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La curva del camino
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Libro electrónico534 páginas8 horas

La curva del camino

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Marie-France y Julio reajustan su recuperada y pasional relación amorosa mientras analizan el lenguaje de Aznar, tema de la tesis doctoral de ella.

Veinticinco años después de conocerse en Salamanca, Marie-France, profesora, y Julio, periodista, se reencuentran en Toulouse, ciudad que será testigo del renacer de su amor. Este estalla en una pasión de cuarentones conscientes de que necesitan cariño y sexo, especialmente la francesa, ahogada por la miseria del maltrato. El ardor amoroso lo vuelcan en su capacidad creativa: la tesis doctoral que ella elabora y él alimenta, para analizar el lenguaje de José M. Aznar en su recorrido político desde que aparece en Castilla y León.

Culta, comprometida, la pareja recrea y recobra la pasión amorosa y la intensidad del estudio entre Madrid, Salamanca, Mogarraz, Toulouse y Cordes-sur-Ciel su «particular cielo recreado», dicen, donde el sexo se sublimó, donde se suceden una serie de episodios, algunos de los cuales reconstruyen recorridos del pasado, con la dentellada del dolor y con la felicidad del cariño.

Marie-France y Julio entran y salen por los portales de la ficción y de la realidad, se entrecruzan con personajes y hechos reales y con otros creados por el autor, y con todos se relaciona el rocoso Aznar, que comenzó a deshilar su lenguaje durante la transición política. Julio, a su vez, hallará un tema de estudio en el exilio español en Francia: Marie-France es hija de un adolescente que llegóa Toulouse al final de la guerra civil y que participó en la Resistencia.

La hoy historiadora lamenta que su padre no refiriera a ella y a su hermana Claire -¡menudo personaje, esa doctora!- las zozobras y pasiones que vivió. Marie-France se vuelca en el trabajo y entra en contacto con el mundo de Julio. No deja de pensar, sin embargo, que a la pareja le va demasiado bien y Julio debe esforzarse en contener un riesgo de recaída, aunque sin eludir que, como señaló Fernando Pessoa, «un día llegarán a la curva del camino, pero por ahora sabemos que allí no estamos».

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento3 mar 2016
ISBN9788491123927
La curva del camino
Autor

Ignacio Francia

Ignacio Francia (Lumbrales, Salamanca, 1943), periodista, ha trabajado en El Adelanto, La Gaceta Regional y RNE, de cuya emisora fuedirector en Salamanca. Ha sido corresponsal de El País, El Norte de Castilla, La Vanguardia y la Agencia Efe, entre otros medios. En 1982 fundó y dirigió Salamanca. Revista de Estudios. Es autor de una docena de libros, como Salamanca 1950-1992. Materiales para la historia (2002), Salamanca de cine (2000 y 2008), Imágenes de la Salamanca mercantil (1994), Salamanca (2007), Guía secreta de Salamanca (1979), Salamanca sin secretos (1993). Asimismo, ha participado en libros colectivos sobre historia y cine. También ha sido comisario de exposiciones como El tiempo de Miguel de Unamuno en Salamanca (1998) y Sueños de concordia. Filiberto Villalobos y su tiempo histórico (2005) y ha colaborado con Basilio M. Patino en películas como Octavia (2002) y Espejos en la niebla (2008). Es miembro del Centro de Estudios Salmantinos. En La curva del camino, primera obra narrativa del autor, los personajes reales se pasean entre los andamios de la ficción y los personajes de ficción se cuelan y se desenvuelven entre las situaciones reales. De ese modo, losprotagonistas, Marie-France y Julio, se ven obligados a ceder espacio protagónico a José María Aznar, al lenguaje y a los signos deun hombre que no ha dejado de mantener y aportar sus señas de identidad desde que apareció en el escenario político de la comunidadautónoma de Castilla y León, tiempo y recorrido que estudia la profesora francesa en su tesis doctoral. En esa interrelación de ficción y realidad es Marie-France quien estudia en su tesis doctoral el recorrido aznariano, al tiempo que se halla inmersa en una historia de amor que la pareja vive con pasión tras su reencuentro en Toulouse, donde Julio, además, contacta con el universo de los exiliados españoles tras la guerra civil.

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    La curva del camino - Ignacio Francia

    © 2016, Ignacio Francia

    © 2016, megustaescribir

             Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda           978-8-4911-2391-0

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2392-7

    Contents

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    Recuérdalo tú y recuérdalo a otros

    (Luis Cernuda).

    Nuestro deber es recordar

    (Doris Lessing).

    Hombre libre, acuérdate

    (Lápida en la playa de Argelès-sur-Mer, homenaje a los españoles republicanos exiliados-prisioneros).

    Si me encontraba al arrimo de una terraza en la place du Capitole, en Toulouse, era por pura pereza, y esa desidia había estropeado sin miramientos las previsiones establecidas de buena gana días antes. Ya me había reprochado dejar pasar el tiempo de esa forma, pero no tardé en aliviar la conciencia con el argumento, más bien el apaño, de que ese relajo no me sobraba después del ajetreo que me traigo en Madrid y, además, tampoco está mal romper los programas cuando nada trascendente se encuentra en juego. El regusto de la transgresión, aunque sea menuda, puede dejar buen cuerpo.

    Avanzaba ya la media tarde, con temperatura agradable en la zona ocupada por la terraza del Café Le Florida. Habían pasado cinco días desde que comenzó el mes de abril, era domingo, y el sol que lucía, aunque con escaso calor, parecía insólito en esta ciudad con su afición a las nubes a esa altura del año.

    Sentado frente a la amplia y sugerente fachada central del Capitolium atendía con moderado entusiasmo a esa plaza elegante y entretenida, siempre con vidilla entre su marco rosa, tono rosáceo que en ocasiones destellaba por efecto del sol. Más bien, mecido por la indolencia, repartía la mirada hacia quienes pululaban bajo la llamativa galería de arte que ofrece la bóveda plana con los veintinueve paneles de las gozosas pinturas de Raymond Moretti en la Galerie des Arcades, y hacia la agitación exterior, tanto en las inmediaciones de la terraza como al sol sobre el amplio adoquinado con el reclamo central de la cruz del Languedoc, la cruz occitana de bronce pulimentado que también concibió Moretti, en esa versión de las bolas con el Zodiaco y las horas del día. En lugar de abrir la carpeta y echar una ojeada al informe que debería presentar al día siguiente, como me había propuesto al sentarme, me llamaba más atender al ir y venir del mujerío, como esa joven negra, agraciada y con tono elegante, que, seguramente en sesión de espera, había terminado asentando la tela de su ajustado pantalón vaquero sobre una de las fuertes pilastras que encauzan la senda de los vehículos hacia el parking cavado bajo la plaza.

    En realidad, lo que debería haber hecho era alquilar un coche y llegarme hasta Albi, según me había marcado al plantear el viaje, para recrear una ciudad que recordaba muy sugerente desde que hace ocho años anduve por ese territorio de los estrictos albigenses, con su catedral armada de una especial fortaleza y el despliegue de exquisito gótico. Me acordaba aceptablemente, pero deseaba repasar ese núcleo con la permanencia de un tono medieval llamativo en sus calles y con rincones muy sugerentes, que antaño me llenó tanto, y además, pretendía echar una ojeada al Museo de Toulouse-Lautrec. El ladrillo de Albi lo recordaba más intenso que el de Toulouse. Quizá, simple y caprichosamente, porque Albi me pareció una ciudad cargada de intensidad.

    Pero, en lugar de seguir mis instintos de visitante atento, la salida había derivado a tumbarme tan ricamente en la terraza, con esa indolencia que a veces, cuando me agarra --y, últimamente, cada vez con más frecuencia e incluso intensidad---, tanto me da que pensar sobre por qué no soy capaz de romperla, de superar esa haraganería que no encaja con mi modo de ser. Y casi siempre me reprocho esa pasividad que, en ocasiones, para justificarme, me digo a mí mismo que se debe a que me siento un poco ahogado, a que no ando fino. La realidad es que, si soy sincero conmigo mismo, con una frecuencia que me incomoda, me siento un poco reventado por dentro. Bueno..., quizá sea una exageración, pero soy consciente de que me advierto algo alterado, con ansias de aspirar a algo que no tengo pero que deseo, como si quisiera buscar ---¿o acaso es que he vuelto a mis sueños engarzados con deseos?--- una forma distinta de estar en el mundo. «Nada menos, demasiada trascendencia, muchacho», me digo, envuelto en la misericordia autocomplaciente que impide que me detenga a pensar en qué me ocurre realmente.

    En consonancia con ese revoltijo que me traigo, no sé si frívolo o entrañado, cuando la vagancia me muerde, demasiadas veces me acojo a sus brazos. Así, ahora, la dejadez ya me había impulsado hacia algo tan productivo como contar el número de ventanas y de bandas rojizas de ladrillo que alternan con la piedra en la fachada del Capitolium, y seguro que no me levantaría sin contar las pilastras de la balaustrada de todo el edificio, incluído el ala del Théâter, que denominan temple du bel canto... Sin hacer nada por evitar esa languidez culpable, carcomido por la indolencia, era consciente de la tarde malograda aposentado en aquella plaza.

    En la terraza, ya al borde de la zona con algunas mesas dispuestas con mantel para la cena, seis mesas más allá de la mía y hacia el centro del espacio, se había sentado una mujer que podría ser de mi edad, quizá más joven. La mujer recorría las hojas de una revista, parecía que con cierta desgana; a veces se detenía en algunas páginas. En un momento, cruzamos las miradas. Y, después, otra vez. Esbocé una sonrisa, pero no hubo correspondencia, ella volvió a su revista. En el nuevo cruce de miradas, la mujer ya pareció disponer los labios con una especie de rictus más bien irónico o chungón. Su rostro era agradable, armonioso, sereno, los ojos rasgados, grandes y, desde mi observatorio, parecían vivos. La frente, despejada con la caída del pelo moreno recogido en una cola con prendedor de madera. No, no era una mujer espectacular, pero resultaba muy agradable y se la advertía en plenitud. Vestía con desenfado, con buen criterio en la combinación de la ropa.

    Al poco de divisarla comenzó a picarme la idea de que me recordaba a alguien y, casi como en un juego, me puse a pensar en a quién se parecía. Esa cara me sonaba, y me empeñaba en que el aire de sus gestos, su estilo, no me eran ajenos. Juego de ocioso, vaya. Pero..., esa frente, ese rostro tan sereno, esa barbilla, ese mentón delicado con el leve hoyuelo... Y ahí, de pronto, ¡eso es!, la barbilla de Marie-France. Pero ella tiraba a regordeta, y con el correr de los años habrá metido más quilos. Claro, ella vivía en Toulouse, nieta de una española que llegó a la ciudad con sus dos hijos adolescentes cuando la guerra civil. «¡Anda ya!, aquí, mismamente aquí, va a estar plantada aquella muchacha. Cómo va a ser Marie-France esa mujer. Hombre, por la edad, sí encaja. Y esos gestos, ese estilo... Pero, además, ella era un poco contenida, un tanto reconcentrada, y esa mujer es más desinhibida, se la ve risueña, da la impresión de mucha vitalidad. Bueno, Marie-France también era muy vital, muy agradable..., pero esta parece con más fortaleza. Es una mujer cuajada, de las que gustan, como ya me tiene seducido a mí. La sonrisa dulce es la de ella, desde luego, porque ha sonreído cuando el camarero le ha traído un vaso con agua que había pedido. Se ha levantado, pero deja en la silla la parka oscura y la revista sobre la mesa, solo lleva el bolso en bandolera; irá al baño. Al ponerse en pie, confirmo que su cuerpo resulta muy atractivo, se mueve con soltura, con esa especie de desenvoltura que se aprecia en muchas francesas. Me seduce cómo aletea ligeramente la falda por el impulso de las nalgas al caminar sobre las botas altas que calza. Marie-France era un poco menos ágil, el culo entonces le lucía, pero ya se sabe que el paso del tiempo nos maltrata... Y, por cierto, ¿por qué no me he acordado de que Mari-France vivía aquí, para llamarla? Aunque vete a saber dónde anda su teléfono..., en alguna de las agendas de antaño, claro. Pero cualquiera sabe si seguirá siendo el mismo número, si mantiene la dirección de las seis o siete cartas que nos cruzamos hasta el día en que aquello se agotó... Qué tonto he sido por no haberme acordado de ella. Vuelve. Es muy atractivo su cuello grácil que surge del hueco ligeramente abierto hacia los hombros de un jersey suelto de color tabaco, acanalado en el centro con tres franjas de figuras a modo de comillas engarzadas con el pico hacia el talle, sobre una falda beige por debajo de las rodillas, abierta con un par de botones desabrochados en el arranque de los muslos. Se sienta, y tras tender ligeramente la cabeza hacia atrás y aspirar, mete la mano en el bolso y saca una cajetilla de tabaco. Marie-France no fumaba. Cruza las piernas, por lo que las rodillas y el comienzo de los muslos cubiertos por medias claras quedan al aire. Agradable panorama, tentador. La impresión es de naturalidad, de que no pretende provocar. Provocar, no, pero... animar, sí anima. Hay mucha naturalidad en la chica. Bueno, chica..., los cuarenta añitos o así, quizá más allá, no hay quien se los quite. Esa debería de ser ahora la edad de Marie-France. Muy agradable, de nuevo tiende ligeramente la cabeza hacia arriba cuando expulsa el humo, con delectación, con un toque de sensualidad. El pecho, que se apunta nutrido pero no exagerado, se mece bajo el jersey. Como no dejo de encararla, sostiene la mirada, pero no sonríe. Ese rostro sereno, la barbilla --esa barbilla con el leve hoyuelo, tan seductor---, la frente..., esos ojos son los de Marie-France. Ha vuelto a la revista, empezando por la parte de atrás, pasa las hojas para alcanzar la portada, y cierra. Machaca el cigarro en el cenicero. Guarda la revista en el bolso. Esta se me va».

    Reventaba de ganas, y me levanté.

    ---Pardon... Est-ce que par hasard..., vous appelez-vous Marie-France?

    ---Oui... --sorprendida, más bien sobresaltada ante aquel tipo que se le había venido encima, respondió con tono tenue, con el rostro alzado y expectante, intrigada. Y los ojos, sí, los ojos de Marie-France. Los ojos oscuros, negros como el pecado, de Marie-France. Qué tontería haberle preguntado, si era evidente que se trataba de Marie-France, si ese gesto, si esos ojos solo podían ser los de ella. Y el hoyuelo del mentón.

    ---Claro que eres Marie-France, no sé por qué te lo pregunto. Claro que eres tú.

    ---¡Oh!!!... ¡Pero si eres Julio! --exclamó con regocijo, con su misma antigua voz de francesa, con el destello de la alegría en esos ojos grandes, negros, negros.

    Se levantó casi de un salto, como por impulso de un resorte, y me besó la mejilla con calor, con los brazos asentados sobre mis hombros. Separó la cara, tendió el busto ligeramente hacia atrás, me observó un instante con sus ojos chispeantes en un rostro radiante, cuajado de vida, y volvió a depositar ese rostro cálido, muy cálido, contra mi barba de casi dos días de desgana mientras sus brazos se deslizaban sobre los hombros hacia el cuello y su pecho se ceñía al mío, los dos palpitantes. El hoyuelo de su barbilla, el punto que había desencadenado tanto alboroto, reposaba ahora sobre mi cuello, donde sus labios los percibía como una ventosa cálida. Volvimos a mirarnos. En tanto, casi cortado por su reacción entregada, traté de recuperarme ante lo que ni siquiera vislumbrara que fuera a suceder de esa forma, quedé prendido en sus ojos, sus ojos negros. Aquellos ojos, rasgados, ahora aún más grandes, negros como el pecado. «Negros como el pecado» traducíamos en la acuñación de la búsqueda de una expresión para trasladar lo que nos decían los ojos --toma, y el cuerpo--- de aquella francesita que había aterrizado entre nosotros en Salamanca. «Ojos para la perdición», comentábamos los amigos. Mientras mi mano derecha le ceñía el talle con delicadeza, me separé ligeramente y la miré con un barrido sin disimulo.

    ---Estás preciosa. Mucho más que entonces... Eres una mujer espléndida.

    ---Anda, tonto... ¡Qué alegría, dios!... --y los dedos de su mano derecha buscaron los míos para entrelazarse con delicadeza, pero también con viveza y presión.

    Tomé mi cubata y la carpeta y nos sentamos a su mesa. Nos atropellamos con nuestras confidencias, con el intercambio de preguntas, con ansias de comunicarnos cómo nos ha ido, y qué es hoy de todo aquel mundo nuestro durante aquellos días, aquellos días de Salamanca, cuando ella acudió con otras dos amigas durante el mes de julio a los Cursos de Verano de la Universidad y se alojó en la pensión de estudiantes de la madre de Alberto y este nos pidió ayuda a los amigos «para sacar a pasear a las francesas». Mecidos por una explosión de comunicación mutua, con una especie de avidez que oscilaba entre la añoranza de aquellos días de antaño y el deseo de conocer sobre las situaciones recientes, ni nos dábamos cuenta de que la gente había comenzado a sentarse a las mesas próximas para cenar, ni nos importaba si la plaza seguía animada, si Capitole vibraba o sesteaba.

    Ella no se había casado, pero, después de una relación sin mucha consistencia aunque de varios años «y con picos de bajada y subida en la cercanía» con un compañero profesor de su liceo en Cahors en el que dio clase durante cinco años, sin embargo, de vuelta a Toulouse, sí había convivido durante bastante tiempo con un empresario del ramo de la tecnología seis años mayor que ella, aunque lo habían dejado hace casi dos años, «y al final no resultó nada agradable», puntualizó, sin más. Yo me había separado amistosamente, sin hijos, y me había marchado de Salamanca, necesité buscar otro territorio; ahora me relacionaba con una amiga. Su abuela española había muerto, y también meses después de que ella terminara la carrera, su padre murió en un accidente de tráfico a la salida de Auch, una furgoneta llevó por delante su coche, y su madre había rehecho su vida y ahora vivía en Obernai, preciosa ciudad cercana a Estrasburgo. Yo andaba muy revuelto, me había apartado del periodismo directo, ahora vivía casi libremente manejando una especie de agencia de comunicación, por eso estaba en Toulouse. Se licenció en filología hispánica, que ya cursaba cuando la conocí, empezó a dar clases en un liceo, pero años atrás decidió alternar la enseñanza con una nueva licenciatura en Historia, que descubrió que le tiraba más. Ahora, trabajaba en la facultad mientras preparaba la tesis doctoral, el exigente Doctorat, aunque aún en terreno incierto, sin definición concreta, por más que sentía preferencia por la etapa de la transición política española ---«llevo bastante tiempo empapándome del tema», me decía---, y quizá podría decidirse en torno a la figura del cardenal Tarancón. Le señalé que me hallaba en situación bastante escéptica, «ni me gusto yo ni me gusta mucho de lo que está pasando en mi país». Ella, en ese momento, tenía escasa actividad docente y pasaba bastante tiempo en la biblioteca y archivos, quería ir pronto a España para documentarse, para situarse, quizá empezando por Barcelona.

    ---La cantidad de años que han pasado... Son ya veinticinco, ¿no? De verdad, no me explico lo que nos ha ocurrido. Es..., es de esas alegrías que parece que empapan y hacen revivir. Sí, eso es, me ha empapado de vida encontrarnos, Julio. Además, así, ¡de golpe! Y, mira, al principio me incordiaban tus miradas, luego ya me divertía tu insistencia y, ¿sabes una cosa?: siempre pensé que tenías que ser español, por las trazas..., un poco chulito. Pero, de verdad, no me fijaba más allá de la pinta de aquel tipo, sin atender a cómo era, y por eso ni me había saltado el más leve rasgo que me pudiera hacer pensar en alguien conocido; además, como estabas medio del lado, tampoco te pillaba mucho la cara. Y... has cambiado bastante, eres todo un hombre.

    ---Ya veo, ya... Disimula, disimula ahora para paliar el desprecio total a mis intentos de hacer méritos ante la mujer interesante que pretendía a mi alcance. Tú..., sin ser tú, ya me atraías. Y de modo que un poco chulito, vaya...

    ---Mira, ahora mismo, estoy bastante quemada de hombres. Pero eres Julio, ¡y estás aquí! Julio... Las vueltas y revueltas que da la vida, ¿quién podía decirnos que iba a pasar esto? Pero, mira, viva la vida. Que yo diga esto, en mis circunstancias, ni te imaginas lo que representa... Anda, salmantino, ¿por qué no vamos a tomar algo, para recuperar aunque sea pálidamente aquello de los pinchos de Salamanca? Claro, nada que ver..., pero me va a encantar rememorar contigo aquel rito inolvidable. Quiero vivir.

    Quiero vivir, dijo. Me llevó a la cercana place Roger Salengro, con edificios procedentes del Primer Imperio y donde se encuentra la casa natal del promotor del Canal du Midi, Pierre-Paul Riquet. Apenas si recordaba ese sugerente espacio irregular con su llamativa fuente central de bronce, todo ya un poco tocado por las sombras de la caída del sol, cuyos rayos débiles encendían hacia naciente las hileras de ladrillo rosa donde alcanzaba la luz fugaz, mientras que se oscurecía la zona contraria. Espacio recoleto, con gente bien abrigada en terracitas, con alguna ventana abierta de la que se escapaba un tenue hilillo de música. Nos sentamos ante la barra de un bar ya lindero con la rue Baour-Lormian desde la que se vislumbraba la agitación comercial de la rue de la Pomme. Después de tomar un vino y unas tapas escuetas, salimos hacia la agitada place de St-Georges, donde seguimos en otra cafetería, y comimos unas tapas para cenar, hasta cerca de las diez de la noche, cuando ya cerraban todo para el forastero, pero no para una residente en la ciudad, que me encaminó hacia una calle inmediata a la de mi hotel, con un local con sosiego pero vivo en su clientela, y los dos pedimos güisqui.

    ---Cielos, Marie-France, si yo les cuento a aquellas gentes salmantinas que fumas, que estás tomando güisqui... Qué quieres, me choca, como me choca la mujer que he encontrado, sinceramente. Qué gozo verte así, tan espléndida. Ya te lo he dicho antes, pero es que..., es eso, eres una mujer espléndida --y tomé su mano con delicadeza.

    ---Anda, lamerón... ¿Qué te crees, que no me acuerdo de ese término que aprendí de ti aquellos días, como otras palabras de pueblo que empleabas para lucirte, para desafiarnos, y que te pedíamos que nos explicaras? ¡Cómo eras!... Y, bueno, esta no es mi vida, Julio. Esta es la vida que me llega, por haberte encontrado a ti. Me iba a encerrar en casa, a mirar la tele un rato, a leer algo... Esa es mi vida después del trabajo. Pero hoy, ahora, un güisqui, porque estamos aquí tú y yo. ¡Qué alegría, madre mía...! De verdad, estoy llena de satisfacción, disfruto, reviento..., reviento de gozo.

    Ninguno de los dos disimulábamos sentirnos satisfechos. Absolutamente a gusto. Nos contamos mucho de nosotros. Aquella mujer desprendía una calidez que atrapaba, y yo decidí aparcar la costra de borde que me había echado encima en los últimos tiempos. Ya pasada la media noche Marie-France apuntó que la iba pillando el sueño, que se levantaba a las 7.30 de la mañana. Quedamos en que «ya hoy mismo», precisó ella, la esperara a la puerta de la Bibliothèque d´Etudes Méridionales «a vuestra una del mediodía», ironizó, y nos iríamos a comer. La acompañé hasta su casa, que no quedaba alejada, cerca de la place Wilson, y cuando regresé al Hotel Citiz, aún más cercano a la misma plaza, después de una despedida cálida en el abrazo, casi buscándonos los labios al besarnos, me encontraba alegre, incluso cargado de una satisfacción con cierto repiqueteo, como una procesión interna preñada de sensaciones, al borde de la euforia, que hacía tiempo que no me había alcanzado.

    Debería haber echado una ojeada al informe que tendré que presentar al día siguiente, pero no me sentí con ganas, preferí madrugar algo más antes de acudir a la sala para el debate. Me tendí en la cama y me puse a rememorar que en alguna ocasión había leído lo que podía representar en una vida el tejido del azar, y cómo ese tejido me había envuelto con su despliegue de seda. Me sentía dentro de una especie de celebración interior, con agrado mental e incluso pulsiones físicas placenteras al recrear la imagen y la conversación con Marie-France. Pero, para mi propia sorpresa, no se trataba de que sintiera demandas sexuales, ni siquiera eróticas, sino que me encontraba envuelto por sensaciones de bienestar. Me sentía contento. Exactamente eso, me advertía feliz. «¡Qué juegos nos arroja la vida! Me desesperaba por haber perdido la tarde, y resulta que he conseguido algo impensable y tan gozoso», me confesaba con regusto. Exactamente eso, con regusto. Y dormí muy bien.

    El informe, la ponencia que tuve que presentar a las once de la mañana en las sesiones sobre Les frontières de la Communication creo que salió aceptablemente, bastante complementaria con las otras que plantearon los compañeros de mesa. Me centré en Information et Entreprise. Nouvelles territoires, es decir, traté de analizar los nuevos campos que se abren en el entrecruce de los ámbitos de la información y la empresa. Lo llamativo fue que, después, se dio paso a otra mesa de ponentes sin que se abriera coloquio en ninguno de los casos, porque eso ocurriría por la tarde, con todos los ponentes de las tres mesas juntos para abrir debate entre los asistentes sobre los diferentes asuntos. Lo peor será acertar con el francés correcto al responder a las preguntas, porque leer la ponencia no ha sido problema, ya que mi entrañable amiga Ana me la había afinado en su corrección expresiva.

    Diez minutos antes de la hora de cita en que había quedado con Marie-France ya me hallaba sentado en la terracita de la crepèrie que queda frente a la Bibliothèque d´Etudes Méridionales, en la siempre agitada rue du Taur. Esas terracitas francesas de tres, cuatro mesas, presentan un tono que cuesta encontrar en otros sitios. Cuando ella salió, se quedó ante la puerta mirando hacia las dos direcciones de la calle, pero no al frente, y tuve que levantarme para llamar su atención. Aparecía aún más guapa que el día anterior, su cara algo más maquillada, con un leve toque en los labios, además del ligero sombreado en los párpados. Bajo una cazadora de cuero oscuro, lucía un vestido ceñido a la cintura, color vino estampado, sembrado el cuerpo de pequeñas flores blancas, como clavelinas con sus bordes dentados y sus rabitos, de diferentes tamaños y en posiciones entrecruzadas, con generoso pero recatado escote abierto; como el día anterior, el vestido también caía bajo las rodillas, sobre las que ya se abría la línea de botones que bajaba desde el pecho, y la tela, al agitarse, azuzaba otras botas altas diferentes, hoy de color negro y con algo de tacón. Además, la cola del pelo se había tornado en melena esponjada que se aposentaba sobre los hombros, lo que hacía refulgir su rostro. El pelo, aunque moreno, estaba aclarado, no era tan racial como cuando anduvo por Salamanca: «Con esos ojos, con ese pelo, tú eres una andaluza total», le decíamos antaño. Preciosa. Iba a decirlo, pero decidí dejarlo colgado, aunque creo que lo pudo deducir claramente porque mis ojos reflejarían el entusiasmo.

    Mientras tomábamos un vino blanco, cuyo frescor acariciaba el paladar con sensaciones gustosas, nos contamos cómo nos había ido la mañana. Luego, me llevó poco más allá, hasta la plaza recoleta adornada por la alzada de la bella torre con estratos ascendentes y los diez ábsides de la cabecera de la basílica de St-Sernin, con su románico supremo a la vista, donde, entre el sol y la sombra de los árboles en la terraza bien guarecida del Café-brasserie Saint-Sernin, comimos unas ensaladas compuestas como solo saben hacerlo los franceses. Nos reíamos, estábamos estableciendo una complicidad cálida. Habíamos recuperado la cercanía de los días de Salamanca, pero ya no era lo mismo que entonces, aquel fue un momento de frescura pero también de contención, mientras que ahora la madurez de los dos nos llevaba desde los apuntes frívolos de algunos comentarios hasta disfrutar de la plenitud de las ideas, sin excluir que a veces parecía que estábamos auscultándonos mutuamente. Nos interesaban las posiciones, el recorrido, las aspiraciones y las pasiones de cada uno. Así, no tardé en preguntar y preguntar sobre el trabajo que planteaba con destino a la tesis, porque realmente me interesaba lo que advertía como futuro inmediato de ella.

    Después de explicarme las peculiaridades del Doctorat francés con su exigencia en la investigación, me volvió a señalar que su decisión se asentaba en analizar «algún aspecto de la transición española» ---y lo pronunciaba con una especie de veneración---, y como motivo de precisión indicó que le gustaría abordar el análisis del lenguaje en torno a algún asunto de esa época. Pero apuntaba que se encontraba metida en una nebulosa, aún no identificaba una vía por dónde tirar, y tampoco le favorecía mucho el profesor que iba a dirigirla --«el más experto en asuntos españoles que tenemos aquí»---, porque él no se aclaraba mucho. Su actual dedicación residía en el desbroce de bibliografía básica en torno a esa etapa española y, «la verdad» ---me miró como solicitando amparo---, «me siento un tanto perdida en ese panorama tan amplio...». Precisamente fue lo que le puse de relieve, la enorme extensión de lo que pretendía estudiar. Mi consejo, le destaqué, era que se ciñera a algún aspecto concreto. Puesto que me había hablado de que pensaba viajar próximamente a Barcelona para consultar archivos, le indiqué que precisamente Cataluña le podía ofrecer un ámbito adecuado para su análisis, con sus peculiaridades y diferencias con el resto del territorio..., «peculiaridades que, por otra parte, pueden suponer alguna dificultad y complicación para el trabajo», le sugerí.

    Me gustaba aquella mujer. Seguía siendo la Marie-France que conocí en Salamanca..., pero tan diferente. Ahora sí era realmente una mujer que me atraía, con la que me agradaba hablar y que avivaba mis impulsos al mirarla. Qué bien. Delante de mí advertía a una mujer con envergadura intelectual, pero también muy atractiva desde sus dudas. A sus años y a pesar de su consistencia, sin embargo, no ocultaba su condición un poco perdida, sus tentativas, su búsqueda un tanto indecisa, al señalar que no controlaba su aspiración de estudio, que buscaba un motivo que la atrajera para comenzar a centrar su atención. Pero aquella mujer en sazón --«qué guapa está», me relamía en mi interior---, juiciosa, reflexiva, sencilla y serena en su comportamiento, destilaba además una especie de misterio. No sé por qué, pero advertía en ella algo, simplemente algo, y no era capaz de concretar en qué residía ese algo tan etéreo, que la hacía enormemente atractiva. Sí, algo me removía especialmente.

    ---Marie-France, quizá el trabajo de trillar esa bibliografía que ya vienes manejando te abra un camino. Y como es lógico que previamente estudies todo ese material imprescindible para que asientes la tesis, me parece que lo conveniente, aunque quizá ya lo estés haciendo, es que te vayas fijando en ver qué te seduce. Quizá esa sea la clave..., algo que te seduzca de toda esa maraña en la que andas metida.

    Al solecillo tibio, con el soberbio románico de St-Sernin a la vista y con Marie- France enfrente, ¿qué más pedir? Pero a las cuatro empezaba mi cita con el coloquio en el que deberíamos participar los ponentes de la mañana. La mujer ya me había dicho que me acompañaría, y, mientras caminábamos hacia la sala, yo le apuntaba que se reiría con mi francés un tanto inseguro. Se ofreció a hacer de intérprete, pero disponíamos de traducción en el caso de que surgiera algún tema que requiriera precisión. La sesión resultó sin problema para mi capacidad expresiva, ya que tuve que responder a cinco cuestiones, de las que tres merecieron la pena y las otras bordearon la frivolidad. «Pues te defiendes aceptablemente, aunque algunos términos podrían ser más adecuados, pero únicamente te falta coger el tono... francés», me halagó.

    Lamentablemente, dos horas después debería estar en el aeropuerto para regresar a Madrid. Aunque ella quería llevarme en su coche, no acepté. Mi taxi lo tenía pagado por el cheque aportado por la organización, pero, además, consideraba más conveniente despedirme a la puerta del hotel cuando me acompañó para recoger la maleta. Me gustaba Marie-France, pero yo volvía a Madrid. Nos abrazamos con intensidad, nos miramos con entraña mientras nos besábamos un par de veces, como rememoraba con no poco agrado mientras el avión volaba hacia mi territorio. Más bien, lo degustaba.

    Sin embargo, a pesar de esas sensaciones al recrear el recuerdo, a Cecilia la besé con ansia, y ella aún más a mí, cuando aparecí en el aeropuerto de Barajas. Con Cecilia mantenía una relación que implicaba bastante más que el derecho a roce. Había acudido a buscarme, y en mi casa festejamos con reconocible satisfacción el regreso. Tan intensa fue nuestra dedicación amorosa que al día siguiente no nos despertamos a la hora, llegó tarde al trabajo y, por tanto, le tocó quedarse en jornada prolongada de tarde en su función archivística y documental. Cecilia había contribuido a asentar mi vida. Quizá, demasiado, pensaba yo en algunas ocasiones.

    Aunque con Cecilia había continuado manteniendo mi relación habitual mientras seguía manejando en mi interior el atractivo de la francesa, con la que ya había cruzado varios e-mails, precisamente a causa de ese trajín quince días después me encontraba de nuevo en Toulouse. En tanto, Cecilia me creía en Sevilla en un congreso que se celebraba sobre periodismo, como le había mostrado en el periódico cuando se anunció la asamblea. Mentira que fragüé tan solo seis días después de regresar a Madrid. Deseaba volver a ver a la mujer con la que me había encontrado en Toulouse.

    ---Marie-France, me gustaría volver por ahí el fin de semana, ¿qué te parece?

    ---¿Qué me dices? ¡Por favor, Julio!... Me satisface mucho que vengas, me das una gran alegría. De verdad, un alegrón. Si quieres, cuando tengas el billete, me avisas del vuelo y te recojo en el aeropuerto --replicó directa, sin disimulo en su acogida y se la advertía contenta, realmente entusiasmada.

    Pero me presenté un día antes, sin avisarla. Quería manejar esa sorpresa..., y responder a mi ansia. Me alojé en el Hotel de France, en la rue d´Austerlitz, también en las inmediaciones de la place Wilson y, por tanto, cerca de su casa, y desde allí la llamé a su teléfono móvil. Se encontraba en la Bibliothèque de la rue Taur, y respondió con tono de satisfacción, sin ningún reproche. En seguida salí hacia su lugar de trabajo, y ya la encontré a la puerta. Un reencuentro con calidez en el abrazo y en los besos. Sobre todo, en el abrazo, intenso, largo, con los rostros aposentados sobre los respectivos cuellos, con el ardor de las palpitaciones de nuestros pechos, deseosos..., pero contenidos, hasta buscar de nuevo las miradas, que tanto pregonaban. Los dos éramos conscientes de lo que representaba ese reencuentro.

    Junto a ella, renové la satisfacción, el deseo, de sentirla al lado. Pero mi interior se venía removiendo, y me sumía en un montón de dudas, un tanto carcomido por una especie de inseguridad, algo así como una precaución..., aunque me gustaba estar con ella. La verdad es que sentía ansias, era una mujer deseable. Y deseaba a esa mujer, de modo que trataba de acertar en el acercamiento, por más que, en los principios, siempre he sido bastante torpe en estas cosas, y lo normal ha sido que en ese arranque ellas me llevaran por donde les petaba. Porque, además, digamos que alimento un defecto: siempre me he arrimado a mujeres inteligentes, preparadas, con capacidad para no someterse, con sentido de su capacidad de mujer. Y hemos mantenido el equilibrio.

    Me volvió a llevar a comer a la plaza de St-Sernin, a la misma terraza. Pensé que aquello tendría un sentido: recrear la satisfacción que sentimos la vez anterior.

    Después del prólogo un tanto diluido con impresiones sobre el par de semanas que habían pasado desde nuestro encuentro inicial, Marie-France tendió sus manos sobre la mesa para cogerme las mías.

    ---Quizá te parezca pasada, pero vuelvo a decírtelo: me siento muy satisfecha, muy alegre, porque hayas venido. Julio, no te puedes imaginar lo que supone para mí.

    ---Será tonto decirte lo que siento yo, pero te lo digo: me gusta estar contigo. Eso es, me gusta. Mujer..., es que quiero saber cómo marcha tu tesis ---ironicé.

    Nos reímos con picardía cómplice, y entre la jovialidad que nos envolvía, un poco melosos sí nos pusimos después, pero me daba la impresión de que yo comenzaba a parecer ansioso y, aunque realmente me sentía ansioso, no quería trasladar esa sensación sino aparecer con una cierta seguridad, interesado por ella, desde luego..., pero sin que se me notara que me derretía. Y, así, busqué motivo para sacar a relucir de nuevo, ya más seriamente, el asunto de su tesis. Aunque, en esa situación, yo ya había cargado mi zamarra para tratar de introducir varias sugerencias.

    ---Mira, para acotar terreno, como apunte, pienso que podrías decidirte por esa vertiente del lenguaje durante la transición que indicas que te agrada. Aunque, la verdad, se te abre mucho campo, mucho más para quien no ha vivido en España en ese tiempo y creo que eso te supondrá un trabajo añadido. Tendrás que ver muchos documentos, tendrás que leer muchos periódicos, tendrás que escuchar muchas grabaciones..., contextualizar todo eso. Bueno, sí te puedo decir que en la Universidad de Salamanca, precisamente, se ha publicado un libro en el que se analiza el lenguaje durante esa etapa.

    ---Eso me interesa enormemente.

    ---Pues me das ocasión para lucirme. Ahora mismo llamo a mi amigo Emilio de Miguel, que seguro que me puede dar el teléfono del autor, Javier de Santiago Guervós, lo llamo y que te mande un ejemplar. Tengo confianza con él. Apunta tu dirección --le indiqué, mientras le tendía una servilleta de papel y echaba mano al móvil y buscaba el teléfono del catedrático de la facultad de Filología.

    ---¿En qué enredo andas? --me espetó Emilio con su característica ironía, al indicarle por dónde paraba yo y solicitarle el teléfono de su compañero de claustro.

    ---Revienta, jovencito, pastoreo en un congreso sobre La Celestina al que no te han invitado a ti, qué te piensas, ilustre experto celestinesco --mi trola festiva originó que a través el auricular del teléfono llegara una risotada distendida de quien tuvo la capacidad de aportar en sus trabajos propuestas y razonamientos notables en torno a la obra de Fernando de Rojas.

    Sin problema: Javier, al exponerle la situación, me indicó que llamará al Servicio de Publicaciones de la Universidad y remitirán el libro; ya arreglaré cuentas con él. Le avancé algo de las aspiraciones de Marie-France y, más o menos, me apuntó lo que ya le había indicado yo sobre su pretensión de estudio.

    ---Claro que también me ha señalado que hay un perfil ventajoso, porque el hecho de que tú veas y analices eso con mirada extraña, con una especie de virginidad, puede aportar aspectos novedosos. El título concreto del libro me ha dicho que es El léxico político de la transición española, y se editó en 1992.

    ---Me vendrá muy bien para contribuir a ver qué decido. No obstante, según el título, parece que el libro analiza el léxico y mi pretensión es enfrentar el asunto desde un territorio más bien histórico, aunque claro que me importa el léxico, no sólo como antigua filóloga, sino porque también traduce mucha ideología y refleja otras situaciones... Además, tengo mis dudas sobre el asunto del que ya te hablé, lo de Tarancón, aunque pienso que me tira más, que se dispone de un campo bastante rico.

    ---Desde luego, también muy amplio lo del cardenal. Tan ancho como sutil, tanto como lo es la Iglesia..., y más la Iglesia española en ese tiempo. Tienes que darte cuenta de que entras en terreno de la Iglesia y, no lo olvides, es un mundo deslizante, cargado de sinuosidades, a lo que se suman los especiales tiempos que vivimos entonces. Y, claro, dentro de la masa eclesial, está el cardenal. Ese personaje añade sinuosidad a lo sinuoso de la Iglesia. Era un tipo inteligente, capacitado para tender las antenas a su tiempo, perspicaz, seductor desde su condición entre dicharachero y su armadura teológica, disponía de don de gentes. Un tipo muy humano, con un instinto histórico, consciente de qué papel debía jugar la Iglesia en aquellos tiempos..., aunque esa conciencia ya le venía desde el obispo joven que no escondió discrepancias frente a la dictadura. Sus planteamientos al frente de la Conferencia Episcopal sobre la función de la Iglesia española resultaron decisivos, trasladó lo que le encargó Pablo VI. Se encontró, muchos creemos que conscientemente, aunque sin buscar protagonismo, en el corazón de la borrasca política. Fue un hombre poliédrico, irónico, resuelto, con una raíz pastoral en el Concilio Vaticano II. De todas formas, para acceder al estudio de esa personalidad es imprescindible llegar a quien figuró como su hombre de confianza, José María Martín Patino, y ese camino lo tienes abierto, porque es amigo.

    ---Ya. Soy consciente de que los tres años de que dispongo a lo mejor no me dan para penetrar en todo eso, un ámbito quizá escabroso, incluso más complicado para quienes no calamos como sí hacéis los que lo habéis vivido... Pero también saco yo aquí lo de la ventaja del distanciamiento.

    Después de comer, nos fuimos a una terraza de la place de la Daurade, frente al río La Garonne. La conversación la salpicamos de recuerdos salmantinos, de algún apunte vital más de cada uno, y regresamos al tema de la tesis, de cómo ella iba preparando ya su tarea previa de inmersión en esa etapa española, de las lecturas que ya iba manejando y su sistema de fichas, de la metodología, de la forma de funcionar a la hora de la elaboración, de quién iba a dirigir su trabajo...

    ---De todas formas, si al final te diera por inclinarte por el asunto del lenguaje, piensa que en ese entramado puedes incluir --bueno, más bien deberías--- el lenguaje de la Iglesia, con el enorme peso del lenguaje de Tarancón, que no nace, como reducen muchos, en la homilía del día de la coronación del rey, sino que se halla también previamente en la última etapa del franquismo, con los problemas encadenados que se sucedieron, las decisiones de la Conferencia Episcopal, incluso los discursos en las aperturas de curso en la Universidad Pontificia... De esa forma engancharías los dos temas que ahora manejas por separado. Bueno, claro, te verías obligada a recortar, pero teniendo en cuenta esas aportaciones que fueron claves en aquellos momentos.

    ---Ya..., pero es que me parece que me salgo, que me sobra material, que a lo mejor me escapo del punto de partida que tengo previsto. Es que me estás metiendo en una olla que cuece y cuece, lo cual está bien... Pero me cargas de dudas.

    ---No obstante, si pareces tan dispuesta a entrar en ese territorio de la España reciente, cuentas con un amplio muestrario de temas quizá más tranquilos para investigar, para encarar tiempo y personajes.

    ---A ver, ¿por ejemplo?

    ---Eso, a ver... Me salta, así, un personaje y un tiempo ciertamente especiales, Francisco Tomás y Valiente. Desde que yo lo conocí como catedrático en Salamanca hasta que ETA asesinó a aquel hombre con conciencia. Hay documentación, pero lo peliagudo a efectos de exigencia de la investigación será entrar en el desglose de lo que constituyó su recorrido en el Tribunal Constitucional, el propio Tribunal... ¿No has leído su libro A orillas del Estado? En cualquier caso, deberás leerlo sea cual sea el asunto que al final elijas. Es una recopilación de artículos, penetrantes, disectivos...

    ---Prácticamente, de él sé que presidió el Constitucional y su asesinato, poco más. Podría ser, ¡cuestión de meterse en el asunto!... --exclamó, al tiempo que marcaba la sonrisa que generaba un gesto divertido, como si se tradujera en qué más da.

    ---Y podría ser José María Aznar, también. Pero, mira, ahí tendrías el lenguaje y los gestos de Aznar desde que llegó a Castilla y León y la permanencia, o las rupturas, de aquellos tiempos en lo que luego ha sido ese personaje, su recorrido. Claro, incluso no faltan motivos anteriores, de su etapa con escritos en contra de la Constitución. Eso es lo que encadena con la etapa de la transición, porque, luego, lo que sería el cuerpo del asunto de ese trabajo, ya se va fuera de los bordes de tal periodo, aunque dónde termina esa etapa es algo muy discutido, hay quien mantiene que alcanza precisamente hasta que Aznar llega al poder, lo cual me parece demasiado trayecto. Con la Constitución del 78 seguramente se llega al tope. Como mucho, alcanza hasta la llegada de los socialistas al Gobierno, a 1982; al fin y al cabo, meses antes saltó el golpe de Estado. En torno a lo de Aznar cuentas con documentación a manta a tu disposición para empezar a andar y fundamentar el trabajo posterior más intenso. Incluso dispongo de grabaciones.

    Además, le indiqué que «si quieres hacer filigranas, ahí está un territorio central de la transición, el de la llegada de Adolfo Suárez y el recorrido hasta las primeras elecciones, por ejemplo. Aunque eso se encuentra ya más trabajado y, desde luego, te requeriría bastante esfuerzo... Ahí figura un aspecto bonito e intrincado, el papel de Carmen Díez de Rivera, por ejemplo. Una mujer estupenda, con poderío intelectual y peso político en muchas de las situaciones que se produjeron. Se ha editado ya alguna biografía, pero entrar en su estilo político y su apertura de mente en aquel momento, en las situaciones en las que se desenvolvió con la libertad como bandera, luego en su pelea en la eurocámara..., supondría una tarea interesante, aunque reconozco que intrincada. La conocí bastante en Estrasburgo cuando era eurodiputada socialista y algunas veces también coincidí con ella en Madrid. Lástima que el cáncer se la llevara tan pronto. Sólo ella y su especial entramado vital daban para una tesis...».

    En el afán de apoyar su tarea, incluso le añadí un tema que podía resultar ciertamente tan atractivo para ella como perjudicial para mí, porque la estancaría en su ciudad, y mi aspiración era atraerla hacia Madrid a través de la maraña de la tesis.

    ---Y, mira, incluso dispones de un aspecto más próximo a ti y también con el lenguaje por medio. ¿Por qué no te centras en analizar el tratamiento que los periódicos franceses dedicaron a la transición? Seguro que es un perfil inédito, una aportación novedosa, de donde se desprenderán situaciones que para nosotros serán de interés.

    ---Has venido a complicarme la vida... Con lo tranquila que andaba yo con mi transición genérica, si acaso con mi Tarancón... Pero me estás abriendo caminos, y me atraen esos asuntos, esto de la prensa es muy llamativo. Lo comentaré con mi director del trabajo. Aparte de que no te he mencionado otro tema que, aunque me interesa, solo lo mantengo un poco en la reserva: los liberales del siglo XIX. Ya sería otro mundo... Aparte de que supondría una ruptura con lo que llevo trabajado, no me serviría de nada la bibliografía y demás estudios. Bueno..., sería un caso extremo.

    ---Y tanto. Pero qué mundo también el de los liberales... Sobre esa etapa se dispone de mucha documentación y bastantes estudios. Pero... ¿a que te vas a reír? Te puedo presentar a otros catedráticos de Salamanca, Ricardo Robledo --que precisamente trabaja ahora en el rescate de un liberal olvidado, Ramón Salas--- y Mariano Esteban de Vega, que saben mucho sobre eso y podrían orientarte hacia algún aspecto menos analizado... Te podrían marcar el estado de la cuestión, aportar sugerencias.

    ---Hala, más jaleo. Tú lo que quieres es joderme...

    Sentenció con naturalidad, porque ella empleaba el término en el sentido vulgar de fastidiar, de complicar. No obstante, en esta ocasión sí estuve a punto de replicar con malicia y con reflejos, pero se me quedó en los labios un «qué más quisiera yo», mientras ella, como si

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