Juvenilia
Por Miguel Cané
2.5/5
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Información de este libro electrónico
Entre la nostalgia y la total añoranza, el autor repasa algunos episodios adolescentes que le marcaron especialmente:
- su entrada en el colegio,
- los despertares tempranísimos,
- las correrías para conseguir salir del recinto y acudir a fiestas,
- también, las juergas.El autor destaca la presencia y el rigor del educador francés Amadeo Jacques (1813-1865). Amadeo era un exiliado político de Napoleón III. Fue el director del Colegio Nacional donde estudió Cané y el responsable en buena medida de la estructura académica que haría de Buenos Aires la sede de una de las más prestigiosas instituciones educativas argentinas.
Cané pasó por las aulas del Colegio Nacional entre 1863 y 1868. Con el tiempo, Juvenilia se transformó en un clásico de carácter testimonial, posiblemente la mejor reseña de la labor de aquel Colegia. Juvenilia es una obra con pasajes conmovedores, con secretos personales, e indicios del adolescente devenido después en hombre de las letras y la política.
Miguel Cané
Miguel Cane nace en 1974 en Ciudad de México. Desde que era niño, su abuelo paterno lo inició en los ritos de la más devocional cinefilia; sus primeros relatos, de horror gótico y misterio, aparecen publicados en revistas y fanzines y en 1996, bajo la tutela de Paco Ignacio Taibo I, se hizo periodista en la sección cultural del diario El Universal.Casi dos décadas de entrevistas con figuras de la cinematografía internacional lo llevaron a compilar Íntimos Extraños: una colección de conversaciones, que reúne 35 de esas charlas con mitos de todo tipo. Desde 2003 es el crítico de cine titular de diario Milenio, y semanalmente colabora en el suplemento Dominical. Su época disipada como ?party boy? al estilo Fitzgerald quedó retratada en su primera novela, Todas las fiestas de mañana (título manqué a Lou Reed y a la Factory Warholiana) que apareció en 2007. Productor teatral, librero; excéntrico de tiempo completo, fiel practicante del dandismo y la mitomanía amateur, divide su tiempo entre Europa y México y es un entusiasta del Twitter, donde se le puede encontrar fácilmente como @AliasCane.
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Juvenilia - Miguel Cané
Créditos
Título original: Juvenilia.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN CM: 978-84-9897-419-5.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-081-7.
ISBN ebook: 978-84-9953-183-0.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Memoria formativa 9
Juvenilia 11
I 20
II 23
III 25
IV 29
V 33
VI 35
VII 37
VIII 41
IX 43
X 45
XI 49
XII 51
XIII 55
XIV 57
XV 59
XVI 63
XVII 65
XVIII 67
XIX 69
XX 71
XXI 73
XXII 77
XXIII 81
XXIV 85
XXV 89
XXVI 93
XXVII 97
XXVIII 101
XXIX 105
XXX 109
XXXI 111
XXXII 113
XXXIII 115
XXXIV 119
XXXV 121
XXXVI 123
Libros a la carta 129
Brevísima presentación
La vida
Miguel Cané (1851-1905). Uruguay.
Hijo del doctor Miguel Cané y de Eufemia Casares. A los dos años fue llevado a Buenos Aires y conforme a las leyes votadas tras la caída de Rosas, recibió la ciudadanía argentina. En 1874 ingresó en el partido autonomista y ejerció el periodismo en La Tribuna y en El Nacional, entre cuyos redactores estaba Domingo Faustino Sarmiento. Fue parlamentario desde 1875. Ingresó a la Facultad de Derecho y se graduó de abogado en 1878. Su carrera diplomática empezó en Venezuela y Colombia, después fue embajador en Viena en 1883, en Berlín en 1884 y en Madrid en 1886. A su regreso a Argentina tuvo una actividad política relevante y ocupó el ministerio de relaciones exteriores bajo la presidencia de Luis Sáenz Peña.
Murió en Buenos Aires.
Memoria formativa
Cané hizo sus estudios secundarios en el Colegio Nacional fundado por Mitre, y reflejó esas vivencias en Juvenilia, memoria de su adolescencia.
Debía entrar en el Colegio Nacional tres meses después de la muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el espectáculo constante del duelo, el llanto silencioso de mi madre, me hicieron desear abreviar el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran los funerales.
Juvenilia
Toutes ces premiéres impressions...
ne peuvent nous toucher que médi-
ocrement; il y a du vrai, de la sincérité;
mais ces peintures de l’enfance, recom-
mencées sans cesse, n’ont de prix que
lorsqu’elles ouvrent la vie d’un auteur
original, d’un poète célèbre.
Sainte-Beure.
Tal era el epígrafe que había puesto en la primera hoja del cuaderno en que escribí las páginas que forman este pequeño volumen. Quería tener presente el consejo del maestro del buen gusto, releerlo sin cesar, para no ceder a esa tentación ignorada de los que no manejan una pluma y que impulsa a la publicidad, como la savia de la tierra pugna por subir a las alturas para que la vivifique el Sol. Lo confieso y lo afirmo con verdad; nunca pensé al trazar esos recuerdos de la vida de colegio, en otra cosa que en matar largas horas de tristeza y soledad, de las muchas que he pasado en el alejamiento de la patria, que es hoy la condición normal de mi existencia. Horas melancólicas, sujetas a las presión ingrata de la nostalgia, pero que se iluminaban con la luz interior del recuerdo, a medida que evocaba la memoria de mi infancia y que los cuadros serenos y sonrientes del pasado, iban apareciendo bajo mi pluma, haciendo huir las sombras como las aves de las ruinas al venir la luz de la mañana. Creo que me falta una fuerza esencial en el arte literario, la impersonalidad, entendiendo por ella la facultad de dominar las simpatías íntimas y afrontar la pintura de la vida con el escalpelo en la mano que no hace vacilar el rápido latir del corazón. Cuantas veces he intentado apartarme de mi inclinación, escribir, en una palabra, sobre asuntos que no amo, no he conseguido quedar satisfecho. Cada uno debe seguir la vía que su índole le impone, porque es la única en que puede desenvolver la fuerza relativa de su espíritu. La perseverancia, el arte y el trabajo pueden hacer un versificador elegante y fluido; pero cada estrofa no será un pedazo de alma de poeta y el que así horada el ritmo rebelde para engastar una idea, tendrá que descender de las alturas para elegir su símbolo, dejando al pelícano cernirse en el espacio o desgarrarse las entrañas en el pico de una roca. Entre una herida que chorrea sangre y una jaqueca, hay la distancia... de Byron a Tennyson.
Si algo he escrito con placer, son estos recuerdos. Mientras procuraba alcanzar el estilo que me había propuesto, sonreía a veces al chocar con las enormes dificultades que se presentan al que quiere escribir con sencillez. Es que la sencillez es la vida y la verdad y nada hay más difícil que penetrar en ese santuario. La palabra es rebelde, la frase pierde la serenidad de su marcha y todos los recursos de nuestro idioma admirable suelen quedar inertes para aquel que no sabe comunicarles la acción. No he conseguido por cierto ni aun acercarme a mi ideal, pero estoy contento de mi esfuerzo, porque, sino lo he encontrado, por lo menos he buscado el buen camino.
J’aurai du moins l’honneur de l’avoir entrepris.
Ahora, ¿por qué publico estos recuerdos, destinados a pasar solo bajo los ojos de mis amigos? En primer lugar, porque aquellos que los han leído, me han impulsado a hacerlo, a llamarlos a la vida después de dos años de sueño... Pero, con lealtad, en el fondo, hay esta razón suprema que los hombres de letras comprenderán: los publico, porque los he escrito.
Mucho he suprimido, poco he agregado. Ciertas páginas íntimas han desaparecido porque, para ser comprendidas, era necesaria la luz intensa del cariño que da cuerpo y vida a las formas vagas del recuerdo. Pero mientras corregía, pensaba en todos mis compañeros de infancia, separados al dejar los claustros, que no he vuelto a ver y cuyos nombres se han borrado de mi memoria. A veces me complazco en hacer biografías de fantasía para algunos de mis condiscípulos, fundándome en las probabilidades del carácter y sin saber si aún existen. ¡Cuántos desaparecidos! ¡Cuánta matemática, cuánta química y filosofía inútil! No hace mucho tiempo, al entrar en una oficina secundaria de la administración nacional, vi a un humilde escribiente cuyo cabello empezaba a encanecer, gravemente ocupado en trazar rayas equidistantes en un pliego de papel. Como tuve que esperar, pude observarlo. Cada vez que concluía una línea, dejaba la regla a un lado, sujetándola para que no rodara, con un pan de goma, levantaba la pluma e inclinando la cabeza como el pintor que después de un golpe de pincel se aleja para ver el efecto, sonreía con satisfacción. Luego, como fascinado por el paralelismo de sus rayas, tomaba de nuevo la regla, la pasaba por la manga de una levita raída, cuyo tejido osteológico recibía con agrado ese apunte de negrura, la colocaba sobre el papel y con una presión de mano, serena e igual, trazaba una nueva paralela con idéntico éxito. Ese hombre, allá en los años de colegio, me había un día asombrado por la precisión y claridad con que expuso, tiza en mano, el binomio de Newton. Había repetido tantas veces su explicación a los compañeros más débiles en matemáticas, que al fin perdió su nombre para no responder sino al apodo de «Binomio». Lo contemplé un momento, hasta que levantando a su vez la cabeza, naturalmente después de una paralela réussie, me