Razones Para Cris
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Pero en forma inesperada llega a sus manos un libro que su madre le escribi. en el que le habla de su vida y de sus sentimientos, ensendole a ver que todo lo que sucede esconde una razn.
Comenzar entonces de la mano de las palabras de su madre a buscar sus propias razones. Las razones para Cris.
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Razones Para Cris - Daniela Sanguinetti
Contents
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capitulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Epílogo
Sólo el tiempo y mi vivir como madre pudo hacerme conocer el orgullo inmenso de ser tu hija.
¡Gracias Mamá!
Para Graciela, mi mamá.
Nuestro encuentro también esconde una razón
Mi agradecimiento especial a Marisol Manzano
CAPÍTULO I
Una pared gris, una habitación sin forma, una ventana sin luz, un cuerpo sin alma…
La noche negra había caído ya, el silencio le punzaba los oídos, las sombras pintaban sus ojos de un blanco y negro infinito. Estaba solo, desesperadamente solo y sabía que, si no rompía esa sensación que le provocaba pánico, volvería a caer. Estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano, era consciente de que estaba flaqueando y que, si no escapaba en los próximos segundos, volvería a caer. Lo haría de nuevo. Lo odiaba, pero lo necesitaba terriblemente. Su cuerpo temblaba, sudaba, se contoneaba pálido y lánguido sobre la silla, necesitaba un respiro.
Se levantó bruscamente y la silla cayó a sus pies, amortiguada por una pila de ropa que colgaba del respaldo. El orden y el aseo personal ya no revestían ninguna importancia, simplemente había dejado de hacerlo. Ni siquiera recordaba cuantos días hacía que no se metía en la ducha y dejaba que el agua caliente recorriera su cuerpo, no tenía las fuerzas para hacerlo, y realmente lo que menos le importaba por estos últimos tiempos era su aspecto. En realidad estaba despreocupado de sí mismo.
Todo su interés, toda su pasión por la vida se le estaba escurriendo entre los dedos, todo lo que le quedaba se había ido con ella.
Cristhian Acers tenía apenas veinte años y había pasado los últimos tres años de su vida entre médicos y hospitales, durmiendo en una silla dura e incómoda, sosteniéndole la mano en la sala de cuidados intensivos, entre cables, medicamentos y el ronquido seco que provocaba el respirador. Ese sonido le erizaba la piel, aún hoy lo escuchaba entre sueños, las contadas veces en las que apenas lograba dormir unas cuantas horas.
Los últimos meses, los más duros, habían transcurrido en su casa, junto a ella, cuidándola como siempre. Había presentado una leve mejoría y cuando fue capaz de respirar, con gran dificultad, pero por sus propios medios, lo primero que hizo fue pedirle que la llevara a casa, que quería pasar sus últimos días en el calor de su hogar.
Ya casi no se movía, estaba demasiado débil para mantener erguida alguna parte de su cuerpo, había perdido la mitad de su peso normal, sólo ingería sorbos de agua con toneladas de medicamentos, en su mayoría calmantes para sus agónicos dolores, estaba muy pálida, con enormes ojeras violáceas alrededor de sus ojos. A pesar de su terrible aspecto él todo el tiempo le acariciaba dulcemente la cara y le decía suavemente que nada, no importaba cuán mal se sintiese o lo mal que ella se viese, nada lograba opacar la luz que emanaban sus ojos. Y realmente así lo creía, estaba convencido de que los ojos de su madre reflejaban una luz infinita.
Quizás fuera por eso que hoy se sentía en la más absoluta oscuridad. Mañana se cumpliría un mes de su muerte. ¡La extrañaba tanto! Todavía sentía su aroma en la casa y en la almohada que usó hasta su último día, la misma que Cristhian abrazaba con fuerza, empapándola con su llanto desconsolado.
Ya no le quedaba nada. Su madre había sido todo para él. No había nadie más. Ella había sabido ocupar perfectamente todos los espacios vacíos. Vivió siempre con él y para él. Y por él había aguantado tanto. Los médicos le habían diagnosticado un cáncer avanzado y terminal. Seis meses había sido la expectativa de vida máxima que le habían dado, ella luchó cinco años. Cristhian tenía apenas quince años cuando se lo diagnosticaron, aguantó lo suficiente para ver a su hijo hacerse hombre.
Él, sin embargo, se sentía como un niño abandonado e indefenso, estaba abrumado, no soportaba el dolor de su partida, ansiaba un minuto de paz, de silencio mental. Ya no podía llorar más, el cuerpo le dolía terriblemente, estaba rígido, entumecido y sentía que el aire que respiraba no alcanzaba, se ahogaba. Sabía lo que necesitaba, lo que le daría esa paz que buscaba, y no estaba tan lejos. Y pensar en su cercanía lo empujo aún más.
Estaba ahí, a unos cuantos pasos, giró su cabeza hacia la ventana buscando escapar. Un sudor frió le recorrió la espalda. Miraba hacia la calle intentando poner en blanco su mente. Fijó la vista en la sombra que se movía a unos metros de la entrada, al costado del cesto de basura. Veía cómo se movía lenta, desconfiada, contoneando sus formas casi delicadamente, tomándose todo el tiempo del mundo para hacer el más mínimo avance. Descendió un poco y saltó con una agilidad inigualable. Pensó entonces que se sentía tan hambriento como aquel gato que ahora desenmarañaba una pila de basura. Y, si bien sabía que era sólo basura, también sabía que se sentiría saciado y calmado. Sus ojos se entrecerraron poniéndose en blanco.
-Yo también necesito esa basura… -susurró casi jadeando, como para no romper el silencio fatal que lo envolvía.
-¡Se lo prometí… se lo prometí…! ¡Dios, se lo prometí! -repetía moviendo la cabeza y con los brazos cruzados en su pecho, como si intentara abrazarse, balanceándose levemente hacia atrás y hacia adelante.
-Pero lo necesito, duele demasiado y tú no estás aquí -sus ojos se perdían en el vacío de su inmensa soledad…
Caminó tambaleándose y se detuvo ante el armario, apoyó despacio sus manos sobre una de las puertas, separó sus dedos como esperando sentir el calor de otras manos que se entrelazaran desde dentro con las suyas. Dejó caer su cabeza entre el espacio que delimitaban sus manos y su frente sonó contra la puerta. Y como castigándose por lo que pensaba comenzó a golpear su cabeza contra el armario una y otra vez, primero suavemente y después con más fuerza. Junto con la intensidad de los golpes crecía también la desesperación que devoraba sus entrañas.
Abrió la puerta de un tirón. Aunque se esperase lo contrario, los estantes aún estaban ordenados, todavía quedaba algún vestigio de lo que él había sido antes. Las prendas prolijamente dobladas, separadas por color, su ropa íntima en los cajones y la formal perfectamente colgada. Su madre constantemente le decía que uno no sabía en qué momento necesitaría causar una buena impresión, que había que estar preparado.
Pero hoy no necesitaba impresionar a nadie y, como tratando de desprenderse de sus recuerdos, comenzó a tirar la ropa al piso. Revolvía los cajones, desbarataba los estantes, las prendas caían deshaciendo la última pista del joven ejemplar que alguna vez fue. Y, entonces, apareció ante sus ojos y un nudo en el estómago apretó con fuerza sus entrañas. Ahí estaba, esperando, aguardando paciente el momento, ofreciendo rescatarlo del dolor, prometiendo un respiro, envuelta en el brillo de un papel que la engalanaba y transformaba en atractivo lo ruin de su existencia.
Cristhian titubeó unos instantes. Su respiración se agitaba conforme crecían sus ganas, sus manos sudaban ante los nervios de tomarla entre los dedos. Su cuerpo se debilitaba, no tardaría en caer rendido a sus pies, quebrantando promesas, olvidando todo lo que él ya sabía, conciente de lo vano de una salvación tan efímera, dejándose convencer, ignorando a su conciencia, dispuesto a recibir lo que sabía que ella no le podía dar. Tomó el pequeño cuadradito de papel metalizado prolijamente doblado, lo miró detenidamente. Sintió correr por sus venas el voraz deseo de tenerla, de sentirla, de dejarse convencer, de permitirse caer una vez más, de no sentirse responsable, de no querer sentir nada en realidad.
Caminó hacia el cuarto de baño, encendió la luz, fue hacia el lavabo. Apoyó despacio aquel papel que sostenía entre sus manos temblorosas, sobre la pequeña mesada de mármol blanco. Todo estaba limpio: unos frascos de perfume a los costados, su pequeño set para afeitarse, cosa que realmente hacía muy de vez en cuando (su cara aún era tersa y sin sombras grises, su tez era clara y nada la opacaba, exceptuando la inmensa tristeza que lo desbordaba).
Comenzó suavemente, a desdoblar el papel brillante, y no tardó en aparecer ante sus ojos aquel polvo blanco que en instantes inundaría su razón. Levantó la vista y se miró en el espejo, repasó su aspecto sin detenerse en nada, salvo en sus ojos enrojecidos por el llanto, hinchados, tristes, oscuros a pesar de lo azul de sus pupilas, y se sonrió de lado. Dejó salir de sus labios un pequeño suspiro, pasó su mano por su pelo tratando de acomodar lo desprolijo de sus cabellos rubios. Volvió la vista hacia aquel demonio blanco que se desnudaba ante sus ojos ofreciéndose, para ser devorado de una sola inhalación.
Sin embargo, cuando ya estaba casi convencido de hacerlo, Cristhian empujó el papel al lavabo y, manteniendo la mirada en el polvo que se esparcía seduciéndolo aún, abrió el grifo y dejó que el agua arrastrara la tentación junto con el gramo de cocaína que se escurría por el desagüe.
-¡Sigues haciéndolo! -Cristhian meneaba la cabeza y dejaba asomar una pequeña sonrisa- Sigues aquí, rondándome con tus miradas, obligándome a hacer lo correcto aun sin decir nada…
Crishtian salió del baño y se dirigió