Cerca del cielo: Memorias
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Desde la diáspora, Maite Espinasa Vilanova rinde en estas memorias un sensible homenaje a los personajes que han poblado su existencia, a quienes presenta en su sencilla y rotunda humanidad. Hoy, cuando casi nadie es ajeno al fenómeno de las migraciones, el lector encontrará más de un punto de conexión con este retrato de familia que logra trascender la remembranza íntima para recordarnos, con las dichas y tristezas del ir y venir, la naturaleza cíclica de la vida y el inmensurable valor de los afectos.
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Cerca del cielo - Maite Espinasa Vilanova
Maite Espinasa Vilanova (Caracas, 1957). Licenciada en Sociología por la Universidad Central de Venezuela. Fue gerente de comunicación del diario El Nacional. Ocupó el cargo de directora ejecutiva del Ateneo de Caracas, de la Fundación BOD y coordinó la asociación Frente Cultural Cabrujas. Sus artículos han sido publicados en El Nacional, el suplemento cultural Papel Literario y el sitio web La Vida de Nos.
© Maite Espinasa Vilanova, 2023
© Editorial Alfa, 2023
ISBN (rústica): 978-84-126576-9-2
ISBN (ebook): 978-84-127318-0-4
Editorial Alfa
e-mail: contacto@editorial-alfa.com
@editorial_alfa
@alfadigital_es
www.alfadigital.es
Corrección de estilo
Carlos González Nieto
Corrección de textos en catalán
Marta Cañizares Plantada
Diseño y maquetación
Editorial Alfa
Imagen de portada
Tere Vilanova de Espinasa en Casa Margo,
Caracas, c. 1960
Reservados todos los derechos.
Queda rigurosamente prohibida, sin autorización
escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial
o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
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fanta
A Ramón Espinasa V., quien conmigo va escribiendo estas páginas.
Esta es mi versión de los hechos, cada quien tendrá la suya. No pienso discutirla.
A quien pueda interesar
Creí haber nacido en Cataluña, pero resultó que vine al mundo, por carambola, en un país llamado Venezuela, al norte de la América del Sur.
Mi domicilio está allá, pero ahora yo estoy acá, en Cataluña.
Aunque mis documentos de identidad me contradigan, soy Maite Espinasa. Tengo una certeza: soy la hija del Ton Espinasa y la Tere Vilanova. Soy mucho más que mayor de edad, esposa de Héctor, madre de Karina y abuela de Diego. Mis padres, así como casi todos mis ascendientes, han muerto.
Tengo sesenta y dos años y quiero ser escritora.
Crecí en Caracas, en el seno de una pequeña familia catalana, donde no hubo abuelos, ni siquiera en el cementerio cercano. Vivíamos en una casa —que eran dos— junto a mis tíos y primos. Éramos una sola familia, de la cual también formaban parte perros, gatos, gallinas, patos, conejos y pájaros.
Mi padre era como una madre y mi madre como un padre.
Nací llorona, pero decidí tomar el camino de mi madre: «No a las lágrimas».
Por muchos años lo logré.
Pero eso cobró su precio.
Elegí ser venezolana en la prolongación de la calle Monte Sacro de Colinas de Bello Monte. Teniendo yo siete años, allí nos fuimos a vivir solo mis padres, la Tieta, mi hermana y yo. En esa calle descubrí el país, al que decidí coser mis pies. Tuve el firme deseo de dejar a un lado una abstracción y pertenecer a ese sentir que burbujeaba en el aire. Fue simple: Venezuela es una tierra de puertas y corazones abiertos. Si llamas, enseguida te dicen pase adelante. Me convertí así en una venezolana hija de inmigrantes catalanes, en tiempos en que Cataluña no aparecía en el mapa de quienes poblaban aquella tierra.
Estudié desde los cuatro hasta los dieciséis años en el Instituto Escuela, fundado, por supuesto, por un maestro catalán: Bartolomé Oliver. Aun así, fue en ese lugar, seguramente preguntándome però què parla aquesta gent?¹, donde empecé a entender que no vivía en Cataluña.
Fui una niña buena hasta que llegaron los trece. La adolescencia, con todos sus estragos, me la bebí sin muchos miramientos. Llegaron así el amor, el cigarrillo, el alcohol, la música, el baile, pero destaco, sin dudarlo, el placer por las fechorías y el sexo compartido.
En aquella enorme escuela encontré también el gusto por el lenguaje y la literatura, de la mano de las profesoras Ojeda y Bosh. Fue un buen lugar para adquirir educación. Formal e informal. Y salí de allí con un título de bachiller en Humanidades entre las manos.
Luego me tocó la universidad. Los estudios eran mi única responsabilidad, exigencia que me fue infundida desde mis primeros años. Sin dejar de cumplir, pero excedida, dispuesta a todo, sellé mi adolescencia con broche de oro. Me casé a los dieciocho con un estudiante de Medicina, de pelo largo, cantautor de música de protesta.
No dejé ni una gota de leche por derramar.
Me decidí por la Sociología como quien se decide por un helado de limón, sin mayores conjeturas. La escuela, en la Universidad Central de Venezuela, me condujo por los caminos de la izquierda, diría que con poco éxito. Cursé toda la carrera sin dejar de preguntarme qué hacía yo allí.
A los veintidós años recibí los títulos de socióloga y madre con pocos días de diferencia. El primero me llevó cinco años de estudio; el segundo apareció de pronto junto a mí, sin instrucciones: Karina, quien llegó cambiando mi vida para siempre.
A los veinticuatro años iba de regreso a Caracas, desde un pequeño pueblo al que había ido a vivir con mi marido y la niña. Segura y confiada, toqué la puerta de mis padres, asida a una maleta y a Karina, resuelta a pasar la página y dejar atrás todo aquello cuyo peso sobrepasara la fuerza de mis manos. En adelante fui resolviendo nuestra vida lo mejor que pude, con un empeño inquebrantable.
Mirando hacia delante, apreté el acelerador. Tenía dos vidas que zanjar y nada iba a detenerme. Así pasé incluso por la muerte de mi padre, con presteza, convencida de que ello era posible. Unas pocas lágrimas despacharon el asunto.
Tenía entonces treinta años y no tardó en aparecer la factura: fui presa de un trastorno de pánico que detuvo mi estampida en seco. Me había dejado abandonada en la carrera y, un día, el espejo me devolvió unos ojos suplicantes y un miedo indescriptible atravesó todo mi cuerpo hasta los huesos. Tuve que buscar ayuda y la encontré. Desandar el camino para reencontrarme, darme la mano, rehacerme y seguir, fue arduo. Todas las lágrimas no derramadas estaban allí, agazapadas, esperándome.
Pero encontré también la escritura en ese regreso, que es el tema que en verdad me ocupa. Me había convertido de pronto en un volcán que, cuando entraba en erupción, expelía un magma pastoso de emociones represadas. Los momentos de pánico en que se producía la explosión eran aterradores. Y en alguno de aquellos arrebatos, casi a tientas, tomé un lápiz y empecé a emborronar papeles. Fueron hojas, libretas y cuadernos que llené de palabras, gritos, alaridos y lágrimas, muchas lágrimas. Quedaron allí grabados aquellos meses convulsos que un día decidí ordenar por fechas y transcribir. ¡Ah! El orden, la organización, que apaciguan y calman. Así nació Diario de un viaje hacia el miedo, que recopilé también para no olvidar.
Y seguí hurgando. Eché mano de maestros que me abrieron nuevos caminos y, poco a poco, aquellos trozos de grava volcánica se fueron transformando en palabras que se escurrían. Empezaron a aparecer entonces relatos, que dejaba reposar y, cuando volvía a ellos, encontraba en el mismo espejo aquellos ojos entonces suplicantes, ahora agradecidos.
Y este volcán, ahora durmiente, mantiene siempre la amenaza de estallar.
Como hace unos meses, cuando presentí una grieta surcando mi superficie. El orden de las despedidas se rompió inesperadamente y nos tomó a todos desprevenidos. Mis tíos y mis padres habían ido muriendo, digamos, en un concierto gradual que yo, a trancas y barrancas, había digerido como mejor pude. No lograba entender y asimilar que había llegado el turno de Ramón.
Advertí de nuevo allí, atascada en mi garganta, la frase «la vida no es justa». Aunque ya desvencijada, aún obstruye mi respiración.
Hacía ya muchos años que Ramón y yo vivíamos a muchos kilómetros de distancia, que yo no disfrutaba de su presencia cotidiana. En aquella vieja casa que eran dos, mi primo y yo fraguamos una conexión que ningún confín logró quebrantar, y ahora estaba yo allí, atónita, procurando tragarme la noticia de que estábamos cerca de despedirnos para siempre. No llegarían cartas, ni correos, tampoco mensajes, ni llamadas. No más encuentros.
Siempre nos entendimos, siempre supimos quiénes en verdad éramos. Por eso, o a pesar de eso, nos quisimos entrañablemente. Y a sus sesenta y seis años, cuando recogía la cosecha de años de estudio, trabajo y un empeño permanente en hacer de sí mismo, cada vez más, una mejor persona, le anunciaron que tenía los días contados.
Batalló como los buenos, se dispuso a superar la enfermedad con ánimo y fortaleza, sin importar lo que dijeran los médicos. Fue tal su convicción que creí que iba a lograrlo. Estuve con él un par de temporadas durante esos meses, pero cuando el fin estuvo cerca y se sintió vencido no tuve el valor de ir al encuentro del miedo en sus ojos.
Acudí, sí, al último día de su vida.
Me había estado llamando. Hice lo que nunca me imaginé capaz de hacer: permanecí con él, asiendo su mano, hasta que su cuerpo dejó de respirar. Sabía que no quería irse, que tenía muchas cosas por hacer. Sin embargo, le dije al oído que podía irse tranquilo. Era jueves, 21 de marzo de 2019, y