Jack y Rebecca
Por DEMETRIO VERBARO
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Jack es un chico de Roma, Rebeca, de New York.
El destino los encontrarà, su amor surgirà en el mismo instante en que sus ojos se encuentren.
Tienen un pasado difìcil a sus espaldas, su amor serà puesto a pruebas enormes. ¡Lograràn superarlas y estar juntos o serà màs fuerte el fardo de su pasado?
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Jack y Rebecca - DEMETRIO VERBARO
Demetrio Verbaro
JACK Y REBECCA
Esta novela es una obra de fantasía. Cualquier referencia a lugares, objetos y personas es meramente casual.
Todos los derechos reservados.
PRÓLOGO
(EL PRIMER ENCUENTRO)
EL VIAJE DE REBECCA
ESTRELLAS FUGACES rayaron con fuego la noche, lacerando el cielo como puñales que goteaban sangre caliente. La luna comenzó a lamentarse del mal ejemplo de esas sus rebeldes hijas, pero ellas continuaron rasguñando la noche, sin tener cuidado de los regaños. Como revolucionarios cazando los valores, como adolescentes a merced de la excitación de las hormonas, hicieron reinar el caos y el desorden. La noche comenzó a bullir de vida y de valor, y de pasión, y de color, y de luz. El firmamento entero ardía como vórtice de fuegos artificiales. Entre todos ellos, la luna que, pálida de vergüenza, brilló siempre más vagamente en la oscuridad, escondiéndose detrás de cada nube que contuviera su perfil redondo, hasta desaparecer por completo.
Eran los últimos días de octubre del 2019, el otoño había ya extendido sus caducas raíces sobre la ciudad de Blackwater en el estado de Arizona.
Rebecca nunca había asistido a un espectáculo similar en este periodo del año, el cielo le pareció un cuadro de Kandinsky. Lo interpretó como una señal negativa. Tuvo la tentación de volver atrás, sus manos sobre el volante apenas habían comenzado a hacer inversión, luego la chica se levantó la manga de la sudadera negra y miró lo que se había escrito con una pluma azul en el ante-brazo:
LIBRE DEL PASADO
.
Sabía que sentiría la irresistible tentación de volver atrás, le sucedía siempre que superaba aquella precisa curva de la noche. Aquella curva era el confín de Blackwater, más allá de ella, nunca había ido. Si intentaba superarla era tomada por violentos ataques de pánico. La garganta se volvía un nudo, la lengua se secaba como si estuviese en el desierto, los bronquios se cerraban de pronto, pesados como ladrillos, y respirar se volvía malditamente difícil.
Los doctores le habían dicho que no era real, era solo una sensación, una fuerte ansiedad, que bastaba con controlar la mente y estar calmada. Después de un tiempo llegaron a abandonarla, a no tomarla en consideración y a tratarla como una enferma imaginaria. Todos, salvo Paul y Richard; había sido afortunada de encontrar dos médicos especiales como ellos, pero, para el resto de los demás imbéciles metidos en bata blanca, no tenía estima alguna. Ellos no sabían qué significaba sofocarse. Ella, en cambio, lo sabía bien. Lo había experimentado en primera persona muchos años atrás.
Sacudió la cabeza y se rehusó a pensar más en lo que le había sucedido cuando solo era una niña de seis años, y se concentró en esas tres palabras que se había escrito aquella mañana: LIBRE DEL PASADO
. Para dar todavía más fuerza a la frase había tomado las tijeritas que usaba para la manicura y con la punta había grabado los contornos de esas letras. Había observado la sangre colorear su piel blanca y resbalar sobre el suelo como gotas de una pequeña cascada.
Las manos volvieron a tomar el volante en línea recta y el auto prosiguió su marcha.
Su respiración se hizo aún más corto, la cabeza comenzó a girarle y el latido de su corazón aumentó. Eran sensaciones que ya conocía bien, sus fieles compañeras de toda la vida, amigas enemigas, confidentes y némesis de toda una vida, tanto que, en ocasiones, estaba convencida de que, si un día se separaran definitivamente, le faltaran; un síndrome de Estocolmo contra aquellos miedos que le habían arruinado la existencia.
Puso la mano en el bolsillo del saco y sintió el inhalador de Ventolin, lo aferró e intentó llevárselo a la boca, pero se detuvo de pronto. Abrió la ventanilla, un viento frío envistió su rostro con maldad. Apretó aquel concentrado de cortisona con un gesto decidido lo arrojó lo más lejos posible, haciéndolo rodar desde la colina.
No salía nunca sin el Ventolin, en casa tenía uno en el cajón de las medicinas y, por seguridad, tenía uno en cada bolsa. Lo usaba solo en casos de emergencia, cuando el ataque de pánico le cerraba los pulmones y parecía que el aire debía pasar por un agujero grande como el ojo de una aguja. Bastaba inhalar dos aspersiones de ese salvavidas e inmediatamente se sentía mejor. Por primera vez, en muchos años, estaba sin el Ventolín. No se había sentido tan feliz como en aquel momento, una verdadera oleada de éxtasis la invadió.
Libre del pasado, pensó, buscando hacerse fuerte y retomar el control de sí. Al menos por esta noche estaré libre del pasado, se repitió tiñendo de voluntad el mismo concepto y, finalmente, exhausta, se dijo: volveré atrás solo cuando todo haya terminado, el único modo para volver atrás antes de tiempo sería dentro de un ataúd.
Buscó estar en su propia parte de la carretera, pero no fue fácil, sentía la cabeza ligera como una nube y el sentido del equilibrio comenzaba a disminuir. Encendió el lector de cd de la radio poniendo a sonar el track número tres. Las notas de Evanescence resonaban a todo volumen, las palabras gritadas de Amy Lee le penetraron la mente.
Oscureciendo y mezclando la verdad y las oscuridades, así no sé qué es verdad y qué no, confundiendo siempre mis pensamientos, así no puedo tener confianza todavía en mí misma, estoy muriendo todavía
.
Aquellas palabras, aquella música, la cargaron de la fuerza necesaria para proseguir. Presionó el acelerador tanto que hizo rozar a su viejo Jeep® Renegade las 110 millas por hora. Bajó la ventanilla y gritó a todo pulmón, apretando enérgicamente el claxon, festejando la nada que para ella era todo.
Conducía desde hacía un par de horas, alternando fases de alegría extrema y momentos de miedo, como cuando no veía los faros de otras máquinas o las luces de las ventanas en las casas. Había alargado el recorrido, pero al menos no había afrontado la autopista, era demasiado para ella y, en el fondo, cualquier concesión a sus miedos debía hacerse. No podía afrontarlos todos a manos desnudas. Si se hubiese sentido mal en la autopista no se habría podido detener, dado que estaba rodeada de barreras de protección, mientras que en estos caminitos de campo podía detenerse en cualquier momento, esperar a recuperarse y luego, volver a partir.
Cuando vio la señal de neón del Sunset Inn parpadeando a lo lejos un pensamiento le pasó por la cabeza: ¡detente! ¡Descansa! Antes de partir se había vuelto a prometer conducir por toda la noche, pero estaba muy cansada y sentía los párpados pesados. Decidió escuchar a la prudencia, encendió la direccional y se estacionó.
Las habitaciones del motel estaban colocadas en dos pisos y daban hacia una gran piscina con asientos para sol que estaban casi sobre el agua.
Rebecca caminaba a pasos titubeantes. Abrió la puerta de vidrio y miró a su alrededor, pero a la entrada no vio un alma viva. Notó un diván tapizado en color marrón muy arrugado y con quemaduras de cigarrillos por doquier, de inmediato deseó irse.
—¿Hay alguien? —llamó con voz dudosa. Esperó respuesta por unos segundos y esta no llegó, luego se dirigió a la barra de la recepción y con la palma de la mano tocó tres veces una campanilla oxidada. De una puerta de madera salió un hombre alto con una barba rala y una expresión de fastidio—. Buenas noches, —lo saludó la chica, tratando de mostrarse lo más gentil posible—, me daría una habitación.
El hombre no intercambió el saludo, aguzó los oscuros ojos y con voz plana exclamó:
—Una noche cuesta treinta dólares, una semana cuesta ciento diez.
—Una noche, gracias.
—Me da su identificación y así procedo al registro. —Rebecca le lanzó todavía una sonrisa mientras le daba la cartilla de identidad, pero como réplica obtuvo solo una mueca de disgusto de su larga boca. Mientras el hombre escribía, le soltó sin mirarla, un sermón aprendido de memoria—. Los horarios de la piscina son de ocho a medio día, la merienda se sirve a las... —Rebecca dejó de escucharlo y se concentró en su rostro: era abultado, tenía pequeños hoyos en las mejillas debido a un acné mal curado y descuidado afeitado. Sintió tanto disgusto que llegó a marearse—. ¿Ha comprendido? —le gritó el hombre, impaciente. La chica asintió—. Bien, esta es su habitación.
Ella estiró la mano para tomar la llave, pero el hombre la dejó caer en la barra. Le vinieron a la mente todas las veces que la cajera del supermercado bajo su casa le hacía este gesto cuando debía darle las monedas de cambio de su compra. Nunca le había dado las monedas en la palma de la mano, a pesar de que siempre se la estiró. Era una mujer baja y muy maquillada, los cabellos rizados y oscuros, ocupada siempre masticando ruidosamente una goma de mascar. La imagen de la cajera, unida a este hombre le provocó una risa.
Se excusó, pero él no la había notado siquiera, ya estaba de espaldas volviendo a su habitación.
Rebecca se estiró para seguirlo con la mirada. Lo vio mientras se sentaba pesadamente en un sillón de lana, mientras comía papitas fritas y miraba algo que parecía un reality show. Aguzó su oído para escuchar cuál era, pero el hombre, sin levantarse, con un gesto de enfado de la mano, cerró la puerta.
A pasos lentos y cansados, Rebecca se dirigió hacia la habitación número 4, en el primer piso. Mientras que pasaba por las otras habitaciones notó que todas las cortinas de las ventanas estaban cerradas, pero que, a pesar de la hora, las luces todavía no se encendían.
Insertó la llave en la chapa, pero debió apretar con fuerza para lograr abrir. Fue acogida por una alfombra verdosa que se tragaba el suelo y por un papel tapiz amarillento que daba al ambiente una atmósfera sombría.
Encendió el televisor y estuvo cambiando un poco los canales, pasando de un anuncio de colchones a un film western, de algo parecido a un programa de concursos a una película en blanco y negro del Mago de Oz
con Lucy Garland. Ya iba a la mitad, Dorothy y sus amigos estaban por afrontar a la bruja.
Rebecca elevó el volumen y la vio hasta el final, conmoviéndose cuando la chiquilla logró volver a casa.
Tomó un baño para intentar dormir, pero del grifo no salía agua caliente. Por un momento pensó en ir a quejarse, sin embargo, cambió rápidamente de idea y sin siquiera lavarse, se acurrucó exhausta, durmiéndose de inmediato.
A la mañana siguiente, la despertaron unos gritos procedentes de la habitación de arriba. Se preocupó, pero después de darse cuenta de que eran gritos de placer se calmó.
Se sentía bien, a menudo le pasaba por la mañana. Era un día nuevo, un nuevo comienzo, tal vez hoy no tendría miedo de vivir. Siempre lo esperaba, todas las mañanas; no importaba que fallara siempre, pensaba que cada mañana era el día justo para cambiar, que le ocurriera cualquier cosa, algún nudo gordiano, un punto de inflexión que orientó su vida hacia la normalidad.
Volvió a conducir sin encender la radio del auto, quería escuchar solo los sonidos que venían del exterior. Solo se detuvo dos veces, la primera para en llenar el tanque y desayunar en una cafetería y la segunda para el almuerzo en un restaurante. Había ordenado pez espada y una rebanada de tarta de chocolate. Gastaba el dinero con facilidad: era su día, su viaje y quería darse toda la atención posible.
Los rascacielos de Houston se vislumbraban en la distancia. La primera impresión que tuvo al entrar a la ciudad texana fue de inmensidad. Si hubiera sido de noche seguramente se habría desmayado de pánico, pero la luz del día la ayudaba a transitar por las calles sin andar en crisis.
Antes de marcharse había pensado en hacer una visita al Centro Espacial o al Museo de las Mariposas, pero mientras transitaba por Webster Street se dio cuenta de que era mejor no andarse por las ramas e ir de inmediato y directamente al objetivo, por lo que se dirigió al centro de la ciudad.
Después de aproximadamente una hora llegó al Centro Toyota, la planta donde jugar el equipo de la NBA de los Houston Rockets. La imagen de James Harden sosteniendo una pelota de baloncesto destacaba en un gran cartel.
Pero esta noche no habría partido de baloncesto esa noche los artistas de la compañía teatral actuarían Shakesperian's Sons y había reservado un boleto en primera fila desde hace doce meses.
Esperó en su auto a que se abrieran las puertas y fue la primera en entrar. Poco a poco, como un efecto de cámara rápida, todos los asientos se llenaron. A su derecha estaba sentada una anciana con el rostro lleno de maquillaje revuelto, a su izquierda un hombre de mediana edad con un traje elegante y movimientos refinados.
Se apagaron las luces, comenzó el espectáculo.
EL VIAJE DE JACK
LOS COLORES DEL ALBA invadieron el Centro, recorrieron Louisiana Street y finalmente entraron en la habitación número 14 del vigésimo séptimo piso del Hyatt Regency, uno de los hoteles más modernos de Houston.
Jack se frotó los párpados, se levantó de la cama y se acercó a la gran ventana. La ciudad apareció ante sus ojos como un gigante dormido. El sol se reflejaba en las ventanas de los rascacielos, edificios, negocios, rebotando en miles de reflejos dorados atravesando todo Houston como una alarma láser antirrobo.
El sol también se reflejaba en su cabello castaño y en