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Un profesor se despide
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Libro electrónico169 páginas2 horas

Un profesor se despide

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Un aula escolar es un lugar de encuentros. De profesores con alumnos y de estos entre sí, pero también –de forma discreta, aunque decisiva– de las familias e incluso de la sociedad en su conjunto, a través de los mensajes que han ido calando en todos ellos. Un aula escolar es un lugar lleno de gente.
¿Qué ocurre cuando también entran en clase los escritores esenciales de la historia de la literatura? ¿Cómo presentar a quienes explicaron la vida décadas o siglos atrás, cuando el mundo se parecía tan poco al que los estudiantes —que deben conocerlos por prescripción educativa— llevan hoy en sus mochilas?
"Un profesor se despide" es el testimonio de un profesor de Lengua y Literatura de instituto que ha dedicado toda su carrera a ser mensajero entre las palabras de ayer y la lejanía de hoy. Es la crónica de un año, el último de su trayectoria profesional, en el que ha puesto igual empeño que en el primero: que un curso sobre escritores sea una buena ocasión para pensar, conversar, emocionarse y, tal vez, sonreír.
Los juglares, los romances, Garcilaso, Cervantes, Lope de Vega, la Ilustración, Bécquer, Antonio Machado, Blas de Otero… Cada encuentro con estos y otros autores podía despertar el interés de los alumnos por otras vidas y facilitar que conocieran mejor la de ellos mismos, a partir de palabras que muestran lo que hay en común entre los seres humanos de todas las épocas. Pero la voz del profesor que se despide no es la única. Su joven sustituto, de ideas pedagógicas algo distintas, leerá el manuscrito y anotará sus propios puntos de vista, lo que introduce el problema actual del diálogo entre tradición e innovación en la enseñanza. Y como corriente de fondo de toda la obra, la resistencia al olvido y a la tentación de liquidar gradualmente la vigencia del pasado cultural en las aulas.
IdiomaEspañol
EditorialPlataforma
Fecha de lanzamiento9 oct 2017
ISBN9788417002312
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    Un profesor se despide - Ricardo Fernández Aguilá

    LINDO

    Una cita con el pasado

    El profesor cuya plaza de Lengua Castellana y Literatura iba yo a ocupar a partir de septiembre se había empeñado en que nos conociéramos. Era ya mediados de julio, cuando en los vacíos institutos reina un orden superior, una lentitud amable, un silencio desconocido. Solo lo habitan los esforzados administrativos matriculando ordenadas filas de solicitantes, alguien de la dirección preparando los horarios, un conserje y un par de albañiles o pintores que apuntalan y repasan los edificios lo mejor que pueden.

    En todos los centros ocurre lo mismo y yo bien lo sabía. Antes de conseguir mi nuevo destino, ahora ya permanente a causa de la jubilación del profesor que estaba esperándome, había trabajado hasta en diez centros distintos como sustituto o como interino. En la terminología de la Administración, sustitución era la primera oportunidad de dar clase en un centro público para un recién licenciado. Podía ser de unos pocos días o de muchos meses. No quedaba claro qué era mejor ni qué era peor. Estabilizarse mucho tiempo en un solo centro tenía la ventaja de poder conocer más a fondo a los alumnos, lo cual no siempre tenía que considerarse una suerte. Pero, por contra, dar solo dos o tres semanas de clase, aprenderte a toda máquina los nombres de la mayoría de estudiantes, adaptarte a la programación del centro, a los métodos pedagógicos, a los libros de texto, a los compañeros, a su sentido del humor, al sentido del humor del director y al del jefe de estudios, a los horarios, a las dificultades de transporte y, una vez conseguido casi todo, tener que salir zumbando a un nuevo centro, en una zona completamente alejada, y tener que empezar de nuevo el mismo programa de supervivencia, resultaba evidentemente agotador. Por eso acceder a la condición de interino era ascender un peldaño en la profesión. Sabías que estarías en el mismo centro de principio a final de curso. Pero solo un año. A veces solicitabas repetir, si era posible. A veces uno mismo hacía lo que fuera para zafarse de esa posibilidad. Ahora bien, lo más de lo más en nuestro trabajo era conseguir una plaza fija tras superar una oposición y un año de prácticas. Y eso era justo lo que yo estaba a punto de hacer cuando me encaminaba a mi nuevo instituto.

    De hecho, ya lo había visitado unas semanas antes para los imprescindibles trámites burocráticos y para presentarme a la dirección. Me enseñaron las instalaciones y me convocaron para el inicio del curso siguiente. Aquel día, me dijeron, el profesor que se retiraba se había tenido que ausentar por un asunto familiar urgente. La verdad es que no me importó demasiado, pues consideré que yo ya había cumplido. Di así por acabada mi conexión con el centro hasta después de las vacaciones.

    Pero dos días más tarde recibí una llamada del profesor que decía lamentar no haber estado en el centro cuando mi visita. Traté de que no le diera mayor importancia, pero insistió en que tenía un gran interés en mantener un breve encuentro. Me dejaba a mi conveniencia fijar hora y día, y no encontré la manera de escabullirme.

    No sabía muy bien a qué iba cuando me dirigía a la entrevista. No es que no admitiera la posibilidad de recibir algún buen consejo de alguien que tal vez había gastado hasta cuarenta años de su vida en la enseñanza. Pero tampoco quería empezar con demasiados condicionamientos ni pautas heredadas. Yo iniciaba una época nueva en un centro nuevo, y tenía, así veía yo las cosas, todo el derecho a emplearme a fondo en construir mi propia propuesta a partir de mi formación, de mi experiencia y de mi estilo. ¿No había hecho lo mismo todo el profesorado que había precedido a los de mi generación, los que ahora rondábamos los treinta?

    Por otra parte, tampoco me iba a incorporar al Trinity College.Quiero decir que allí no me esperaba una larga tradición de décadas y más décadas de éxitos educativos a la que intentar reformar hubiera sido el disparate del año. Nada de eso. La enseñanza en nuestro país andaba completamente a la deriva. Cada pocos años se hacía una ley educativa nueva; se ensayaban reformas de todo tipo; en los periódicos todo el mundo discutía sobre qué había que enseñar y cómo hacerlo; a cada momento se producían debates en la radio o en la televisión sobre el misterio de los males de la enseñanza. Mientras tanto, en las facultades universitarias a los futuros profesores nos explicaban Cervantes, Galdós o Lorca desde todos los puntos de vista posibles menos desde uno: cómo transmitirle a un adolescente que lo que escribieron Cervantes, Galdós o Lorca valía la pena.

    Lo más sensato que saqué de mi estudios fue este diagnóstico de la enseñanza en nuestro país: se da en unos escenarios del siglo XIX, con unos profesores del siglo XX y a unos alumnos del siglo XXI. Así era sin duda. Las aulas, con sus pupitres verdes mirando a una pizarra verde de tiza mal borrada y las paredes desnudas o chincheteadas con algún mural fabricado en papel de embalar por los alumnos, no diferían apenas nada de las escuelas del tiempo de la Revolución Industrial. Los profesores eran cada vez mayores, pero los alumnos cada año tenían la misma edad. Si no un siglo, sí un abismo de intereses, gustos y sensibilidades iba creciendo entre unos y otros. Ese era mi punto de vista. Y, por supuesto, que el relevo generacional de los profesores y los cambios de métodos pedagógicos eran urgentes, indispensables. Todo dicho con el debido respeto.

    Con esta predisposición llegué a la cita. El profesor me estaba esperando en el vestíbulo del instituto y pareció muy contento al saludarme, lo que por un instante me hizo sentir un poco mal, pues no me quedó más remedio que corresponder a su efusión y simpatía con algún gesto y alguna frase que se le pareciera.

    –Soy Martín Solans, el profesor que va a levantar el vuelo –me dijo al estrechar con decisión mi mano.

    –Y yo David Linde, el que está a punto de tomar tierra.

    Sonrió feliz mi réplica y me invitó de inmediato a acompañarle al departamento de nuestra asignatura, que parecía ser su lugar favorito en el mundo.

    –En el despacho estaremos mucho mejor. Además, quiero mostrarte unos materiales que seguramente te interesarán.

    Le seguí aún con mi media sonrisa fingida en la boca, sin decir nada, pero confirmando para mis adentros lo que me estaba temiendo. El profesor quería instruirme. No quería marchar sin asegurarse de que su tarea de tanto tiempo tendría cierta continuidad. Yo estaba seguro de que me iba a mostrar sus programaciones de la asignatura como un mapa del tesoro, me iba a recomendar las lecturas de más éxito entre sus pupilos (para que yo las siguiera recomendando, por supuesto, durante los próximos diez años, como mínimo), me iba a dar consejos sobre cómo tratar a los estudiantes, sobre cómo hablarles, sobre cómo no hablarles … En fin, el profesor jubilado querría poner el broche de oro a toda una vida dedicada a la enseñanza asegurándose de que su esfuerzo no iba a desparecer con él. Una cierta forma de enfrentarse al final, al vacío, al se acabó, a la muerte de una actividad profesional. Y yo era la pieza clave para que todas esas expectativas suyas pudieran realizarse.

    El descubrimiento del despacho, en el que tan bien íbamos a poder conversar según el profesor Martín Solans, fue el martillazo definitivo que remacha el clavo. Lo compartía con otro colega que «pronto también iba a volar», y a juzgar por la escenografía no hubiera hecho ninguna falta que me lo aclarara.

    En pocas palabras, el antro aquel era una concentración enloquecida de montañas de libros de lectura, libros de texto y carpetas por todas partes. En el pequeño espacio libre de pared que no ocupaban las estanterías rebosantes, dos pósteres se disputaban el sitio, pues compartían chinchetas y casi se superponían por un lado. Uno era de una representación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, y el otro, también de una obra clásica, El perro del hortelano, de Lope de Vega, del Centro Dramático Nacional. Posiblemente eran recuerdos de obras que habían llevado a ver a sus alumnos. ¿Habrían entendido algo? ¿Se habrían jurado a sí mismos no volver a pisar un teatro? Nada de eso me atreví a comentar, por supuesto, y seguí descubriendo lo que el profesor Martín Solans llamaba el despacho, «tu despacho», recalcó, en un gesto amable de integración que me pareció algo precipitado. En medio, una mesa larga, casi desaparecida bajo los archivadores y los libros de texto y de consulta, constituía el eje central de aquel país de papeles de todos los colores. Y, al fondo, en un rincón, casi castigado cara a la pared, un ordenador que no sé por qué me pareció envuelto en tristeza y aburrimiento.

    –Esta parte de la mesa es la mía y antes de que llegue septiembre te la habré despejado –aclaró, y pensé que quizá se me había notado demasiado mi estupor ante aquella exuberancia de inutilidades.

    –Sí, bien, no hay prisa, falta tiempo.

    Volví a mostrarme como un magnífico fingidor.

    –Quisiera que te sintieras cómodo y si hay algo que no te interesa de todo esto, puedes deshacerte de ello tranquilamente.

    No sé por qué cruzó por mi imaginación un gran camión con un par de tipos fuertes y bien entrenados en vaciar pisos enteros. Pero preferí formular una pregunta básica para mí:

    –¿El ordenador y la impresora que tenéis en aquel rincón están operativos?

    –¡Ah, sí! Los utilizamos para redactar los exámenes y las actas del departamento. Ahora nos obligan a hacerlo así. Vamos al contenido de las carpetas de que te hablaba.

    A pesar de la respuesta, no hay que imaginar al profesor como un anciano encorvado, anacrónico, cascarrabias y con propensión a la queja constante sobre cualquier cosa de un mundo contemporáneo del que nada quisiera salvar. No daba exactamente ese perfil. Aún no había envejecido, era evidente, y se mostraba amable y prudente conmigo sin mostrar ningún esfuerzo. En el tiempo que se tomó para explicarme el contenido de las carpetas y la pequeña biblioteca que habían ido construyendo con los años, se le notó muy ilusionado, casi como si fuera él a comenzar una vida profesional en vez de ser yo el elegido por las circunstancias. Además, no parecía decidirse todavía a insinuarme ningún consejo, contra lo que yo venía esperando todo el tiempo.

    –Estas tres estanterías son carpetas de exámenes que yo mismo voy a tirar, excepto los de este último año, que hay que guardar un tiempo más, por si la Inspección quisiera revisar algo. Pero tendrás tus buenos huecos.

    –Es que…, verás, Martín –él me había pedido que lo tuteara nada más darme la bienvenida–, yo voy a necesitar muy pocos huecos.

    –¿Y eso? ¿No tienes textos y ejercicios archivados de tus años anteriores que quieras conservar?

    –Sí, por supuesto que los tengo. Pero los tengo almacenados aquí –dije mostrándole el pen drive en la palma de mi mano. Se quedó un instante asombrado al ver aquel artilugio informático tan pequeño de tamaño y a la vez con tanta capacidad de memoria, pero enseguida reaccionó.

    –¡Ah, bueno! Tú prefieres tenerlo todo aquí, claro. Por eso me decías lo del ordenador.

    –Pues sí, por eso, entre otras cosas.

    –No te preocupes, funciona bien. Al menos nosotros no hemos tenido ningún problema. El problema de las carpetas –las carpetas eran su tema, de eso no había ninguna duda– es que no todas están etiquetadas. Eso ha sido un fallo mío que espero me sepas disculpar. Pero al menos siempre he utilizado dos colores distintos: el marrón, para los textos de Lengua, y el azul, para los de Literatura.

    Suspiré de alivio al comprobar la astucia clasificadora del profesor Martín Solans: dos colores para unas treinta carpetas sin más indicaciones. Algunas de ellas habían engordado hasta el límite de las posibilidades de sus cierres, dos simples gomas gastadas. Y el profesor, por supuesto, estaba convencido de que yo iba a lanzarme como

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