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Lo que no vemos
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Lo que no vemos

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Un thriller diabólico.

La obra se inicia con la muerte del protagonista en un cementerio próximo a Madrid, durante una ceremonia satánica, a la que ha acudido para intentar saber quién es la persona que en las últimas semanas ha estado dirigiendo sus pasos y que sospecha que pueda ser alguien maléfico. Mientras espera a que su mente se desconecte y deje de pensar, repasa su vida y, sobre todo, las últimas tres semanas en las que su mundo se ha tambaleado.

Raúl es una persona racional, con una infancia difícil por la separación de sus padres, cuya educación ha corrido a cargo de cuidadoras o internados; lo que consigue hacer de su afición su profesión, fotógrafo que se mueve en el mundo académico y que está a punto de alcanzar su mayor objetivo: ser catedrático, tan pronto finalice su tesis. Ha adquirido los antiguos archivos de una familia de fotógrafos en los que se basará para intentar demostrar que los actuales métodos de almacenamiento de imágenes no tienen más fiabilidad que las antiguas técnicas fotográficas. Pero a su alrededor todo se mueve: su jefe le presiona para que finalice su tesis, su novia le urge para que tengan un hijo y tiene que recoger a una joven polaca que huye de unos proxenetas, mientras Jezabel, un extraño ser, le pone de manifiesto que algo, que sistemáticamente le induce a fotografiar, esconde un hecho increíble, captado ya en las fotos antiguas que compró.

Descreído, sin el menor interés por las ciencias ocultas, sin formación religiosa alguna, se ve obligado a saber quién y para qué está dirigiendo sus pasos, lo que le obliga a introducirse en realidades paralelas a las que habitualmente no prestamos atención, pero con las que convivimos -como religiones milenarias, aún con seguidores, y en el mundo del satanismo- para saber si esa otra parte de lo no visible existe realmente o, simplemente, son mitos y relatos sin mayor valor.

Es una reflexiónsobre una realidad paralela y unas personas que habitualmente nos rodean, cuyas vidas transcurren por unos cauces poco racionales, plagadas de mitos y leyendas, como la mayor parte de las personas, pero a las que si les pusieran frente a los hechos en los que, sin recapacitar, creen, saldrían corriendo aterrados. Lo que complica todo es que algunas de esas mismas personas son ocasionalmente objeto de seguimiento por su riesgo de fanatismo o por su capacidad de ser manipuladas, y los intentos de obtener imágenes que le demuestren si existen o no realidades nada convencionales son detectadas por los servicios secretos, que en su paranoia por ver conspiraciones no saben qué papel está jugando.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 dic 2019
ISBN9788418073472
Lo que no vemos
Autor

Pedro Sanchidrián

Pedro Sanchidrián durante años ha mantenido una intensa actividad en dos terrenos aparentemente antitéticos: la salud y la economía. A su actividad clínica habitual y diaria, se suma una labor como asesor, consultor, consejero y empresario en el ámbito económico. Profesor universitario y autor o coautor de múltiples publicaciones, tanto en el campo de la salud como en los de gestión económica. Ambas actividades le han exigido mantener durante los últimos años contacto con miles de personas, algunas de las cuales le han transmitido situaciones que, en muchos casos, superan a la ficción más enrevesada. En base a esas historias ha escrito varios relatos y novelas, que rayan con lo increíble, al margen de facilitar la creación de tipos y ambientes que difícilmente están al alcance de otras personas que no gocen de la confianza de sus interlocutores, en ocasiones, próximas al realismo mágico. Pocas son las áreas en las que no haya dejado su creación, desde la poesía a los relatos más sorprendentes, las novelas rayanas con el realismo mágico o, como en este caso, el thriller que casi se podía calificar como diabólico.

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    Lo que no vemos - Pedro Sanchidrián

    Agradecimientos

    A Svetlana, ser luminoso que inspiró este relato.

    A Pilar, Marta, Ana, Isa, Lupe, M. Jesús, Raquel Marisol, Ángela, Eva, Mise, Chon, Belen, Pablo, Mariche Esperanza, Concha, Chiki,Vickye, Carmen, Montse, M. Antonia y a cuantos, con infinita paciencia, han leído sucesivos borradores.

    Si algo hay de bueno en el relato es consecuencia de sus críticas y aportaciones

    El final

    16 de mayo, sobre las ocho y media de la noche

    Siempre pensé que morirse sería diferente, tampoco hay que exagerar, con treinta años he pensado poco en la muerte, aunque alguna vez la he conocido. En realidad, he visto algún muerto; no me había muerto antes. Pero ahora estoy muerto. No he notado dolor ni nada de lo que asociamos con ello. Tampoco podría decir que no he tenido miedo porque estaba aterrado. En mi vida me había visto en una situación así. Estábamos agazapados en la oscuridad de la noche, observando lo que ocurría, cuando nos hemos quedado en medio de un fuego cruzado, con las balas silbando sobre nuestras cabezas, nos hemos tirado al suelo y luego he oído un estruendo y he notado un golpe en la sien y creo que una bala ha entrado en mi cerebro. En un momento he dejado de oír tiros, no puedo moverme y no siento moverse a mi compañera. Tal vez ella también esté muerta.

    ¿Por qué pienso? Tal vez el cerebro sigue funcionando durante unos minutos hasta que finalmente cesa toda actividad, algo parecido he oído alguna vez, no sé cuánto tiempo más seguirá así. O tal vez el resto de tu muerte sigues teniendo conciencia, salvo que en un momento dejes de tenerla. Mal momento para pensar tonterías, pero es lo que se me ocurre. No tengo miedo ni he visto ningún túnel de luz. O es mentira, o esto no es igual para todos. Tampoco tengo miedo; como todo en mi vida, lo asumo, ha ocurrido y ya está.

    Dicen que ahora debería estar rememorándolo todo y mi vida debería estar pasando por mi cerebro. Igual si te mueres con una bala en el cerebro eso no ocurre, al menos a mí no me está pasando, aunque no puedo dejar de pensar en todo lo que ha ocurrido en las últimas tres semanas. Lo que te puede cambiar la vida en tan poco tiempo. Ahora tengo también algún recuerdo de la infancia. No fueron las tres últimas semanas, ha sido el último mes cuando todo ha cambiado a mí alrededor o he sido yo el que ha cambiado. Aunque todo en la vida, es un continuo y todo debió influir. Dicen que la curiosidad mató al gato. No sé cómo estará, si hubiera alguno por aquí, estará también muerto, pero yo sí lo estoy. Igual ahora empiezo a entender algo, aunque para lo que me va a valer, pero tampoco tengo nada mejor que hacer.

    ¿Qué hizo que me metiera en este lío y cómo no supe tirar la toalla en algún momento? Alguien debería dirigir siempre nuestra vida, si no somos capaces nosotros mismos de guiarla por buen camino. También deberíamos siempre buscar un referente para consultar sobre nuestra vida. Pero siempre vamos sobrados y nunca pensamos, solo actuamos sin pararnos a reflexionar. Más que saber cómo se lio todo, debería saber cuándo debía haber parado, pero, cuando todo pasa tan rápido, lo peor es que no tienes tiempo para pensar, te imaginas que enseguida darás con la solución y el mundo se parará. Me hubiera gustado saber qué fue toda esta locura. Ahora no tengo nada que hacer hasta que desconecte y, aunque tarde, voy a intentar poner orden. En lo que sé, al menos.

    El origen

    Un mes antes. Madrid

    ¿Cuándo se jodió todo? No he tenido mucho tiempo de pensarlo. Tal vez todo empezó cuando nací, qué obviedad, o en alguno de los frecuentes traslados y cambios de ciudad. Quizás cuando mis padres se separaron. Pero ahora veo con claridad un punto de inflexión. Fue hace cuatro semanas. Estoy seguro de que, si las cosas hubieran sido de otra manera, ahora no estaría muerto ni me habría metido en este lío.

    Si tuviera que contárselo a alguien, tendría que ponerle en antecedentes. Hacía once meses que vivía con María. Cuando mi padre me convenció de que diera forma a mi afición y realizara estudios universitarios, compró este apartamento de estudiante. Una inversión. Si hubiera seguido con él, no habría finalizado los estudios por sus continuos cambios de destino y quiso asegurarse de que por unos años sentaría cabeza, aunque entonces no pensó que ese periodo duraría tanto, desde los dieciocho años hasta ahora. Un pequeño piso en Malasaña, con un solo baño y un dormitorio, antiguo pero reformado, con ascensor, porque era un cuarto piso.

    Entonces era la envidia de todos mis compañeros. El que más o el que menos vivía con sus padres, en un colegio mayor o en un piso compartido con otros estudiantes. Eso dio lugar a que al principio fuera el punto de encuentro preferido y también el nido en que tuve alguna aventura. Pero duró poco. Soy un tanto maniático. Y desordenado. Me encuentro cómodo con mi desorden y sé dónde tengo cada cosa y no me gusta que toquen nada. Luego pierdo un tiempo precioso en localizar mis desastres. No es que no hubiera tenido antes otras novias. Seguro que, si nos preguntaran a cada uno, ni ellas ni yo coincidiríamos en el número. Igual yo atribuí esa categoría a lo que no pasó de ser una amistad ampliada o al contrario. Pero, salvo puntualmente, ninguna llegó a establecerse en mi casa; alguna visita puntual, alguna noche y todo empezó como acabó. No recuerdo grandes escenas ni reproches. La constatación de que no estábamos hechos el uno para el otro y que aquello no tenía futuro, en ocasiones con recaídas, que confirmaban la mutua presunción.

    Con María fue todo diferente. Natural, si es que eso define algo. Estaba aquí por casualidad y no sabía por cuánto tiempo hasta que diera otro salto. Quizás eso nos hizo estar a los dos con las defensas bajadas. Ella estaba fuera de su medio y yo la conocí fuera de mi ambiente, sin interferencias, sin antecedentes, sin pretensiones, sin planes. Azar o no, coincidimos varias veces porque teníamos alguna afición común. Luego empezamos a planificar algunas salidas juntos. Y, como era lógico, acabamos enrollándonos. De ser agradable estar en compañía a necesitarlo. Y la sincronía. Las sensaciones y los sentimientos fueron en paralelo, no hubo que forzar ninguna situación. Incluso la primera vez que nos acostamos, en mi casa, no fue planeado. Nos pilló una tormenta en la calle y nos refugiamos en mi casa chorreando, una ducha, un poco de tontear y todo ocurrió satisfactoriamente. Aquí cualquiera puede pensar lo que quiera, pero tengo la sensación de que empezamos bien, en el sexo, sin tonterías, sin tapujos, natural como todo con ella, abierta a todo y con tantas ganas de disfrutar como yo, que es como salen las cosas bien. Sin palabras. De amor, quiero decir, otras hubo, muchas. Eso llegó luego, pero fue más la conclusión o la explicitación de algo que llevaba meses instalado entre los dos y que no nos había dado tiempo a expresar.

    Por una vez cambié mis hábitos y fui yo el que le sugerí que se viniera a mi casa. Ella tenía un presupuesto ajustado, ni mileurista, pero era un trabajo provisional, de supervivencia hasta que consiguiera el que buscaba. Compartía un piso en Villaverde con otras dos personas con las que no tenía demasiada afinidad, pero que sobrellevaba bien, porque había estado así en los últimos años, desde que salió de su casa para estudiar en Granada. Luego Londres, París, Sevilla y, desde hacía meses, Madrid. Poco a poco, fuimos haciendo planes, con sinceridad, se supone. Yo necesitaba un año más para acabar de asentarme. Después, lo que quisiera. Estábamos a gusto el uno con el otro. Le hablé de vender el piso que había heredado en Zaragoza y este, para comprar otro en una zona más tranquila y algo más grande. Hablamos, sin excesiva concreción de asumir algún tipo de compromiso. Era dos años mayor que yo, pero mucho más madura y con los pies en la tierra. Empezaba a preocuparle la edad y no quería retrasar mucho el tener un hijo. De momento. No me parecía mal para entonces, pero no ahora mismo. No le habría podido dedicar la atención que debía. Pero en meses empezó a sugerir que si lo intentábamos ya, que cuando lo tuviera casi habría cumplido mis planes. Las últimas veces ya hablaba de ello con más impaciencia. No sé si fue eso o mi comportamiento en los siguientes días lo que precipitó todo.

    ¿Por qué hay gente que no tiene suerte en la vida? Hacen lo que se espera de ellos, siguen un camino premeditado, que les debería conducir a una existencia fácil, mientras otros vamos dando tumbos sin marcarnos un objetivo y conseguimos lo que a ellos, con más méritos, se les niega. Aunque entonces pensaba que tal vez era pronto para hacer balance de una vida, cuando se suponía que estaba cubriendo las primeras etapas. No había cumplido los treinta y estaba dedicándome a lo que había sido mi mayor afición: la fotografía, pero no como tantos otros, que a duras penas consiguen sobrevivir, sino con probabilidades de poder realizarlo por años, con un sueldo fijo y todas las posibilidades profesionales a mi alcance. Tenía una novia encantadora con la que me casaría dentro de un año, en cuanto acabara la maldita tesis y consiguiera la cátedra que mi mentor me ha prometido. Para algo le hago todo el trabajo negro, pero con un horizonte limitado, porque él quiere pasar a la empresa privada, con la que lleva trabajando irregularmente desde hace tres años, mientras yo le cubro las espaldas y prefiere dejar en su lugar a alguien que le mantenga los contactos y su posición predominante. Tengo una moto, un piso propio y ahora tengo alquilado el de Zaragoza, lo que me ayuda a tener unos ingresos suficientes para mis escasos gastos. ¿Cuántos pueden presumir de lo mismo a mi edad?

    Pero estaba la maldita tesis, que iba a terminar conmigo. Mi jefe me presionaba para que la terminara de una vez y poder irse de director de fotografía a la productora. Me daba todas las facilidades, era un mero trámite y con él de director no tendría problemas. Podría haber elegido cualquier tema, hasta comprar una hecha y ya estaría resuelto. Pero soy obstinado por naturaleza, algunas cosas me atrapan y no soy capaz de ser práctico. Podría haber hecho el mismo trabajo, después, en unos años. Estaba obsesionado con el método de conservación de las imágenes, incluso de las mías, que se contaban ya por miles. Y en un momento me pareció que estábamos equivocados. Hacía dos años, paseando por el rastro, encontré un hombre que vendía fotos antiguas. Su padre y su abuelo habían sido fotógrafos y, cuando vio mi interés, sumado a su necesidad de dinero, me habló de los archivos que había heredado miles de fotos y negativos, de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Incluso mal conservadas como las había tenido, me maravilló la calidad que tenían y la poca pérdida de información tras más de cien años. Le compré todo por unos cientos de euros. Justo cuando yo estuve a punto de perder miles de fotos digitales.

    Sin excepción estábamos digitalizando todo: fotos, películas, libros. Como si eso fuera a garantizar la eternidad, cuando en realidad estábamos cavando nuestra tumba. Si los medios de grabación eran volátiles, un pulso electromagnético haría que perdiéramos definitivamente todo en segundos. Ya. Es una exageración, no iba a haber una guerra nuclear y, si la hubiera, poco nos iban a importar unas fotos. Las copias podrían estar duplicadas, conservadas en lugares distantes, cosa que no estábamos haciendo. Todo empezó con la microfilmación, pero eso era un soporte físico sujeto al mismo problema de envejecimiento de la fotografía. Ahora todo era digital. Ese era el peligro. Yo era joven, pero ya había conocido varios sistemas de almacenamiento: tarjetas, CD, discos duros. De hecho, aunque tenía varias cámaras de película, últimamente apenas las usaba y había digitalizado todas las fotografías y negativos de mi vida y luego me había desprendido de ellos. Perdí cientos de imágenes cuando se me averió algún ordenador, que también me lo podrían haber robado con el mismo resultado. Empecé a sacar copias apenas volcaba mi cámara, pero un día necesité alguna imagen y, al buscar el CD correspondiente, el ordenador fue incapaz de leerlo. Algún día no habría lectores para tantas tarjetas como han existido. Dos veces tuve que salir corriendo a una tienda de informática con un disco duro porque mi ordenador no era capaz de leerlo. Así que me empeñé en dar un toque de atención. Iba a comparar la pérdida de información que se producía en cien años o más en un negativo con la que se producía en el almacenamiento digital.

    Empecé a fotografiar los ambientes o los edificios de los que tenía antiguas imágenes y ver lo que ocurría cuando esos archivos eran transferidos unas decenas o cientos de veces. Conseguí, con ayuda desde luego, automatizar la transferencia de datos del ordenador a un CD, de este a una tarjeta de memoria y de aquí a un disco duro, creando un bucle que se repetía decenas de veces. Mi ordenador funcionaba horas automáticamente. Y luego un programa comparaba byte a byte la imagen original con la copia diez, veinte o cien. Y empecé a preocuparme no por la pérdida de calidad, sino de información, que es el sustrato de la misma. Solo me faltaba fotografiar unas decenas de edificios y ponerme a escribir. Solo estaba pidiendo unos meses. Pero no sé por qué la paciencia de María se reducía a más velocidad que los progresos que yo hacía. Y Jezabel. Apareció en el momento más inoportuno. Pero esta no es la historia de una traición o un engaño al uso. Es la crónica de una locura. No la conocí en un bar ni en la calle o en una discoteca. Me buscó a mí. Y apareció en mis sueños, en el alféizar de la ventana del salón. Si estuviera contando una milonga, se me habrían ocurrido otras explicaciones mejores, pero fue así. ¿Quién me iba a creer? Debía ponérseme la cara que los delincuentes ponen al negar sus crímenes e inventar una coartada. Pero es verdad. O mi mente lo entendió siempre así. Pero hacía días que ya no podía fiarme de nada.

    Y el tiempo, el escaso tiempo. Si quería acabar pronto, tenía que alargar los días. La mañana estaba perdida con las clases, las tutorías, los exámenes, las comisiones y reuniones del departamento. Mi jefe había descargado todo sobre mis hombros y ya casi ni se molestaba en aparecer. No era solo el no ser pillado fuera de juego, era cubrir sus huecos. Algunas tardes también tenía que prolongar mi horario y perder las horas en las que la luz natural me permitía realizar fotografías de los edificios que había programado. Sabía la orientación y el ángulo con el que debía hacer cada fotografía, pero no me organizaba bien con los objetivos. No los de la cámara, sino con los que me proponía para cubrir cada día. A veces elegía dos o tres que estaban en zonas muy distantes y siempre me proponía planificar lo que haría el día siguiente, pero luego el acumulo de trabajo no me permitía perder unos minutos en organizarme y eso que sabía que, cuando más escaso es el tiempo, más importante es administrarlo bien. Y mi incultura. Yo no había vivido aquí y hasta ahora no me había importado gran cosa la historia o el urbanismo de Madrid. Es cierto que, si paseaba por alguna calle y veía un edificio, una fachada, unos balcones especialmente bellos, los fotografiaba. Pero se puede ser universitario y ser inculto. Nunca lo había negado, yo era el mejor ejemplo.

    Soy un hombre de acción, nunca he presumido de leer mucho. Nadie me inculcó la costumbre de leer y, si había algo en mi casa, eran los libros de la carrera y manuales técnicos. Escasas novelas o libros de historia, pocos de los cuales había conseguido acabar de leer. Si necesitaba algo, recurría a internet. Ahí sí puedo presumir de moverme como pez en el agua, como casi todos los de mi generación manejamos con más soltura una consola o un ordenador que una enciclopedia. El precio: un saber caótico que no es capaz de relacionar una cosa con otra o tal vez reflejaba un poco mi vida. Yo también era caótico, aunque en los últimos años intentaba poner algo de orden en mi vida. En cuatro ocasiones había tenido que regresar a fotografiar algún detalle del palacio real. Y no digamos a la Almudena. Al final me enteré de que era un edificio que estuvo muchos años en obras, como reflejaban las antiguas fotografías que tenía. Cuando era más joven y jugaba en la consola o comenzaba con un programa, hasta que no tenía un problema, no leía las instrucciones o veía el manual. Tendría que haberlo hecho al revés. Lo sabía, pero era incapaz de hacerlo así.

    Y en la última semana empezó a pasarme factura. La mala organización hizo que empezara a tener problemas con María y de ahí pasó a las primeras discusiones o algún conflicto. Usaba un método conocido, que yo describo como el «método de la verdad». Siempre había algo de cierto en el inicio: no había avisado que llegaría algo más tarde, tampoco era más de una hora de lo habitual o había olvidado llegar con alguna compra o con mucho tiempo para salir. A partir de ahí, de un pequeño reproche, iba in crescendo hasta llegar a conclusiones que cuestionaban las leyes de la física. Hacía eso porque ella no me importaba, era una demostración de mi poca voluntad de llegar a un compromiso; seguramente, lo que decía, la verdad, era una excusa y sería otra cosa lo que me retenía. Aparecieron los celos, los cambios de planes no negociados, la urgencia en que tuviéramos un hijo. Todo me podía.

    La semana anterior apareció Jezabel y eso fue el detonante.

    Jezabel

    La primera vez estoy seguro de que fue en un sueño. Había tenido pesadillas antes, sueños raros. Mientras estás en ellos, tienes sensación de realidad, pero apenas te despiertas, eres consciente de que era producto de tu imaginación; pero ahora era distinto. Me acosté obsesionado con un edificio al que quería ir la próxima tarde: el Oratorio del Caballero de Gracia. Estaba intentando asegurarme de que me acordaría al levantarme de mirar en internet un poco de la historia, fotos había visto unas cuantas, pero por una vez quería saber el trasfondo del edificio e incluso ir más allá de la fachada. Solo haría ese edificio mañana, para no provocar otra bronca. Seguro que estaba dormido y pensando en salir al salón, la otra habitación y dirigirme al ordenador. Entonces la vi, estaba sentada en el alféizar de la ventana. Me dio un susto de muerte. Pensé que alguien se había caído o que estaba intentando entrar en mi casa, pero no tenía sensación de peligro. Ahora soy capaz de describirla, entonces no aprecié tanto detalle. Si uno entra en una discoteca y ve a una mujer, no guapa, espectacular, sería alguien vulgar a su lado. Después llegué a conocer que medía más de un metro ochenta, con una melena pelirroja rizada, desplegada, una cara pecosa con unas facciones perfectas y unos intensos ojos verdes, encima de un cuerpo escultural que resaltaba el ajustado mono de cuero negro. Me acerqué a la ventana sin miedo, abriéndola, a lo que contestó con una sonrisa y un gesto, dando con la mano en la zona que quedaba a su izquierda, invitándome a que me sentara a su lado con las piernas colgando al vacío. Y lo hice.

    —¿Qué es lo que te preocupa hoy?

    —¿Cómo dices?

    —¿Que en qué tienes la cabeza?

    —En lo que voy a hacer mañana.

    —Eso ya lo sé. No perdamos tiempo, hay muchas cosas que hacer. —Y, metiendo un brazo por debajo del mío, ascendió llevándome con ella—. Sujétate como quieras, no quiero andar perdiéndote.

    Como para pensar estaba yo, debería tener una cara de terror digna de verse. Pero ¿quién pensaría que estaba alguien volando por encima de sus cabezas? Me había agarrado a su cuerpo. En realidad, no sé dónde estaba agarrado, salvo que el brazo derecho lo tenía rodeando su cuello. Todo el mundo habrá volado, pero, salvo los que practican algunos deportes de riesgo, pocos habrán tenido la sensación de notar el aire en la cara. Agradecía que no fuéramos a excesiva velocidad, pero, cuando tuve ese pensamiento, empezó a ascender, seguramente para no chocarnos con un edificio y, cuando estábamos en lo más alto, me soltó. Por un segundo quise que todo fuera un sueño, bueno, una pesadilla. De no ser así, mis días estaban contados. Iba bocabajo viendo acercarse los tejados cuando, con una expresión de estar pasándolo bien, se situó debajo de mí, acompañando mi caída y situando su cuerpo bocarriba hasta que contactamos, amortiguando mi descenso, mientras seguíamos volando.

    —No tengas pánico. No me interesa que te pase nada, pero relájate y piensa cómo quieres agarrarte. Si quieres, te llevo en brazos. O podemos ir de la mano. —Todo esto me lo decía mientras yo estaba encima de su cuerpo y ambos flotábamos sin dejar de avanzar por encima de los tejados.

    —No he volado nunca —es todo lo que se me ocurrió decir.

    —Pues vete aprendiendo, si no, no acabarás nunca. Ya hemos llegado. —Y, poco a poco, descendimos sobre el tejado de un edificio frente al oratorio, sentándonos en el borde del mismo—. Ahí lo tienes.

    —Pero no es como el que yo tengo en la foto.

    —Encima de miedoso, ignorante. Vaya trabajo. ¿De cuándo son tus fotos?

    —De finales del diecinueve.

    —Todo sea porque acabes. Abrázame fuerte. —Y se puso de pie.

    No sé explicar lo que pasó. La sensación era que ascendimos para caer en picado y al posarnos en el tejado ahí estaba el oratorio de mis fotos, pero todo lo demás era distinto: había un conglomerado de casa bajas alrededor, no había semáforos ni farolas ni coches.

    —¿Qué has hecho?

    —Viajar en el tiempo si prefieres que te lo explique para que lo entiendas. Así era cuando le hicieron esas fotos. En 1905, cuando se empezó a hacer la Gran Vía, se hizo esta fachada. Carlos de Luque realizó esta fachada, que después Feduchi modificó, creando ese arco triunfal sobre el ábside, que tanto te ha desorientado.

    »En tus fotos no existía. Apenas hacía ochenta años que habían acabado la fachada y fue un dolor de cabeza para crear una avenida amplia. Se salvó por los pelos. Pero cien años antes mira lo que pasaba. Agárrate. —De nuevo el mismo ascenso y descenso y no había nada, unas casas y corralones ocupaban su lugar.

    —¿Dónde estamos? ¿Cuándo estamos? ¿Quién eres?

    —Jezabel. Estamos en el 1780, ni siquiera se habían hecho los planos, pero, si miras hacia abajo en la esquina de la calle Clavel, estaba el primitivo oratorio. ¿Lo ves?

    —Perfectamente. No sabía nada.

    —Esta ciudad se ha hecho cientos de veces, se han destruido joyas de la arquitectura para trazar una calle, pero eso mismo ha pasado recientemente. Te hubiera gustado conocer al caballero, un italiano pecador y divertido, ese sí fue un donjuán, pero todo se tuerce. Si tuviéramos tiempo, te llevaría a conocerle. Pero vamos a centrarnos.

    En poco más de media hora, me contó toda la historia de ambos edificios, de la vida del caballero, de la satisfacción de Juan de Villanueva, que empezaba a ser considerado el arquitecto del rey, pero no pudo verlo acabado porque tardaría muchos años en que su alumno Custodio lo finalizara.

    —Mañana no pierdas el tiempo, tenemos mucho trabajo.

    Agarrándome del brazo, al tiempo que yo me agarraba a ella con la otra mano, volvimos, volando claro, a mi ventana, dejándome de pie en el borde, mientras ella desaparecía. En ese momento me debí de despertar, sobresaltado. Y María estaba sentada en su lado de la cama, con los brazos cruzados, mirándome:

    —¿Qué ocurre? ¿Has bebido algo? No me digas que ahora estás con alguna droga.

    —Una pesadilla.

    No se me ocurrió más explicación que la verdad. Me levanté de la cama y me fui al ordenador. Miré el historial de navegación y lo confirmé. Nunca había leído nada del oratorio, y ahí estaba, todo según me había contado Jezabel, y la historia del caballero. No salía de mi asombro. Y ahí estaba María, con los brazos cruzados, apoyada en el quicio de la puerta, mirándome con una expresión de asombro.

    —Estás muy estresado. Igual en los últimos días yo no he sido de mucha ayuda o incluso te he creado más preocupaciones. ¿Por qué no dejas todo unos días y descansas? Me gustaría saber qué te está pasando.

    —También me gustaría saber a mí lo que te pasa a ti. —En realidad, lo dije porque no sabía cómo explicar lo que ocurría. No esperaba una explicación.

    —Tengo una oferta de trabajo. Se me acaba el tiempo para contestar y es lo que siempre he perseguido, pero tendría que irme de aquí. Tal vez por eso estoy más impaciente por saber qué pasaría si la rechazo. Debería haber empezado por ahí, habértelo dicho cuando me la hicieron, pero también sé que si lo supieras te iba a condicionar.

    De un golpe cerré la tapa del portátil.

    —Claro que me gustaría haberlo sabido. Me alegro, hagas lo que hagas, porque te lo mereces. Pero sigo siendo el mismo, aunque me puedas ver algo raro los últimos días. Te he contado y creía que estábamos de acuerdo, lo que pretendo y mis plazos, incluso que estaría dispuesto a cambiarlos si lo hacemos los dos sin presiones. El deseo de cumplirlos es lo que me hace parecer raro porque se me ha juntado todo y estoy desbordado.

    —Es una decisión que tengo que tomar yo, pero entenderás que si renuncio quiero tener una seguridad y saber que esto es una excepción. No quiero pensar que el resto de mi vida voy a ir a remolque de alguien que pueda ambicionar cada vez más. ¿Seguro que, cuando consigas lo que te propones y me has contado, sabrás decir: «Hasta aquí»? ¿O esto es el comienzo de lo que seguirá después? No estoy en el mejor momento, ni tengo la cabeza lo suficientemente fría, para tomar la decisión acertada.

    —Soy el que conociste, con el que has vivido estos meses, lo que te puede dar mejor una idea de lo que puedes esperar de mí. No son palabras, juzga los hechos. Pero no tengas en cuenta estos últimos días, ni yo soy capaz de explicarme qué está pasando.

    —Me voy a acostar. Mañana tengo que madrugar. —Se dio la vuelta y volvió a la cama.

    No era la primera vez en mi vida que no sabía qué era lo peor que podía hacer, tenía la certeza de que, hiciera lo que hiciera, me equivocaría. No tenía mucho sentido irme a la cama. Nos pondríamos a hablar y, acordáramos lo que acordáramos, mañana sería cuestionado. Casi había dejado todo zanjado al decir que tenía que madrugar. ¿Y eran las palabras o los hechos lo que empujaría la balanza en algún sentido? Ya había tenido la experiencia de que las crisis tienden a acumularse, los problemas surgen cuando estás hasta el cuello. Pero, si hay algo que no me gusta, creo que a nadie, es el sentirme presionado. Entendía sus razones, pero pensaba que tenía suficientes elementos de juicio para decidir lo que fuera más conveniente para ella, ya ni siquiera pensaba que lo hiciera pensando en los

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