Rumbo al exilio final
Por Bárbara Jacobs
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Bárbara Jacobs
Bárbara Jacobs nació en 1947 en la Ciudad de México dentro de una familia de emigrantes libaneses, los abuelos paternos judíos y los maternos cristianos. Creció dentro de la tradición cristiana. Cursó la educación secundaria en Montreal, Canadá; obtuvo la licenciatura en Psicología en la Universidad Nacional Autónoma de México con una tesis sobre la risa a lo largo de la historia, la ciencia, el arte, la literatura, y la cultura en general. Fue profesora de lengua inglesa en la Universidad Iberoamericana de México y de traducción en el Colegio de México. Empezó a publicar cuentos y ensayos en revistas y suplementos literarios a partir de 1970. Es viuda de Augusto Monterroso. No tiene hijos. Vive con Vicente Rojo entre la Ciudad de México y Cuernavaca. Ha publicado las novelas Las hojas muertas, 1987 -Premio "Xavier Villaurrutia", traducida al inglés, el italiano y el portugués-; Las siete fugas de Saab, alias El Rizos (1992); Vida con mi amigo (1994); Adiós humanidad (2000); Florencia y Ruiseñor (2006), Lunas (2010) y la dueña del Hotel Poe (2014); los libros de cuentos Doce cuentos en contra y Vidas en vilo (2007); y los volúmenes de ensayos Escrito en el tiempo (1985); Juego limpio (1997); Atormentados (2002); Nin reír (ensayo narrativo, 2009); Leer, escribir (2011), Un amor de Simone (2012) y La buena compañía (2017). Con Augusto Monterroso publicó Antología del cuento triste (1992). Tiene una antología personal: Carol dice y otros textos (2000) y una antología de Los mejores cuentos mexicanos (2001). Desde hace veintiséis años colabora en las páginas de la cultura del diario mexicano La Jornada. Ha impartido conferencias, charlas y lecturas, y participado con ponencias en mesas redondas, en diversos centros, instituciones y universidades de México, Estados Unidos, Canadá, el Caribe, Centro y Sudamérica, así como de Europa. Impartió un taller de diario literario en Las Palmas de Gran Canaria, España, y otro en Nuevo León, Guanajuato, México. Desde 1994 permanece al Sistema Nacional de Creadores de Arte. En 1993, fue Fellow for a Residency at the International Writing Program, en la Universidad de Iowa, en Estados Unidos. Ha sido jurado del Premio Casa de las Américas 1997, de Cuba, y del Premio Nacional de Ciencias y Artes 2012, de México, entre otros. Ha sido reconocida por la comunidad libanesa en México con el Premio "Biblos" al Mérito 2013.
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Rumbo al exilio final - Bárbara Jacobs
Una edición no venal y abreviada de este libro fue publicada por la editorial Rayuela, de Guadalajara, en abril de 2019.
Primera edición en Biblioteca Era: 2019
ISBN: 978-607-445-536-6
Edición digital: 2020
eISBN: 978-607-445-581-6
DR © 2019, Ediciones Era, S.A. de C.V.
Mérida 4, Col. Roma, 06700 México, D.F.
Portada: Fotografía de Rogelio Cuéllar
Diseño de portada: Juan J. López Galindo
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.
This book may not be reproduced, in whole or in part, in any form, without written permission from the publishers.
www.edicionesera.com.mx
Preludio
En forma de diario, de cuento, de novela, de ensayo, de artículo, de carta, de entrevista, de comentario siempre, desde que cumplí doce años de edad, hoy hace cincuenta y nueve, he contado cómo empecé a leer, cuándo empecé a escribir, qué lecturas y qué personas y qué experiencias me guiaron en la aventura y en el camino, cuáles y quiénes me siguen guiando hasta el día de hoy, cuando me dispongo a contarlo todo otra vez, de otro modo, ya no con la visión de quien empieza a viajar, sino con la visión de quien terminó de viajar y ahora, como me sucede, miro hacia atrás, y lo hago no con el ánimo de quien da la bienvenida al mundo, sino con el ánimo de quien se despide de él, sonriente y con gratitud, pero cada vez más libre del presente, distante, ajena, cada vez más cansada, cada vez más deseosa de reclinarme en la almohada, cerrar los ojos, respirar profundo y entregarme a dormir, si no vacía de recuerdos que me arrullen como me arrullan, sí tan vacía de sueños que parecería que por fin he dejado de tener razones para querer volver a despertar.
Encaramado encima de mi cabeza, con las manos debajo del chorro de agua, enjabonado, Papá me enseña a lavarme las manos. Trato de fijarme bien, parada de puntas para alcanzar a ver cada paso de la acción, la punta de los dedos y la barba sobre el borde frío del lavabo de porcelana blanca. Más que la filosofía y la forma de la enseñanza, me llaman la atención las manos de Papá, grandes, dedos largos, uñas cortadas al ras, limadas, limpias. De pronto entre la espuma reluce en su dedo anular izquierdo la argolla sencilla de oro igual a la que tiene Mamá.
Al día de hoy, cada vez que me lavo las manos me viene a la mente este recuerdo de Papá, aunque con el tiempo le he ido dando otros sentidos, figurados, según los define el diccionario. Mientras Papá me enseñaba a lavarme las manos y yo aprendía, al mismo tiempo me enseñaba a desentenderme de lo que me estorbaba o de lo no me hacía falta, aunque no, tal vez, de lo que me inquietaba. Quizás he aprendido a desentenderme de lo que me estorba o de lo que no me hace falta, pero, ciertamente, ciertamente, no he aprendido a desentenderme de lo que me inquieta. Papá sí aprendió, supongo; yo no. Yo vivo de lo que me inquieta. Por ejemplo, ahora, cada vez que escribo un poema recuerdo el comentario que me hizo Papá cuando, a mis trece o catorce años, animada por Mamá, mostré a Papá el primer poema que escribía, y lo escribí en inglés, porque dentro de mí el poema se compuso en inglés, la lengua de Papá. Estábamos de pie en la sala de la casa, a unos pasos del sillón de Papá, hacia el que se dirigía, a sentarse a leer, al lado de una mesa con libros, periódicos, revistas, cuadernos de bridge, al pie, debajo de una lámpara de mesa y ante un ventanal sin cortinas ni persianas con vista al jardín, a los árboles, a la luz, que iluminaba la lectura de Papá por detrás y encima de los hombros, por detrás y encima de la cabeza.
Le extendí la hoja de papel con el poema y, sonriente, delicadamente la tomó en una mano, con la otra sacó los anteojos del bolsillo de la playera azul a rayas blancas, de manga corta, se los colocó, agachó un poco la cabeza, leyó el poema, y me dijo, Darling, you know I can’t read poetry, I don’t know anything about it
, me devolvió la hoja y se acomodó en el sillón a leer.
Mientras que con su comentario él se desentendió del poema que, animada por Mamá, me atreví a someter a su gusto y a su juicio, la escena a mí me sigue inquietando, de manera que cada vez que escribo un poema dudo de su valor al grado de que ni siquiera sé si lo que escribí, en inglés o en español, es un poema o no, o qué es, o que sé yo de poesía para atreverme a tocarla y, más arriesgado todavía, mostrarla a un lector.
En mi favor debo añadir que a mis trece años, cuando tuvo lugar esta experiencia, la poesía que yo había leído era la clásica, la sólida, la selecta, la permanente, que me presentaban en libros de gramática y de literatura las maestras de los diferentes colegios a los que iba asistiendo, y en los que estudiaba directamente a poetas en español, en inglés, en francés y hasta en latín, así como la poesía de poetas igualmente clásicos de otras lenguas en traducciones al español, al inglés, al francés.
Sin embargo, éste debe ser, además, el momento de confesar que en un libro mío, La buena compañía, que es una historia sui generis de los géneros literarios en el Siglo
XX
, que publiqué a finales del año pasado y que abre con un capítulo sobre la poesía, tuve el atrevimiento de exponer toda mi verdad acerca de la poesía, atrevida verdad mía en la que declaro que los dos poetas que ordenaron mis lecturas de poesía, y que por lo tanto preceden mi concepto personal de la poesía, son E. E. Cummings y Bob Dylan, poetas que, si son reconocidos en su presente, que es el mío, no lo son sino de manera en extremo polémica o discutible.
Ayer mismo escribí un poema y no me atreví a mostrárselo a mi amiga poeta, Pura López Colomé, con quien me tomaba un café en una terraza aquí, en Cuernavaca.
I am getting ready to go.
I step into the rain
and walk on stones.
o:
Me preparo a partir.
Me integro a la lluvia
y camino sobre piedras.
Sin embargo, muchos años atrás, dos antes de mis treinta, apareció en un suplemento dominical de la Ciudad de México el primer ensayo que escribí, El tapiz flamenco
, una reflexión traviesa sobre la traviesa idea de Cervantes de que en realidad Don Quijote es de la autoría de Cide Hamete Benengeli, el escritor árabe cuyo manuscrito, escrito en español pero con caracteres árabes, Cervantes encontró en un mercado y que él se limitó a hacer traducir. Y para mi sorpresa, y mi enorme júbilo, Papá lo leyó (en español) y me comentó con énfasis lo interesante y curioso que mi escrito le había parecido.
Fue un espaldarazo para mí, ante la incertidumbre con la que me inicié en la literatura. Papá podía no saber de poesía, pero de literatura (y de historia y de política y de economía y de ajedrez, de bridge y de la vida) sabía.
En todo caso, cuando en diciembre de 1987, a mis cuarenta años, publiqué mi primera novela, Las hojas muertas, que es un singular homenaje precisamente a Papá, y él la leyó (en español), el aprecio profundo con el que me comentó su lectura ha sido el mayor reconocimiento que he recibido en mi camino de escritora, ensayista y narradora, si no de poeta, que sigo sin saber si lo soy o si no lo soy.
Esta respuesta de Papá me hizo dar una interpretación más a su enseñanza de lavarme las manos. Pues a juzgar por