sí, es cierto.

    El sol iba ganando terreno a la noche y la línea del horizonte comenzaba a iluminar tímidamente el cielo. Margarida se reacomodó, intentando relajarse. Por suerte, en aquella parte del trayecto, la planicie del terreno propiciaba que el traqueteo fuese más llevadero.

    —¿Se encuentra bien?

    A Margarida no le apetecía hablar de sus problemas familiares, contratiempos económicos o refriegas maritales. Y menos aún con un desconocido, así que no disimuló su malestar.

    —Sí. Perfectamente —respondió tajante.

    El silencio que siguió y el posterior carraspeo del carretero evidenciaron que este había entendido el mensaje.

    Margarida suspiró. Envuelta de nuevo en el vaivén de la carreta y el rítmico sonido de los cascos de las mulas, forzó a su mente a pensar en cosas agradables, como los campos de Can Balcells, el enorme roble que custodiaba la masía o en sus hijos. Pobrecillos. Solo era capaz de imaginarlos tristes frente a la masía mientras se alejaba, así que desistió. Abatida, se preguntó qué demonios hacía en aquella carreta, acompañada de un hombre al que no conocía de nada, camino de una tierra que era probable que no pudiese aportarles nada mejor que Can Balcells.

    La respuesta fácil siempre iba asociada a su hermana, de quien hacía algunas semanas que no tenían noticias. La loca de Núria. La mayoría de paisanos la conocían por sus famosas gamberradas, con las que «deleitó» a todo el pueblo cuando era una mocosa; pero muchos otros también por lo amable y considerada que se tornó una vez adulta. No habían sido una ni dos veces, sino cientos, las que había ayudado a sus vecinos, sobre todo leyendo y escribiendo cartas para ellos. Núria era, sin duda, una avanzada para su época. Desde que, bien pequeña, descubrió el arsenal de libros que el abuelo pertrechó en las descuidadas golfas, no había dejado de devorar conocimiento. Y es que Margarida no comprendía cómo podían llevar los veintitantos de forma tan diferente. Núria era atrevida y soñadora, mientras que ella se consideraba responsable y disciplinada. En cuanto al físico… Sí, eran dos gotas de agua; si no fuese por el color del pelo y la tonalidad de la piel, claro. La melena de Núria parecía dibujada con un pincel de petróleo, el mismo que perfiló la oscuridad azabache del cabello de su difunto padre. Nada que ver con sus ondas doradas, reflejo de las que había lucido su madre y que entonces se habían convertido en hilos de plata; regalo genético, al parecer, de un antepasado inglés, de quien también había heredado la misma piel blanquecina y los ojos azules, que sí compartían todas las mujeres de Can Balcells. Curiosa historia la del bisabuelo Jordi, George entonces. Según les había contado mamá Cinta, durante la Guerra de Independencia, los franceses lo apresaron en Cádiz, pero logró escapar en plena retirada napoleónica, justo antes de que sus captores cruzasen la frontera con Francia. Ya en libertad, se buscó la vida por tierras catalanas hasta caer en gracia a su tatarabuelo, que, falto de hijos varones, lo casó con una de sus hijas, introduciendo así sangre inglesa en la saga Balcells.

    —¿De qué se ríe?

    El carretero la arrancó de sus pensamientos. Al parecer, mientras recordaba las exageradas escenas que montaba Núria a cuenta de no parecer de noble cuna como ella, había sonreído inconscientemente.

    —De nada que sea muy gracioso, la verdad —contestó un tanto azorada al pensar que había bajado la guardia—. Pensaba en mi hermana y sus locuras.

    —¿La echa de menos?

    Margarida observó de nuevo al carretero. Continuaba dudando si era adecuado hablar de intimidades familiares con él, pero lo cierto era que hacía varias horas que viajaban juntos y, la verdad, él había respetado su silencio. Entonces recordó que Julià le había comentado que aquel hombre siempre había cumplido en los pequeños negocios que habían tratado. Ese detalle terminó por convencerla.

    —La verdad es que sí. —Al fin se decidió—. Es muy divertida, y eso hace que se note más su ausencia.

    —Es cierto, sí que es divertida. Recuerdo el viaje con ella.

    —Ah, ¿sí? —Se sorprendió. Había estado tan absorta pensando en sus problemas que no había caído en que el carretero podría contarle cosas de su hermana—. Explique, explique.

    —Bueno, qué le diría que usted no sepa. —Se encogió de hombros—. Estuvo muy risueña todo el viaje, hablando de todo y riendo de la mayoría. Parecía muy ilusionada.

    Margarida observó con disimulo a Matías mientras hablaba. Era un hombre de la edad aproximada de su marido, quizás más entrado en la treintena, algo más corpulento y seguro que más bajito, pero con buena presencia, afeitado y limpio. No es que le gustase juzgar a las personas por su apariencia, pero ¿qué duda cabía de que ayudaba a la hora de discernir cualidades y otorgar confianzas? Casi sin quererlo, se fijó en sus manos, poco curtidas, desde su punto de vista, para el trabajo que hacía y desprovistas de alianza.

    —La verdad es que lo estaba —apreció al fin—. Yo creo que hacía mucho tiempo que deseaba marcharse de Can Balcells. Se le había quedado pequeño. Siempre ha sido muy inquieta. ¿Sabe una cosa? Tiene la buhardilla llena de libros antiguos de lo más diversos: arte, astronomía, novela caballeresca…

    Matías arqueó las cejas y sonrió.

    —¡Ahora lo entiendo todo! Se veía muy ilustrada.

    Margarida sintió que la conversación la estaba animando.

    —Lo es, lo es —asintió—. Y claro, un viajero que apareció por Can Balcells hace unos años acabó de llenarle la cabeza de ilusiones.

    Una noche de finales de noviembre de hacía dos años, Margarida esperaba al final del camino de la masía la vuelta de Julià, que había asistido a una reunión en el pueblo que podría ser vital para la subsistencia familiar. Núria se había empeñado en acompañarla a pesar del frío. Las toquillas de invierno no impedían que sus cuerpos temblasen, y la molesta llovizna, preludio de lo que parecía que sería una inminente nevada, humedecía sus ropas. Margarida alzó el farolillo, que iluminó tembloroso la cara de su hermana.

    —Núria, vuelve a casa.

    —No. Yo me quedo contigo.

    —Pero ¡te vas a resfriar!

    Núria ahogó su réplica cuando advirtió que un carromato atravesaba las tinieblas vaporosas del final del camino. Las dos hermanas se miraron extrañadas.

    —¿A dónde irá a estas horas? —comentó Núria tras una neblina de vaho.

    El carromato se detuvo al llegar a su altura y Margarida arrimó el farolillo. En lo alto del pescante, se encontraron con la sonrisa forzada de un señor de mediana edad que se protegía la cabeza con un simple pañuelo de bolsillo.

    —Bu-buenas no-noches —acertó a pronunciar el hombre entre el repiqueteo de sus dientes—. Me-me llamo Jo-Joan Sanz.

    Cuando Margarida se acercó para devolver el saludo, advirtió que algo se movía en la zona de carga y dio un paso atrás. Núria, en cambio, se adelantó para curiosear.

    —¡Pero…! —exclamó.

    Al aproximar la luz, Margarida advirtió la sorpresa iluminada de tres niños varones que asomaban sus cabecitas debajo de una manta. Estaba a punto de dar a luz por tercera vez y no podía imaginar qué era lo que empujaba a aquel hombre a viajar bajo semejante inclemencia, tan entrado el otoño, cuando los días eran tan cortos y se avanzaba tan poco a poco. Lo observó desconfiada.

    —Se-señoras, ¿tendrían la bondad de indicar a este, su servidor, un lugar donde cobijarnos?

    El hombre tenía la mirada cansada, pero sus ojos brillaban con tanta intensidad que daba la impresión de que era ese ardor lo que lo mantenía en pie.

    —En-en el pueblo no he encontrado posada alguna ni-ni alma caritativa, y no podemos viajar.

    —¡Se pueden quedar en casa! —lo interrumpió Núria mientras acariciaba la cabeza de uno de los niños y sujetaba la mano de otro—. Está a un centenar de metros siguiendo…

    Antes de que pudiese finalizar la frase, Margarida la agarró del brazo, se disculpó ante el viajero y se la llevó aparte.

    —¡No lo conocemos de nada! —le recriminó en voz baja—. Julià no ha vuelto todavía.

    —¡Por favor, Marga! ¿Qué nos pueden hacer este hombrecillo y unos niños pequeños? ¿Dejarás que se marchen y se congelen en el camino?

    Margarida los observó de nuevo. Núria tenía razón. Las deshilachadas mantas que los resguardaban de la intemperie solo servirían para sacudirse la sensación de una molesta brisa de atardecer veraniego. Si no pasaban la noche a cubierto, se arriesgaban a perecer congelados.

    —Sabes perfectamente que papá los acogería sin dudar.

    Cuando Núria se empeñaba en algo, nada había que hacer.

    —¡Vale, vale! Haremos esto: vas a casa y se lo explicas a mamá. Que ella decida. Al fin y al cabo, la casa es suya. Mientras, yo esperaré aquí la respuesta. ¡Date prisa!

    —¡Ella estará de acuerdo conmigo! —exclamó Núria, que ya corría hacia la casa—. ¡Ya lo verás!

    Margarida sabía que así sería, pero era incapaz de reprimir la intranquilidad que sentía ante aquella aparición repentina. Y Julià que no llegaba.

    —De verdad que no-no le causaremos pro-problemas, señora.

    Margarida miró severa al viajero. No soportaba a los irresponsables, y aquel hombre lo estaba siendo, y mucho.

    —Eso espero —contestó con dureza, dando por finalizada la conversación.

    Tras unos momentos de silencio, Margarida se giró hacia los pequeños, que la miraron asustados mientras sus cuerpecitos temblaban bajo la manta. Sintió una punzada en el corazón. Se acercó un poco más y les sonrió. Distinguió al que debía de ser el mayor y le ofreció el farolillo.

    —Ten, cógelo. No es muy grande, pero algo de calor os dará. —El niño alargó una mano temblorosa—. Ten cuidado, que no se vuelque.

    En ese momento, advirtieron el sonido de las zancadas de Núria.

    —¡¡Sí!! —exclamó desde lejos, satisfecha.

    Margarida suspiró. Mientras Núria le indicaba a Joan Sanz que arrease las mulas en dirección a la masía y este se deshacía en agradecimientos, Margarida dio una última ojeada a la oscuridad que ocultaba el camino más allá de los lindes de Can Balcells. Todavía ni rastro de Julià. Preocupada, apresuró el paso hasta llegar a la altura del carromato.

    Cuando llegaron a la masía, mamá Cinta ya tenía la perola grande calentándose en la lumbre. Margarida se fijó en cómo su madre observaba la cara hambrienta de los pequeños y corría a añadir más agua al caldo de gallina que había preparado durante la tarde. Después se acercó a ellos, los abrazó uno a uno y les ofreció asiento a la vera de la lumbre. Anna, que apenas tenía cuatro años, repartía las cucharas sobre la mesa ayudada por el pequeño, Antoni, que se esforzaba por seguir el ritmo de su hermana.

    —¡Muy bien, Toni! Tú también, Anna. —Les sonrió y los besó en la mejilla.

    Tras comprobar con un último vistazo que todos los pequeños estaban atendidos, Margarida se acercó a la despensa y se hizo con unas cuantas mantas con la idea de improvisar un lecho en la misma sala. Aquella era la zona más grande de la masía, donde pasaban más tiempo, aparte de en los campos y con los animales. Allí cocinaban fuego a tierra, comían en la gran mesa de madera que hizo el abuelo y se sentaban a charlar cada noche en los butacones que fabricó su padre. También era la más cálida y confortable, lugar ideal donde acomodar a las visitas imprevistas.

    De vez en cuando, mientras trajinaba con las mantas, Margarida curioseaba el exterior a través de la ventana que daba al camino, esperando ver aparecer la espigada figura de su marido bajo la poca luz que ofrecía el candil de la fachada. Tampoco perdía detalle de los movimientos de Joan Sanz, al que Núria había acompañado al cobertizo, que lindaba pared con pared con la estancia principal, y del que solo los separaba una puerta de doble hoja que se había preocupado por mantener abierta atrancando una silla. Desde allí le llegaban restos de la conversación que mantenían, muy divertida, al parecer.

    No tardaron en unirse a ellos, risueños. Lo primero que hizo Joan Sanz fue dirigirse a mamá Cinta para agradecerle su hospitalidad. Acto seguido, acarició la cabeza de sus hijos mientras les sonreía. Los pequeños parecían contentos.

    —¿En qué puedo ayudar? —se ofreció Joan Sanz.

    —No se preocupe por nada —dijo mamá Cinta—. Quédese junto a sus hijos mientras acabamos de preparar la cena.

    —No sé cómo agradecer…

    —¡Déjese ya de tanto agradecimiento! Es lo mínimo que podíamos hacer por usted y sus pequeños. ¿No es cierto, Marga?

    Margarida seguía enfrascada preparando el lecho, sacudiendo entonces con fuerza los cojines que harían funciones de almohada. Colocó uno, se irguió y se llevó una mano a los riñones y la otra a su maduro vientre. Núria quiso acercarse para ayudarla, pero ella extendió su mano, indicándole desde la distancia que no la necesitaba.

    —¡Margarida, hija! —insistió mamá Cinta.

    —Sí, madre, sí. Lo mínimo —contestó hastiada. Dudó un momento, pero al final no pudo aguantarse más—. Aunque me pregunto qué lleva a este hombre a poner en peligro a sus… ¿hijos? Debemos suponer que son hijos suyos.

    —¡Nena! —la reprendió su madre.

    Margarida agachó la mirada y, sin añadir nada más, continuó adecuando el otro cojín.

    —Disculpe a mi hermana —intervino Núria, que se sentó junto a Joan—. Está un poco preocupada, solo es eso.

    —No tengo que disculparla por nada. En parte tiene razón. Ha sido una locura iniciar el viaje con este tiempo.

    —¿De dónde vienen? —preguntó Núria.

    Joan Sanz era de un pueblecito de la franja, de la zona de Huesca. Según contó, hacía ya unos años que muchos de sus paisanos emigraban, sobre todo a Barcelona. Primero solían partir las mujeres. La razón era que la burguesía barcelonesa necesitaba emplear cada vez a más personas en el servicio de sus casas y pisos del Ensanche y de la nueva zona que entonces se abría hacia el monte Tibidabo. La gran mayoría eran campesinas de Cataluña, de Aragón e incluso de Valencia y Murcia. Con el tiempo, si las recién llegadas mantenían su trabajo, era habitual que acabasen reuniendo al resto de su familia con ellas.

    —Ahora va a

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