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Sinchi Kary Y La Cadena De Oro De Los Incas
Sinchi Kary Y La Cadena De Oro De Los Incas
Sinchi Kary Y La Cadena De Oro De Los Incas
Libro electrónico683 páginas10 horas

Sinchi Kary Y La Cadena De Oro De Los Incas

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Sinchi Kary es un general de las huestes del Imperio de los Incas, encargado por Inti de resguardar la Cadena de Oro de la Plaza de Armas del Cuzco de la codicia y ambición de los españoles. Al efecto, Sinchi, en compañía del duende Miski escapan con la enorme cadena (1280 metros), con la misión de llevarla hasta el Lago Titicaca para hacerla desaparecer en sus aguas. Miski es un pequeño duende con ciertos poderes, poseedor de una fuerza extraordinaria, que es de gran ayuda para el general durante el trayecto de 400 kilómetros (73 leguas), aproximadamente, desde el Cuzco hasta el lago.

El libro se desenvuelve entre el inicio del Tahuantinsuyu y los Zapa Incas que lo gobernaron, hasta la guerra de Huáscar y Atahuallpa y la llegada de los españoles al territorio peruano de aquella época: momento crucial en el Imperio, en el cual acontece el suceso de la Cadena de Oro.

Sinchi y Miski enfrentan serios peligros durante su travesía, tales como: el gusano gigante en las cavernas del Coricancha, los hombres gigantes (Hatuncollas), los Duendes Negros (Yanas) y el asedio constante de sus perseguidores. Reciben ayuda de la Waraca de Áyar Cachi, de una jauría de pumas y de las ranas gigantes del Titicaca.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento13 abr 2022
ISBN9781506547138
Sinchi Kary Y La Cadena De Oro De Los Incas
Autor

Justo Baella

Justo Baella nació en Perú el 29 de mayo de 1944. Actualmente radica en Estados Unidos.

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    Sinchi Kary Y La Cadena De Oro De Los Incas - Justo Baella

    Copyright © 2022 por Justo Baella.

    Derecho de la portada por: Harald Baella.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 12/04/2022

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    841047

    ÍNDICE

    Aupic.JPG

    La cigüeña me depositó en este mundo en la hermosa ciudad peruana de Santiago de Chuco un 29 de Mayo de 1,944. Mi padre, Hermógenes, murió a los 47 años, dejando a mi madre, Lucila, ama de casa, de 36 años, viuda y con 8 hijos.

    Como ella nunca se ocupó de la administración de las tierras, dejó el manejo del cultivo y el cuidado y cría de los animales en manos de los que trabajaban con mi padre. Todos nos trasladamos a Trujillo y posteriormente a la ciudad de Lima: durante 8 años mamá viajó todos los años a las cosechas.

    Sus viajes duraron hasta que un día todo se acabó: no hubo más; desde entonces, con el apoyo de Magna, mi hermana mayor, que fue una segunda madre para nosotros los más pequeños, decidieron no pensar más en lo que quedó atrás: pusieron a sus espaldas la pesada carga familiar y afrontaron con decision y valor el reto de seguir adelante.

    Nunca nos faltó nada, no olvidaré su heroíca lucha por la vida: fueron las mejores madres del mundo; sobre todo, el sacrificio de Magna, que dejó todo —hasta de vivir su propia vida— por dedicarse a nosotros, sus cuatro hermanos menores.

    Gracias a ella culminamos nuestros estudios secundarios y nos apoyó para continuar en la Universidad. Yo estudié Educación: matemáticas y física en la USMP; pero abandoné la aulas universitarias faltando un semestre para culminar la carrera: desilusionado al comprobar, al poco tiempo de estar enseñando, que el sueldo que percibía como profesor no me permitiría mantener una familia con decencia: a pesar de que me gustaba mucho enseñar. Gracias a los conocimientos adquiridos en el área de las matemáticas, en el año 1,971 ingresé a Panamericana Cia. de Seguros con una remuneración que era casi el doble de la que percibía como educador. Me dediqué a trabajar en ese rubro y, en 1,974 pasé a Electroperú. En dicha empresa tuve la oportunidad de que me pagaran dos años de estudios, uno en la UNMSM y otro en la USMP, en cuyos centros de extensión estudié Administración de Personal y RR.II.

    Llegué a ser jefe de RR.HH. de Electroperú Norte Medio, y con mucha pena renuncié en 1,992: no quise ser parte de la dictadura y el abuso de poder del gobierno fujimorista. A finales de ese año viajé con toda mi familia a EE.UU.; en este lugar —a pesar de que en Perú, mi esposa sólo se ocupó del hogar—, mi compañera de toda la vida se convirtió en mi mejor apoyo: los dos empezamos a trabajar pues había que apoyar a los muchachos para que continuen estudiando. Los dos menores fueron a la escuela y el mayor, que en Perú dejó sus estudios de Ingeniería Industrial en la PUCP, se puso a trabajar y a estudiar: se matriculó en el College de Riverside y luego en la Universidad de San Bernardino. Al cabo de algún tiempo los tres lograron una profesión con su propio esfuerzo. Ahora se encuentran felizmente casados y nos han regalado, a mi esposa y a mí, 8 nietos: todos ellos son nuestra mayor satisfacción y orgullo. Llegamos 5 a este país y ahora somos 16.

    Añorando tiempos de mi juventud, quise realizar mi deseo de enseñar matemáticas y en las noches, después del trabajo —para refrescar mis conocimientos— estudié Algebra, Aritmética y Geometría; también Inglés, aunque nunca lo aprendí bien. Fueron cinco (5) años los que pasé en el College de Riverside (RCC). Me sirvió para después de jubilarme, pues me dediqué, por un buen tiempo, a dar clases particulares de Matemáticas a jóvenes de secundaria (High Scool).

    De mi vida, lo que más lamento es que no pude acudir a la cita más importante, aquélla en que mi madre partió para siempre y no estuve para despedirme de ella. Por lo demás, agradezco a Dios y a la Virgen María, porque siempre nos acompañaron: gracias por mi familia.

    En lo que respecta a la obtención de nuestros documentos que nos permitieron vivir legal y tranquilamente en USA: es la historia de una lucha larga y hasta cierto punto dura, pero fructifera al final, pues nos permitió acceder a la residencia permanente y luego a la ciudadanía. Si el tiempo me otorga tiempo, me gustaría compartir en un libro las experiencias vividas: tal vez logre arrebatarle a los ocasos de mis alboradas en decadencia, el tiempo necesario para que tarde en arribar a puerto y me permita cumplir con algunos deseos tardíos. Creo que la nuestra, es una historia como la de muchos inmigrantes: diferente, tal vez, en algunos aspectos, definidos por el lugar de donde procedemos, pero siempre ligada, de alguna manera, a la historia de millones que han llegado a este gran país que nos abrío sus puertas sin ninguna condición.

    PREFACIO

    Aún recuerdo aquel día, de un mes no específico del año 1964, creo; cuando aquel señor de agradable sonrisa, luego de dirigirme una afectuosa mirada, me tendió su mano; yo, tímidamente y casi inexpresivo, de pie frente a él, atendiendo a su invitación, le extendí también la mía: todavía no salía de la sorpresa, de hallarme tan cerca del más reconocido editor de esa época, don Juan Mejía Baca. Parecía mentira encontrarme en aquel lugar y viviendo ese momento; tanto que mi turbación, propia de mis inexpertos años, era notoria. Más todavía, porque nunca pensé que una persona tan importante como él, se tomaría el tiempo para atender a un desconocido como yo.

    Nuestra entrevista no duró más de 15 minutos, suficientes para que el señor Mejía, luego de mirar a grandes rasgos los escritos que le había entregado, me dijo que los iba a revisar y que regresara en tres días. Fueron los días más largos de mi vida hasta ese entonces y, cuando por fin se cumplieron yo estaba en su oficina a la hora en punto. No fue necesario que me anunciara pues la casualidad fue mi aliada, porque salió de su privado acompañado de alguien a quien bien conocía y con el que conversaba cordialmente. Cuando me vio me saludó muy atento y me presentó con la persona con la que estaba acompañado, con estas palabras que aún las recuerdo con claridad: el señor Baella, un joven escritor. Él amablemente estaba exagerando, pero eso no impidió que el corazón me diera una acelerada tremenda, me parecía irreal lo que estaba sucediendo, pero así era: estaba sucediendo.

    Luego de esto entramos a su oficina y vi mis escritos sobre su escritorio. Me dijo que le habían gustado, sobre todo un cuento corto: Erqe y la quena, que formaba parte de 6 o 7 narraciones agrupadas bajo el título de cuentos de Taytay. Los escritos más largos como el de Sinchi el nieto del sol que constaba de dos partes, me dijo que los llevara con la sra. Carlota Carvallo de Núñez, conocida autora de cuentos, con quien ya había hablado y que me esperaba para conversar. La amable sra. se tomó la molestia de leer y revisar los escritos y hacer las correcciones que estimó necesarias, por lo cual, en dos semanas estuve de vuelta con el señor Mejia, para que constatara que habia hecho lo que me recomendó.

    Después de revisar las anotaciones realizadas por la sra. Carvallo, me dio algunos consejos y me dijo que comenzara a reescribir las historias y que, cuando las tuviera listas las llevara con él. Feliz, ya en mi casa, hice planes para dedicarme a escribir: era una tarea fácil, pues ya lo venía haciendo desde los 15 años.

    En esa época trabajaba pues no había logrado ingresar a la Universidad en mi segundo intento, pero continué con mi preparación mientras escribía algo por las noches: no me explico hasta ahora qué fue lo que pasó; sin embargo, el entusiasmo se me fue apagando, hasta que se consumió sin darme cuenta.

    Durante todo ese tiempo hasta hoy, no volví a tocar los escritos, y se fueron quedando en el olvido en uno de los cajones de mi escritorio, mueble al que apreciaba mucho pues fue herencia de mi hermano Octavio. Hasta ese entonces había logrado tres novelas (inconclusas todas), algunos cuentos cortos y una obra de teatro que titulé Carmelina la fea; la cual, por cierto, no tengo ni idea en dónde terminó sus días, sólo recuerdo que la presenté al concurso de teatro en la Universidad Católica, que luego fue declarado desierto.

    La vida siguió su curso y continué caminando por ella trabajando y estudiando, sin acordarme nunca más de volver a escribir. Jamás me puse a pensar en lo extraño que le parecería al señor Mejía que nunca regresé. Luego me casé y tuve mi familia, logré la oportunidad de un buen trabajo y estuve en él hasta que en 1992 renuncié: ocurrió durante el gobierno de Fujimori. A finales de ese año salí del país con toda mi familia rumbo a gringolandia. Dentro de mi maletín de mano iban mis garabateados escritos, que a esa fecha, ya habían dormido casi 30 años. Pero, aún faltaba que tomaran otra pequeña siestecita de 20 años más.

    Ya jubilado, se me ocurrió que con tiempo suficiente, podría dedicarme a escribir sin ninguna prisa; así que, un buen día desempolvé los amarillentos escritos y me propuse trabajar en ellos: he demorado poco más de año y medio para esta segunda parte: Sinchi Kary y la Cadena de Oro de los Incas. Siento que he perdido habilidad, o tal vez nunca la tuve y he vivido engañado todo este tiempo; sin embargo, es mi deseo comprobarlo, y por eso, poco a poco, con esfuerzo he conseguido el resultado de este primer libro, que es en realidad la segunda parte de Sinchi Kary, un héroe mítico que aparece en la época del Tahuantinsuyu.

    Esta parte trata de la Cadena de Oro que –según algunos cronistas–, existió en la época del Imperio de los Incas, adornando la inmensa plaza de armas del Cuzco. Sinchi Kary huye con este precioso ornamento por encargo de Inti, con la misión de llevarlo hasta el lago Sagrado y desaparecerlo en la profundidad de sus aguas, evitando de esta manera que los españoles se apoderen de tan maravillosa obra de orfebrería. La persecución montada por los cristianos en su afán de apoderarse de tan fantástico Tesoro, se da por la serranía y los Andes del Perú de ese entonces: el escape de Sinchi con el enorme cargamento es bastante accidentado y se encuentra matizado de diversos pasajes y multiples acontecimientos, en cuyos eventos exponen su vida los personajes principales de la historia. Es de mucha ayuda la presencia del duende Miski, personaje muy especial que acompaña a Sinchi durante todo el trayecto. Luego de varios enfrentamientos con sus perseguidores, consiguen su objetivo y tiran la Cadena de Oro en las profundas aguas del Lago Sagrado, cumpliendo de esta manera con el encargo de Inti.

    Culmina esta parte de la historia —de una trilogía en proyecto—, cuando Sinchi Kary, montado sobre Kúntur se dirige a la Ciudad Eterna en el Monte de los Dioses: va a visitar a su abuelo Inti (El Dios Sol).

    Creo necesario señalar que el presente libro no pretende ser un texto de historia, pese a cierto basamento histórico en sus páginas. Su principal propósito es el de entretener pues los hechos que se narran son ficticios: propios de la inventiva del autor.

    Agradezco muy sensiblemente,

    aunque sea después de 50 años

    al que fuera en vida un gran

    señor: Don Juan Mejía Baca.

    Por el privilegio de haberlo

    conocido.

    Así mismo, a mi querida mama-

    cila y a mi hermana Magna, mi

    segunda madre; a quien nunca

    podré pagar todo lo que hizo

    por nosotros, sus 4 hermanos

    menores.

    SINCHI KARY Y LA

    CADENA DE ORO

    PERSONAJES Y OTROS:

    I

    LA CADENA DE ORO

    — Cadena de Oro en la plaza del Cuzco

    — Viaje de Huayna Cápac a Quito

    — Muerte de Huayna Cápac

    — División del imperio

    Huáscar, zapa inca y Atahuallpa soberano de Quito

    I

    LA CADENA DE ORO

    Las hojas del tiempo habían cubierto el campo varias veces y otras tantas el viento las había barrido: a la fecha casi se cumplian 2 años desde que el Zapa Inca se ausentó del Cuzco. En ese lapso los orfebres del imperio se dedicaron a trabajar en forma exclusiva, a la confección de la cadena de oro que Huayna Cápac había ordenado para festejar el cumpleaños de su hijo, Titu Cusi Huallpa, por quien sentía profunda predilección: no era para menos, pues se trataba de su primogénito. Corría el año 1500 o 1501, y el señorío del Tahuantinsuyu se había asentado muy sólidamente en el ámbito de la Sudamérica de ese entonces. Sus fronteras se hallaban fijadas a muchas leguas del Cuzco u Ombligo del Mundo, como también se le conocía a la capital imperial. Los 4 Suyos que conformaban la división política del territorio incaico, comprendían muchos pueblos que habían sido anexados: algunos de ellos libremente, y otros, por medio de las armas; pero luego de que estos últimos experimentaban los beneficios de pertenecer a tan magno y poderoso Imperio, daban las gracias por tal dependencia y se sentían verdaderamente felices y protegidos de antiguos temores y enemigos.

    Aquel día la ciudad cuzqueña lucía un rostro radiante: limpia y exquisitamente adornada, mientras los ciudadanos, con verdadera expectativa, esperaban el arribo del Cápac Apu Inca. Nadie sabía, en realidad, por dónde llegaría, ni cuándo iba a suceder este acontecimiento. El pueblo se encontraba con mucha ansiedad: ávido por noticias, a la espera que en cualquier momento, la figura de su amado monarca aparezca para beneplácito general. Por todos era conocido —porque así lo había manifestado el jefe del Consejo de Capacunas— que Huayna Cápac había salido de Cajamarca hacía unos días, y avanzaba por la senda secreta del Inca; por lo tanto, no tardaría en arribar al Cuzco, pues por este camino se ahorraba mucho tiempo. Este era el segundo día que los pobladores salían a la plaza principal para esperarlo y, esa tarde ya estaban a punto de retornar a sus hogares, cuando a lo lejos, la figura de un hombre se dibujó en el tramo que baja desde la planicie que comunica a la gran fortaleza de Sacssayhuamán: un chasqui, jadeante por el cansancio, traía noticias del Zapa Inca y su comitiva: se encontraban cerca de la ciudad y pronto estarían entrando a la plaza principal.

    El sonido fuerte y seco del pututo voló y se esparció por los aires, dejándose escuchar en el valle serrano: eran los vigías apostados en los torreones de la gigantesca fortaleza (cuya construcción se hallaba en proceso y todavía no se había concluido), quienes al ver al soberano y sus acompañantes, echaron al viento sus artefactos para saludarlo, y avisar de su llegada. Los hombres que se hallaban en el interior de la fortaleza, corrieron para subirse y aparecer sobre los muros; luego, en posición de firmes, todos levantaron el brazo izquierdo con la palma de la mano abierta hacia abajo y cruzaron el brazo derecho con el puño cerrado sobre el pecho, en señal de respeto y sumisión al monarca. Simultáneamente, por una de las puertas de la ciclópea y maravillosa fortaleza –que pese a no estar terminada lucía hermosa y altiva desde su posición estratégica–, salieron 16 soldados cargando una litera cubierta toda en oro y techada primorosamente con un tejido de plumas de diversas aves de la amazonía… se postraron delante del inca sin atreverse a levantar el rostro y depositaron el anda en el suelo para que el soberano se subiera: atendiendo a la invitación, el Cápac Apu Inca hizo lo propio y tomó asiento en el sillón que se había preparado especialmente para él. Los 16 hombres levantaron el vehículo y continuaron el camino que faltaba para llegar a la ciudad del Cuzco. El sonido de los instrumentos de la guardia real que se hallaba en los alrededores de la gran plaza, sumado al ruido de los encargados de custodiar el Coricancha, fue la respuesta que el pueblo y funcionarios principales esperaban, para dar rienda suelta al contento y algarabía. Ahora sí estaban seguros que su bien amado padre y protector se acercaba.

    La multitud estalló en un solo grito que se extendió en el extenso cielo andino: y más allá, sobrevoló la cumbre de los cerros. Fue una exclamación escapada desde lo más profundo de los miles de corazones, antes que sólo una expresión gutural de las gargantas que aclamaban a su monarca. La más increible manifestación del amor de un pueblo hacia su soberano; por lo mismo, resulta hasta cierto punto increible, imaginar la medida de aquella demostración de afecto; sin embargo, la indescriptible devoción y desbordante alegría de la gente era auténtica al idolatrar a su señor. El zapa inca bajaba por la ladera que comunicaba a la ciudad: orgulloso sobre su litera, que soportaban los hombros de los 16 guerreros, que complacidos mostraban el gozo y júbilo de ser ellos, en esos instantes, los privilegiados que ostentaban el honor de llevar en andas al soberano.

    La comitiva bajaba desde la explanada de Chuquipampa rumbo a la ciudad del Cuzco: a Huayna Cápac le pareció una eternidad atravesar por el camino inca, esa faja de terreno llena de pastizales que bordeaban el río Huatanay; hasta que por fin pudo divisar el espléndido palacio Casana, que marcaba la entrada a la capital imperial: dicho palacio otorgaba con su magnífica presencia el realce adecuado a lo que acontecía; más aún, porque en dicha residencia había habitado el que en vida fuera el cápac apu inca Pachacútec: el más grande e ilustre de los soberanos del Tahuantinsuyu y bisabuelo de Huayna Cápac. Cuando la gente que se hallaba congregada en la plaza de armas, vio aparecer al Zapa Inca y su comitiva en la senda que comunicaba a la plaza mayor, prorrumpieron en vivas y loas en su honor. Las mujeres, que habían salido del Coricancha para esperarlo, apostadas a las riberas de la senda por donde el soberano se acercaba, sin levantar la vista del suelo, comenzaron a arrojar flores a su paso, mientras el Willaqhumu, en la plaza principal, cerca al Ushnu, levantaba el vaso ceremonial de chicha sagrada hacia el Sol, para ofrendarla en agradecimiento al Dios Inti por haber cuidado del gobernante y haberlo devuelto sano y salvo a su casa.

    Huayna Cápac, al llegar a la plaza mayor se bajó de su litera y saludó al pueblo que lo aclamaba. Cerca, al otro lado de la plaza de armas, como parte del fondo de un lienzo digno de perennizarse, se alzaba orgulloso su palacio Amaru Cancha: lucía esplendoroso con sus magníficas puertas de mármol. Luego, con paso lento pero seguro se dirigió hacia el templo de Coricancha. Recorrió la amplia vereda empedrada que comunicaba directamente al sagrado recinto, pasando cerca a los magníficos palacios de reyes incas antecesores y el suyo propio, que ya lo esperaba para que lo habite nuevamente. Cerca a su palacio se distinguían otros, no menos hermosos y altivos como El Pucamarca, que le perteneciera a su padre, el inca que en vida fue Túpac Yupanqui.

    A través de estas y otras construcciones cercanas al sendero que llevaba al sagrado templo, Huayna Cápac se fue acercando a la maravillosa obra arquitectónica, ésta resplandecía bajo los radiantes rayos del sol, los cuales rebotaban al caer sobre los muros cubiertos de oro y salían despedidos hacia todos lados, impidiendo a muchos de los presentes apreciar lo que en esos momentos sucedía. Ante la presencia de tan soberbio monumento al culto, el Zapa Inca sintió que el corazón se le colmaba de orgullo, no sólo por saberse el monarca de tan poderoso Imperio; sino, más aún, por tener el privilegio de pertenecer a la noble etnia de los incas.

    Al llegar a la puerta del templo inclinó suavemente la cabeza y, con reverencia, se deshizo de sus sandalias e ingresó en silencio, junto al gran sacerdote, a la primera cámara del sagrado recinto, la cual hacía las veces de una sala de espera, en donde el visitante se aseaba adecuadamente y se preparaba para entrar al interior. El soberano fue conducido por el willaqhumu hasta una gran estancia, donde, hacia el fondo, resaltaba la sagrada imagen del Sol: descansaba sobre un hermoso pedestal de mármol finamente trabajado, representado por un gigantesco disco de oro rodeado por un sinfín de rayos dorados. Se postró delante de la imagen y con mucho fervor, agradeció por todo lo que le había acontecido y por permitirle estar nuevamente en la capital del Tahuantinsuyu: su casa, junto a su pueblo y su familia. El Sumo Sacerdote bebió con él la chicha sagrada ya consagrada, que momentos antes había sido traída por una de las Vírgenes del Sol; luego de beber, ambos jerarcas, agradecieron nuevamente a Inti por todos los favores y salieron a la puerta del templo. Nuevamente se dejó escuchar la ovación de la gente que esperaba afuera. Esta vez el Zapa Inca se dirigió a la muchedumbre y les habló paternalmente, como sólo él sabía hacerlo, los trató como a sus amados hijos e hijas, y les dio las gracias por todas las demostraciones de amor que le habían prodigado a su regreso a casa.

    Luego de haber disfrutado –en compañía del pueblo y demás autoridades– de un momento feliz y de regocijo: sobre todo, haber agradecido a su padre Inti en el Templo del Sol; Huayna Cápac se despidió de todos los presentes y se encaminó a su palacio para un merecido descanso, disponiendo previamente, que dentro de 15 días se estaría llevando a cabo la ceremonia de bautizo del príncipe, su hijo; así como, de todos aquellos, hasta en los confines del imperio, que estuvieran en la misma edad y que sus padres fueran merecedores, de que sus hijos participen en dicha ceremonia.

    La noticia de la ceremonia del bautizo se extendió muy rápido por el vasto imperio, con la velocidad de una hoja arrastrada por el viento: de esta difusión se encargaron los chasquis y, principalmente, los Haraweqs o trovadores del reino; estos últimos tomaron a su cargo la tarea de hacerla llegar hasta los rincones más apartados. Ante la expectativa del evento, todos aquellos padres que tenían sus hijos en edad de ser bautizados, se prepararon para asistir a tan importante suceso; más aún, porque ese día tan especial sería el bautismo del hijo del Cápac Apu Inca, y todos querían que sus hijos fueran partícipes del honor de compartir este derecho junto al príncipe del imperio. Además de este motivo, a todos los emecionaba el deseo de ser testigos de la colocación de la Cadena de Oro en la plaza mayor de la ciudad. Por su parte, Huayna Cápac, ya se había apersonado al taller real a verificar cómo andaba la confección de la cadena: quedó muy satisfecho por el fino trabajo de los orfebres y los congratuló efusimamente, elogiando su trabajo y lo bien que aquellos artífices habían cumplido su encargo.

    Por fin, luego de una espera, que para muchos se tornó angustiosa y llena de ansiedad, llegó el anhelado día de la ceremonia, que tan especialmente se había preparado para el hijo del Zapa Inca; y que, de alguna manera, se había hecho extensiva a todos los niños del imperio en edad para el bautismo. Todo estaba dispuesto de forma excepcionalmente bella. La plaza de armas de la capital cuzqueña se encontraba repleta de adornos, exquisitamente distribuidos en todo su contorno sin escatimar detalles: extraordinaria, traspasaba los límites de lo imaginable. Altiva, esperaba a los actores que iban a participar en las dos ceremonias a celebrarse ese día. El pueblo que abarrotaba los alrededores de la plaza, no tuvo que esperar mucho, porque el soberano y las principales autoridades del reino, en compañía del pequeño príncipe, llegaron al momento oportuno.

    El sacerdote y miembros auxiliares del Templo del Sol ya se encontraban presentes y, en cuanto aparecieron los niños que iban a ser bautizados, el Willaqhumu se puso a la cabeza del grupo, para acercarse conjuntamente hasta el lugar en donde se encontraba el monarca y su familia. El Sumo Sacerdote pidió respetuosamente a la madre del príncipe, que diera permiso a su hijo para que pasara a formar parte del grupo de niños, y dar así inicio al solemne acto ceremonial. La guardia del templo que vestía sus mejores galas enarbolaron sus estandartes al paso del príncipe, al tiempo que los guardias reales que se hallaban apostados muy cerca al Zapa Inca hacían sonar sus pututos. El pequeño Titu Cusi Huallpa se desplazaba de la mano de su madre hacia la presencia del Willaqhumu, mientras continuaba el griterío de la multitud, coreando el nombre del monarca: el sonido cubría el ambiente como un manto invisible, y colmaba de energía todo el sector de la plaza y su contorno hasta las afueras de la ciudad.

    El grupo de niños al cual fue a unirse el príncipe, era el que estaba conformado por los pequeños que habían sido seleccionados, entre los miles que se presentaron: fueron los escogidos para participar en la ceremonia de bautizo de ese día. Los cien niños premiados con esta gracia se dirigieron hacia el centro de la plaza y se sentaron en el suelo formando un círculo; mientras el Willaqhumu, fervoroso, retornaba a su anterior puesto bajo el altar del Ushnu: el resto de sacerdotes secundarios y vírgenes, que completaban el grupo, se encontraban ubicados en un lugar especialmente preparado para ellos, en dirección al templo de Coricancha, que se hallaba a unos 200 metros desde la plaza. Los comunicaba una senda tapizada de piedras hermosamente distribuidas en la calzada, las cuales marcaban el camino de ida y vuelta hacia el sagrado lugar, conectándolo con la plaza principal de la capital del Tahuantinsuyu.

    Huayna Cápac y su séquito se hallaban situados en la parte de afuera frente de la plaza, ocupaba un estrado preparado especialmente para él y sus principales, precisamente, al lado derecho de los sacerdotes y del sendero que llevaba al Templo del Sol, en un ambiente exclusivo para su real investidura. El griterío se había apagado, era como el preludio que anunciaba que algo grandioso iba a suceder. La gente se hallaba abarrotada alrededor de la plaza de armas, mientras otros se encontraban esparcidos por los cerros y por donde mejor podían, con tal de no perderse detalles del evento que prometía ser único y que en breve iba a empezar.

    El Cápac Apu Inca se puso de pie y levantó la mano derecha: otorgaba de esta manera el permiso para que se dé inicio a la festividad –en el espacio serrano de la capital del Imperio Inca de esa mañana clara y diáfana, se podía sentir la respiración ansiosa de los asistentes, dentro de un silencio casi sepulcral–: inmediatamente, el aposento andino fue inundado por el sonido de los instrumentos musicales que se dejaron escuchar en medio de ese ambiente expectante, abandonando el silencio que fue roto como por encanto; sonaron luego los tambores, las trompetas, las ocarinas, las zampoñas, las quenas y una serie de otros instrumentos accionados por los músicos que se encontraban al otro lado, muy cerca de la plaza, hacia el norte, en una pequeña elevación al fondo. Casi al final de la plaza, a la par de los músicos, se podía divisar una gran construcción: era una enorme Kallanca, de cuyo interior empezaron a salir uno tras otro, en fila, guerreros finamente ataviados y cargando sobre sus hombros una especie de soga que refulgía al toque de los rayos del sol. Todos ellos sumaban 640 hombres, fueron avanzando a paso rítmico, al son de la música, en derredor de la plaza, que era un cuadrado perfecto, hasta cubrirla en su totalidad: coparon totalmente su perímetro con 2 filas de 320 soldados cada una, esto significaba 160 personas por lado, colocadas en 2 filas de 80 personas cada una, cubriendo el perímetro de la plaza. Cada hombre había quedado mirando el centro de la plaza y, los de la primera fila, frente a las estacas de oro que tenían a la vista, a menos de un metro de su alcance; mientras que los de la segunda fila se hallaban a dos metros, aproximadamente. La gran Cadena de Oro —cuyas porciones las transportaban los soldados— resultaba extraordinariamente larga, al sumar las longitudes de 4 metros que soportaban sobre sus hombros cada 2 guerreros. La cadena de oro era tan grande que superaba fácilmente, en 2.5 veces el perímetro de dicha plaza principal.

    Para tener una idea aproximada acerca de la longitud de la cadena, es necesario tener en cuenta que la plaza mayor del Cuzco de esa época era cuadrada, de casi 120 metros por lado; lo cual significaba un perímetro de 480 metros para toda la plaza y, como la cadena daba dos vueltas alrededor, quiere decir que, matemáticamente, estábamos ante una cadena de oro de 960 metros. Pero esto no era así de fácil, porque, lógicamente, había que tener en cuenta que, la cadena tenía que ir sujeta en algún soporte cada cierto espacio, consecuentemente, tendría que estar el poste para sostener su elevación. Para tal fin, se asentó un poste cada 3 metros; motivo por el cual, se habían colocado previamente a la ceremonia, 40 postes por lado, o sea, 160 postes alrededor de la plaza, de 10 cms. de diámetro y 1.30 metros de largo cada uno, finamente tallados en oro sólido puro, y sumergido en el suelo 30 cms. y 1 metro hacia el exterior. Pero, como la cadena no podía ir rígida, era necesario considerar una mayor longitud entre cada poste, para darle la caída que debería tener y el engranaje entre los eslabones; por lo tanto, la longitud de la cadena entre cada espacio pasó a ser de 4 metros; esto, indudablemente alargó la extensión de la cadena a: 160x4x2= 1,280 metros en total. O sea, 320 porciones de 4 metros cada una, formando una maravillosa sucesión de eslabones unidos entre sí, y que daban vida a tan increíble portento, como una muestra de la creatividad de la artesanía inca.

    Tal como se describiera líneas antes, los hombres ricamente ataviados cargaban la gran soga dorada y danzaban rítmicamente. Ahora lo hacían sobre sus propios pasos, sin avanzar ni para atrás, ni para adelante; se sostenían enigmáticamente erguidos y con la mirada fija hacia el frente, sin inmutarse siquiera; mientras, sistemáticamente, sus pies continuaban moviéndose al son de la notas, que los músicos ejecutaban con sus instrumentos. En ese lugar de la plaza, los guerreros esperaban la orden del sacerdote principal, para iniciar la ceremonia de colocación de la Cadena de Oro alrededor de la plaza del Cuzco. El Willaqhumu desde su lugar se puso de pie y con sumo respeto miró hacia donde se encontraba el soberano, como pidiéndole permiso para dar inicio a la ceremonia de colocación de la Cadena de Oro en los postes. El zapa inca, muy serio, hizo una señal con la mano derecha y, el sacerdote satisfecho, con una sonrisa en los labios, hizo, a su vez, un ligero gesto con la cabeza como de aprobación, e inmediatamente dejaron de sonar los instrumentos musicales y se oyó el sonido del pututo desde los cuatro puntos cardinales que señalan los dominios del imperio, que son los 4 Suyos: al instante se dio inicio a la ceremonia, para engalanar la plaza de armas de la capital del Tahuantinsuyu, con la colocación a su alrededor de tan exquisito ornamento.

    Los guerreros, en forma ordenada y sin salirse de su libreto dieron inicio al acto solemne, para enganchar en los postes la parte de la cadena que le tocaba a cada uno. Al sonido del pututo todos se quedaron quietos e inmediatamente se arrodillaron: dejaron en el suelo la porción que tenían a su cuidado y se pusieron de pie con firmeza, en estricta posición de respeto. Ahora miraban al estrado, en donde se encontraba el inca: levantaron la mano izquierda con la palma de la mano abierta —para el saludo protocolar—, colocando a su vez, el brazo derecho con la mano cerrada, haciendo puño, sobre el pecho. Luego del respetuoso saludo, al que el inca contestó de la misma manera, los guerreros volvieron a su posición formal.

    Se escuchó otra vez el pututo, y los 320 soldados de la primera fila se arrodillaron para recoger la porción que les correspondía: cada dos hombres recogieron el pedazo de cadena de 4 metros que estaba frente a ellos y se pusieron de pie con ella en las manos, luego, de manera uniforme, todos, al mismo tiempo, procedieron a colocar la primera vuelta de la cadena, en el enlace de los postes que tenían al frente; terminada esta acción dieron un paso hacia atrás y se volvieron dando la espalda a la plaza; entonces, al unísono con el toque del pututo se retiraron ordenadamente, hasta perderse dentro de la kallanca, por donde habían aparecido al inicio de la ceremonia.

    Toda esta primera fase concluyó de manera exquisita, conforme estaba prevista y previamente ensayada. Nuevamente sonó el pututo y los 320 hombres restantes que se encontraban rodeando la plaza, empezaron a realizar el mismo ritual que los anteriores: se pusieron de rodillas y levantaron del suelo la porción de cadena que estaba frente a ellos y que habían dejado antes, luego dieron un paso hacia atrás y, sin mayor demora, en forma unánime, avanzaron al son de la música hasta los postes que tenían delante y engancharon la segunda vuelta de la cadena con exactitud, reverencia y respeto. El silencio en esos momentos era expectante; tanto, que se dejaba escuchar la respiración de cada uno de los asistentes, extasiados ante tal derroche de belleza. Se oyó otra vez el sonido del pututo y los guerreros dieron un paso hacia atrás, se arrodillaron y levantaron el rostro y los brazos hacia el cielo, como ofrendando al Dios Sol tan elocuente maravilla. Una expresión de asombro se dejó escuchar: provenía desde la muchedumbre, extraordinariamente el sonido se alzó en el ámbito de la comarca altoandina, hasta perderse en el infinito: en las alturas de ese cielo maravilloso de la serranía cuzqueña. La gente se había quedado anonadada con el espectáculo que tenía ante sus ojos. No podían creer lo que estaban viendo, y del asombro pasaron al silencio como una muestra de respeto ante tal portento. El espectáculo era sencillamente increible, al extremo que las palabras no son suficientes para describir lo extraordinario del momento.

    Los muros y las columnas, el exterior del Templo del Sol, especialmente la parte frontal que miraba hacia la plaza de armas, lucía resplandeciente, ahora como nunca, más que antes. Tal vez el mismo templo se daba cuenta de que desde ahora, su brillo tendría que ser mayor, pues ya tenía, en la plaza mayor, un competidor de tal magnitud, que era digno de medirse con él. Observó el exquisito adorno de la plaza cuzqueña y tuvo, tal vez, un poco de envidia; más aún, al mirar que los haces dorados del astro rey, refulgían tan profusamente brillantes como las planchas de oro de su cubierta: un reflejo acorde de rayos que se elevaban y se perdían en el cielo en ofrenda a Inti. El Templo Mayor, en respuesta a la solemnidad que ahora ostentaba la plaza, decidió mostrar su majestuosa belleza y, ese día también refulgió esplendoroso: Lució con orgullo su dorada vestimenta del dorado metal precioso. Con estas dos exquisiteces, el Imperio de los Incas se colocaba muy por encima de cualquier otra civilización de su entorno en la América de ese entones. La Plaza Mayor y el Templo del Sol, se colocaban a la misma altura en el soberbio pentagrama, que acompasaba con notas de maravilloso silencio, el esplendor de ambos portentos. Desde aquel instante existió un acorde vibrante y pleno de belleza, cuando la plaza y el templo se conjugaban, para devolver armoniosamente los rayos del sol hacia el infinito: una muestra maravillosa del poder del Tahuantinsuyu.

    Pachacútec se hubiera sentido muy orgulloso de formar parte de este magnífico evento; más aún, porque fue él quien dotó al Templo del Sol de su belleza y resplandeciente estructura, cuando mandó cubrir todo su exterior con planchas de oro puro y lo llenó de piedras preciosas por doquier, dotándolo, para mayor exquisitez, de los jardines más extraordinarios, que civilización alguna pudo tener. Estas dos maravillas fueron, sin duda, huellas palpables de estos dos gobernantes —al margen del crecimiento económico, geográfico, cultural y otros aspectos importantes—, a su paso por el gobierno del Tahuantinsuyu. Huayna Cápac, en aquellos momentos, desde su asiento principal, rodeado por los principales del reino —en compañía del nuevo curaca de Quito, al que había invitado personalmente al Cuzco—, observaba el desenvolvimiento de la ceremonia y se sentía realmente complacido ante tan maravilloso espectáculo.

    Pasados los momentos de éxtasis y beneplácito que produjo la colocación de la Cadena de Oro, en seguida se dio paso a la ceremonia del Rutuchicu, pues por todos era conocido que el otro motivo de la reunión, era el bautizo del príncipe heredero. Los 320 soldados restantes, cumplida su misión, procedieron a retirarse hacia la Kallanca al sonido del pututo, en la misma forma ordenada en la que habían llegado. En cuanto la plaza quedó vacia y dispuesta para los niños, el willaqhumu ordenó el inicio del acto ceremonial de bautizo, que involucraba a todos aquellos que se encontraban dentro y en el centro de la plaza. El Sumo Sacerdote se dirigió a los padres de aquellos niños que no habían alcanzado cupo, pero que en multitud se habían hecho presentes, y les volvió a explicar que resultaba imposible bautizar a todos los niños en la ceremonia principal. Sin embargo, como era costumbre, se dispuso que, en el entorno de la plaza, los sacerdotes asistentes apoyaran el bautizo en forma simultánea, de todos los niños que se encontraban presentes.

    Uno por uno, empezando por el príncipe, todos fueron objeto del corte de pelo por los padrinos que les fueron asignados; así mismo, el Sumo Sacerdote y los sacerdotes auxiliares cantaban el nuevo nombre, que a partir de ese momento iban a llevar hasta su mayoría de edad. El hijo del Cápac Apu Inca, desde ese instante llevaría el nombre de Inti Cusi Wallpa Wáscar Inca, en honor a la Cadena de Oro que se había colocado en la plaza de armas del Cuzco. Cabe señalar que, en la ceremonia principal también fue bautizado Sinchi, pues tuvo la suerte de estar entre los escogidos del grupo que acompañaron al príncipe Huáscar; según orden del propio Willaqhumu, quien días antes tuvo una revelación en sueños, donde Inti le ordenaba que incluyera en la ceremonia principal de la plaza y apadrinara al pequeño que de tales características se encontraría entre los asistentes, y al que debería poner por nombre Sinchi Kary.

    Terminada la ceremonia, todos los participantes en la misma y que se encontraban en el interior de la plaza, la abandonaron en forma ordenada por el espacio que, previamente, cuatro sacerdotes auxiliares abrieron: para el efecto, desprendieron de sus postes, dos segmentos sujetándolos por sus terminales hasta que todos salieron del interior de la plaza; después de esto colocaron nuevamente el segmento de la cadena de oro en su lugar y se retiraron rumbo al Coricancha.

    Huayna Cápac, luego de haber cumplido con las ceremonias de bautizo de su hijo y la colocación de la cadena de oro en la plaza principal, se dedicó a las labores propias a su cargo; por lo cual, permaneció en la capital del reino por espacio de casi dos años, encargándose de los asuntos políticos y administrativos del Tahuantinsuyu y viendo crecer a sus pequeños vástagos; también aprovechó para continuar con la construcción de la fortaleza de Sacssayhuamán, disponiendo al igual que su padre, Túpac Inca Yupanqui, la dotación de 20,000 hombres de todo el territorio de la nación, para que trabajaran en las obras durante un periodo determinado; luego estos constructores serían reemplazados por otro contingente de servidores en igual número para continuar con las tareas; y así, sucesivamente, a fin de que no se detuviera la construcción de tan magna obra hasta terminarla.

    Fue después de casi 10 años, durante el gobierno de Huayna Cápac, que la ciclópea obra fue totalmente finiquitada. Grande fue la emoción del Zapa Inca al verla terminada; toda ella desbordaba un poderío inconmensurable en medio de la comarca andina; su complacencia por la magnitud que representaba fue tan grande que, su espíritu se sintió elevado y dedicó la obra a su padre, el Dios Sol. Por lo mismo, ordenó de inmediato que se la dotara de preciosos presentes, los cuales fueron adornos muy valiosos de oro, plata y piedras preciosas, que mandó colocar en lugares reservados, fuera de la vista del común de los guerreros; sobre todo, en los pasajes secretos que comunicaban los tres torreones, los mismos que se encontraban levantados muy estratégicamente; así, el torreón central o Muyumarka, el occidental o Pauqarmarka y el oriental o Sayajmarka, tenían un dominio visual completo de todo el territorio cercano a la capital del imperio, de tal forma que, la fortaleza otorgaba una seguridad completa a la capital imperial, ante cualquier situación de riesgo que pudiera presentarse. Hay que agregar que, en su interior se encontraban previstos los ambientes necesarios para albergar alimentos, armas y personal: suficientes para resistir cualquier sitio, por si éste se presentaba y por el tiempo que fuera necesario. Por los pasajes secretos con los que contaba, fácilmente se podía desbaratar cualquier ataque, y/o salir a proveerse de armas, alimentos y agua, en caso de necesitarlos.

    Sacsayhuamán fue, desde el instante en que nació al mundo, una más de las muchas y grandes expresiones de la civilización incaica, pues su majestuosidad y poder no solamente están en las gigantescas piedras con las que fue construida, sino por lo que esta fortaleza significa, en el mensaje que transmite acerca de la inteligencia, valor, señorío y excelencia de la gente del Imperio de los Incas. Este gran recinto fortificado, cuya construcción se realizó a lo largo de aproximadamente 50 años, mide 540 metros de largo, con tres murallas escalonadas de dieciocho metros de altura. En su construcción se usaron grandes bloques de piedra, el más grande de ellos de nueve metros de alto, cuatro metros y medio de ancho, y tres metros y medio de espesor. Desde su inauguración por Huayna Cápac, la ciclópea construcción fue causa de admiración por todos aquellos que tuvieron la suerte de contemplarla. Es una de las obras de la humanidad que quedará en la memoria del tiempo; más aún, porque nadie podrá ser capaz de explicar su compleja construcción: las preguntas sin respuestas, flotarán por siempre en el espacio de lo infinito: ¿cómo los incas pudieron trasladar y colocar tan perfectamente semejantes rocas para construir las murallas de la fortaleza? Toda especulación oscila en el misterio; pero lo que sí es una realidad, es que Sacsayhuamán o Cabeza de Puma, fue construida para ser testimonio ante la posteridad de la grandeza de la civilización inca. A futuro, sus restos —aunque, posiblemente, saqueados— lo evidenciarán, pues se levantarán orgullosos, como una muestra de su grandiosidad y permanente holocausto a los Apus de las montañas.

    Fue construida con la misión de ser la guardiana de la capital del Tahuantinsuyu: levantada estratégicamente en una colina cercana al norte del Cuzco. Megalítica obra proyectada y empezada en el gobierno de Pachacútec, y terminada durante la gestión de Huayna Cápac, quien la inauguró oficialmente con gran pompa. En su construcción intervinieron cientos de miles de hatun runas, bajo la dirección de muchos arquitectos, ingenieros, capataces, artesanos,… hablar de esta maravillosa construcción nos podría llevar todo un libro, sólo resta decir que, desde que nació, nació para ser admirada y para ser una de las más grandes obras de la humanidad.

    Luego del tiempo que pasó en el Cuzco, Huayna Cápac se sintió en la necesidad de continuar con las campañas de engrandecimiento del imperio y, después de preparar a su ejército estuvo listo para partir, pero tuvo que posponer su salida, porque su madre, a quien amaba mucho, se encontraba muy enferma. Sólo cuando su progenitora murió, después de sus exequias de reina, y un funeral fastuoso, con tesoros, ropa fina y la compañía de algunas de sus fieles servidoras, que quisieron por decisión propia partir con ella al más allá. El Zapa Inca salió acompañado por más de 40,000 hombres, en plan de visitar su territorio y de nuevas conquistas, dirigiéndose está vez rumbo al Collao, pero con la idea de continuar hacia el sur. En todos los pueblos del altiplano fue recibido con mucho cariño y refrendó con ellos el rito de mañakuy, que no es otra cosa que la renovación de lealtad hacia el Tahuantinsuyu, de todos los pueblos incorporados al imperio. De esta forma llegó hasta el lago Titicaca y visitó algunas de sus islas, en las que fue recibido con muestras de afecto y respeto. Después de esto tomó camino al sur y llegó hasta Tucumán. Cansado de las peripecias de la campaña, decidió retornar al Cuzco, siendo recibido, como siempre, con mucha alegría por la gente de la capital del imperio.

    Estando en su palacio se le ocurrió que ya era tiempo de poner en práctica, el proyecto de ampliar los caminos del imperio y unir el norte con el sur; por tal motivo, citó a sus colaboradores, arquitectos e ingenieros del reino, a fin de poner manos a la obra. Durante su gobierno se construyeron los caminos más soberbios, de los que se tuvo conocimiento. Se logró una red vial de 22,000 kilómetros que atravesaba los andes; llegando a pasar sobre alturas de 5,000 m.s.n.m.; integró el Tahuantinsuyu desde el sur de Colombia hasta el centro de Chile; pasando por Quito, Cajamarca, Huánuco, Jauja, Huamanga y Cuzco; extendiéndose a Bolivia y parte de Argentina. Todos los caminos estuvieron muy bien construidos, con la finalidad de facilitar el tránsito del ejército inca, de los comerciantes, caminantes y, principalmente de los Chasquis, quienes eran los encargados de llevar y traer las noticias en el vasto territorio del imperio, recorriendo a pie las distancias que separaban los principales lugares de la capital imperial. Los chasquis podían tomar, en casos urgentes y extremos, 7 días en llegar del Cuzco a Quito, que dista 500 leguas, o lo que es igual a 2,750 kilómetros, aproximadamente. Estos caminos permitían que el Zapa Inca pudiera tener pescado fresco, recién atrapado en el mar y llevado desde la costa hasta el Cuzco por los chasquis.

    Todos los caminos estaban dotados cada cierta distancia de Kolcas, o depósitos de alimentos y toda clase de abastecimientos para los chasquis, principalmente, y ocasionalmente, para todos aquellos caminantes que atravesaban dichos senderos; en estas construcciones se podía pernoctar y alimentarse apropiadamente, además de tomar adecuada muda de ropa si fuera necesario. Así mismo, sin perder su alto grado de religiosidad, dichos caminos estaban dotados de pequeños templos al Sol, en donde los caminantes tomaban un alto para dar gracias a Inti por los dones recibidos.

    Con estas obras durante su gobierno, Huayna Cápac logró consolidar el poderío económico, social y político del Tahuantinsuyu, y durante su permanencia en el gobierno se vivió una era de paz que no se había experimentado antes. Todos los pueblos que conformaban el imperio en los 4 suyus (Chinchaysuyu, Collasuyu, Contisuyu y Antisuyu), se encontraban en perfecta armonía; tanto en la costa, como en la sierra; esto motivó para que el Cápac Apu Inca se decidiera ir al reino del norte, en Quito, para pasar una temporada en dicho lugar, dejando encargado el reino a cuatro representantes suyos: Hilaquita, Auqi Topa Inca, Huáscar, y Tito Atauchi; todos ellos con funciones específicas para gobernar, en coordinación con el Consejo de Capacunas. Luego de esto partió en compañía de Ninan Cuyachi, otro de sus hijos, ya en Quito se reencontró con su otro hijo, Atahuallpa, quien era un poco menor que Huáscar; y, aun cuando no había nacido en el Cuzco, su linaje y ascendencia eran reales, pues su madre la ñusta Tocto Coca era descendiente directa del linaje de Pachacútec Inca Yupanqui.

    De niño, Atahuallpa, fue llevado al Cuzco y creció en la ciudad imperial junto a sus otros hermanos, inclusive a Huáscar, con quien se llevaba muy bien. Cuando adolescente fue trasladado al

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