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El libro de Pablo
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Libro electrónico206 páginas3 horas

El libro de Pablo

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¿Conviene pensar y vivir al margen de lo establecido?

Pablo, escéptico, en la treintena, se pregunta si se puede ser feliz. ¿Es posible en la juventud?, ¿en la madurez? A punto de escribir su primer relato, recupera la ilusión tras encontrarse de nuevo a Inés. Su amigo Leopoldo, sin embargo, se tambalea, tal y como le ocurrió a Pablo, a medida que va descubriendo la naturaleza de la vida. ¿Encontrará Pablo con Inés la felicidad que con tanta frecuencia se nos escapa? ¿Superará Leopoldo ese trance por el que pasa toda persona reflexiva?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 jun 2018
ISBN9788417335021
El libro de Pablo
Autor

Javier Luis Peral

Javier Luis Peral nace en Madrid en 1966. Al finalizar la Primaria descubre en el colegio la literatura gracias a Miguel Delibes y al enigmático Antonio Buero Vallejo. Tiempo después, hacia los veinticinco años, comienza a leer, y lo hace compulsivamente. En el umbral de la treintena escribe dos brevísimos relatos cortos, terapia frente a la decepción; más adelante, se deshace de ellos. Los siguientes veinte años lee -cada vez menos- y relee -cada vez más-, pero no escribe ni una línea. En paralelo, la vida de este economista sigue su curso: trabaja en una pequeña empresa, como operador de bolsa en Madrid y, tras una década en Sudamérica, aterriza, ya al final de la juventud, en su ciudad natal. Es entonces cuando, ocioso por unos meses, se sienta a escribir. Autor de Evasión y filosofía, La siempre admirable condición humana, Las tres vidas de Pablo y El libro de Pablo.

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    El libro de Pablo - Javier Luis Peral

    El-libro-de-Pablocubiertav31.pdf_1400.jpg

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    El libro de Pablo

    Primera edición: abril 2018

    ISBN: 9788417321253

    ISBN eBook: 9788417335021

    © del texto:

    Javier Luis Peral

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España - Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    1

    «Mañana —se dijo Pablo convencido mientras se anudaba los cordones de los zapatos—, después de desayunar, me siento frente al ordenador y empiezo a escribir, aunque más adelante haga mil cambios y correcciones, pero mañana comienzo; no lo puedo posponer más».

    *****

    Le había costado mucho vencer la pereza, Leopoldo llevaba un tiempo disconforme con todo o casi todo y con todos o casi todos, y parecía que esta situación, en lugar de remitir, iba a peor; cada día que pasaba, Pablo tenía la sensación de que su pesimismo se acentuaba. Pero, ante la insistencia de su amigo, se había animado a salir a cenar. Supuso Pablo que había reservado en Portonovo no porque le gustaran los judiones con bogavante y las filloas que preparaban allí, que también, sino porque era uno de los sitios a los que solía ir a cenar en otros tiempos, cuando veía todo con optimismo o, al menos, con menos pesimismo que en la actualidad, lo cual era fácil porque en los últimos tiempos su fatalismo era insuperable.

    —La verdad es que cuando me pongo a pensar en el pasado y en la situación de desánimo en que estoy sumido ahora, que sabes que contigo no la disimulo, intento encontrar un punto de inflexión, un momento o un hecho en que todo cambia, en que todo empieza a estropearse, pero no lo encuentro, creo que ha sido algo sutil, casi imperceptible, un proceso que va minando todo, pero cuyo comienzo no sé situar en el tiempo.

    —Quizá todos tenemos una sensación similar, Leopoldo, solo que no nos pasamos el día pensando en ello. Que conste que te entiendo, Poldo —añadió Pablo tras una pequeña pausa—, entiendo la sensación que tienes, la falta de interés por todo, pero creo que es transitorio.

    —¿Transitorio?

    —Sí, transitorio.

    —¿Hablas en serio?

    —Hablo en serio.

    —Creo que estás equivocado, porque en lugar de ir a menos, la falta de interés y la antipatía que vengo sintiendo por casi todo el mundo va en aumento.

    —Pero en un momento dado, otro momento de esos que es muy difícil identificar, lo que ocurrirá es que empezarás a ver todo lo que ahora te molesta e incluso te solivianta con indiferencia.

    —Lo veo poco probable.

    —Normal.

    —¿Normal?

    —Sí, Poldo, es normal que lo veas poco probable, porque cuando uno se encuentra en tu situación, cuando uno está pasando por… ¿cómo lo diría yo? Pasando por la fase por la que estás pasando, pues ve todo un poco oscuro.

    —¿Acaso esto es una fase?

    —Sí, es una fase.

    —¿Pretendes convencerme de que las ideas que tengo sobre la vida y sobre la gente van a cambiar en el futuro?

    —No, Poldo, no; sería idiota si te quisiera convencer de eso. Lo que yo te quiero decir es que, aunque creo, bueno, más bien diría que estoy convencido de que las ideas que ahora tienes no solo no van a cambiar, sino que se van a arraigar más en ti, las consecuencias que van a tener sobre tu estado de ánimo van a ser muy diferentes.

    —¿Tú crees?

    —Sí.

    —¿De verdad?

    —Estoy convencido, y lo estoy por una sencilla razón: yo pasé por lo mismo que estás pasando tú ahora.

    —¿Cuándo?

    —Hace unos cuantos años.

    —¿Pero por lo mismo?

    —Sí, por lo mismo, por esa fase de antipatía hacia todo el mundo, salvo hacia aquellos que han pasado o están pasando por esa misma etapa de ansiedad, de aversión hacia todo lo humano, hacia casi cualquier persona. —Leopoldo puso cara de extrañeza—. Esa inquietud que, en ocasiones, hasta genera odio, aunque a ti te parezca imposible, se va pasando.

    —Pues a mí me ocurre lo contrario, que se acentúa cada día más; voy a peor.

    —Pero llegará un día en que irás a mejor. Créeme.

    —Esperemos.

    —Ocurrirá.

    Mientras se servían otra ración de judiones con bogavante, una chica de pelo castaño, que no estaba sentada lejos de ellos, dio un respingo al ver a Pablo; hacía muchos años que no se veían, hacía tantos años… Pero, sin embargo, se acordaba con frecuencia de él y, a continuación, de inmediato, le deseaba algún infortunio, alguna broma pesada del destino que le hiciera sufrir; a ella misma le parecía mentira que después de tanto tiempo estuviera todavía resentida con él. Sin embargo, aquella noche, al verle charlar animado con otra persona, se sintió relajada, tranquila, no experimentó rencor, quizá por ver cómo habían pasado los años por él, cómo había perdido aquella expresión franca y todavía optimista con que le recordaba, quizá por contemplar que, si bien quizá no había sufrido todas las tragedias terribles que ella le deseó tiempo atrás, sin duda alguna la vida le había castigado; no era el mismo, era evidente que no era el mismo, aquella energía de antaño había desaparecido y la vida, con toda seguridad, le había dado golpes, quizá no le había castigado con un golpe de los que destrozan una vida, pero sí que le había herido con sus pequeños e incesantes desengaños.

    —Recuerdo —comentaba, ahora, animado Leopoldo; quizá por la comida y con seguridad por las dos copas de albariño que se había bebido— que la primera vez que estuve con una mujer fue en Folkestone, donde estaba haciendo un cursillo para aprender inglés.

    —¿Una inglesa?

    —No, una madrileña.

    —Suena un poco extraño ir hasta Inglaterra y acabar allí con una madrileña.

    —Lo recuerdo muy bien. Era una chica que vivía en La Florida, aquí al lado, por eso me he acordado, se llamaba Susana y tenía diecinueve años.

    —¿Cuántos tenías tú?

    —Diecisiete.

    —Vaya, vaya.

    —Fue mi primera experiencia; fue extraña, la verdad.

    —Suele suceder.

    —Cuando pienso en los cambios que se han producido en tan poco tiempo, en tan solo unas décadas, no me extraña que haya gente que se sienta incómoda con la manera en que en la actualidad nos relacionamos hombres y mujeres.

    —Sí, supongo que cuando se producen cambios de este tipo hay muchas personas que no se adaptan o que ya tienen muchos años para adaptarse y se quedan en la nostalgia de unos tiempos que ya han pasado y no van a volver.

    —Yo tengo un amigo que es una persona de la cual no tengo mala opinión, es…

    —¡Ya, es sorprendente que haya alguien de quien no tengas mala opinión! —espetó Pablo, sonriendo.

    —Yo tenía la impresión —continuó Leopoldo, cordial— de que era un hombre que no compartía ni estaba a gusto con las costumbres actuales en las relaciones entre hombres y mujeres, matrimonios, divorcios, uniones varias, aventuras, etc. Pero hace poco quedé a tomar algo con él y no sé si fue por las copas o porque se sintió en confianza, pero me dijo unas cosas que me dejaron perplejo.

    —Pues tú eres bastante convencional en ese terreno.

    —Sin duda; así que imagina las teorías que fue exponiendo.

    —Quizá somos una generación de transición. Aunque nos empecinamos en ocultarlo porque nos avergüenza parecer atávicos.

    —Puede ser.

    *****

    Desde que le mencionara Poldo su primera relación en Folkestone, a Pablo se le iba la cabeza, a ratos, a la que fue su primera experiencia sexual, hacía más de veinte años. Eran casi niños, por no decir que lo eran. Inés, se llamaba Inés; íntima amiga de su hermana pequeña, siempre le pareció que no era guapa, aunque sí muy atractiva y además había algo en ella que le maravillaba: su pecho; se podría decir que estaba enamorado de su pecho. Era muy cordial, de apariencia cándida, de buen carácter, inteligente pero en absoluto soberbia. Hubo un día —se narraba Pablo a sí mismo, echando nostálgico la vista atrás y exponiéndose en silencio aquello de igual manera que lo haría si tuviera delante a un interlocutor que mostrara algo de interés por aquella historia; había en él una inclinación extraña hacia el ejercicio de la conferencia que le llevaba con muchísima frecuencia a ponerse a hablar solo en su apartamento sobre el tema que le venía a la cabeza, pero haciéndolo con el rigor con el que hubiera expuesto sus ideas e impresiones a un exigente y extenso auditorio; él, consciente de que los años que llevaba viviendo solo, añadidos a su inusual configuración mental, le habían hecho caer en costumbres y manías extrañas, se dejaba llevar y, en lugar de intentar limitar estas querencias, permitía que se consolidaran y se potenciaran hasta llegar a ser susceptibles de tratamiento médico; es conveniente señalar que, entre sus tan surrealistas como inofensivas costumbres, no era esta, ni mucho menos, la más delirante de todas, así que dejémosle continuar con este monólogo interior que, a él, como siempre, le parecía que era la quintaesencia de la oratoria; para que digan algunos que detrás del narcisismo no hay desequilibrio cerebral— en que empecé a considerar si debía o no conquistarla, y fue cuando la vi en la playa por primera vez, había ido a pasar unos días con mi hermana —y con toda su familia, por aquel entonces también mi familia— a Comillas, la tenía delante de mí, justo en diagonal, así que pude analizar cada milímetro de su cuerpo, los detalles más nimios que había en él. Era delgada pero curvada; tenía un cuerpo muy discreto, salvo por el pecho, que era un poco voluminoso —ella tenía por aquel entonces quince años y yo dieciséis, le sacaba un año y un mes—, y era turgente, tan turgente que parecía que desafiaba a las leyes de la gravedad. Entre ella y mi hermana se daba un frecuente cruce de miradas, daba la impresión de que Marta la molestaba haciéndole insinuaciones sobre mí. Yo, en un par de ocasiones, capté miradas que me hicieron pensar que pudiera tener algún interés por mí, pero lo dejé pasar. A mis padres les caía muy bien, era educada y cordial, poco conflictiva. Por lo demás, no había nada extraordinario en ella, pero me gustaba mucho su cuerpo y sus senos me parecían extraordinarios. Dormían las dos en la habitación de mi hermana, que era contigua a la mía, pero por más que pegaba la oreja a la pared que nos separaba no conseguía escuchar nada. Era una casa muy antigua, de piedra, donde jamás hizo, ni en los periodos más calurosos del verano, ni un poco de calor. Una noche, al escuchar que alguien abría su puerta, esperé para encontrarme con quien hubiera salido de su habitación, en la confianza de que fuera ella; y así fue. Me crucé con ella y se quedó parada, intimidada, llevaba tan solo una camiseta muy larga. Me quedé aturdido, se me quedó aquella imagen grabada y no sé por qué, porque la veía todos los días en la playa tomando el sol y con las gafas oscuras que por aquel entonces utilizaba, podía observarla todo el tiempo que quisiera y a plena luz del día, no en penumbra, como en aquella ocasión. Pero aquel encuentro me había dejado alterado: verla así, en una casa, no en la playa, era algo diferente, algo que invitaba a la lujuria, pero ¿qué lujuria? Iba a cumplir en unos meses diecisiete años y todavía no había estado con ninguna mujer. Había en clase dos o tres compañeros, los más atrevidos, que contaban que ya se habían acostado con una chica. Uno de ellos, Julio —recuerdo su nombre porque años después coincidiríamos en un bar de copas con frecuencia—, nos contaba, para deleite de nuestros oídos y de nuestra imaginación, que las mujeres eran lo más parecido al paraíso, que al penetrarlas se sentía una corriente de placer que te hacía nublar la vista y cuando llegaba el momento de la eyaculación, se perdía la conciencia y se tardaba un tiempo en recuperarla —tiempo que dependía de lo intenso que había sido el placer—, unos minutos en que estabas como en trance, sin conciencia pero gozando de un placer que no se podía describir, que era especial. Aquel día, después de escuchar aquello en el recreo, subí a clase y no pude dejar de pensar en ella. Solo yo, nada más que yo, podría vivir esa experiencia con ella. Si alguno, ya fuera el experimentado Julio o cualquier otro, vivía eso con Inés, se las tendría que ver conmigo. Había varios que comentaban que Julio no decía más que mentiras, que no había pasado de tocar el pecho a su novia y que todo lo que contaba era falso. El hermano mayor de uno de ellos tenía una novia que estaba tan buena que cuando la veíamos nos poníamos todos nerviosos. Con frecuencia le presionábamos para ir a la piscina de su casa con la esperanza de que estuviera la novia de su hermano, una maravilla de la naturaleza de diecinueve años, una criatura de otro planeta, la típica adolescente curvada que nos hacía soñar por las noches. Como nos veía igual que a niños de diez años, se acercaba a nosotros y bromeaba, mientras todos clavábamos la mirada en sus curvas, fotografiábamos su cuerpo para concluir, melancólicos, que el hermano de Luis sí que había tenido suerte en la vida. En ocasiones, se subían a la habitación de él y bajaban pasada una hora, con una expresión entre relajada y dormida, ella con su melena pelirroja un poco revuelta y a nosotros, que teníamos unos quince y otros dieciséis años, se nos iba la imaginación pensando que aquel elegido por el destino, el hermano de Luis, había podido tocar el cuerpo de aquella perfección hasta hartarse. Pero ¿cabía la posibilidad de hartarse de aquella diosa del universo? Aquel día en que la novia del hermano de Luis, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, se llamaba Laura y él creo que se llamaba Jaime, bajaron a la piscina después de pasar ellos solos alrededor de dos horas en la habitación de él y ella me sonrió tuve claro que, fuera verdad o mentira —que quizá fuera mentira— lo que contaba Julio, tenía que acercarme a una mujer, contarle lo que fuera y conquistarla como fuera: contando chistes, invitándola a cervezas, fingiendo ser un amante experimentado o un hombre necesitado de afecto, practicando algún deporte de élite, haciéndome pintor o escritor, presumiendo de fumar porros, emborrachándome como en las películas, fumando como Bogart, regalándole piruletas y palomitas, llevándola al cine, al zoo, a bares de copas, enseñándole las fotos que revelaba en un estudio donde hice un cursillo de fotografía, dejándome barba —si es que los pocos pelos que me salían por la cara se pudieran llamar así—, dejándome el pelo largo, llorando, riendo o dando saltos. Daba igual cómo conseguirlo, daba igual fingir lo que fuera, hacerse ladrón o traficante de hachís si fuera preciso, pero tenía que llevarme a aquella chica, o

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