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El dilema: Primer tramo de la saga La azarosa vida de un idealista
El dilema: Primer tramo de la saga La azarosa vida de un idealista
El dilema: Primer tramo de la saga La azarosa vida de un idealista
Libro electrónico296 páginas4 horas

El dilema: Primer tramo de la saga La azarosa vida de un idealista

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La inquietante vida de un joven «sentimental».

Novela sobre el drama de un adolescente a quien se le plantea la disyuntiva de tener que elegir, a su pesar, entre el amor humano, la sensualidad y su sentir íntimo —su «sentimentalismo»—, por un lado, y por el otro, la obediencia a los votos de la vida religiosa, que le impone la continencia sexual.

Él mismo narra en los dos primeros capítulos su vida «sentimental» hasta sus dieciséis años. Y en los dos siguientes se desahoga explicando en un diario personal lo que vive en primera o tercera persona, sea cómico, dramático o incluso vergonzoso, que de todo hay durante los ocho años que pasa en el claustro.

La novela se desarrolla con un estilo natural, ágil y directo. Y su lectura divierte, engancha y emociona. En el capítulo quinto el autor relata los problemas del joven cuando regresa al mundo. Se trata un tema universal y muy candente hoy en el seno del catolicismo, comose comenta en el Apéndice.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 nov 2020
ISBN9788418203855
El dilema: Primer tramo de la saga La azarosa vida de un idealista
Autor

Luis Arnaiz

Luis Arnaiz, licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, profesor de Lengua y Literatura Española en centros privados de bachillerato en Sevilla, Madrid y Barcelona. Por oposición libre, profesor titular de Lengua y Literatura Española en varios IES de la comarca del Vallés occidental, provincia de Barcelona: Terrassa, Sant Cugat del Vallés y Sabadell. Autor denumerosos relatos cortos y poemas varios.

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    El dilema - Luis Arnaiz

    Primera parte

    la llamada

    Capítulo I

    (1911-1914)

    «A veces, en la vida se presenta el momento único,

    terrible del dilema. Todas las brujas de la angustia

    se meten en el alma y la ahogan.

    Carmen Laforet

    , Fuga segunda

    1

    Empiezo a escribir en esta libreta hoy viernes, 6 de marzo de 1914. Lo necesito para descargarme de la pesadilla que pesa sobre mí desde que, sin comerlo ni beberlo, se me planteó la maldita disyuntiva que debo resolver antes que otros la resuelvan sin contar conmigo, es decir, antes de que me coja el toro, como dice padre. Mucho me temo que entre las personas más interesadas en que elija uno de los dos caminos que me propone esa disyuntiva ande liada incluso madre. Si se lo pregunto, me dirá que no y, si le pido consejo, intentará guiarme hacia lo que ella, de acuerdo con otras personas de quienes se fía me parece que a ciegas y de las que yo no me fío ni un pelo, tiene previsto para mí y hacia lo que me empujan con tozudo tesón. Precisamente para oponerme a sus planes, voy a escribir en esta libreta una serie de hechos de mi vida pasada que demuestran que todo en mí apunta hacia un destino muy distinto y hasta opuesto al que se empeñan en dirigirme. Sigo este método porque nos han dicho en la Normal masculina donde estudio segundo curso de Magisterio que, cuando alguien llega a un cruce de caminos, como me pasa a mí ahora —aunque en ese cruce no me he metido yo, pues ni siquiera veo que esté en ningún cruce ni en nada que se le parezca—, los años que ha vivido son como una punta de flecha: lo que ha hecho y cómo lo ha hecho, sus inclinaciones y disposiciones naturales, sus ilusiones, lo que le gustaría ser y a lo que de ninguna de las maneras querría dedicarse, etc., son indicios o señales que le sirven de hilo y guía para no perderse. No me dejaré llevar como si fuese un corderito a donde ellos quieran. Observando con detención mi vida pasada veré claramente qué es lo que más abunda en ella de cara a mi futuro. Y, si no son ciegos o no quieren engañarme, lo verán también o se lo haré ver a madre, a don Genaro y… al lucero del alba.

    A este escrito lo voy a llamar Salir por la tangente, porque tangente es una línea que toca solo en un punto el perímetro de una figura sin entrar en su interior. Justo lo que quiero hacer yo: anotar las circunstancias en que me he sentido más a gusto o que están más relacionadas con uno de los dos caminos divergentes de la disyuntiva. De ese modo, aclararé mis ideas, haciéndome más consciente aún de lo que ya estoy ahora de hacia dónde se dirige la punta de flecha de mi vida. Escribiéndolo, no se me olvidará con facilidad, pues bastará con que lo repase de vez en cuando para que se me vaya grabando a machamartillo en la memoria. Y, como he de acabarlo a tiempo antes que otros decidan por su cuenta mi futuro, anotaré cada día la fecha en que me pongo a escribir. Después, al final, leeré todo lo escrito preguntándome cuál de los dos futuros que me propone la disyuntiva está más conforme con mi pasado, con mis posibilidades y con mis ilusiones. No voy a consentir que nadie me saque de mi quicio natural.

    2

    7 de marzo de 1914, sábado. Desde que nací, en casa, además de padre, madre y la hermana de madre, tía Rosalía, vivíamos mis tres hermanos, a saber, el Lucio, el Venancio, la Adelaida, este menda que soy yo, una criadita, dos perros y un gato.

    El preferido de madre —me di cuenta cuando tenía solo siete años— ha sido siempre el Lucio, con algo más de catorce en aquel momento. Del Lucio le oí muchas veces decir a don Genaro, el cura de la aldea, hablando con madre cuando se pasaba por casa a vernos: «Tu hijo mayor vale su peso en oro, es un santo varón». Y, claro, como ante un santo, desde muy pequeño, tendría yo tres o cuatro años, junto a su fotografía con marco de plata, había siempre sobre la cómoda del dormitorio de mis padres una lamparilla con aceite en el que flotaba una mariposa encendida con una llamita que continuamente subía, bajaba como si se fuese a apagar y enseguida volvía a crecer con viveza. Y así, de día y también, me dijo madre, de noche: era la luz de la vida que solo se apaga del todo cuando nos morimos. Pero el único que tenía lamparilla era el Lucio. ¿Por qué?, me preguntaba yo, ¿porque solo él era un santo varón? ¿O porque solo él estaba de verdad vivo? Si digo lo que siento, el Lucio, más que un santo varón, según decían de él madre y don Genaro, fue muy pronto para mí un… gilipollas, como llamaban los chicos de la escuela a los peores mozos del pueblo. El Lucio, desde que era yo muy pequeño, cuando hablaba con alguien de mí, decía siempre «ese mocoso» o «ese mico». Y, cuando me veía con algo que le gustaba, me lo arrancaba sin contemplaciones de las manos y, solo para hacerme rabiar, robaba de mis escondites secretos lo que yo llamaba mis «tesoros», tonterías como mis tirachinas, las piedras de colores que me gustaban y los juguetes que me compraba padre en las ferias. Y, para que no se lo chivase a madre o a padre, me arreaba un cosque en la cabeza más duro que una pedrada, amenazándome con otros más fuertes aún si me iba de la lengua. Menos mal que un día desapareció de casa y se fue a vivir al seminario para estudiar y hacerse cura y solo volvía con nosotros en los meses de verano y, en Navidad y en Semana Santa, días sueltos.

    En cuanto al Venancio, de trece cuando yo tenía nueve, parecía el enemigo número uno del Lucio, siempre a la gresca con él, como el perro y el gato: el perro, el Lucio, y el gato, el Venancio. Yo no estaba seguro entonces ni lo estoy aún ahora de por qué se peleaban, si por celos, por algún rencor antiguo o solo para divertirse. Discutían, se insultaban, se liaban a puñetazos y patadas o, al menos, eso me parecía a mí, aunque vete tú a saber, pues siempre era a escondidas de padre y madre. Con quien mejor me entendía yo era con mi hermanita la Adelaida, de cinco añitos cuando yo tenía ya nueve. La Adelaida era entonces y sigue siendo ahora, además de muy guapa, más alegre que unas castañuelas. La verdad es que con el Venancio me he llevado siempre bastante bien: nunca me ha hecho la puñeta como el Lucio. Y con la Adelaida puedo decir que de maravilla.

    8 de marzo, domingo. A mis once años empecé a darme cuenta de cómo eran mis padres. Padre estaba hecho de otra pasta que madre. Iba siempre a lo suyo: trabajar en su oficio de herrero, atender a sus muchas tierras y cumplir con su cargo de alcalde de Buroba. Solo si los gritos y aspavientos de madre con nosotros resultaban inútiles para que le hiciésemos caso, sacaba a relucir su voz convincente y a veces también su mano dura como los martillos de su fragua. En general, padre era tan bueno que madre solía decirle: «Bueno sí lo eres, Segundo, pero como el pan, que todos se lo comen». En cuanto al papel de madre respecto de nosotros, sus hijos, ella nos cuidaba absolutamente en todo y tenía la última palabra en cuanto nos concernía hasta que cumplíamos los catorce. A partir de ahí, en cuestión de estudios, como maestra de Buroba más entendida en letras y en números que padre, seguía siendo también la que cortaba el bacalao. Por eso al Venancio, cuando cumplió sus catorce, como era muy estudioso pero demasiado díscolo según ella, a fin de templar su natural, oí que le decía a padre, le internaron en el colegio de maristas de Duebro, donde, además de estudiar, le harían entrar en razón. A partir de entonces, en mis travesuras más gordas, madre acababa sus rapapolvos recordándome lo bien que me iban a sentar, como al Venancio, unos años con los maristas. Por este procedimiento, de cuatro hermanos, quedamos en casa solo dos, mi hermanita la Adelaida y yo. Pero, en cuanto regresaban de vacaciones el Lucio y el Venancio, no tenía más remedio que navegar entre dos aguas, cada uno tirando de mí según su conveniencia. Si había algún lío entre nosotros, la mayoría de las veces padre y, sobre todo, madre se inclinaban en favor de los dos mayores y a este menda que soy yo, a pesar de mis pataletas, solían tocarme las de perder. De todas formas, en aquellos tiempos de mi niñez en Buroba con mis padres —aunque madre se portase tan dura conmigo—, con mi tía Rosalía y, dicho sea de paso, también con mis amigos fueron bastante felices.

    Por aquel entonces —tendría yo apenas diez años— empecé a oír a algunas mujeres convecinas que chismorreaban con madre acerca de mí sobre que ponía unos ojos como candelas mirando a las mocitas cuando saltaban a la comba en la plaza principal del pueblo. Madre se echaba a reír y les contestaba: «¡So, burro!, ahí os equivocáis, aún es demasiado chico para eso. ¿Sabéis lo que le pasa a mi Bernabé? ¡Que el mocito nos ha salido un sentimental!». ¡Cómo!, ¿yo un sentimental por mirar a las mozas? Si solo miraba a dos: a la Ester por su cara pecosilla tan graciosa que algunos mocetes le preguntaban para hacerle rabiar si se le había posado de noche en la cara un enjambre de moscas y se la habían dejado así de sucia; ella entonces se echaba a llorar y para que no siguiesen molestándola corría a refugiarse en mis brazos. Además de sus pecas me gustaban también mucho su voz tan fina, sus gestos tan exagerados y cómo se echaba a reír por todo. La otra moza, la Luisa, esa sí que era guapa de veras. ¡Y cómo no iba a mirarla si tenía un pelo tan rubio, largo y ondeante como las mieses en verano cuando sopla el viento, unos ojos más azules que el cielo y… ¿por qué no decirlo?, le abultaba ya por delante en la blusa un arranque de tetas como dos manzanitas que me atraían más que un imán a un trozo de hierro! A las otras crías de mi edad me las sabía de memoria: con piernuchas y brazos de palitroque, regordetas como morcillas y dos o tres medio bizcas. La Luisa era cosa aparte: cuando iba por la calle, los mozos se volvían a verla pasar. Y los no tan mozos. Hasta los casados y algunos abuelos. No sé si al Lucio se le caería también la baba cuando se cruzaba con ella A lo mejor sí y no me había fijado, pero, como iba para cura, él de mozas en toda su vida creo que ya ni pun, como si no existiesen. ¿Y al Venancio? Ni idea.

    9 de marzo de 1914, lunes. A mis trece di el estirón y gané en estatura a algunos de hasta dieciséis. Un día me fijé en que la Luisa me miraba a veces de una manera rara. ¿Me habría cogido mirándola yo a ella con cara de pasmao y querría asegurarse de si lo hacía con ojos aún de criajo o ya de mozuelo que sabe lo que mira? Me hice ilusiones…

    En cierta ocasión vino a visitar a madre una amiga suya con su hija mayor en edad, como suelen decir, de merecer. Hablando de amores, madre le explicaba que son los mozos quienes escogen a la moza que les gusta. Porque los mozos son para mirar y las mozas para que las miren. Para eso las ha hecho Dios más guapas e incomparablemente más presumidas que a los hombres. Son capaces de revolver Roma con Santiago en una tienda de ropa femenina en busca de un vestido, una falda, un simple trapo bonito que les siente bien y llame la atención, pasan horas mirándose al espejo o arreglándose y agradecen que les digan que son o que están muy guapas. Las mozas honestas, aunque sean presumidas, que no quita lo uno para lo otro, deben guardar siempre recato y disimular sus sentimientos cuando les gusta un mozo. Es a ellos a quienes corresponde declarar su amor a una moza. Pero dejarse ver y lucir el tipo, eso es cosa de mujeres. Estos consejos hasta figuran en la letra de una copla: «Si a algún chico ves/ que te sigue siempre a donde vas,/ niña, déjale/ que te siga y te vaya detrás./ Ruborízate/ o, al menos, figura que lo estás./ Después mírale/ y verás que le gustas más». Yo escuchaba a madre con los ojos y los oídos bien aguzados y me apliqué el cuento. ¿Pero cómo iba yo a seguir a la Luisa? En cuanto lo notase se burlaría de mí, yo me moriría de vergüenza y lo que siento por ella se habría ido al carajo. O, peor aún si me atreviese a decirle algo... Ese panorama lo tenía más que negro.

    3

    10 de marzo, martes, 1914. Faltaban poco más de dos meses para San Juan, las fiestas patronales de Buroba. Había oído decir a unas mujeres que las mozas suelen enamorarse de mozos que sobresalen por su valor, su talento o su habilidad en hacer cosas que sean muy difíciles. Y me quedé pensativo. De repente se me encendió una luz en la cabeza. En las fiestas patronales de Buroba había bailes en la plaza, concursos de pelota en el frontón, carreras de saco y otras diversiones. A ver el juego de la cucaña acudía todo el pueblo, pero solo los mozos más ágiles y atrevidos osaban trepar por el poste para coger el jamón colgado en su punta. Y, cuando se bajaban con él en las manos, eran las mozas las que más les aplaudían y les miraban con ojos de ensueño. Yo, a mis casi catorce años dentro de poco y tan acostumbrado a subirme a los árboles, ni lo dudé.

    Cerca del pueblo padre tenía y tiene aún una gran finca tapiada, El Edén, con un establo, un pajar, una alberca, un huerto rodeado de alambre y un prado en el que pastaban tres o cuatro vacas, un potro y algunas ovejas guardadas por el mastín Grandullón. Había visto muchas veces de pie en mitad de la finca un tronco altísimo de abedul, firme como un centinela. Una noche, haciendo cábalas, me vino la solución a la cabeza. Al día siguiente salté la tapia para medirme con aquel esqueleto de abedul. Mirando junto a él hacia arriba, las piernas empezaron a temblarme, pero me dije sin hacer caso a mi tembleque: «A mayor dificultad, mayor mérito». Y puse manos a la obra. En el establo había varias camisas y pantalones viejos y sucios colgados de una alcayata y un bote con sebo. Al principio, después de cambiarme de ropa, trepaba con precaución, pero decidido, cada día un poco más. En una semana conseguí tocar la punta del poste. Luego, empleé dos días en untar de sebo toda la superficie del tronco, como se hace con la cucaña para que sea más difícil remontarla. Cinco días más tarde, trepa que treparás durante tres horas diarias, el tronco fue ya para mí pan comido. Al acabar mi tarea, me bañaba en la alberca, me desengrasaba con jabón lagarto hasta que la piel me quedara reluciente y así hasta la víspera de San Juan.

    Miércoles, 11 de marzo. El día grande de la fiesta por la mañana, la plaza del pueblo se fue llenando de vecinos alrededor de la cucaña. A su lado se alineaban dos filas de mozos: los de ocho a doce años para coger la bolsa de golosinas que colgaba hacia la mitad del poste junto a una raya pintada de rojo, y los de trece a diecinueve o veinte, el jamón que pendía en lo más alto. Yo había madrugado para ser el primero en la hilera de los mayores. Cuando me tocó trepar, me abracé al poste y, escurriéndome un poco antes de cada impulso, fui subiendo lentamente hasta que, en un arranque de rabia, estiré cuanto pude el brazo derecho y conseguí agarrarme a la cuerda atada a la pezuña del jamón, que por muy poco no se me vino sobre la mollera. Luego, con las rodillas y los pies desesperadamente apretados contra el poste, levantando los dos brazos, puse el jamón en horizontal sobre su punta plana como si lo hubiese clavado allí, ¡menuda suerte! De pronto oí un tableteo como de picos de cigüeña y miré hacia el fondo. Casi me mareo: ¡eran aplausos!, ¡y me aplaudían a mí! ¡La Luisa, vestida de fiesta en medio de las otras mozas, me pareció, como en los cuentos, una princesa en medio de su corte de damas, ella la más bonita y todas saltando a su alrededor y chillando mi nombre! En esto, la Luisa se llevó los dedos a la boca y extendió el brazo hacia arriba como si…, ¿sería verdad? La miré fijamente. ¡Sííí, lo era!, ¡me lanzaba besos! Fue cuestión de segundos. Iba yo también a enviárselos a ella desde lo alto cuando un alarido descomunal me hizo apretar con todo mi coraje las piernas y los brazos contra el poste. De pura chiripa el jamón y yo no acabamos hechos cisco contra los adoquines del suelo. En cuanto bajé deslizándome como un loco con un brazo alrededor de la cucaña y en la mano del otro el jamón cogido por la cuerda atada a su pezuña y apretado contra mi pecho, los amigos se me echaron encima golpeándome en la cabeza, en los hombros, en las espaldas, yo qué sé... Di el jamón a madre, que se lo pasó a padre y los dos me dijeron cosas que oí como quien oye llover, pues el grupito de amigas de la Luisa no paraba de gritar mi nombre y el suyo y ella, ¡la Luisa!, se me quedaba mirando, me sonreía... ¡y a ver qué podía ya importarme a su lado todo lo que me rodeaba!

    Jueves, 12 de marzo. Aquel mismo día por la tarde salí de fiestas con los amigos de pantalón largo, camisa con corbatín y chaqueta. El acordeón tocaba en la plaza una jota y hombres y mujeres saltaban y se movían con los brazos en alto. La Luisa, con un vestido de colores y un pañolón rojo de topos azules a la cabeza recién estrenados era sin comparación la moza más bonita de todas. Cuando empezó a sonar un pasodoble, adelanté un brazo hacia ella para sacarla a bailar; la Luisa me miró entre sorprendida y desganada, se echó a reír y se fue deslizando de mis manos con la habilidad de una ardilla para que no la prendiese. Sus amigas venga a decirle: «Pero, Luisa, ¡qué haces, so tonta!, ¡mira qué guapo ha venido Bernabé!, ¡no le niegues el baile!». Y cuchicheaban por lo bajo riéndose con mucho bullicio o yo qué sé qué juego se traían, pues, como dice el Diego, a las mujeres no hay Dios que las entienda. Hasta que caí en la cuenta de que me estaba dando calabazas y hube de retirarme desencantado, dolido, rojo de vergüenza y, más aún, de rabia. El Cosme y el Arturo me chinchaban con que haberle pedido el baile a la Ester, lo contenta que se habría puesto y los celos que habría despertado en esa boba de capirote, la Luisa. ¿Y qué iba a ganar yo con eso?, ¿que no volviese a mirarme más a la cara? ¡En ese caso el bobo de capirote habría sido yo!

    4

    Viernes, 13. marzo, 1914. Después de fiestas, mis padres me dieron, según ellos, una ¡buenísima noticia! que a mí me sonó como el peor de los castigos. «Bernabé —me dijo madre delante de padre—, como eres un chico muy estudioso y en septiembre cumples catorce años, hemos resuelto que el próximo octubre empieces la carrera de Magisterio. Durante el curso vivirás en una pensión de Duebro de toda confianza, cerca de la Normal masculina, para que te resulte más cómodo ir diariamente a clase». De nada sirvieron mis protestas. Madre con sus gritos y padre mirándome con sus ojos más serios no me dejaron otra salida que la de bajar la cabeza y acatar su decisión.

    Al día siguiente, la hermana de uno de mis mejores amigos, el Cosme, me dio un sobre muy pequeño cerrado y, en su interior, una cartita en la que la Luisa había escrito solo siete palabras: «Bernabé, si me quieres, quédate en Buroba». Y debajo su firma. ¡Vaya tontuna, pues de sobra sabía que irme a vivir a Duebro o quedarme en Buroba no dependía de mí, sino de mis padres! Aun así, he de admitir que una carta tan personal y tan íntima me gustó mucho, como si con ella, la Luisa quisiera regalarme secretamente su corazón. ¿O tal vez, me dio también por pensar, buscaba resarcirme de sus calabazas en el baile? El tiempo se encargaría de aclarármelo. Pronto circularon por Buroba comidillas que a buen seguro irritaron a madre y, más aún, a padre. Me enteré por el Diego, hijo del arrendatario de una de nuestras fincas. Anoto aquí la más afilada: «El señorito Bernabé, igual que han hecho sus señoritos hermanos y que hacen todos los señoritos ricos, se va a estudiar a Duebro. Y, a los hijos de los pobres, que nos zurzan, a trabajar en sus fincas como esclavos».

    Sábado, 14 de marzo. A mediados de septiembre de 1912, poco antes de cumplir los catorce, viajé con padre a Duebro para matricularme en la Normal. Luego, fuimos a la pensión de toda confianza de doña Eduvigis, donde ahora vivo durante el curso. Con doña Eduvigis, la dueña, subimos al cuarto que me había reservado, con cama, mesilla y debajo, entre sus patas, un bacín para orinar de noche. También aguamanil con espejo, pastilla de jabón, toalla a la derecha en una perchita y, en el suelo, una jarra con agua limpia para asearme; adosados a una de las paredes, dos estantes para mis libros, libretas y cartapacios y, debajo de una ventana, una mesa camilla para estudiar, con un brasero también entre sus patas y un silloncito para sentarme; adosado a otra pared, un armario enorme con capacidad, según dijo padre, para los uniformes de todo un

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