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Mi vida sin microondas
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Mi vida sin microondas

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La presencia de Klaus, un nuevo vecino de origen alemán que llega a la ciudad para regentar una panadería, abre en la vida de Clara un escenario nuevo, lleno de posibilidades, de experiencias inéditas y de sueños.
Amelia Pérez de Villar ha escrito una novela intensa en la que la realidad cotidiana de un barrio, con todas sus servidumbres, gratificaciones y pequeños gozos, se cruza con las dificultades de la vida profesional y el trasfondo de cierto periodismo entre rosa y amarillo, con los retos de la familia desde la perspectiva de una mujer joven, madre y ama de casa obligada, y con las derivas de la amistad, sus luces y sombras.
Si la literatura puede cumplir, junto a otras funciones, la esencial de ofrecernos una mirada crítica hacia el mundo, en esta novela la autora pone a nuestra disposición un auténtico caleidoscopio social y cultural, un fragmento vivo y lleno de matices del mundo contemporáneo. Con ironía, próxima al humor a veces, otras a la causticidad más cruel, y con un lenguaje directo, preciso y envolvente, la autora sitúa al lector ante sus contradicciones y ante sus deseos y fracasos, también ante sus fantasías e insatisfacciones. En su primera novela, El pulso de la desmesura –según la crítica, "una obra audaz y arriesgada"– Amelia Pérez de Villar se enfrentaba al eterno y nunca resuelto problema de nuestra identidad personal y de la propia imagen; ahora, en Mi vida sin microondas, se asoma al costumbrismo de un modo sutil, que bebe en las fuentes de nuestra mejor narrativa contemporánea y agita nuestras conciencias con eficacia y con una mirada insatisfecha y cómplice a la vez.
Una narración moderna, dinámica y profundamente enraizada en las preocupaciones del presente. Una ventana a la cotidianidad del siglo XXI. En Madrid. En uno de sus barrios.
 
"No estamos, sin embargo, ante una novela amarga, ni ante una narración meramente costumbrista, por más que aborde asuntos muy actuales, como la precariedad laboral en la que se mueve Clara y su ir a todo correr para cumplir con sus cometidos. Entre otros aciertos, Amelia Pérez de Villar maneja la ironía y el humor en sus justos términos y huye de la grandilocuencia. Es un retrato no solo de Clara, narradora de la historia en primera persona, sino asimismo del barrio, verdadero microcosmo, de las gentes que lo pueblan, de su devenir cotidiano. Mi vida sin microondas es un caleidoscopio rico, vivo, y de más que amena lectura."
Carmen R. Santos, Revista Epicuro
 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 abr 2020
ISBN9788417425593
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    Mi vida sin microondas - Amelia Pérez de Villar

    Margarita

    Primera parte

    Carlos no se llamaba Carlos ni era del barrio, ni siquiera era de Madrid. Se llamaba Klaus y había llegado cinco o seis años atrás. Era uno de esos alemanes, tan raros en el imaginario popular mediterráneo, que tienen el pelo negro, levísimamente ondulado, y los ojos de un azul intenso. Pero tal vez aquello era lo que le hacía más cercano a nosotros, tal vez por eso la gente le llamaba Carlos en vez de Klaus, a pesar de que salpicaba su castellano académico con algún inevitable guiño a su origen teutón. Su nombre había ido derivando, en el decir castizo, hacia Calus, luego hacia un más comprensible Calos… y de ahí, a Carlos. Él, al principio, corregía a la gente: «Klaus, me llamo Klaus, no Carlos». Pero de nada le sirvió. El barrio le acogió bautizándole como Carlos y escribiendo su biografía: que si era refugiado de la guerra de los Balcanes, que si huyó de Rusia cuando acabó la era Gorbachov intentando esquivar el hambre y la miseria, que si era un boxeador que había matado a otro y logró librarse del peso de la justicia pero no de su conciencia… Historias las hubo para todos los gustos; pero la verdad, como suele ser habitual, resultó mucho más prosaica. Klaus había nacido en un pueblecito cerca de Dortmund. En Dortmund fue a la universidad, se preparó para ser fisioterapeuta y, como tantos otros, vino a Madrid aprovechando un programa de intercambio para universitarios. Conoció a una española, decidió quedarse, dio clases de alemán cuando agotó su beca, luego masajes a domicilio, dejó a su novia (o su novia le dejó a él) y aquí se quedó; llegó a ser fisioterapeuta del centro de mayores del barrio y, en un momento dado, entró como ayudante en la tahona del señor Fabián, que estaba a punto de jubilarse.

    No recuerdo de dónde saqué toda esa información, tantos datos, tantos detalles, ni quién me los proporcionó. Pero lo cierto es que cuando yo llegué al barrio, al poco tiempo de separarme, Klaus acababa de comprar la tahona del señor Fabián. El verano, ese verano de la ciudad que aún a mediados de septiembre se niega a marcharse, llenaba todo de una luz naranja rabiosa e imbatible. Ya no era tiempo de piscina, apenas de campo, empezaban las clases en los colegios y la gente, cansada también del ocio de las vacaciones, buscaba a tientas una rutina que le sirviera de guía durante los meses siguientes.

    El día de mi llegada, con la casa atestada de cajas de cartón apiladas y dos niños pequeños, no me sentía capaz ni siquiera de ir a tomar una hamburguesa. Así que, para salir del paso, decidí preparar un arroz blanco con tomate y huevos y necesitaba pan. Aquél fue también el día en que conocimos la tahona. Y a Klaus, por supuesto. A mis hijos les llamó la atención porque llevaba un pendiente y se parecía al Sandokán que salía por la televisión, supongo. A mí me dejó boquiabierta y sin respiración, por decirlo de manera comprensible. Éste es el tipo de hombre sobre el que todos previenen a una mujer sola y recién llegada al barrio, pensaba yo mientras le contemplaba en silencio, pero es que yo no he tenido ni tiempo de que me prevengan. Me veía a mí misma con los ojos abiertos como platos. Y a él, a él le veía de espaldas, amasando sobre una mesa de madera. Todo su cuerpo se movía llevado por los esfuerzos de sus brazos, como poseído por no sé qué clase de éxtasis. El pantalón blanco dejaba traslucir un calzoncillo, también blanco, de esos que estuvieron proscritos durante una larga temporada, relegados en favor de los elegantes bóxers, y que resucitaron luego de la mano de un famoso modisto que sacó (o logró que alguien sacara) su cinturilla firmada por encima de los vaqueros. La espalda era un trapecio perfecto. La camiseta, increíblemente rellena, se tersaba por encima de unos músculos también tersos, y acababa aprisionando unos brazos inmensos, con un bronceado impecable y salpicados por la harina que volaba pulverizada llenando toda la habitación. Estaba tan fascinada contemplando aquella maravilla que no me despertó su voz, la del propio Klaus, cuando se acercó al mostrador y me preguntó qué quería, sino las risas ahogadas de los niños, que se miraban uno a otro y se agachaban, como avergonzados. Enfoqué y me encontré ante aquellos dos metros de teutón impresionante, esta vez de frente, con unos pectorales y unos abdominales que en nada hacían de menos a la espalda. Con mi modesta altura, mis ojos se clavaban un poco más arriba de su ombligo, igual que la daga de un samurái. Tuve que levantar la vista y mis pupilas se quedaron colgadas de las suyas azul de mar un instante, hasta que me di cuenta de que llevaba puesto un gorro fruncido con gomitas, parecido a los que dan en los hoteles para ducharse. Oí la voz de mi hijo Enrique que decía a su hermano: «Que no, tonto, que es un señor». Luego se fueron corriendo los dos hacia la puerta.

    Klaus, al parecer, me estaba repitiendo la pregunta.

    –Perdone… –respondí yo, distraída.

    –No es usted del barrio, ¿verdad?

    –Pues… no, no. Acabo de mudarme. Yo quería… quisiera… una chapata. Usted tampoco es de aquí…

    –Chapatas no quedan más. No, soy extranjero, pero con muchos años en Madrid.

    –Pues no sé, deme…

    –¿Para qué la quiere?

    –¿Que para qué…? Pues… para comérmela.

    Me quedé pasmada ante las dimensiones de mi propia estupidez. Noté cómo mi rostro se cubría de un velo ardiente y me vi, sin verme, de color escarlata. Klaus, sin embargo, no hizo ningún signo de burla.

    –Quiero decir si es para hacer bocadillos o…

    –No, no… es para mojar huevos… huevos fritos, ya sabe…

    –Sí –me interrumpió: debía de saber lo que eran huevos fritos–. Entonces llévese mejor ésta.

    Le di las gracias, pagué y me fui. Estuve más de una semana gastando sólo pan de molde y barras de esas de los supermercados que hay que humedecer ligeramente antes de hornear, no necesitan frío y, una vez abiertas, deben consumirse al cabo de las veinticuatro horas.

    Qué complicado puede llegar a parecernos todo desde fuera, quizá tanto como simple resulta luego, una vez dentro. Qué poco se precisa, qué insignificante es la planificación necesaria para vivir, incluso, si a eso vamos. O tal vez es que en el fondo todo, empezando por vivir, es un asunto transitorio que nos empeñamos a toda costa en convertir en eterno, o en un instante único y perfecto en medio de la eternidad.

    Veintidós de diciembre, ya. Parece mentira.

    Oigo las voces de los niños fuera y pienso cuánto tenemos que aprender de ellos; me pregunto en qué momento de nuestra biografía cambia algo dentro de nosotros y dejamos de ser sabios y empezamos a comportarnos como necios. Ellos son filósofos natos, anfitriones perfectos, jugadores arriesgados y amantes generosos cuando los demás ya hemos dejado de serlo. En algún punto de nuestro recorrido empezamos a dudar, a calcular, a buscar la manera de controlarlo todo y olvidamos que estamos aquí sólo para pasar unos días, como si hubiéramos venido de vacaciones. Que la vida dura menos que ese manto de nieve que está empezando a formarse ya porque lleva cayendo desde las siete y media de la mañana y aún no ha parado.

    Son las once.

    Tiro la segunda jarra de café a medio consumir: me sorprende la facilidad con la que he logrado olvidarme de todo en tan poco tiempo. De todo salvo de las luces naranjas intermitentes. Todavía sueño con ellas, aún las veo cuando cierro los ojos, encendiéndose y apagándose, más o menos naranjas, girando.

    Acompañado su giro por el aullido desgarrador de las sirenas.

    Todavía. No sé por cuánto tiempo.

    Seguramente eso fue lo que me despertó a las siete y media esta mañana. Ni siquiera las luces naranjas, aquí no se ven. Ni siquiera el aullido de las sirenas.

    Sólo su recuerdo alojado, aún de manera perenne, en la trastienda de mi cerebro.

    Miro el olivo ahí, en medio del jardín. No hace mucho que ha llegado en la camioneta del vivero; de nada sirve buscarle significados ni ancestros porque los tendrá, pero no importan. Importan sólo sus raíces, que lo sustentan en el lugar donde se encuentra justo ahora, las que le permiten crecer y alimentarse, y sus ramas, que son las que retornan, agradecidas o cumplidoras, sus esperados frutos.

    ¿Cuánto tiempo durará? Me estremece pensar que me sobrevivirá y que tal vez los hijos de mis hijos estén un día en el jardín, como están ellos ahora, o los hijos de otros, de otros hijos, de los que hereden la casa, o los que la compren a un agente inmobiliario de la capital, que los convencerá contándoles lo bien construida que está y quién la levantó y por qué lo hizo, o para quién. O tal vez no, tal vez nada de esto importe tampoco, como sucede con el olivo, y se ciña sólo a datos objetivos, como la orientación, las buenas comunicaciones, la cercanía de centros comerciales, los metros cuadrados, construidos y de jardín…

    No hemos llegado a ver nevados los cipreses del parque, con la ilusión que nos hacía a los niños y a mí. Es raro que nieve en Madrid, al menos en esta época. Tal vez en enero o febrero.

    Si Klaus me viera con esta chaqueta se moriría de risa.

    Qué estará haciendo ahora, Klaus.

    Cómo le echo de menos. Cómo extraño a esta hora los mojicones recién hechos, las magdalenas grandes, el Apfelstrudel. Ni siquiera los bollos de las clarisas me hacen olvidarlo, con lo que me gustaban los bollos de las clarisas cuando era chica y volvíamos, después de Navidad, con varios kilos de ellos envueltos en papel graso y acomodados en una caja como si fueran piezas de porcelana china.

    Cómo le echo de menos, a Klaus.

    Voy a hacerme otro café.

    Aquella tarde del arroz blanco con huevos y chapata, cuando terminamos de comer, fui a meter los platos en el lavavajillas y vi que aún no estaba instalado.

    Traté de conectar a mis hijos a alguna película de dibujos animados, pero también la televisión y el vídeo estaban desenchufados. Cuando logré superar esa prueba, me senté en lo que iba a ser mi despacho y comprobé que la mesa donde me esperaba mi flamante ordenador nuevo no tenía ninguna toma cerca. No encontré entre mis pertenencias regletas ni alargadores, así que no podría trabajar una vez agotada la batería. Me senté, intentando trazar un plan sensato, junto a un teléfono que no iba a sonar en unos días porque nadie tenía aún el número, frente a una estantería llena de polvo y virutas, y rodeada de cajas y cajas de libros con etiquetas que parecían tener ojos y boca, esos ojos vacíos, profundos y negros y esas bocas inmensas, negras también y profundas, como el bosque en el que se pierden los niños desobedientes de los cuentos.

    Y aquella tarde me di cuenta, por fin, de que no iba a ser tan fácil como había imaginado. Que esto era sólo el principio. El «se acabó», para ser exactos, había sido sólo el principio. Y el resto… el resto no sabía por dónde amarrarlo. Lo más sencillo resultó ser lo que en los comienzos me había parecido más complejo: tomar la decisión, tirar por la calle de en medio y explicar a los chicos que, a partir de entonces, sus padres iban a vivir cada uno en una casa distinta y ellos con mamá. Enrique, con su madurez de crío de diez años, se atrevió a preguntarme si nos habíamos separado porque ya no nos queríamos y si me iba a buscar otro novio. Parece que ayudaba eso de los nuevos planteamientos familiares, los nuevos modelos de convivencia y toda esa mierda. Mal de muchos, consuelo de tontos; pero si al chico le servía, pues bien estaba.

    –Pues no, no voy a buscar otro novio de momento. A un novio hay que cuidarle… Hay que salir con él, dedicarle tiempo. Yo, con cuidar de vosotros ya tengo bastante.

    No pareció conformarse con eso.

    –¿Y papá? –me preguntó entonces con su voz y sus ojos tristísimos de niño viejo.

    –No sé, Enrique, no sé qué planes tiene papá en cuanto a novias. Pero no te preocupes. Los dos seguimos siendo tus padres y seguiremos cuidando de ti, y tú vas a estar bien y tu hermano también, como otras veces. ¿Te gusta la casa nueva?

    Se encogió de hombros. Miró a su alrededor y yo hice lo mismo, hasta que mis ojos toparon con mi otro hijo, que contemplaba sin pestañear la película de vídeo.

    –Es que no tiene nada –respondió desolado, después de mucho pensarlo.

    Era verdad. No tenía cuadros, ni estanterías con libros, ni discos, ni apenas muebles. Para lo que era el entorno natural del niño, la casa sobrepasaba el calificativo de minimalista y resultaba, de puro desnuda, inhóspita.

    –No te preocupes, tesoro. Eso lo arreglo en unos días. Mira… –Señalé las cajas amontonadas en el despacho–. Todo eso lo coloco en su sitio a nada que tenga un momento, pero es que hay que trabajar… y no me queda mucho tiempo libre. Pero en cuanto empecéis el cole, ya me organizo mejor y verás como cada día, cuando vuelvas, mami ha hecho algo más y esto va pa’lante, como dice abuela.

    –Ya, y a qué colegio vamos a ir, si el nuestro está lejísimos –preguntó con un hilo de voz, herido y desorientado.

    Con la Iglesia topábamos.

    –Amor mío –le expliqué–, vais a ir a un colegio cerca de casa, que no es el mismo de antes pero tampoco será peor, ni más feo, es un buen colegio… Vais a tener amigos nuevos y lo pasaréis tan bien como antes, aunque todo sea un poco diferente…

    Enrique salió corriendo y se metió en su cuarto, que compartía con su hermano, en el que sólo había dos catres, eso sí, con sábanas limpias y planchadas, y muchas cajas, más cajas, etiquetadas con el nombre de lo que contenían: ropa, libros y juguetes. El colegio de mis desvelos, lo único que había conseguido resolver antes de instalarme, era una cuestión insignificante para un crío que había vivido tantos cambios en los últimos seis meses. Quise seguirle y consolarle, pero no pude. Alberto, el pequeño, inmerso en su propio mundo pixelado y multicolor, parecía inmune a la tristeza que puede provocar el derrumbe del microcosmos personal de cada uno: él no necesitaba consuelo, pero yo no quería que me viera llorar. Me tumbé en el suelo de lo que iba a ser mi dormitorio, donde ni siquiera había cama todavía; me tumbé boca abajo sin molestarme en mirar si había serrín o pelusas, si tenía la ropa limpia o el pelo recién lavado… Me daba todo igual, todo lo que nunca me había dado igual, y lloré hasta vaciarme. Aquellas paredes inmensas, pintadas de un color marfil insípido, parecían encogerse en torno a mí, como llenas de clavos puntiagudos, amenazando con aplastarme. Esto debe de ser lo que significa saltar de la sartén para caer en las brasas, recuerdo haber pensado, aunque la posibilidad de quedarme como estaba ya justificaba lo suicida de cualquier decisión. Me levanté y fui a lavarme la cara, antes de que los chicos se dieran cuenta de lo hundida que me encontraba.

    En el baño no había toallas. No había ni siquiera toalleros.

    Por fortuna, tampoco estaba colocado el espejo.

    –No me lo puedo creer.

    –Que sí, mujer, que yo los he llamado para poner unas persianas y trabajan de maravilla. Así por lo menos te parecerá que vives en una casa. Te cuelgan las cortinas, los espejos, los toalleros y los cuadros que no puedas colgar tú, y ya verás como tienes la sensación de que estás en el Plaza.

    Mi amiga Victoria tenía esa rara cualidad de entusiasmarse como una niña ante las cosas más insignificantes, sobre todo si suponían algo de zafarrancho: justo las que a mí me ponían más nerviosa. Era capaz de sumergirse de cabeza en los planes ajenos y dejar los suyos de lado, aunque se encontrara varada en el fondo abisal de una depresión de gran magnitud. En ese sentido éramos el ying y el yang. Pero además de éste, y de otros valores que he encontrado en poca gente, siempre sabía adónde ir, a quién había que llamar en cualquier situación. Era como las Páginas Amarillas.

    –Pero es que el nombre se las trae –intervine yo sin dar crédito a lo que me contaba. Volví a estallar en carcajadas, como casi siempre que hablaba con ella–. ¿Y te lo hacen todo?

    –Eres de lo que no hay. Te voy a leer la publicidad: «Maridos de alquiler. Hacemos todo tipo de chapuzas». Todo no creo –respondió muy seria: debía de tener cerca a alguno de sus subordinados, porque no siguió la broma–. Dirán que para determinadas chapuzas… que te las hagas tú sola.

    Yo continuaba sin poder articular palabra, muerta de risa. Había tenido que sentarme y limpiarme los ojos con un pañuelo porque la carcajada me había empujado al llanto y no podía ni apuntar el número que me estaba dando.

    –Bueno –dijo Victoria al fin, cuando me notó más calmada–. Cuéntame cómo va la mudanza. ¿Quieres que vaya a echarte una mano?

    –No, gracias, cielo, va todo bien. Un poco desorganizado todavía pero ya tengo controlado lo principal. Los colegios deberían abrir los trescientos sesenta y cinco días del año. De esa manera no habría tanto delincuente ni tanta ama de casa con depresión.

    –Pero tú no eres ama de casa. –La oí sorber con una pajita las últimas gotas de refresco de una lata–. Además, ¿qué harían los maestros si tuvieran sólo un mes de vacaciones al año? Recuerda que son el colectivo más afectado por la insatisfacción laboral.

    –Ya…

    –Bueno,

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