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Los durmientes
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Libro electrónico447 páginas7 horas

Los durmientes

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Rosa es una historiadora treintañera que recibe el encargo de escribir la biografía de un personaje de segundo orden de la Transición española, Jaime Monasterio, padre de su amiga Paloma, cuyas memorias le facilita ésta. Rosa descubrirá que su rutinaria tarea es un pretexto para ayudar a la desarticulación de una célula de agentes durmientes al servicio del espionaje ruso, surgida entre las amistades del padre de su amiga.

La historiadora, convertida en informante del servicio secreto, descubrirá que un mundo sin traiciones es un escenario sin cambios como lee en las fascinantes memorias de Jaime Monasterio, donde no faltan menciones a Ramón Serrano Súñer, Benito Mussolini, Alessandro Pavolini, Dionisio Ridruejo, Edgar Neville, el rey Faruk de Egipto, José María de Areilza o Adolfo Suárez. Por su parte, en su cometido Rosa comprenderá que vive en un estado de hibernación, personal y laboral. A diferencia de los espías de la red que tiene que descubrir, ella lleva una vida rota, hecha de relaciones con hombres equivocados, carencias familiares y trabajos eventuales, en una soledad donde ni siquiera puede aspirar a la categoría de bella durmiente, a la espera del amor que la despierte.

La lectura de las memorias de Jaime Monasterio y la reconstrucción de su biografía llevarán a Rosa a recorrer la historia de España e Italia desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy en día, a través de un periplo personal lleno de sorpresas. Las lealtades por las que luchó de joven no servirán a Jaime Monasterio en la posguerra; desengañado y resentido, hará de la traición un arma frente a los poderosos del momento y de la infidelidad una forma de vida, en aquellos años de la dolce vita y de la Transición española, donde confraternizará con estafadores, aristócratas, políticos, actrices, falsos profetas y mafiosos.

"Los durmientes" es una apuesta de Fórcola, en su colección de narrativa, y es un modo de mirar la Transición desde un prisma de complejidad: hubo en ella extraña fauna, paradójicas actitudes y quizá, también, un intento de redención. Jaime Monasterio perteneció a ella."
Antón Castro, Heraldo de Aragón
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 abr 2020
ISBN9788417425050
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    Los durmientes - Luis de León Barga

    CANETTI

    I

    Un trabajo especial

    Hay una edad donde ya no eres joven pero todavía te faltan muchos años para transformarte en un ser invisible a los ojos de cualquier hombre. Deseas encontrar al amor de tu vida (suponiendo que no sea una fantasía adolescente), pero ni siquiera tienes una relación estable. Entonces, como eres atrevida y curiosa, caes en las trampas que te tiende la soledad. En mi caso todo empezó cuando Lucas me ofreció un trabajo «especial». Era un favor que le había pedido un amigo que dirigía una fundación dedicada a cuestiones históricas, pero como la principal beneficiada iba a ser yo, el favor me lo hacía él. «Si lo haces bien te abrirá puertas importantes», añadió. Yo le contesté que primero quería hablar con su amigo, un profesor con varios saberes y títulos según ponía en la tarjeta que me entregó Lucas. Le diría si aceptaba o no cuando me explicase el salario, las condiciones laborales y en qué iba a consistir ese cometido tan especial. Pero los dos sabíamos que desde hacía tiempo vivía con contratos temporales y el realquilado de una habitación de mi apartamento. Por eso al día siguiente estaba sentada frente al amigo de Lucas en su soleado despacho, donde a las montañas de carpetas, papeles y libros esparcidos sobre su mesa se sumaban tres plantas de exuberante follaje que proporcionaban la impresión de encontrarnos en una floristería-librería.

    –¿Estás de acuerdo? –me preguntó tras explicarme las condiciones salariales. El trabajo consistía en escribir un estudio biográfico sobre el padre de mi amiga Paloma, hospitalizado por una insuficiencia respiratoria agravada por su avanzada edad. Yo sabía por ella que había participado en diversos acontecimientos históricos, que iban desde la Segunda Guerra Mundial hasta la Transición, y que fue bastante mujeriego, a pesar de estar casado toda su vida–. Nadie mejor que tú para contarlo, gracias a tu amistad con su hija y tu condición de historiadora –dijo el amigo de Lucas.

    –Sí –dije esperando que no se notase demasiado mi decepción por el salario y el escaso alcance de mi cometido.

    El profesor agachó la cabeza para mirar sus papeles un momento, como si se hubiese olvidado de algo, mientras se sujetaba con un dedo la montura de las gafas. Ovaladas y pequeñas, achinaban sus ojos hasta transformarlo en un nativo asiático de piel clara.

    –Éste es el contrato, ¿puedes firmar aquí? –Al observar mi indecisión, añadió–: No te compromete a nada y puedes dejarlo cuando quieras con un preaviso de quince días.

    Tras firmar, el profesor amigo de Lucas perfiló en grandes líneas la vida del padre de Paloma.

    –¿Estás de acuerdo con lo que te acabo de explicar?

    Le dije que sí confiando en que no se notase demasiado mi desatención. El profesor agachó la cabeza para buscar otros papeles.

    Mientras hablaba de mi futura tarea, pensé que al menos Lucas se preocupaba por conseguirme trabajo. Cierto es que no de una forma desinteresada. En cambio, mi ahora exmarido ni eso. Sólo sabía llevarme a los centros comerciales a comprar comida y luego a encerrarnos en casa para ver películas y jugar con la Play. Y así hasta que un día decidí que ya estaba bien de aburrirme. Vaya por delante que los hombres como género están caducados hace años. El que no es gay, busca una mamá que le dé el biberón, o es un obseso sexual, o sólo le interesa el fútbol. Si es más culto, el ciclismo. Y de compromiso, tararí que te vi. Sólo se comprometen los obesos, los adictos al trabajo para que les soluciones la logística y puedan trabajar más, y los enfermos mentales para que les alegres el día; de la noche ya se encargan las pastillas. Entonces te sonríen con aire beatífico y, medio atontados, contestan que sí a todo. Basta con llevar un hombre a casa para comprobarlo científicamente. Es lo mismo que comprar fruta. O está congelada porque viene de otro continente y no hay forma de comerla de lo dura que está, o se encuentra demasiado madura, y tienes que tirarla a la basura si no te la comes enseguida porque se pudre.

    –Esto es para ti. –El profesor me entregó unos folios–. Míralo en casa y si tienes alguna duda me escribes un correo electrónico –dijo como si tuviera prisa por terminar.

    Lo miré por encima. Era el plan de la investigación, con sus objetivos y los aspectos que más le interesaba tocar.

    *

    Al salir de la fundación, aunque estaba cansada (me había despertado pronto) no me quedó más remedio que comer con Lucas debido a su empeño. Me esperaba sentado a la mesa del restaurante con aire de satisfacción, su mechón de pelo canoso en la frente y las gafas para la vista cansada encima de la mesa:

    –¿Qué tal te ha ido?

    Contesté que bien sin entrar en detalles aunque sabía lo mucho que le gustaba controlar mi vida, hacer de padre amante, aconsejarme acerca de lo debido y lo indebido, y convertirme en su hija ideal pues la auténtica nada quería saber de él tras una separación borrascosa años atrás.

    Mientras me recomendaba qué menú pedir y me servía el vino insistió en alabar mi labor, que, según él, me iba a permitir cambiar mi vida de raíz.

    –Carlos está muy bien relacionado, y si queda contento te llamará para otros asuntos. A él nunca le faltan patrocinadores y empresas que pongan dinero en sus proyectos. Y una vez conseguida la autonomía económica podrás emprender otros derroteros. Además, hay dinero y vas a viajar a Roma.

    Sus palabras me recordaron el cuento de la lechera, pues la naturaleza de mi trabajo no invitaba a ser muy ambiciosa.

    –Por cierto, ¿quién paga todo esto?

    –Varios organismos oficiales.

    –Antes de seguir, me gustaría que me explicases por qué mi trabajo es especial. No veo nada particular en escribir la biografía del padre de mi amiga.

    –Su imagen pública tiene poco que ver con la verdadera –dijo con una sonrisa traviesa–. Es un hombre con una trayectoria inusual y algo raro, aparte de haber estado metido en asuntos ilegales.

    –Por eso he pensado que voy a entrevistar primero a uno de sus amigos íntimos, Pedro Layes, para tener una visión de conjunto de los últimos años y saber a qué atenerme.

    Me había pasado la tarde anterior leyendo todo lo que aparecía en la red sobre Pedro Layes, que no era mucho. Breves menciones de sus viejos momentos de gloria, algunas noticias referentes a la productora cinematográfica que tuvo antes de dedicarse a la política, mucha farfolla sobre su época de gobernador civil en el primer Gobierno de Adolfo Suárez, y, años después, algunas noticias sobre la crisis de su empresa. De su época de gobernador civil había varias fotos en actos oficiales. Era un hombre atractivo, con el traje entallado y la corbata ancha, a la moda de entonces. Llevaba el pelo largo y grandes patillas, y tenía la sonrisa de quien sabe que le acompaña la suerte.

    –Me parece una buena idea.

    Sentí la mano de Lucas sobre la mía. Como solía ocurrirme con él cuando nos veíamos a media semana, por un lado prefería volver a casa y seguir trabajando tranquila, pero por otro la ansiedad me empujaba a distraerme, olvidar a mi ex, no tener que escuchar a Sebastián con su ligue de turno haciendo el amor en la habitación que le había alquilado, o ver con ellos una película. Y todo porque cuando se trataba de hacer frente a mi desasosiego, la forma de atenuarlo no era desde la tranquilidad sino, por el contrario, con alguna copa que otra. Además, no me convenía seguir por la tarde con Lucas, pero una cabeza como la mía hace tiempo que le permitía todo tipo de caprichos con tal de no estar sola. Mi ex decía que tengo una personalidad «desequilibrada», cuando lo único que ocurría es que a él le gustaba la rutina y a mí la variedad. Por eso, pese a su insistencia, y no sé si habré de arrepentirme algún día, cuando me planteó tener hijos no me sentí con fuerzas para emprender una vida nueva junto a él y ése fue el principio del fin. A Lucas le gusta también la rutina. Pero le salvan otras cosas. Y no me refiero sólo a que sea profesor de Historia en la universidad, sino a su sabiduría vital, sus rarezas y su simpatía. Aunque corpulento y algo oso (cuando dormimos juntos y me rodea con sus brazos me siento como si yo fuese un ballenato arponeado desde el cañón de un bote ballenero), sabe agradarte. Lo que llevo peor son ciertas manías suyas. En particular, la de tenerme que disfrazar de mujer de los años sesenta, estilo Brigitte Bardot, cada vez que hacemos el amor. De dónde le viene esta fijación, lo desconozco.

    Por eso, una vez en su casa, fui directa hacia el vestidor para cambiarme de ropa. Mientras, él eligió un cedé con un mambo y se puso una guayabera como si con ello pudiera convertirse en un músico de una orquesta caribeña. Luego separó sillas y mesas e improvisó una pequeña pista de baile en el salón estilo años sesenta, muebles que ahora valen una fortuna y que mi madre tiró a la basura. A Lucas le gustan las mujeres con unos cuantos kilos de más. (Dice que por eso le gusto tanto... gracias por la inteligencia.) Cuerpos ideales para llevar una falda plisada de lunares por debajo de la rodilla, con el cinturón ancho para resaltar el busto y la blusa negra de manga corta. Y el peinado con flequillo y coleta.

    *

    Para tantearla por si acaso no le gustaba la idea, y con la excusa de que no tenía trabajo, le pedí permiso a Paloma para intentar escribir una biografía de su padre y luego ver si podía publicarla. Ante mi sorpresa, no puso ningún reparo e incluso me habló de unos recuerdos que había escrito su padre. Sin embargo, antes de entregármelos debía obtener la aprobación del resto de su familia y me pidió que no se los diera a leer a terceras personas. Con este motivo me invitó a tomar café a la casa paterna.

    Su familia directa la constituyen, además del padre y la madre, Ana María, dos hermanos más. El mayor, José Antonio, sigue soltero y vive con la madre mientras que el pequeño, Alfonso, por su cuenta y peleado con los demás. Sólo se habla con Paloma. Ella es un poco disparatada y generosa, al menos conmigo. La conocí hace tiempo gracias a una amiga común, aunque Paloma es mayor que yo. Tiene una galería de arte. Como siempre daba una copa cuando inauguraba una exposición, solía ir a menudo con la amiga que me la presentó. Me resultaba divertido y aunque nunca conocí allí a un hombre que mereciese la pena, tampoco tenía nada mejor que hacer a esa hora. De este modo, poco a poco nos fuimos haciendo amigas e incluso me ofreció trabajar en la galería por las tardes como complemento para mis escasos ingresos, lo que hice durante una temporada.

    El piso donde vive su familia es bastante grande, pues el salón me pareció del mismo tamaño que el apartamento que comparto con Sebastián y su novia. Bueno, exagero. Pero no le debe de faltar mucho. Una estantería hecha a medida ocupaba una pared, y cuando la criada me dejó sentada me habría gustado levantarme y curiosear entre las fotografías que adornaban los estantes, pero no lo hice porque pensé que causaría mejor impresión si me quedaba en mi sitio. En otra pared había un cuadro de un paisaje dieciochesco con lamparita propia, por lo que deduje que sería de algún pintor importante. No era la única obra de arte que había allí, aunque el resto me pareció menos relevante. En cambio, me fijé en un retrato ovalado de un hombre vestido con chaqué, banda al pecho y varias condecoraciones. Desde mi asiento no podía distinguir los detalles, pero despertaba respeto con su mirada severa. A su lado, y del mismo tamaño, el retrato de la que debió de ser su mujer. Lo que en el otro era lucimiento y mando, en el de ella era tristeza y sumisión. Lo que me llamó la atención fue el parecido existente entre la mujer del retrato y mi amiga. Paloma me había contado que la familia de su madre era de origen cordobés. Y desde luego Paloma podía haber sido una modelo de un cuadro de Romero de Torres, con su melena negra y larga, los ojos negros y grandes, y la piel tostada.

    La madre andaba con bastón, pues estaba operada de la cadera hacía un mes. De baja estatura y menuda, iba muy arreglada, con un traje de chaqueta azul claro, el pelo teñido de negro y maquillada. Nada más acercarse me saludó y me contó que su hija le había hablado mucho y bien de mí. El hermano, José Antonio, moreno como todos, bien plantado y pijo en el vestir, me apretó la mano con fuerza.

    –Mira, hija –dijo Ana María con voz sinuosa–. Nosotros lo que queremos por encima de todo es que hagas tu trabajo lo mejor posible. Como eres amiga de Paloma confiamos en ti. Ya sabes que, por desgracia, Jaime se encuentra hospitalizado por una insuficiencia respiratoria, aunque tal vez sea mejor así. –Una sonrisa de satisfacción iluminó su cara.

    –Para nosotros nuestro padre es... no diría que un héroe, pero casi –intervino el hijo con rapidez–. ¿Te puedo tutear? –Respondí que sí–. Como sabes, tomó decisiones políticas que le perjudicaron gravemente en el terreno profesional.

    –Lo sé, pero a mí me interesa más el lado humano que el político.

    –¿Humano? –preguntó, sorprendida, la madre de Paloma.

    –Mamá –intervino Paloma–, se refiere a que no le interesa tanto el historial político de papá como su carácter, su forma de ser...

    –¡Ah! Pero tampoco le voy a contar mi matrimonio...

    –No se preocupe usted, que lo mío no va por ahí.

    –Me ha dicho Paloma que te va a dejar las memorias de mi padre –dijo José Antonio.

    –Sí, y sobre ello quería haceros algunas preguntas.

    –Dime –dijo el hijo erigiéndose en portavoz de la familia, pues a partir de ese momento tanto Ana María como Paloma apenas hablaron.

    –¿Podré ver todos sus papeles?

    –Por supuesto, siempre y cuando en tu biografía no salgan a relucir asuntos personales o íntimos. –José Antonio sacó un cigarrillo y me ofreció uno. Le dije que no fumaba–. No sé si te ha comentado Paloma –dijo tras encenderlo y aspirar una calada– que puedes ver lo que quieras con la condición de que podamos leer lo que has escrito antes de que se publique y que si no estamos de acuerdo, lo quites.

    Hice un gesto de asentimiento mientras pensaba la forma de sortear el obstáculo. De entrada me hubiera encantado responderle: «Para qué escribir una biografía si luego hay que pasar por la censura y convertirlo en la vida de un santo». De salida mi respuesta fue mucho más conciliadora.

    –Prefiero que no se me facilite o que no me digáis lo que vosotros creéis que puede perjudicar la intimidad familiar a que se me censure a posteriori.

    –Mi intención no es censurar tu trabajo. –Sabía que la palabra «censura» iba a jugar a mi favor–. De ser así nos hubiéramos negado a colaborar contigo. Lo único que deseamos es preservar nuestra intimidad.

    –Creo que no habrá ningún problema –dije a sabiendas de que los habría. Es algo ineludible en estos asuntos. Sucede lo mismo que con las obras comunes que se hacen en los edificios. Siempre hay algún vecino que no está de acuerdo o que se siente perjudicado. Contentar a todo el mundo es imposible.

    *

    Cuando llamé al móvil de Alfonso, el hermano pequeño de Paloma, para que me explicase las razones de su enfado con su familia me contestó que no deseaba saber nada de «ése». Le expliqué mi intención de escribir la biografía de su padre y que una visión próxima y sincera podía ser más útil que el silencio.

    –Útil para ti –me respondió con agresividad.

    –Por supuesto, pero también para que puedas dar tus razones. Si no, sólo habrá la versión oficial, por decirlo de algún modo, y tu padre quedará como lo que tu familia dice que es: un héroe.

    Al otro lado del auricular, aquella voz cantarina carraspeó como el motor de un coche maltratado por cambiar de marcha sin pisar el embrague.

    –¿Has dicho «héroe»?

    –¿No lo es? –pregunté para seguir tirando del hilo.

    –De pacotilla.

    Siguió un tira y afloja sobre el supuesto heroísmo de su padre y al final conseguí arrancarle una cita en una céntrica cafetería que eligió él. Yo sabía por Paloma que Alfonso, por sus gustos e inclinaciones, había tenido duros enfrentamientos con su padre y, en cuanto pudo, se marchó de casa. De su época de cantante de un grupo pop conservaba una voz melodiosa y cierto sentido del espectáculo. Al menos eso me pareció cuando se acercó a zancadas y, tras identificarme por la revista que le dije que iba a llevar, hizo una reverencia antes de sentarse. Al quitarse las gafas de sol apareció una cara demacrada de amplias ojeras. La impresión de fragilidad se acentuó por su extrema delgadez, y los vaqueros pitillo que llevaba con una sudadera ajustada estilizaban aún más su figura.

    –Soy Alfonso –dijo con una sonrisa mientras me tendía la mano como si fuera una damisela a la que hubiera que rendir pleitesía.

    –Rosa –respondí con otra sonrisa mientras le apretaba la mano con fuerza–, la amiga de Paloma.

    Alfonso frunció los labios en un gesto de desagrado y acto seguido me preguntó qué deseaba saber del «viejo».

    –Si te parece, me das tu impresión particular y luego te hago una serie de preguntas, ¿de acuerdo?

    –Vale –respondió con desgana mientras apoyaba los codos en la mesa y sorbía con una pajita la coca-cola que había pedido.

    –¿No te importa que te grabe?

    –Al contrario, ¡me encanta! Me recuerda mi época de fama.

    –¿Ah, sí? ¿Y eso cuándo fue?

    –¡Uff! –Alfonso suspiró–. Hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo.

    –¿A qué te dedicas ahora? –Vi que hizo un gesto raro, así que añadí con rapidez–: Si te apetece contarlo.

    –No, no se puede saber. –Alfonso enseñó una sonrisa traviesa–: Es un secreto, pero si te portas bien a lo mejor te lo digo.

    –Ya lo sé –exclamé de repente–. ¿Peter Pan?

    –Frío.

    –¿Blancanieves?

    –Caliente –dijo con una risita.

    –¡Caperucita Roja!

    –¡Bingo! –Alfonso se levantó, se acercó a mí y me estampó un beso en los labios–. Tranquila, que no me voy a poner a picotear contigo. Bueno, ¿la verdad o la mentira?

    –La verdad.

    –Pon la grabadora en marcha, Rosalinda.

    Cuando di al botón de grabación, Alfonso contó en voz alta: uno, dos y tres, como si estuviera en un concierto y fuera a empezar a tocar con su grupo. Luego habló de seguido con una rabia creciente que puso color a la palidez de su rostro.

    –Un hijo de puta, eso es lo que es ese viejo que la está palmando, que ya es hora, todavía a sus años dando la lata, que si por mí fuese te aseguro que no le cambiaba el pañal en veinte días, y se lo diría: «Cabrón, para que aprendas, so hijo puta», que mi madre es una santa pero a ése no quiero verle ni en pintura, y el día que se muera te juro que brindaré con champán del bueno. Menudo pendejo de mierda, mutilado afectivo, maniaco sexual en potencia, marido infiel, padre tirano, vago total y minusválido mental para la vida activa y pasiva. Si por mí fuese le subía a la azotea del edificio más alto de la ciudad y le diría: «Reza tu última oración, viejales, que te voy a empujar para que pruebes la emoción de volar en silla sin motor...».

    –Un inciso, ¿puedo?

    –Dime, cariño. –Alfonso me miró sorprendido de que le hubiera interrumpido.

    –¿Cómo lo definirías ideológicamente?

    –Cinismo y pragmatismo.

    –¿Algún otro ismo?

    –Hijoputismo.

    –Ya he entendido que odias a tu padre, pero si no te importa, ¿me puedes decir por qué razón?

    –¿Por qué razón? ¿Sólo una? Mira, cariño, si yo tuviera sólo una razón te juro por los clavos de Cristo crucificado y en pena que me pasaría en el hospital día y noche, y no dejaría que se acercase nadie. Les echaría a gritos y les diría que me ocupaba yo de todo. ¿Una? –Alfonso se acercó a mí y me miró con fijeza–. No entiendes nada, bonita, así que me voy. Gracias por la coca-cola.

    Se levantó y me dejó sola con mi grabadora. En un instante su figura fantasmal desapareció entre la gente, como si todo hubiese sido una alucinación mía.

    *

    Llegar hasta la casa de Pedro Layes me costó más de lo previsto, pues di bastantes vueltas hasta dar con la urbanización, que se encontraba a una veintena de kilómetros de Madrid. Luego me perdí en un dédalo de calles de dirección única. Finalmente conseguí dar con la calle. Al igual que las demás, tenía aceras diminutas y estaba bordeada por muros coronados con arbustos que impedían ver el interior de las parcelas edificadas, salvo algún tejado y la parte superior de los árboles. Aparqué en la acera mi viejo y sucio coche (siempre que lo uso es cuando me acuerdo de que tengo que lavarlo) y llamé al timbre con la misma impetuosidad que si fuera un servicio de urgencias.

    La puerta se abrió y seguí un sendero de piedras que discurría sobre un césped descuidado hasta la puerta de la casa de dos alturas, que iluminaba en la oscuridad del anochecer un farol de cristal en la lejanía. Cuando por fin la puerta se abrió, un hombre mayor y de mi misma altura me tendió la mano con una sonrisa y dijo ser Pedro Layes Tordesillas.

    –Disculpe –le solté a bocajarro–. Necesito ir al baño con urgencia.

    Pedro Layes sonrió con magnanimidad y me condujo a través de la penumbra y un largo pasillo.

    –Para que no se pierda, la esperaré fuera. Justo allí –dijo tras abrir la puerta del cuarto de baño, dar la luz y señalar el pasillo por el que habíamos venido.

    Una vez concluida mi necesidad (¿nervios o cistitis incipiente?) observé el espacioso baño con tarima de losetas blancas, con línea azul para la bañera y el lavabo, y el amplio espejo en el que me miré tras lavarme las manos. Me peiné la melena y el flequillo que me sirve para disimular la redondez de mi cara, «dura como la miga prieta de un pan candeal», según decía mi madre. Me retoqué los labios, demasiado pequeños y finos para mi nariz recta y grande. Por último, me pinté ligeramente con el lápiz el contorno de los ojos, de un color amarronado y que mi ex definió durante una pelea conyugal como «ojos de perro callejero». En cualquier caso, soy consciente de que, estéticamente, soy una mujer del montón.

    Tras cruzar unos amplios salones subimos por una escalera de madera a su despacho, en un silencio sepulcral, pues la gruesa moqueta de color ceniza ahogaba el ruido de nuestras pisadas. Como tampoco se escuchaba sonido alguno, tuve miedo. Si hubiese querido, Pedro Layes podría haberme violado y asesinado (así de truculenta es una), y me sentí tensa incluso una vez sentada en un sofá de dos plazas que, junto a otro, ocupaba un lado de la habitación, lejos de la mesa del despacho, repleta de papeles y un ordenador de sobremesa.

    A la luz de la lámpara de pie que había en una esquina con una pantalla grande junto a una mesita, vi una foto de Adolfo Suárez enmarcada en plata y dedicada.

    –Fue el primer presidente del Gobierno de la democracia, ¿no? –pregunté para romper el hielo.

    –Sí, ¡qué gran presidente fue! En este país harían falta muchos hombres como él.

    –Desde luego –respondí para simpatizar. Sin embargo, creo que en este país hace falta arreglar tantas cosas que se necesitaría más de un hombre así, aunque fuese un superhéroe de la factoría Marvel (mi favorito es el Hombre Araña). En cuanto a mi juicio sobre Suárez, al haber yo nacido en 1976, se limitaba a los libros que había leído sobre esa época.

    –Bueno, usted me dirá –dijo sentándose enfrente y estirando las piernas con un gesto de indolencia.

    Como estaba cerca de la lámpara, pude verle bien. El pelo ya no era tan abundante como en las fotos que conocía de él, y las patillas habían desaparecido. Ahora usaba gafas, y unas amplias ojeras oscuras bordeaban unos ojos vivos. Para los setenta y dos años que tenía, no se conservaba mal. Vestía a la inglesa, de forma casual: chaqueta de tweed, pantalones de pana y un foulard de seda. Calzaba zapatos de ante y llevaba calcetines bicolor en tonos ocre.

    Cuando le expliqué el motivo de mi visita, Pedro Layes hizo un gesto de extrañeza.

    –Sinceramente, creo que hay gente más interesante que puede explicar mejor la evolución de la sociedad española durante el siglo pasado.

    –Me imagino que sí –dije para no contradecirle–, pero tengo la ventaja de que la familia me va a facilitar sus recuerdos. Pensaba que era amigo suyo.

    –Lo fuimos. Pero hace años tuvimos nuestras diferencias, y luego me enteré de otras historias suyas que ahora no vienen al caso. Si usted se va a tomar la molestia de llevar a cabo este trabajo, que no es fácil, a lo mejor sería más justo dedicar sus esfuerzos a otra persona de mayor mérito.

    –No me cabe la menor duda, pero el director de la investigación ha decidido que sea él y yo no puedo imponer otro nombre. De todos modos se trata de un trabajo histórico colectivo –dije para congraciarme con Layes–. Por eso usted debe ocupar también un lugar central en mi estudio.

    Mis palabras tuvieron el efecto deseado porque, de inmediato, se incorporó hacia delante como un corredor de cien metros en el segundo antes de empezar la competición.

    –¿A qué se dedica usted? –me preguntó Layes con amabilidad–. Disculpe que se lo pregunte, pero si voy a tener que contestar sus preguntas me gustaría conocerla un poco más.

    –En teoría soy historiadora; en la práctica, trabajadora eventual en lo que surja... siempre y cuando me paguen y no implique hacer cosas que no me apetecen –dije para que no se creyese que estaba dispuesta a emprender cualquier recorrido.

    –¿Qué quiere saber de Jaime?

    –Me gustaría que me hablara de su faceta humana y, sobre todo, de lo que nunca me contará su familia: su vida amorosa, su manera de divertirse...

    –Como me ha caído bien, le voy a contar lo poco o lo mucho que sé por ese lado. Jaime es un hombre muy entretenido. Tiene una conversación amena, agradable...

    –Dígame cómo se conocieron –dejé caer con un tono amistoso y me dispuse a tomar notas, ya que cuando pactamos por teléfono las condiciones previas a la entrevista no aceptó que le grabase.

    –Debió de ser en 1972... no recuerdo bien. Jaime acababa de regresar de Roma, castigado por colaborar con la oposición democrática. Ya sabe que tuvo el recorrido típico de muchos que empezaron siendo franquistas y luego acabaron demócratas convencidos, aunque en el caso de Jaime, por lo que ocurrió después, desconozco su verdadera ideología. Yo tenía una amiga que me habló de él de una forma que me interesó en lo profesional. Yo era el dueño de una productora de cine y, aparte de publicidad y películas, vendíamos cosas a la única cadena de televisión que había entonces, Televisión Española...

    –Cuyo director general era Suárez.

    –Sí, de eso viene mi amistad con Adolfo. Pero volviendo a Jaime, esta amiga mía...

    –¿Me puede decir el nombre?

    –Ya le expliqué que sólo diré los nombres de gente pública o conocida, no quiero mezclar a otras personas que desean permanecer en el anonimato.

    –De acuerdo.

    –Bien, esta amiga mía formaba parte del grupo de amistades de Jaime y me dijo que debía conocerle porque me podía interesar para mi trabajo. En fin, el caso es que yo necesitaba guionistas para mis series y películas, y accedí a conocerlo en persona. Recuerdo que cuando se presentó en mi oficina, al verle entrar pensé que me había equivocado. «¿Qué hago con un tipo semejante?», me dije. Iba trajeado con una elegancia rebuscada, el pañuelo sobresaliendo de la chaqueta de lino de color blanco, era a principios de verano, y parece que lo estoy viendo... Pensé que era mejor emplearlo de actor, de galán maduro, pero yo no era director de cine. Desde luego no le vi como alguien capaz de sentarse en una silla y escribir un guión sobre cualquier asunto en poco tiempo.

    –¿Y qué ocurrió?

    –Hice la prueba. Le encargué el guión de una película publicitaria sobre unos pisos que deseaba vender una inmobiliaria en la costa y me lo escribió en menos de dos días, cuando yo había calculado una semana... Todavía me acuerdo de cómo empezaba: «Un lujo a precio de saldo».

    –Volviendo a lo de antes, una vez que lo conoció...

    –Colaboró conmigo y nos hicimos amigos. Al final le eché una mano con Adolfo porque estaba descolgado políticamente. En eso tenía poca vista... Se juntaba con cualquiera, lo mismo que le pasaba con las mujeres. Le gustaban y mucho. Pero en paralelo. Y claro, eso al final se paga. –Pedro Layes enarcó las cejas–. Lo mismo le ocurría en la política y lo demás. No se puede ser amigo de todo el mundo, igual que no se pueden tener varias novias a la vez. ¿O usted piensa que sí?

    –Depende. Si no veo a mi novio en varios meses...

    –Me encanta la gente joven y su forma de pensar. Tiene gracia: ¡«Depende»! Si se lo pregunto a mi mujer ni le cuento.

    –¿En qué le ayudó con Adolfo Suárez?

    –En subirle al carro vencedor... que fue el de su partido, la Unión del Centro Democrático, la UCD, y no fue un asunto fácil, que conste.

    –¿Por qué?

    –Jaime estaba demasiado comprometido con el bando contrario y Adolfo bastante tenía encima como para tener que subir a gente que era íntima de sus rivales. Pero yo le convencí, claro que antes tuvimos que fundar un partidillo de esos que, como se decía entonces, sus militantes cabían en un taxi. Éramos siete y le llamamos Unión Socialdemócrata Independiente, aunque si le digo la verdad fue una sugerencia que recibí del entorno de Adolfo. No sé si sabrá que su partido fue un conglomerado de otros recién creados y sin muchos medios, más la ayuda decisiva de su gobierno.

    –¿Por qué la sugerencia de crear ese partido?

    –Muchos amigos de Adolfo, como él mismo, procedían del Movimiento, el supuesto partido único del régimen de Franco, aunque en esos años era un organismo burocratizado y sin gente. Sólo una minoría había formado parte de la oposición democrática a Franco o, por lo menos, no habían colaborado con el régimen. Esto les hacía creerse con el pedigrí suficiente para encabezar las listas electorales y desplazar a los otros a los sitios menos visibles, sin darse cuenta de que la mayoría de los habitantes de este país formaban parte de ese franquismo sociológico o como quieras llamarlo. Así que cuantos más partidillos liberales, democratacristianos y socialdemócratas hubiese, más fácil sería todo.

    –Divide y vencerás.

    –Veo que es lista. Una cosa. No sé si sabe que Jaime vivió muchos años en Roma, debería hablar con la gente que le conoció allí.

    –Sí, me han dicho que está previsto que viaje a Roma para reunirme con los que le conocieron porque es un punto esencial del estudio.

    –Si no es indiscreción, ¿quién le paga el viaje y la estancia?

    –La fundación para la que trabajo.

    –No entiendo quién puede pagar por conocer la historia de Jaime. –Me agarró del brazo, tal vez temeroso de que le fuera con el cuento a los familiares o al mismo padre de Paloma, y añadió con prontitud–: Espero que no me juzgue de forma equivocada, pero sigo sin comprender que haya una fundación dispuesta a pagarle una estancia en Roma para saber las vivencias de un hombre como Jaime...

    Cuando arranqué el coche y enfilé la salida de la urbanización comprendí que mi enojo procedía de los escasos datos que había conseguido de Pedro Layes. Además, dudaba que aceptase verme de nuevo. En la oscuridad de la carretera, interrumpida a ráfagas por los faros de los coches que venían en dirección contraria, pensé en lo que me había dicho Layes. Por muy raro, mala persona o lo que hubiese sido el padre de mi amiga, no entendía tanto interés por un hombre que, históricamente, había desempeñado un papel menor.

    Al llegar a casa decidí empezar a leer las memorias del padre de Paloma en el momento en que conoció a Pedro Layes. Tras ojear lo que había escrito sobre esa época encontré el trozo que me interesaba. Luego lo escaneé y lo guardé en una carpeta del escritorio de mi ordenador portátil. Como no sería el último documento escaneado de las memorias, decidí ordenarlo cronológicamente y le puse una fecha aproximada y un título.

    (1972) La amante que le presentó a Pedro Layes

    –Querido, te noto un poco distraído... –La voz de Maribel me devolvió a la penumbra de la habitación del hotel.

    –Sí, tienes razón. Es por el trabajo.

    –¡No pienses en eso ahora! Déjame a mí. He hablado con Pedro y ya verás que poco a poco sales de la cueva.

    –Eso espero, porque si no, me marcho otra vez, ¡aunque sea a la Cochinchina!

    –Tú no te vas a ir a ningún lado mientras yo viva aquí.

    Mi olfato demasiado fino percibió el olor del cuerpo sudado de Maribel mientras acercaba sus ojos de gata perezosa a los míos.

    –¿Me quieres?

    –¿Y tú qué crees? –Desde luego, las mujeres como chantajistas emocionales no tienen precio. No sé si esperaba que le contestase: «Mira, Maribel, no seas pesada, que una cosa es el amor y otra el follar».

    –No me contestes a la gallega.

    –Sí, te quiero –dije en un tono de voz bajo para disimular mi escaso entusiasmo.

    –Sigues preocupado.

    –Es por esa anécdota papal, debería haberla censurado y no lo hice. Parece que ha sentado mal a las alturas, me lo ha dicho el tonto del subsecretario.

    –¿Y de qué se trataba?

    –Del médico del Papa que pidió una recomendación para colocar a su hijo.

    –¿Es el de ahora?

    –No, uno que vivió a comienzos de siglo y está en proceso de beatificación. –Maribel hizo un gesto de extrañeza–. Se trata de una especie de juicio para ver si puede ser proclamado santo y se pasa revista a su vida al milímetro... Pues bien, el médico del Papa le dijo: «Beatísimo padre, tengo un hijo que ya es mayor pero es un vago aunque buena persona...». «Comprendido, comprendido. Reúne todos los requisitos para entrar al servicio de la Santa Sede», le atajó Pío IX. Y, en efecto, lo colocó a su servicio.

    –¡Qué absurdo! No puedo entender que lo hayan censurado. ¿Y quién es el autor del artículo?

    –Un seglar que ha vivido muchos años en Roma y ha escrito un libro sobre las beatificaciones de los papas. Me lo han adjudicado en calidad de especialista en el Vaticano.

    –Nada, olvídate y acércate más. –Maribel levantó la sábana con una mano para hacerme sitio al lado de su cuerpo curvilíneo–. ¿En qué estás pensando?

    –En una poesía que escribí hace tiempo –mentí.

    –¡Recítamela! ¡Lo haces tan bien!

    La abracé con delicadeza y empecé a recitarle

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