El diario de Gabriel
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La inútil resistencia a las pasiones.
La apacible, aunque incompleta, vida de Gabriel, un perezoso vocacional, se ve alterada al conocer a la atractiva, sofisticada y para él, en principio, inaccesible Paulina. Fascinado por ella como nunca antes lo había estado por una mujer -¿será la pieza que le falta a su vida?-, se plantea si por fin la buena suerte juega a su favor. ¿Alcanzará con ella -o gracias a lo que aprenderá de su relación- esa moderada felicidad que siempre se le ha mostrado esquiva?
Javier Luis Peral
Javier Luis Peral nace en Madrid en 1966. Al finalizar la Primaria descubre en el colegio la literatura gracias a Miguel Delibes y al enigmático Antonio Buero Vallejo. Tiempo después, hacia los veinticinco años, comienza a leer, y lo hace compulsivamente. En el umbral de la treintena escribe dos brevísimos relatos cortos, terapia frente a la decepción; más adelante, se deshace de ellos. Los siguientes veinte años lee -cada vez menos- y relee -cada vez más-, pero no escribe ni una línea. En paralelo, la vida de este economista sigue su curso: trabaja en una pequeña empresa, como operador de bolsa en Madrid y, tras una década en Sudamérica, aterriza, ya al final de la juventud, en su ciudad natal. Es entonces cuando, ocioso por unos meses, se sienta a escribir. Autor de Evasión y filosofía, La siempre admirable condición humana, Las tres vidas de Pablo y El libro de Pablo.
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El diario de Gabriel - Javier Luis Peral
Tranquilidad
Martes, 21 de enero de 2014
Mi intención es empezar a escribir, pero no sé cómo comenzar y he pensado que quizá sea más sencillo optar por un diario, en el cual voy contando cómo veo la vida y, al tiempo, lo que me va sucediendo, que inventar una historia con unos personajes que estén bien construidos y que, a partir de ellos, se desarrolle una trama en la cual yo pueda, a través de los personajes, ir exponiendo mi visión del mundo.
Como decía, pensaba que era más fácil escribir un diario, sin embargo, ahora no sé qué pensar, no sé si es más difícil lo uno o lo otro; lo que sí tengo claro es que escribir es para mí algo complicado. Espero que, con la práctica y a medida que vaya completando hojas, me vaya resultando más sencillo hacerlo. Interés tengo, y mucho, pero eso no significa que el resultado vaya a ser presentable. No obstante, voy a hacerlo, es más que nada una necesidad personal; no tengo urgencias económicas y tampoco esa obsesión que está presente en casi todo el mundo por ser reconocidos y valorados por los demás.
Miércoles, 22 de enero de 2014
Aunque parezca mentira por mi condición de ocioso, muchos días, cuando me voy a dormir, siento que me han faltado horas, que hubiera necesitado otras dos o tres horas más para acabar el día con la sensación de haber hecho todo lo que quería hacer. Esto se debe a que hay tres actividades que ocupan horas y horas de mi tiempo, y de las cuales no me llego a cansar casi nunca: hacer deporte, ver películas y leer libros. En lo que respecta al deporte, me gusta practicarlo todos los días; los lunes, miércoles y viernes voy al gimnasio y, los días restantes de la semana, doy largos paseos —caminatas quizá debería llamarlas— por el centro de la ciudad. Películas me gusta ver todos los días, un día sin ver una película es un día extraño, solo en el caso de que tenga un plan casi perfecto, prescindo de ver una película en todo el día. Y los libros me gustan casi tanto, o más, que las películas y el deporte; es extraño que pase un día sin dedicar unas horas a leer, a no ser que haya acabado un libro, en cuyo caso me veo incapaz de empezar otro y tengo que esperar, por no sé qué razón, al día siguiente para comenzar con otro —lo he intentado varias veces pero no puedo, me agoto en los primeros párrafos del nuevo libro; huelga decir que en mi caso es de todo punto imposible simultanear la lectura de varios libros, conducta que dicen todos los aficionados a la literatura que es muy productiva porque, cuando te cansas de la lectura de un libro, puedes seguir con otro que sea diferente—. Pero, aun llenando estas actividades —junto con otras como salir dos o tres veces por semana a tomar algo por la tarde o por la noche o acercarme a algún cine todas las semanas para ver alguna película actual— casi la totalidad del día, me va apeteciendo, y cada día más, sentarme a escribir, a intentar crear algún relato, alguna historia que pueda concitar algún interés. Alguien dijo que, quien es aficionado a la literatura, tarde o temprano acaba cayendo en la tentación de vivirla desde el otro lado, de escribir.
Miércoles, 29 de enero de 2014
Antes de continuar es preciso que sitúe a mi persona, que dé una serie de características de mí por si se diera el caso, que en principio descarto, de que alguien leyera estos textos.
Nací el 20 de agosto de 1974, en Madrid, así que tengo treinta y nueve años, de los cuales he pasado cinco con mi exmujer, Patricia, cuatro años casados y uno previo de convivencia siendo novios. Nos casamos muy jóvenes, debieron haberme atado; pero mis padres tenían unas ideas sobre la vida, la pareja, el matrimonio y la familia que eran quizá todavía más adolescentes que las que tenía yo a mis tiernos 27 años, edad en la que me casé, con una mujer de 24 —sí, sí, 24—; ya llevábamos un año viviendo juntos y nos habían ido bien las cosas, fue un periodo en que los dos trabajábamos mucho, no nos veíamos hasta las nueve de la noche y no teníamos tiempo ni madurez para conocernos y sacar conclusiones sobre lo que sería nuestra vida futura, nuestra vida junto a unos hijos que llegarían en poco tiempo. Éramos niños, lo raro es que hubiera salido bien. Creo que tuve mala suerte o, mejor dicho, creo que tuvimos mala suerte; no hubo nadie con la sensatez suficiente para hacernos ver que éramos muy jóvenes para embarcarnos en un proyecto semejante, así que el entorno, que era tan inmaduro como nosotros, en lugar de inocularnos prudencia, nos alentó a dar aquellos pasos que pocos años después se manifestarían con claridad como un error. No hay que culpar a nadie o quizá hay que culpar a todos, incluidos nosotros, Patricia y yo. Tuvimos mala suerte.
Un año después de casarnos, cuando ya llevábamos dos años viviendo juntos, nació Covadonga y, al año siguiente, Carmen. Ahora, pasados los años, unos años que han pasado a toda velocidad —me parece increíble que hayan pasado ocho años desde que nos separamos—, veo todo con un poco de claridad y percibo que no éramos las personas más adecuadas, más bien todo lo contrario, para aventurarnos tal y como lo hicimos. El amor eterno que, pensábamos convencidos los dos mientras nos casábamos en aquella ermita tan pintoresca, nos uniría para siempre duró alrededor de tres o cuatro años; cuando nació mi hija Covadonga yo notaba alguna muestra de cansancio tanto en ella como en mí y, cuando nos encontramos con una segunda hija, Carmen, ya había empezado todo a caer. Tan poco duró la convivencia de los cuatro que mis hijas, a las que no recuerdo bien cuándo vi por última vez —o quizá no quiero recordarlo porque pone de manifiesto que en el terreno afectivo y familiar he fracasado y he tenido mala suerte—, no tienen recuerdos de aquella época; cuando nos divorciamos tenían tres y dos años. Recuerdo como si fuera ahora aquella sensación de alivio mezclada con la de fracaso que me invadió cuando salí de la casa sabiendo que aquello había llegado a su fin. El hecho de que yo tuviera tan solo 31 años y ella, Patricia, 28, nos hizo pensar que empezábamos de nuevo pero no era así, no empezábamos sino que íbamos a intentar empezar de nuevo aunque sabíamos que todo ya era diferente, que no éramos como aquellos conocidos de treinta años que nunca se habían llegado a casar y, sobre todo, no habían tenido todavía hijos. Mientras esperaba a un taxi, lo recuerdo como si lo hubiera vivido esta misma mañana, me animé pensando que tenía poco más de treinta años y, dado que las niñas iban a quedarse a vivir con su madre —así lo quiso ella y yo no puse inconveniente alguno—, en cierta medida era casi —un casi de importancia— como si empezara de cero y, aunque no fuera lo mismo un hombre de treinta años con hijos que sin ellos, al no vivir ellas conmigo, comenzaba un capítulo nuevo de mi vida. Y me sentí optimista, como casi siempre, mi naturaleza experimenta una inclinación espontánea al optimismo.
Mis hijas siempre se han orientado —o han sido orientadas— hacia la familia de su madre y, como cuando nos separamos ellas eran muy pequeñas, se puede decir que ellas solo consideran familia suya a su familia materna y, además, no tienen recuerdo alguno de nuestra vida en común, eran muy pequeñas. De manera que tengo hijas pero se podría decir que «no tengo hijas». Así salieron las cosas. Ellas, las niñas, además, por el ambiente en que viven y el tipo de vida que llevan, encajan a la perfección con su familia materna mientras que los miembros de su familia paterna quienes, además, nos hemos caracterizado por dejar que las diferencias nos distancien —ahora ya del todo— en lugar de movernos con soltura en el terreno de la hipocresía, no encajamos con ellas. A mí me ven como un desidioso al que le importa poco casi todo, un completo vago; y es probable que tengan razón. Consideran incomprensible que alguien no comparta esas ambiciones materiales y deseos de reconocimiento y éxito social que son incuestionables en su ambiente y, como consecuencia de ello, están convencidas de que su padre, yo, es un tipo raro, extraño, que quizá no haya que exhibir mucho y del que quizá convenga mantenerse a distancia. Ellas van creyendo, quizá más bien por lo que escuchan a su madre y a su familia materna, que soy una persona de poco valor, que Patricia era