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Vuelo de rapiña
Vuelo de rapiña
Vuelo de rapiña
Libro electrónico152 páginas2 horas

Vuelo de rapiña

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Información de este libro electrónico

El tiempo y la distancia nos hacen creer que somos personas diferentes cuando en verdad permanecemos siempre iguales. Me di cuenta de que la desesperación y el desamparo nacen del no tener cómo regresar ni cómo volver a empezar.

Este volumen reúne dieciséis cuentos que dentro de su cotidianeidad proponen situaciones y personajes tocados por la violencia y el desconcierto. Las vidas de cada uno de sus personajes cambian por motivos directos o tangenciales para siempre.

Un seductor de viudas revisa los necrológicos cada mañana al despertar. Una mujer es asesinada en un bar de La Habana. Un hombre contempla el suicidio después de perder a su hijo no nacido por una negligencia médica. Los hermanos Kennedy se van de copas. Un realizador de películas snuff se enfrenta de golpe con su pasado.

Vuelo de rapiña devela el lado oscuro de los seres humanos. Asesinos. Violadores. Asesinados. Violados. Engañadores y engañados.Este es un volumen oscuro, en el que sus personajes, además, deambulan con soltura entre sus cuentos. Seaquist nos presenta un libro que nos hace pensar en la pluma de Donald Ray Pollock filmada por Quentin Tarantino.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 jul 2021
ISBN9788418608346
Vuelo de rapiña
Autor

Paul Seaquist

Paul Seaquist (Santiago, Chile, 1973). Ha publicado el libro de poesía Silencios (Editorial Universitaria, 1997) y el volumen de cuentos Cartagena (Editorial Universitaria, 2000). Su obra figura en la antología Después del 11 de septiembre (Ficticia, México, 2002) junto a autores como Poli Délano, Ramón Díaz Eterovic, y Hernán Rivera Letelier. Ha colaborado con diversos medios escritos en Alemania, Chile y Estados Unidos. Vive entre Berlín, La Habana y España.

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    Vuelo de rapiña - Paul Seaquist

    Vuelo de rapiña

    Paul Seaquist

    Vuelo de rapiña

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418608872

    ISBN eBook: 9788418608346

    © del texto:

    Paul Seaquist

    © de la imagen de cubierta:

    Beto Cuevas

    @Iambetocuevas @Iambetocuevas @BetoCuevasOficial

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para ti…

    «El hombre olvida que es un muerto

    que conversa con muertos».

    Jorge Luis Borges

    Índice

    Prólogo 11

    Cristales rotos 13

    Porvenir y Fonts 15

    Carne de perro 27

    Bajo sábanas sucias 29

    35 37

    Psycho Killer, qu’est-ce que c’est? 51

    Tiro de gracia 53

    Uñas de hombre cortas 63

    Los aretes que le faltan a la luna 73

    El viento de los suicidas 81

    Mujeres de hombres caídos 89

    Desde las ventanas que miré contigo 97

    Sándwich de Rodilla 109

    Ser o no ser Alejandro Zambra 121

    Esnaf 135

    Opus X 145

    Y… a propósito de la portada 153

    Prólogo

    Jorge Luis Borges, a pesar de ser el sublime poeta y narrador que fue, nunca se sintió cómodo escribiendo los prólogos de sus propias obras (aludía siempre a esa adorable pero falsa modestia tan característica en él). Prologaba, sin embargo, muchas veces con mayor soltura y, aunque sea pecado decirlo, con mayor claridad que lo que escribía sus propios cuentos. Sus prólogos eran tanto una biografía de su obra, como una hoja de ruta de cada uno de los textos en ella reunida. Yo, demás está decirlo, no pretendo ser Borges, claro está; sin embargo, con humildad, hago mía esta tarea de crear un pequeño mapa, tanto literario como personal, de los textos que ahora tienen entre las manos.

    Estos cuentos fueron escritos en tres países diferentes, en dos continentes distintos a lo largo de un poco más de tres años, si consideramos la primera palabra del primer cuento escrito, hasta el punto final del último.

    Los aretes que le faltan a la luna fue el primogénito; escrito en mi departamento del Vedado en La Habana, Cuba, en un tiempo en el que pensé que jamás volvería a escribir. Cristales rotos fue el último (curiosamente el primero en esta colección), escrito hace escasas semanas en mi casa de Extremadura, España, en un tiempo en el que no podía dejar de escribir. Todo los otros cuentos fueron escritos entremedio, durante un largo y blanco invierno en Berlín, Alemania, al amparo de la biblioteca del Instituto Cervantes, en Hackeschermartk, a pocos pasos de mi hogar.

    Todos los textos son importantes para mi por diversos motivos. Y casi todos ellos, terminan trágicamente. No es casualidad. Me interesaba intentar capturar en ellos la belleza de los hirientes y la de los heridos. Aristóteles define la finalidad de la tragedia como la provocación de los sentimientos de piedad y terror para exteriorizar estas emociones. Esta catarsis no debiera tener un significado ético o moral, sino más bien, debiera poder reflejarse finalmente en una manifestación y una reacción orgánica. No sé si lo he logrado.

    Estos cuentos han sido producto de la imaginación, que duda cabe; sin embargo, no puedo negar que hay elementos autobiográficos en cada uno de ellos. Estas palabras están plagadas de recuerdos, de nostalgias, de miedos. De Amor. De rabia. En fin, de esa amalgama de sentimientos que nos hace a todos ser quienes somos.

    Para gusto de algunos y disgusto de otros, La Habana es un personaje importante en estas páginas. Cuba ha sido, a lo largo de los años, un lugar de grandes afectos y alegrías para mi. También ha sido un lugar que ha provocado grandes tristezas. Quizás más de las que sea prudente recordar. Por lo tanto, está presente. Uno no elige los temas, los temas, por fin, terminan por elegirlo a uno.

    No hay mucho más qué decir. Estos cuentos fueron por algunos instantes míos: en los momentos de su gestación, sin duda; posteriormente, en los de su corrección. Ahora ya no me pertenecen. Le pertenecen al lector. Al tiempo. Y más que seguro, al olvido.

    Paul Seaquist

    La Habana, marzo, 2021

    Cristales rotos

    Aunque las escuché perfectamente bien, no levanté la mirada para cerciorarme. Hacía tiempo que ya no prestaba atención a sus palabras. Es más, cada vez que podía, que era más a menudo que no, hacía oídos sordos y completamente lo opuesto a lo que me sugería.

    —Creo que debieras recapacitar —observó.

    —Tal vez —respondí aún sin hacer contacto visual. «Nunca está de más reflexionar sobre una decisión propia», no me animé a decir.

    —Pues hazlo entonces.

    —Nada es tan fácil. El mirarse en el espejo puede producir diferentes resultados. Ninguno de esos resultados me parece demasiado favorable.

    —Nada nunca es fácil; ¡no seas maricón! —remató.

    —Supongo… —respondí a regañadientes, más picado que seguro de lo que decía.

    —No fue culpa de nadie.

    —Pero murió igual.

    —Ni siquiera había nacido.

    —Pero ¡era nuestro!

    —A veces no hay culpables en las muertes.

    —¡Siempre los hay! —grité—. ¿Acaso se te olvidó cómo sucedió?

    —Nunca lo voy a olvidar —reflexionó—, pero todo pasa por algo.

    —¡Todos dicen lo mismo! Pero todos también sabemos que el proceso fue negligente. Que fue prácticamente un asesinato. ¡Y nadie dice nada!

    —Nunca se dice nada en estos casos, menos aquí —dijo bajando la voz, paseando una mirada nerviosa por la habitación como si lo estuvieran escuchando—, hay demasiados pellejos en juego. —Silente. No se pueden dar el lujo de la verdad. De la expiación.

    —Y nadie dijo nada —concluí.

    Afuera estaba nublado, pero hacía calor. Era un calor pesado, rocalloso. Caribe.

    Le di un golpe contundente y lo tricé en mil pedazos. Tal vez fueron bastante menos. Se mantuvo en silencio. Yo también. Hacía tiempo que ya no prestaba atención a mis palabras.

    —Te lo dije —creí querer escuchar.

    Cogí un trozo del cristal. Lo usé como una navaja.

    Porvenir y Fonts

    Ella tenía casi trece, pero aparentaba diecisiete, casi dieciocho. Era casi rubia. O era más rubia que morena o hasta más rubia que trigueña, por lo que sin discusión era más rubia que no rubia. No era brillante, lo que diplomáticamente es lo mismo que decir que no era tan inteligente, pero tenía algo especial, y era que resplandecía por cuenta propia, con una luz casi angelical, pues era limpia de rostro y de mirada.

    Como la mayoría de las niñas de casi trece, Danay tenía madre y padre y hasta perro que le ladre; también tenía unos deseos inimaginables por tener diecisiete, casi dieciocho. No sabía bien por qué, simplemente los tenía. Sin poder explicarse ni explicarlos. A los casi trece no es tan importante el poder explicarse las cosas, menos explicarlas. Las cosas, simplemente, son o no son: sin dudas, sin aciertos; pero tampoco con mayores contradicciones.

    Danay quería ser actriz —iba a decir ambicionaba, pero, a los casi trece, uno no ambiciona, se conforma con querer—, por lo que participaba en las clases de actuación que día por medio se ofrecían en su escuela. Ella no cantaba ni bailaba y lo más seguro es que tampoco actuara con demasiada propiedad, pero le gustaba y, según decía, le gustaba mucho. La verdad sea dicha, es que a los casi trece lo que importa no es tanto la calidad con la que se hagan ciertas tareas, sino que se hagan con gozo.

    Tal y como se adivinaban las cosas, el futuro no debiera ser un problema para Danay. Esa belleza y ese resplandor que la hacían brillar donde fuera que estuviera se encargarían, en especial en un país como el suyo, de hacerla triunfar. De alguna manera u otra. Si esa belleza de la cual era dueña la acompañaba, aunque fuera del más mínimo esfuerzo, el futuro lo tendría relativamente garantizado. El principal problema para Danay lamentablemente no era otro más que ella misma. Sin embargo, aún no lo sabía, pues solo tenía casi trece, y no diecisiete, casi dieciocho.

    Ni la niña ni sus padres, a los que de intelecto les faltaba lo que a su retoño de gracia le sobraba, tenían como intuir lo que el destino le depararía. La verdad es que nadie podría llegar a imaginarlo; aunque, probablemente, si hubiera habido alguien a su lado para guiarla, o al menos protegerla, lo hubiera podido, si no adivinar, al menos suponer. Tal vez, hasta con un poco de dedicación o algo de suerte, lo hubiera podido incluso posponer o evitar.

    Es curioso como después de cierta edad uno parece, sin mayor voluntad, aceptar el hecho de que la vida llega donde llega y nada más. No me parece que sea que los deseos caduquen sin previo aviso, sin explicaciones, sino simplemente que tanto aspiraciones como sueños pasan a vivirse no potencialmente, sino como sucesos reales: lo que «es es». Y lo que alguna vez ambicionamos que seríamos es mejor olvidarlo. A mayor edad, menores son los sueños y, a menor cantidad de sueños que se tengan, menos posibilidades de fracasar hay. Parece ser un trance justo, una transacción meditada. Más vale, sin duda, menos fracasos a mayor edad que más sueños. No existe labor más extenuante que intentar zurcir un alma derrotada.

    Para Danay, claro está, este no era el caso. Al tener casi trece, aunque aparentando diecisiete, casi dieciocho, los fracasos y las derrotas la tenían sin cuidado. No se puede fracasar a los casi trece. El fracaso conlleva una reflexión, un autoanálisis que a esa edad no se hace, no porque no se quiera, sino porque simplemente no se puede. La desilusión tiene una extraña afiliación con el paso del tiempo. Y, en la juventud, una noción muy acabada de la mortalidad simplemente no se tiene. Por fortuna. Es, de alguna manera, el paso del tiempo y el concepto de que «ya no queda más tiempo para reivindicarnos» los que terminamos por aceptar como un naufragio. Si el tiempo no fuese finito, el fracaso o las victorias serían pasajeras y no la carga agobiante de los que tienen los días contados. Todos. Nosotros.

    Danay, por tanto, no fracasó, sino que se perdió. Y se perdió casi premeditadamente: de pronto y sin pedir ni dar explicaciones. No se perdió físicamente, que es la manera más sana de perderse, pues es la más fácil

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