Duplo
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Una historia de obsesión, tan "simple" como entenderse a uno mismo, y con un desenlace revelador; el mayor problema de esta sociedad …
Un hombre atormentado se dispone a desvelar los motivos que le han llevado a matar a su hermano, quien le impedía aceptarse tal como es. Su distorsionada concepción de la realidad nos hará comprender cómo de trascendente puede ser un suceso terrible, cuando nuestro objetivo es ser libres.
Margarita Alvarez Alvarez
Dicen que nació en Oviedo en aquella época en la que el hombre llegó a la Luna. Vivió una infancia complicada, pues no pudo disfrutar de sus padres tanto como hubiera querido, aunque gracias a sus queridos gatos y a un reducido círculo de su familia, supo sobrellevarlo. Fue copiloto de rallyes sin gustarle nunca conducir. Trabajó de modelo hasta que conoció los límites de la irrealidad, y entonces decidió irse a Marte. Estudió administración de empresas sin vocación, trabajó unos años como contable, hasta que comprendió que uno debería dedicarse a lo que le apasiona. Conoció al chico de su vida, cuya felicidad impulsó su creatividad; entonces se dedicó a la pintura y expuso sus cuadros sin gustarle venderlos. Fue orgullosa mamá de sus dos hijos, junto a un marido al que ya conocía bastante. Y al fin, escribió un libro que guardó durante años en un cajón. Un mal día escuchó una gran verdad y, tras una discusión muy pasional, decidió dejarse llevar haciendo lo que realmente le gustaba. Sin miedo, ella misma.
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Duplo - Margarita Alvarez Alvarez
ÍNDICE
INTRO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
LA AUTORA
INTRO
Hace apenas unas horas que cumplí 65 años y he de confesar que me siento bien, quizá mejor de lo que me haya sentido jamás; después de tantos lustros sobre mi espalda, de tanto espacio recorrido, de tantos sinsabores, he roto definitivamente mis cadenas...soy libre y...feliz.
Un camino duro, una senda tortuosa que casi acaba con mi vida y con todo aquello, poco o mucho, según se mire, que conseguí en este viaje.
Apenas ha transcurrido un mes y, sin embargo, siento en lo más profundo de mi ser como si él jamás hubiera existido, como si aquel ser nunca hubiera formado parte de mi vida, condicionando mis actos, incluso mis pensamientos más profundos; la decisión de acabar con la vida de mi hermano no fue un arrebato, no apelo a lo que los expertos llaman enajenación mental transitoria, fue un largo proceso, en ocasiones exasperante rozando una amargura que provocaba en mí los más funestos pensamientos, entre ellos planeaba muchas veces la idea de quitarme la vida, sí he de confesarlo, ya que estoy dispuesto a relatar toda la verdad, sin recodos ocultos, sin divagaciones superfluas, ni condicionamientos autoimpuestos; hasta que una buena mañana, apenas ayer, conseguí comprender y asimilar que su desaparición se convertía en algo vital para mi subsistencia; y aunque se me aparece en sueños, como un deseo inconfesable de anhelar su presencia y querer retenerlo a mi vera, quiero pensar que aún es demasiado pronto para olvidar; y ese ser, esa magnífica bestia admirada por muchos que casi consigue dilapidar mi vida, ya no domina mis pensamientos, ya no consigue apoderarse de mi voluntad con un arte inigualable, ya no puede hacerme sentir un desgraciado.
Muchos se preguntarán si no existe en mí al menos un mínimo resquicio de pena, dolor, arrepentimiento, nostalgia...nada, nada de eso, jamás me cansaré de repetir, de gritar si es necesario que por fin soy libre y todas esas emociones enumeradas conforman un pasado al que únicamente regresaré con palabras impresas para que todo aquel que así lo desee pueda comprender el motivo de mis actos.
¿Soy inocente? ¿Soy culpable? ¿Soy un reo del destino? Los únicos que podéis juzgarme sois vosotros, la sociedad.
I
El 12 de mayo de 1943 mi madre me escupió a la vida después de largas horas de dolorosa agonía; no tengo recuerdos, dicen los psicólogos que es normal, hasta bien entrados los tres años, y son vagos, muy vagos, apenas un flash, un rostro, un gesto, una acción y olores, particulares e inolvidables olores, en especial a pan caliente, recién horneado cada amanecer por mi madre en su horno de leña.
Tuve una infancia feliz, no puedo negarlo, aunque siempre fui un niño solitario que disfrutaba encerrado en su cuarto confeccionando un pequeño universo a medida, incluso creando sus propios juguetes con las materias primas más rudimentarias, apenas unos trozos de madera que rescataba entre la leña destinada a la cocina o cortezas de árboles que mi padre cimbreaba en mi presencia «A ver que se te ocurre hacer con esto» recuerdo que me decía con una sonrisa; ese micromundo giraba en torno a batallas imaginarias por mi recreadas con una pasión que ahora me provoca cierta nostalgia.
Aunque mi hermano nació casi en el mismo instante que yo, es a los cuatro años cuando mi memoria rescata mis primeras vivencias a su lado, al lado de un niño que, a diferencia de mí, se mostraba alegre, abierto y muy querido por todos. Recuerdo una noche clara de verano en que ambos jugábamos entre la arena del jardín que nuestro padre espolvoreaba a la vera de un pequeño estanque. Evoco su mirada, la expresión de su rostro reflejado en aquella agua tatuada de nenúfares, apenas unos segundos en que todo parece sucederse como en una película de cine mudo; quedé tendido en la húmeda arena y la sangre manaba con profusión de mi ceja bañando mi rostro.
Mis padres intentaron en vano convencerme de que había tropezado dando con mi cabeza en una de aquellas piedras que enmarcaban el estanque, pero yo sabía, conocía la verdad, la culpa había sido de un estúpido helado de chocolate que ahora reposaba en el fondo del agua.
Desde aquella extraña noche y hasta el atardecer de mi décimo cumpleaños, curiosamente, apenas recuerdo vivencias junto a mi hermano, algún vestigio que me retrotrae, no sabría decir en concreto a qué edad, de meriendas compartidas que, ahora me pregunto si no habrán sido las mismas, producto de mi imaginación, pues no puedo ni tan siquiera precisar una escena concreta más allá de imágenes que más se aproximan a los sueños. Quizá esos seis años hayan sido los más auténticos de mi vida, unos años en que mis más vívidos recuerdos corresponden a momentos de alegría, amor y mucho juego en mi solitaria habitación, incluso se me dibuja con nitidez la imagen de mi primer amigo, un chiquillo vecino del barrio que, lamentablemente trasladaron a su padre a otra ciudad, lástima, hubiera sido un gran amigo; si algo me queda grabado, como a fuego de eso años es precisamente la extraña impresión, casi el convencimiento de que mi hermano jamás había existido.
Eran las siete de la tarde, es increíble como algunos detalles tan nimios se nos quedan grabados, las agujas del reloj marcaban con precisión esa hora, mantenía mi vista clavada en aquel objeto esférico, un tanto aparatoso, que mis progenitores, en un alarde de generosidad me habían regalado por mi décimo cumpleaños. Una vez más, como casi siempre, no habían acertado con el regalo, nunca me gustó medir el tiempo, quizá fuera parte de mi naturaleza un tanto despreocupada en aquellos años; esa fue la primera vez que creí que papá me había confundido con mi gemelo, no en vano mi hermano había declarado a los cuatro vientos en las últimas semanas su deseo de tener un reloj de similares características al que portaba en mi muñeca.
Y la escena aparece ante mí una y otra vez como una representación teatral en la que, como espectador, bendita inocencia infantil, no alcanzaba a comprender el argumento; mi hermano portando en su muñeca idéntico reloj, ese que tanto ansiaba, emulaba un malabarista enloquecido ante un espejo que escupía su imagen deformada por la ira y lanzaba improperios hacia quienes habían osado obsequiarle con un regalo tan poco adecuado, su reloj no era el que le gustaba, aquel que viera un día entre los reflejos de cristal de una lujosa joyería, yo contemplaba temeroso aquel arranque de furia desmedida, no comprendía.
—¡Eres estúpido! —comenzó a gritarme clavando sus ojos grises en los míos, haciéndome sentir completamente bloqueado, incapaz de articular palabra y...sin embargo, preso de aquellos ojos que me impedían, como una cadena invisible, apartar mi mirada de la suya.
—Es, es...bonito—conseguí articular casi en un susurro.
—¿Bonito? ¡Bonito! ¡Ja!, para tontos sin gusto como tú, ¿no ves que es una mierda? ¡Despierta!
Me alejé del espejo y me tumbé en la cama con el rostro hundido en la almohada, preso del desconsuelo, las lágrimas comenzaron a brotar silenciosas.
Quizá en aquel momento no me dolieran tanto las palabras que mi hermano me había dirigido como el saber a ciencia cierta que todo aquello que había vivido jamás trascendería de aquellas cuatro paredes y mis padres nunca conocerían la verdadera reacción de su hijo ante su regalo de cumpleaños, al contrario, en un afán de superación absoluta de su cinismo, se presentaría ante ellos, orgulloso, portando en su muñeca el reloj y con una sonrisa de agradecimiento dibujada en sus labios.
II
Siempre he creído que los espejos revelan con su reflejo esa parte de nuestro ser que permanece oculta, anclada en un abismo insondable; a veces, un solo vistazo es suficiente para mostrarnos esa porción desconocida de nuestro yo, en ocasiones detestada, denostada y arrinconada en un recodo del pensamiento, como si esa manera de ser o actuar no formara parte de nosotros, y es entonces cuando nos sentimos prisioneros dentro de ese cuerpo que refleja sus contornos en el espejo, atormentados por los reflejos imperceptibles de la vida cotidiana.
Hace bastante tiempo que ya no busco esa mirada frontal y penetrante, hace bastante tiempo que mi yo más oscuro no taladra mis pupilas intentado penetrar en la profundidad de mis entrañas.
Mi mujer ha tomado mi decisión, no mirarme a los espejos, como una más de mis manías que parecen acrecentarse con la edad; sí, quizás sea un vejestorio cargado de frustraciones que repercuten en actos que algunos calificarían como manías; quiero creerlo, quiero creer que soy un viejo maniático, no un asesino, un ser despreciable capaz de hacer desaparecer todo aquello que le molesta, ¿acaso ella no ha presenciado la muerte de mi hermano? Y, sin embargo, me ha confesado que nunca se había sentido tan feliz como estas últimas semanas; en verdad que la entiendo, mi vida se ha transformado, soy otro y mi mujer no es ajena a tal transmutación, pero ¿a qué precio? ¿Es necesario morir para vivir?
Ella se ha convertido en mi mayor consuelo, en eso que algunos suelen llamar paño de lágrimas, día a día me ha demostrado su amor incondicional sin juzgar ni uno solo de mis actos, aunque más de un frío consejo haya salido de sus labios, palabras que, lamentablemente siempre deseché; muchas veces me pregunto cómo ha sido capaz de vivir tantos años a mi lado, tantas miserias no materiales sin que jamás de sus labios haya salido una palabra de reproche, ni tan siquiera hacia mi hermano. O puede que si las hubiera...pero ¿para qué recordarlas ahora?
Sofía, así se llama mi esposa, siempre ha creído, y así me lo ha confesado, que mi hermano no era más que un reflejo negativo de mi personalidad, y tal vez lleve razón, sí, quizá los hermanos gemelos, a diferencia de lo que algunos dicen, no sean más que un complemento. Si un ser humano desde el mismo instante de su nacimiento lleva consigo dos vertientes, positiva y negativa, quizá ocurra que cuando son dos los que comparten vientre esas vertientes, lados, polos o como quiera llamárseles, se individualicen y se repartan.
Sofía me entiende, siempre ha comprendido mis pesares y la desazón que acompañaba mis recuerdos y mis vivencias al lado de mi opuesto, así lo bautizó ella unas semanas después de conocernos, cuando, siendo apenas unos adolescentes, coincidimos una noche en casa de mis padres.
La había llevado a casa aprovechando una de esas pocas ocasiones en que mamá y papá salían a cenar; buscábamos nuestro primer momento de intimidad, como hacen tantos jóvenes enamorados.
Recuerdo que la llevé hasta mi cuarto y sin decir palabra, se tumbó sobre mi cama, dejando caer su frágil cuerpo con suma delicadeza, su tenue silueta se reflejaba en el espejo incitándome al deleite más sensual, mi extrema timidez me impedía mirarla abiertamente.
—¿Por qué me miras a través del espejo? —había preguntado con una sonrisa maliciosa.
Apenas tuve tiempo de pensar una respuesta, pues mi hermano apareció en aquel instante, mirándome, al igual que hiciera minutos antes yo con ella, a través del espejo.
«¿Qué haces tú aquí?», quise preguntarle, pero no hacían falta palabras, nuestras miradas se cruzaron a través de aquel espejo, como aquella vez cuando niños, y ambos supimos lo que pensábamos. Su irónica sonrisa de hombre avezado a los lances como al que yo me veía sometido por vez primera con aquella muchacha, me desconcertaba impidiéndome pensar con nitidez. Aparté mi mirada, incómodo, y dándole la espalda clavé mis ojos en Sofía, ella nos miraba sosegada, sin un ápice de incomodidad.
—Este es mi hermano gemelo—le dije señalando tras de mí, sin tan siquiera volver la cabeza.
—No me digas—ironizó sonriente. Pude comprobar a través del rabillo del ojo que mi hermano correspondió a su sonrisa; se comportaba como un seductor, me di la vuelta con violencia y clavé una mirada desafiante en su rostro, aquel gesto sirvió para que abandonara la habitación en silencio, pero con una sonrisa triunfal tatuada en su rostro.
—Me gustas más tú—afirmó Sofía visiblemente divertida.
—Somos muy diferentes, te lo aseguro—comenzaba a serenarme a la par que el deseo iba en aumento, me acerqué lentamente a la cama y me tumbé a su lado; hasta mis oídos llegaban los ecos lejanos, como murmullos, de la voz de mi hermano en la habitación contigua, «estúpido, estúpido, estúpido...» aquella palabra taladraba mis oídos con una fuerza que comenzaba a poseerme, sacudí con energía mi cabeza y con férrea voluntad conseguí olvidar su presencia. Sofía me abrazó.
—Eres especial, diferente a todos los chicos que he conocido—me susurró al oído.
—Odio a mi hermano—me oí decir a media voz.
—¿Qué dices?
—Nada, nada importante.
Ella me correspondió con un cálido beso.
—Siento lo de antes—en verdad que sentía aquella intromisión inesperada en el lugar que consideraba mi recinto privado, era como penetrar en una parcela de mis sentimientos más ocultos y, aquello había provocado en mí una reacción que no me gustaba.
—¿De qué hablas?
—Lo de mi hermano.
—Bah, no te preocupes, es divertido.
—¿Divertido?
—He conocido a tu opuesto—emitió una diminuta y graciosa carcajada y me abrazó con fuerza; me sentí protegido y por vez primera comprendido por alguien a quien amaba, ya no importaba nada más, el universo encerrado entre cuatro paredes, el amor había llegado para instalarse en mi cuerpo, en mi alma, y mi mente, vacía