Esa cosa llamada compromiso
Por Fina Fornieles
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La primera novela de Fina Fornieles.
Lucía Casaghi trabaja como relaciones públicas en una multinacional en Barcelona. Educada en una buena familia que la quiere y la respeta, es inteligente, sociable y, sobre todo, altruista.
Preocupada por la actitud cada vez más fría y ausente del ser humano. Piensa que, poco a poco, estamos cayendo en una deshumanización que podría llegar a destruirnos como personas. Su preocupación la ha llevado a una filosofía propia, y sus teorías demuestran la alternativa para combatir ese problema.
Intentará dar a conocer sus teorías, pero se encontrará con el inconveniente de una sociedad estructurada con intereses creados que no se lo pondrá fácil. Simultáneamente, vive una apasionada historia de amor en conflicto. Se verá inmersa en la frialdad por la que está combatiendo y de la que no podrá escapar.
Fina Fornieles
Fina Fornieles nació en Barcelona en 1955, estudió Graduado Social en la Universidad de Barcelona y trabajó en la Administración. Actualmente jubilada, tiene un hijo y escribe poesía y narrativa intimista. Esta es su primera novela publicada.
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Esa cosa llamada compromiso - Fina Fornieles
Esa cosa llamada compromiso
Fina Fornieles
Esa cosa llamada compromiso
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418238178
ISBN eBook: 9788418238666
Depósito legal: SE 1640-2020
© del texto:
Fina Fornieles
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A los hombres más importantes de mi vida:
mi padre, Antonio;
mi marido, Pedro;
y mi querido hijo, Pau.
«Amamos con el corazón y sin compromiso, para llegar a ninguna parte».
I
Se miraba al espejo sin verse, como el que mira a un punto muerto. Quizá estaba dentro del espejo pretendiendo encontrar el fondo. O tal vez solo se dejaba llevar por una reacción autómata, inconsciente. Parpadeó, y sorprendió a su rostro reflejado en la luna vidriosa que pendía de una pared.
—Necesito ejercicio —balbuceó. Cogió el teléfono y marcó.
—¡Hola! Soy Ernesto. Resérvame pista para las nueve. Pista y monitor, se entiende.
—Descuida —respondió la voz al otro lado del teléfono—. Oye, para el domingo se ha organizado un torneo, ¿te apunto?
—¡Ah!, perfecto. Luego hablamos. Hasta la noche, adiós.
Siguiendo a sus pies, alcanzó la puerta cerrándola con decisión al salir. Se encaminó hacia el garaje, subió en su coche y salió a buena velocidad, alejándose de allí como el que no se deja nada.
—Buenas tardes, María. ¿Alguna llamada?
—Las notas están sobre tu mesa, pero hay una de Isabel. Dice que es urgente.
No contestó, y se dirigió a su despacho con gesto pensativo. Al momento, se giró y dijo:
—Bien, ya sabes lo que tienes que hacer.
María tampoco contestó. Sabía de antemano que tendría que hacer ese numerito, como tantas otras veces. Marcó el número de memoria, cogió un bolígrafo y un folio que había encima de la mesa, y se preparó como si fuera a escribir algo importante de la conversación que iba a mantener, aunque prácticamente era una conversación de rutina. La ex de su jefe llamaba todas las semanas. Al parecer, siempre era por algo importante, pero por razones obvias de confianza y contenido nunca explicaba el motivo a la secretaria y emplazaba a su próxima llamada al interesado, con carácter de urgencia.
—María, voy a la obra Norte. Luego tengo reunión en la gestoría, ya no volveré. Adiós.
—Ernesto, ¿te acuerdas de que tienes una cita esta noche?
—¡Oh, no lo recordaba! ¿Qué restaurante es?
—El Codorníu, salón número 4, a las nueve de la noche.
—¡Uff! ¿Qué haría sin ti?
La empleada se sintió útil. Admiraba profundamente a su jefe, y el menor elogio venido de él significaba el mejor de los elogios que le pudiera hacer nadie. Deseaba ser su secretaria ideal, se lo debía. Desde el comienzo de la sociedad formó parte de la plantilla de la empresa a pesar de que había otras candidatas mejor cualificadas académicamente. Ella lo sabía. Pero demostró en la entrevista ese carácter condescendiente de «lo que usted diga», «ahora mismo se lo traigo», «puedo quedarme más rato si usted quiere». Cosas que Ernesto valoró por encima de todo. Más tarde pasaría a ser exclusivamente su secretaria. María: una mujer entrada en años, soltera, sin hijos. Su trabajo lo era todo y, por supuesto, no replicaría a ninguna tarea que le encomendase. Le consideraba inteligente y profesional, y cualquiera de sus decisiones, con toda probabilidad, sería lo más conveniente.
Ernesto había conseguido metas importantes gracias a su esfuerzo y sin la ayuda de nadie, lo que le producía satisfacción personal. Por otra parte, le permitía quejarse de esa soledad vivida durante la lucha, exigiendo y esperando de los seres que le querían respeto y admiración, y también consuelo. Esto último le hacía sentirse humano, se convencía de que sufría y de que su vida, hasta ahora, no había sido fácil. En cambio, la compasión no la soportaba, por nada del mundo querría transmitir ese sentimiento. Pensaba que, en general, la gente compadecía a los pobres de espíritu; y él guardaba celosamente su opinión, nunca se reconocería públicamente un paria, y para eso tenía que demostrar continuamente que no lo era.
Su matrimonio con Isabel había sido un fracaso, no encontró el apoyo que necesitó. Aunque, en realidad, no quería ningún apoyo, para luego poder culpar y llorarse hasta el borde de la razón. En cualquier caso, le sirvió de excusa futura para romper lazos, y un buen día se marchó. La historia no es cruel porque Isabel no sintió que perdía a alguien con la huida de su marido. Isabel presintió que dejaría de ganar. Ahora su nivel de vida disminuiría considerablemente, tenía su mundo particular organizado, y para mantenerlo no podía consentir ni aceptar de ninguna manera la situación que se le avecinaba. Insistiría hasta agotar toda posibilidad de ablandarlo. Inútilmente.
Llegó puntual al restaurante. No había casi nadie. Se sintió algo incómodo y pidió en la barra del bar un zumo de piña. Haría tiempo, no le gustaba ser ni el primero ni el último. Se sentó mirando hacia la calle y hasta después de un rato no se percató de que no se veía nada. Fuera, en la calle, ya había oscurecido. Giró el taburete con disimulo, y a su lado había una mujer de unos treinta y tantos, como él. Su aspecto le resultó agradable. No había mucho más que elegir en aquel momento; y si mantenía conversación con alguien, no parecería que estaba solo. Oyó la voz de ella tomando la iniciativa, la miró con gusto y con sorpresa.
—¿Esperas para la cena de UNCOES? Hola.
—Hola, sí. ¿Eres la guía?
Se sonrió. Y a él le gustó su sonrisa.
—Soy la representante formal, no legal, de la empresa GROLECO, y vengo a hacer el papel, como todos.
Dirigió la mirada hacia dentro, donde se apreciaba ya un pequeño tumulto de personas. Algunas yendo de un lado a otro del salón, saludándose; otras haciendo chirriar las sillas al acomodarse en ellas.
—Y me visto de ojos y piernas para imitar lo que se hace y seguir a la mayoría —continuó diciendo, mirándole de reojo y moviendo la cabeza a derecha e izquierda.
—Pues yo solo traigo la nariz y los oídos para oler todo lo que se cuece y empaparme de todo lo que se comenta —contestó él, recogiendo y devolviendo la broma.
—Entonces, esto es pan comido —dijo con seguridad, y le tendió la mano sonriéndole otra vez al presentarse—. Lucía.
El hombre empezaba a sentirse cómodo. Muy bien. «¡Qué fácil es todo con esta mujer!», pensó. Enseguida compartió el gesto, y por tres segundos estrecharon sus manos.
—Ernesto, representante formal y legal de la empresa BAPSA.
—¿Legal, representante legal?
—Sí, pero hoy solo vengo de formal. Tranquila.
—No sé, no sé —contestó Lucía moviendo la cabeza de un lado para otro.
—Mira, ya hay bastante gente en el salón —dijo él—. Vamos a coger un buen sitio, nos sentaremos juntos, ¿quieres?
—¿Me vas a proteger de los lobos?
—¡Toda la noche! —contestó, y se encaminaron hacia el interior del salón riendo por las tonterías que se habían dicho.
Acabaron en un bar cerca de la playa tomando café con hielo, agua mineral y zumo. Era una noche calurosa y espesa en la que pasear resultaba gratificante; sobre todo, bordeando la costa. Se oía el murmullo de las olas al romper en la orilla; y otra música, casi muda, parecía venir de unas luces en la lejanía.
—¿Estás casada? —preguntó Ernesto a la mujer.
—No, ¿y tú?
—No. Bueno, ahora no. Estoy separado. Después de un montón de años, me di cuenta de que es demasiada carga eso de cumplir sin que te apetezca. Quiero ser libre, necesito serlo… Descubrirme… Ya sabes.
—Ya, la irresponsabilidad, ¿no?
—¿Cómo dices?
—Pues eso, que te contradices. Y, además, en tus palabras dejas entrever el gran problema actual.
Ernesto bebió agua, estaba un poco confuso.
—¿En qué me contradigo? ¿Qué es lo que dejo entrever?
—Si has dejado a tu mujer es porque no la querías lo suficiente, tal vez no la has querido nunca. La libertad pertenece a un estado interior, a la conformidad con uno mismo, y no con los demás. Aun así, puedes sentirte mejor al compartir esa armonía con otros. Creo que cualquier intercambio de valores humanos siempre es positivo, o, al menos, constructivo.
En ese momento se acercó un hombre con aspecto indefinido, sostenía un cigarrillo en la mano derecha. Al hablar, enseñó despreocupado su dentadura corroída y disminuida en un tercio de su totalidad. El olor fétido distrajo la atención de Lucía. Ernesto miró a aquel hombre. No se inmutó.
—¡Qué-qué dice! ¡Ah, fuego! Sí. Oh, no. No fumo, ¡lo siento! Espere, creo que tengo una cajetilla de esas de propaganda en el bolso. Tenga —dijo Lucía.
El hombre se alejó tan siniestro como se había acercado. Hubo un corto silencio, se había interrumpido el hilo de la conversación. Ernesto intentó recuperarlo, empezaba a intrigarle el tema, ¿o era ella quien lo hacía interesante?
—Hemos acabado el agua —dijo Lucía.
—Pues pidamos más, y un zumo de piña también. Y es verdad, no la quería. Y la libertad la disfruto mejor solo. Lo siento —contestó Ernesto—. Aunque he de confesar que la soledad me asusta.
»Me tienes que aclarar todavía ese problema tan actual y del que yo soy poco menos que modelo de exposición.
—Vas a pensar que critico tu actitud, y no es esa mi intención, te lo aseguro. Me parece bien cualquier postura que adopte quienquiera. Si le vale, perfecto. Yo solo observo y saco mis conclusiones. He visto demasiadas veces el daño que nos hacemos a nosotros mismos, pero también sé que nadie debe hacer nada si hacer algo es quebrantar la voluntad ajena. Creo que el espectador no debe participar en la función cuando es privada, solo debe observar y sacar conclusiones.
—Bueno, muy democrático. Pero ¿de qué manera nos hacemos daño?
—Mira, Ernesto. —Se mojó los labios antes de hablar, y su rostro tan radiante hasta ahora se entristeció de pronto. Bajó la mirada y empezó a pronunciar palabras duras, oscuras, quebrantadoras, acusadoras—. Es contradictorio observar que precisamente en la era de la comunicación sea la incomunicación lo que más prevalece. Que en la era de la explicación sea cuando menos nos entendemos. Que en la era del progreso sea nuestro mayor regreso. Es incomprensible. El miedo y la irresponsabilidad son problemas latentes en la sociedad, y la gente desconfía incluso de sus propias fuerzas. Piensa que los demás traman algo; y sin saberlo seguro, toma postura defensiva creando un círculo cerrado.
»Tenemos de alguna manera que potenciar la confianza, porque la desconfianza no puede ser el primer detonante. Nos sumergiríamos en un agujero negro, impenetrable. Las conversaciones, los diálogos se convertirían en tristes monólogos. No tendría sentido nada.
»Tenemos que solucionar ese problema porque estamos cayendo en el error de la frialdad, de la deshumanización. Estamos borrando la entrega, y sin entrega no es posible el amor. Y cuando pasara mucho tiempo, siendo esa