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Viveros feministas
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Libro electrónico353 páginas5 horas

Viveros feministas

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¿Qué descubrirán Apolonia y Germán Ginés mientras investigan la desaparición de Héctor?

¿Qué ha ocurrido con Héctor? ¿Quién está enviando esos escritos tan extraños a Germán Ginés y a Apolonia? ¿A través de quién nos llega esta historia?

En una oficina donde un poto no deja de extenderse por las paredes, nadie se da cuenta de que Héctor ha desaparecido hasta que aparece un misterioso investigador preguntando por él. A partir de ese momento, Apolonia y Germán Ginés comienzana recibir unos escritos muy extraños. Ella, con su original modo de hablar y de ver la vida, y él, acostumbrado a enredarse con sus pensamientos, se embarcan en un viaje, que no dejará de sorprenderles, para tratar de averiguar qué ha ocurrido con Héctor y quién les está enviando esos escritos. En él descubrirán muchos otros interrogantes que arrastran sus vidas...

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 jul 2020
ISBN9788418152528
Viveros feministas
Autor

Montse Jiménez

Montse Jiménez nació en Madrid, pero cree que es capaz de nacer cada día, en cualquier lugar por donde pase o mientras lee algún libro. Su afán por aprender y su curiosidad innata la llevaron a estudiar todo lo que se cruzó en su camino, acumulando títulos que ni siquiera sirven para vestir las paredes, entre ellos el de Licenciada en Ciencias Políticas y Sociología. Escribe desde siempre, en cualquier soporte, incluidos los ladrillos de la terraza y las lamas del somier de madera, sus lugares preferidos para hacerlo cuando era niña. Con la edad, ha optado por formatos más clásicos... Hace dos años, se lanzó a sacar de los cajones parte de los escritos acumulados, y así apareció Balatrubis, un libro que invita a la reflexión y a la sonrisa. Como nunca es tarde, pero el tiempo apremia, ahora ha decidido publicar su primera novela: Viveros Feministas, mientras sigue escribiendo...

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    Viveros feministas - Montse Jiménez

    1

    No sé por dónde empezar. Creo que ni siquiera debería intentar contarlo, pero alguien tendrá que hacerlo, y ella me pidió que fuera yo quien lo escribiera. Ahora no sé por qué acepté. Quizá quise hacerlo desde siempre, pero necesité que alguien me empujara a ello. Ni siquiera tuve que escribir mucho, porque la mayoría de lo que aquí cuento me lo envió ella. Creo que será mejor no adelantar nada o no se entenderá por qué estoy ahora divagando, cuando hace un rato tenía todo escrito entre mis manos, para entregarlo. Debería ser una declaración jurada, pero yo no estoy por jurar nada. Perdónenme si no logro contarlo como debiera, ni siquiera sé si voy a hacerlo yo.

    2

    Debería comenzar a contar todo desde el día en que el subinspector Barrientos se personó en la oficina y comenzó a preguntarnos por Héctor. Aunque mucho antes había aparecido por allí un tal Pancracio, que todos creímos que era policía, pero él nos dijo que no, que era investigador privado. Él fue el primero en interesarse por Héctor, y quizá ese fue el primer momento en el que la mayoría de nosotros fuimos conscientes de que a Héctor le podría haber ocurrido algo.

    Recuerdo que fue una mañana de invierno. Yo acababa de servirme el segundo café cuando lo vi entrar en la oficina. Se acercó a mi mesa y comenzó a hacerme preguntas sobre Héctor. Me resultó muy extraño que apareciera alguien preguntando por él, al cabo de tantos días. Se lo comenté, y él me dijo que nadie había denunciado antes su desaparición, que fue la empresa la que, tras intentar contactar con él por todos los medios de que disponía, acabó poniéndolo en sus manos.

    —¿Cómo no iba a haberlo denunciado nadie, después de tantos días? —le pregunté.

    —Como le digo. A ese pobre no lo echa de menos nadie. ¿Tan raro era?

    —No sé, como todos. El hombre venía, se sentaba en esa mesa, bajaba alguna vez a tomarse un café con alguno. Es cierto que no solía tomarlo con un grupo fijo, como hacemos los demás, que casi siempre vamos con los mismos. Pensándolo bien, él iba cambiando, como si no quisiera tener arraigo…

    —Curiosa palabra ha usado usted, arraigo. ¿Usted con qué lo escribiría: con hache o sin ella? —me dijo mientras tomaba notas en un móvil.

    —A mí me gusta más sin hache. Donde esté una hache bien puesta, en su sitio… Llámeme sentimental, pero las haches tienen algo efímero, qué sé yo…

    —Buena respuesta. Aunque parece que le gusta irse por las ramas, ¿me equivoco?

    —Y a usted le gusta coger los frutos al vuelo —dije, dejándome llevar por la arrogancia, pero no pareció molestarle, sino al contrario, porque prosiguió:

    —Ya tendremos tiempo de hablar de frutos y plantas. Por cierto, ¿de quién es este poto tan hermoso?

    La verdad es que yo nunca me había fijado en él, y me pareció extraño, ya que el poto crecía en una maceta que colgaba de una esquina del techo. Sus ramas bordeaban la pared por arriba, sujetas con… «¿Grapas?», le pregunté.

    —¡¿Cómo va a estar sujeto con grapas, hombre?! Cuando crece, ¿cómo lo haría? ¿No sabe usted de quién es? ¿Quién se sienta en esa mesa? —dijo, señalando la mesa de mi compañera, que era la más cercana a la maceta de la que colgaba el poto. Me pareció una deducción lógica; lo que me desconcertó aún más.

    —Ahí se sienta mi compañera Apolonia, pero no creo que consiga usted sacarle más de dos palabras.

    —¿Es muda? No tengo esa información —dijo, consultando algo en su móvil.

    —No. Muda, no, pero no habla. No lleva mucho tiempo aquí, quizá sea por eso.

    —Hombre, ¿y no tienen ustedes ningún manual de buenas formas para que cuando llegue alguien nuevo se integre cuanto antes?

    —Puede ser, pero entre tantos manuales… Aquí al que llega se le saluda, se le ofrece tomar un café los primeros días, y luego, cada cual que ande…

    —Vaya —dijo mientras tomaba alguna nota en su móvil o lo mismo mandó algún mensaje, no sé, pero prosiguió—: Pues para entender usted tanto de arraigo y de efímeras haches, parece que no sabe tanto del trato social. —Y se puso a mirar las hojas del poto y a seguir su rastro por las paredes.

    —Por cierto, ¿quiere usted un café? —le dije, tras dar un último sorbo al mío.

    —No, muchas gracias. Estoy trabajando.

    —Pues si me permite, yo también tengo que seguir haciéndolo. Tengo que revisar varios informes de contabilidad y…

    —Siga, siga —me dijo, en el mismo momento en que apareció Apolonia por la puerta.

    —Mire, ella es Apolonia. Apolonia, este es el… No sé, agente, policía… Pancracio.

    —No soy ni policía ni agente. Soy investigador privado.

    —¡Ah! Disculpe. Pensaba que era inspector o policía.

    —A usted, con lo que le he dicho, le basta. ¿De acuerdo, amante de las haches efímeras?

    —Bueno, le dejo con Apolonia —le contesté y me fui a mi mesa. Parecía que sí que le había molestado lo que le había dicho, aunque lo había disimulado muy bien. Me senté en la silla y fijé mi mirada en la pantalla del ordenador, pero todos mis sentidos estaban dirigidos a la mesa de Apolonia.

    —Buenos días, Apolonia. ¿El poto es suyo?

    —No, yo me lo encontré aquí cuando vine, pero muy sequito, eso es cierto. Fíjese cómo estaría que lo empecé a regar y no sé cuántos litros tuve que echar.

    —Bueno, litros, litros…

    —Que sí, que sí, se lo digo yo, que entiendo de esto. ¿Tiene usted potos?

    —Tuve uno, hace tiempo. Llegó a crecerme tanto como el suyo.

    —¿Y qué le ocurrió? ¿Se olvidó de él? Porque son muy agradecidos. No necesitan más que un poco de agua. También les gusta la compañía, como a todos, por eso yo suelo hablar con él, de vez en cuando, para que sienta que a alguien de aquí le importa. Usted le hablaría, ¿no? Porque eso lo notan mucho en las hojas; si no lo hace, se ponen mustias, retorcidas, como los morros de aquella —dijo, señalando a Marina—, que está siempre con la frente y la nariz encogidas, como si estuviera buceando en un charco…

    —Bueno, yo no he venido a hablar de potos ni de charcos. ¿Qué relación tenía usted con Héctor?

    —Ninguna, por Dios, ninguna.

    —¿Está usted casada?

    —¡No! Soy soltera, y no me diga lo de «soltera y entera», porque le parto en dos el cráneo —dijo Apolonia, en un tono que me llevó a agarrarme la cabeza con las dos manos, pero luego sonrió, aunque eso aún me asustó más. Pancracio también debió sentir algo así, porque vi cómo le cambiaba la mueca de la boca; pero luego noté que, al tocarse el bigote, controló la situación, y dijo, como si no le hubiera afectado nada lo que había dicho Apolonia:

    —¿Se tomaban café alguna vez?

    —Con leche, siempre con leche, que a mí el café solo me da mucho ardor. Yo creo que es de familia, porque, por parte de mi padre, todos padecieron del estómago. Nada grave, eso es cierto, pero todos tuvieron problemas de gases, malas digestiones, ya sabe. Yo, al principio, me tomaba poleo, pero no me servía de nada; luego, manzanilla, menta, anises… Anís del mono también he tomado alguna vez, porque me decían que un chupito me vendría bien. Muy de tarde en tarde, no se vaya usted a creer que a mí me gusta beber, porque nunca me ha gustado. ¡Jamás! Un poquito de vino en las comidas, no le digo yo que no tome, de vez en cuando; alguna cerveza, también, algún día; pero beber nunca he bebido. ¡Le juro que yo no miento!

    »Pues como le decía, toda mi familia padece del estómago. Ahora me acaban de hacer una prueba para ver si tengo gastritis o no sé qué, pero me han dicho que no tengo nada, que serán nervios. No sé de qué estábamos hablando. ¿Quiere un traguito de agua de la Virgen del Carmen? Soy muy devota de ello. ¿Lo ha probado usted? Es mano de santo, bueno, de santa… —Y se fue a rebuscar en su bolso.

    —¿Y esta es la que no hablaba? —me dijo.

    —Ironía, sin hache —le respondí con un guiño, pero Pancracio ya estaba olisqueando las hojas del poto, con Apolonia a su lado, sin parar de preguntarle:

    —¿Qué le parece esa hoja? Yo creo que alguien ha empezado a echarle lejía, pero por encima. Huela, huela —dijo Apolonia.

    —Sí, ya me parecía a mí que venía un olor extraño, pensé que quizá llevaba usted un perfume intenso.

    —Muchas gracias. Sí, me lo regalaron por mi último cumpleaños. Quizá sea un poco fuerte, pero a lejía no huele, eso sí que no. Mire, huela.

    —No. A lejía no huele —dijo Pancracio, sin acercarse mucho, aunque ella le señalaba el cuello de su blusa—. A azahar, quizá, con un poso de madera —dijo, olisqueando un poco más cerca del cuello de Apolonia, pero sin rozarla— y ciertos toques de cítricos. ¿Me equivoco? Entré en la agencia por mi olfato.

    —Bueno, el toque cítrico puede ser porque me he comido antes una naranja, aunque quizá también lo de la madera es porque acabo de sacar punta al lápiz. Mire, huela. —Le acercó los dedos a la nariz—. Donde esté un lápiz para tomar notas…, siempre se pueden borrar ¡y no dejan rastro!

    —Excelente anotación —dijo Pancracio y escribió algo en el móvil—. ¿Y quién querría echar lejía a este bonito poto?

    —Vaya usted a saber, pero hay gente muy envidiosa, en todas partes. Quizá no les guste ver lo bonito que está desde que yo lo cuido —contestó Apolonia y me miró de reojo.

    Pancracio siguió olfateando por todas partes. Como las mesas estaban separadas de dos en dos mediante unas mamparas tupidas, yo tenía que mirar todo esto subido al reposapiés que nos obligaban a tener los de prevención y seguridad en el trabajo. A los pocos minutos, varias cabezas sobresalíamos por encima de las mamparas, con la mirada fija en Pancracio y Apolonia, que no se separaba de su lado.

    —¿Dónde se sentaba Héctor?

    —Esta era su mesa. No la ha usado nadie porque, como ya sabrá, la empresa está haciendo reestructuraciones y ahora hay menos trabajadores. Nos van a echar a casi todos. Bueno, esto último me lo ha dicho el de personal —murmuró Apolonia—. ¿Ha hablado usted con él? Ha pasado tanta gente por aquí desde que desapareció Héctor… Bueno, le dejo, que me llaman al móvil —le dijo y se fue a su mesa a comer una magdalena de chocolate.

    —¿Quieres un poco? —me dijo y me acercó la magdalena a la boca, estirando su brazo, porque yo seguía asomado por encima de la mampara. En ese momento, Pancracio dirigió su mirada hacia mí.

    —¿Puede acercarse un momento?

    —Sí, sí. Ahora mismo voy, espere.

    Cuando llegué donde estaba Pancracio, me susurró al oído:

    —¿Aquí no hay forma de hablar en privado? Esto es una investigación, usted me entiende. Mire… —Y señaló las cabezas de mis compañeros, que aún sobresalían por encima de las mamparas—. Necesitaría hablar con usted e intentar mirar con detenimiento la mesa de Héctor. ¿Hay alguna forma de poder hacerlo?

    —Sí, claro —y grité—: ¡Fuego, fuego! ¡La alarma de incendios! —Y bajaron todos a la calle, en un momento.

    —Es usted un hombre de recursos, por lo que veo.

    —La idea fue de Apolonia. Lo ha hecho varias veces. En la última me di cuenta de que no era cierto. Yo no sé si el resto lo sabe también, o no, pero suelen aprovechar para fumarse un cigarrillo. ¿Usted fuma?

    —¡No! Qué va. Hace tres años ya que lo dejé, aunque lo sigo echando de menos, sobre todo cuando tengo que sacar conclusiones. Una calada al aire es siempre muy estimulante. Además, ¿a que le cuesta imaginar a un investigador que no fume? Nos quita esa parte brumosa.

    —¿A usted también le gustan las viejas películas en blanco y negro?

    —Sí, por supuesto. ¡Dónde va a parar! El color le da a todo un matiz diferente. Ya nada ha vuelto a ser igual desde que los colores envuelven el misterio.

    —¡Oh! No esperaba esa respuesta. Ya veo que lo de arraigo me lo dijo en serio, y lo de las haches en broma. ¿Me equivoco? —le dije, imitando su tono. Ese es uno de mis grandes defectos, enseguida me contagio del modo de hablar de la gente, y hay personas que se lo toman a bien, pero otras se piensan que me río de ellos, y hasta se enfadan.

    —No nos desviemos del asunto. ¿Nadie ha ocupado esta mesa desde que desapareció Héctor?

    —No. Lo cierto es que, como le ha dicho Apolonia, han ido echando a compañeros, y sobran mesas, no solo la de Héctor. Mire, si seguimos por esta sala, a la derecha, verá que hay dos mesas vacías —le dije mientras le indicaba que me acompañara hasta allí—. Bueno, cuatro mesas, por lo que veo. Aunque lo mismo dentro de un rato viene alguien y a los dos días se va. Ya sabe usted que los contratos de ahora duran un rato. Por cierto, ¿a usted cómo lo contratan? —y comencé a reírme, no sé por qué, pero a veces me pasa; empiezo a reír sin sentido, como si me hubieran contado un mal chiste. Lo cierto es que a Pancracio le cambió la cara, frunció el ceño y me dijo muy irritado:

    —Mire, no sé cómo decirle… Me parece muy bien que lleve una vida muy aburrida, que esté falto de emociones, que esté casado o no, que esté frustrado, que no sepa qué hacer con su vida y se crea que esto es un juego de detectives o un juego de palabras absurdo, pero esto es muy serio. Alguien ha desaparecido, sin dejar rastro. Nadie lo denunció, nadie pregunta por él. Solo cuando la gestoría de la empresa empezó a tramitar los partes de baja y vieron que no venía a trabajar, saltaron las alarmas, y no unas alarmas falsas de incendio, para divertirse, como hacen ustedes, imitando juegos de niños, como si la vida fuera un juguete desmontable.

    »¿Me entiende? Esto es muy serio, y a ustedes les da igual lo que haya pasado con su compañero. ¡Era una persona! ¿Dónde estamos llegando? Ya ni siquiera se fijan ustedes en la persona que trabaja a su lado. Ni siquiera saben qué ha sido de los compañeros a los que han echado. ¿Se han preocupado por ellos? ¿Saben qué es de su vida, si tienen familia, si han vuelto a encontrar trabajo? Ya no solo es triste que nadie haya preguntado por ese infeliz y que no tuviera a nadie en su vida que pudiera echarlo de menos, porque no sabemos qué vida llevaba fuera, pero ¿ni siquiera sus compañeros?

    »Que ninguno de ustedes, con algunos de los cuales llevaba años trabajando, lo echara en falta más allá de dos días... No vemos el mundo de colores ni en blanco y negro. No vemos nada. Sus compañeros seguirán ahí fuera, contándose chistes sobre la alarma de incendios. Qué más da, lo demás no importa, no es su problema. Nada es asunto de nadie. Sigamos así. Sigamos jugando mientras no la liguemos.

    —Perdone —dijo Apolonia, asomada por encima de la mampara que había detrás—. Tiene usted razón, no voy a decirle que no, pero yo sí me preocupé, ¡y mucho! Pregunté a todo el mundo, busqué su dirección, me acerqué a su casa, pregunté a sus vecinos. Solo me faltó ir a su pueblo, pero tenía pensado hacerlo en el puente de mayo, si sigo trabajando aquí y puedo gastarme dinero en eso, que se me acumulan los gatos, los gastos, quería decir, aunque también tengo gatos, tres, para ser exactos. ¿Le gustan los gatos? A un amante de los potos seguro que le gustan los gatos—dijo Apolonia, en un tono muy cariñoso.

    Era experta en calmar situaciones conflictivas, yo ya me había dado cuenta de ello en muchas ocasiones. En ese momento me acordé de aquella vez que lo hizo para impedir que pegaran a Héctor. Se me había olvidado. ¿Por qué fue aquello? No lograba recordarlo. Ahí podría hallar alguna pista sobre ese misterio. Me quedé dudando y se me olvidó que cuando me pasa eso suelo dejar los ojos en blanco, no sé por qué.

    —¡Mire, mire! ¡Su compañero tiene los ojos en blanco! ¿Le ocurre algo? ¿Tiene diabetes, algún problema de salud, le tumbamos? —dijo Pancracio, agarrándome del brazo, como si me fuera a caer.

    —¡Eh, tú! ¡Zas! —Apolonia me dio una colleja—. Mire, ¿ve? Ya le han vuelto a su sitio. Le pasa de vez en cuando, se queda como lelo. ¿Verdad, majo? Pero es buena gente, no se asuste. No lo hace por maldad. Por cierto, si no se dan prisa, dentro de nada van a subir todos de nuevo, ya se han debido fumar el cigarro. ¿No cree que sería buena idea investigar en el ordenador de Héctor?

    —Buena apreciación, Apolonia, por algo tiene usted un nombre tan apolíneo, valga la redundancia. No sé si nos dará tiempo.

    —No se preocupe, movemos estas mamparas y tapamos esta mesa, así nos podemos meter aquí sin que nos vean. Nadie se va a dar cuenta. En estas cosas solo me fijo yo, ni siquiera este. A él le gusta más fisgonear por las alturas, pero es nulo para verlos detalles, por eso pierde el sentido en cuanto tiene que pensar en algo. Yo, aquí donde me ve, no solo soy experta en potos. Por cierto, su perfume tiene toques de almizcle, clavo, canela… Hum, hum —dijo, olfateando alrededor de Pancracio—. No sé, hay una nota discordante, que no cuadra. Hum, hum… ¿Orégano? —Y le cogió la mano y se la llevó a la nariz—. ¡Lo que me imaginaba! ¿Ha comido usted pizza?

    —Sí, sí. Muy buen olfato. Me he tomado un trozo antes de subir aquí.

    —¿Pizza napolitana, con jamón y queso, tomate natural, orégano, pimienta y un chorretón de aceite de oliva?

    —Sí, esa misma.

    —¡Pues le han timado! Si la llega a pedir con aceitunas negras, le hubiera salido a mitad de precio. Solo hay que fijarse bien en los carteles, si se lee con detenimiento, pone: «Si la pide con aceitunas negras, le sale a mitad de precio». Eso sí, «si la pide con aceitunas negras», está escrito en una letra muy pequeñita, y «a mitad de precio», muy grande. Todos pican.

    —Vuelve a tener razón. A mí me ha extrañado que me cobraran más de lo que esperaba, porque sí me había fijado en lo de «a mitad de precio», por eso pedí esa, porque lo cierto es que me gusta más con peperoni, pero en esa no ponía que hicieran descuentos.

    —¿Y no les preguntó por qué le cobraron más?

    —No quería despertar sospechas y que pudieran pensar que era investigador privado. Si ya comenzaba haciendo preguntas…

    —Está usted en todo. ¿Y dice usted que también tiene buena mano para los potos?

    —Sí, se ve que tenemos muchas cosas en común. Usted también podría haber sido buena investigadora.

    —Sí, se ve que en algo… coincidimos. ¡Deprisa, deprisa, que vienen! ¡Vamos, Germán, corre! —dijo, dirigiéndose a mí—. Corre, que, si no te ven dentro de un rato con la cabeza revoloteando por lo alto, van a sospechar. Yo me quedo aquí.

    Me metí en el baño y cuando oí a mis compañeros subir por la escalera, salí y me escabullí entre ellos, como si también hubiera estado fuera. Luego me fui detrás de la mampara de la mesa de Héctor. Tal y como habíamos movido las otras, era posible quedarme de lado, entre medias, y que no me viera nadie. Desde allí, mirando por el espacio libre que quedaba entre el marco y la mampara, pero sin concentrarme mucho para que no se me pusieran los ojos en blanco…, me di cuenta de que no veía nada, pero escuchaba. Podía oír lo que decían, y pensé que eso era lo más importante, lo que hablaran, porque Apolonia no se quedaría callada.

    —Pues aquí no hay nada. Alguien se lo ha llevado antes. El disco duro no tiene nada personal, está limpio.

    —¿Está seguro? ¿Ha mirado usted bien? —dijo Apolonia.

    —¡Por supuesto! Tengo un curso de seguridad informática.

    —Pues, aunque le resulte raro, para eso también es importante el olfato.

    —Entiendo que se refiere usted a otro tipo de olfato y, sí, ese es esencial para todo. Vuelve a tener razón. Es lo que tienen los potos…

    —Eso es… ¡hojas verdes! Pues nada, mala suerte, ¿qué se le va a hacer? Habría estado bien encontrar algo que le hubiera dado alguna pista, pero no ha habido suerte. Es como cuando buscas en Google: unas veces lo encuentras, y otras, no. Son los tiempos que nos tocan. Como decía usted antes, lo mismo desaparecemos un día y nadie nos echa de menos o lo mismo regamos todos los días un poto que estaba muy sequito y nadie se fija en él o echan lejía en las hojas para desteñirlas. O, por no fijarse bien, paga más cara la pizza. ¿Ha mirado usted en la papelera? —le dijo Apolonia.

    —No. Tiene usted razón, no se me ha ocurrido —dijo Pancracio, y en ese momento recordé que había visto papeles tirados en esa papelera por la mañana, aunque no me había vuelto a acordar de ello. Pensé que había sido un error de Apolonia mencionarle eso, porque quizá había allí algo importante. Le chisté un par de veces, para decírselo, pero no me escuchaba; ni me veía, claro; así que, tras asegurarme de que el resto de mis compañeros permanecían sentados en sus sitios, deslicé un poco la mampara y entré donde estaban ellos—: Pues mire, qué raro, los papeles que hay son de ayer. Si nadie se ha sentado aquí desde que no viene Héctor, esto no cuadra. Algo extraño ocurre aquí —dijo Pancracio, sacando a pasear otra vez su olfato, porque se arrimó a las paredes e incluso se agachó por debajo de la mesa, olisqueando.

    —No se arrastre más por el suelo, que vaya usted a saber desde que no se limpia por ahí abajo, ya verá las rodilleras que tiene en los pantalones. Suba, suba, hombre. Hágame caso —le dijo Apolonia mientras que se iba a su mesa y volvía con un cepillo para la ropa—. Tome, páseselo por encima y límpielo antes de que se haga costra. Y por los papeles no se preocupe, aquí cada cual los tira donde puede. Si una papelera está llena, lo tiramos en la de al lado.

    —No, la verdad es que son papeles sin importancia. Mire, hay uno de una oferta de pizza de dos por una, la de las aceitunas.

    —A ver, traiga. Pues tiene razón, pero esto debió de ser hace tiempo. Tiene usted buenas rodillas y buen olfato, y amante de los potos. Ya se puede ir usted a casa contento y decirle a su madre que tuvo un hijo que ya quisiera haberlo tenido otra. Porque usted vive con ella, ¿a que sí?

    —Sí. Vuelve a tener usted razón. Debería hacerse investigadora privada, tiene cualidades. Aunque no se lo aconsejo, las condiciones laborales son mucho peores que las suyas, por eso vivo con mi madre —dijo, agachando la cabeza.

    —¿Le dan algún incentivo si resuelve los casos?

    —No mucho, la verdad.

    —Mejor para usted, porque le va a resultar muy complicado resolver este caso. Bueno, no quiero ser yo quien le quite la esperanza —dijo Apolonia y se fue a su mesa a tomarse otra magdalena de chocolate.

    3

    Durante aquella mañana y parte de la tarde, Pancracio siguió curioseando por todos los sitios y preguntando al resto de compañeros. De vez en cuando, desaparecía. Yo me imaginé que se iba al bar a tomarse alguna pizza, ya que había descubierto que podría presumir allí de agudeza visual y mental, pero me preocupaba que fuera cierto y tratara de despistarnos. Había algo en él muy extraño. Es cierto que parecía una persona que no se enteraba de nada, pero a veces me sorprendía con respuestas ingeniosas, incluso con un uso del lenguaje que no se correspondía con esa apariencia. Por otra parte, la pasión que había mostrado cuando se irritó reflejaba que era una persona sensible, quizá hasta tenía ideales. La verdad es que eso no me lo había imaginado al verlo. Ya sé que no es de personas inteligentes juzgar por las apariencias, pero, a esas alturas de la vida, ya no me preocupaba parecer inteligente. Lo cierto es que, si él lo era y pretendía disimularlo, lo conseguía. No porque fuera un hombre más bien grueso y bajo, porque la inteligencia no tiene nada que ver con eso, por mucho que Apolonia siempre insistiera en que yo siempre veía las cosas a distancia, aunque no creo que se refiriera a mi estatura. Lo mismo tenía razón, aunque sus ideas me resultaran absurdas, pero ¿qué idea que no sea propia no resulta absurda? Quizá ahora estoy aún más seguro de aquello: es una conclusión a la que me han llevado largas discusiones en los bares y en todas partes. Todo lo que no coincide con lo que tú piensas resulta extraño y, por ende, absurdo. Y quien esté libre de absurdos que tire la primera de sus razones al suelo. Nadie las tira. Nadie. Todos nos aferramos a ellas como si temiéramos que, si nos quitaran esas cuatro razones que seguimos conservando con el paso de los años como propias, nos dejarían desnudos de sentido, y eso nos produce escalofríos. Esto lo he discutido con mucha gente, pero nadie me da la razón, por absurdo que parezca. Así que yo tampoco se la doy a ellos. En aquellos momentos no lo tenía tan claro como ahora, pero, ya entonces, me quedé pensando en ello.

    —¡Eh, tú! Casi listo, ya estás otra vez con los ojos en blanco —me dijo Apolonia, chascando los dedos frente a mi cara—. ¡Qué estarás pensando, que ni tu cabeza lo acepta!

    —Será mi mente…

    —¿Tú crees que este se está enterando de algo?

    —No sé, de tan extraño que es ni siquiera lo parece…

    —Pero eso es porque nosotros estamos acostumbrados a gente muy normalita —me dijo en un tono que parecía irónico, pero con ella uno nunca podía estar seguro—. ¿Tú has visto las pintas que me trae? ¿De dónde habrá sacado ese traje roído? ¿Y qué me dices del bigotillo ese que lleva, que parece un retrato de esos de los años treinta? Menos mal que no se le ha caído el pelo y ya no creo que se le caiga, con lo canoso que lo tiene, aunque se lo tiña de negro. ¿Qué años crees tú que puede tener: cuarenta,

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