La Casa De La Noche: Uku Pacha
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Conocer que el idioma quechua fue llevado de la costa a la sierra y no al revés, como afirma el lingüista Torero, fue el punto de partida para la segunda novela, el Rugido de los Dioses.
En su libro “Viaje al Infierno Mitológico," el doctor Enrico Mattievich sugiere que el viaje realizado por Ulises, al inframundo, fue en realidad a Sudamérica y específicamente a Chavín de Huántar. ¿Se tratará de "la Casa de la Noche"? ¿Podría ser el Huantsán, el cerro tutelar de la ciudad?
Maria Martha Calvo
María Martha Calvo nació en Lima, Perú. Descendiente de una larga estirpe de abogados y escritores, su vida siempre ha estado ligada al arte y las letras. Cuando la insania del terrorismo hizo presa de su país, su esposo y ella decidieron emigrar a Canadá, donde residen desde 1992 con su familia. Hace unos años las dificultades de otras épocas, que todo nuevo inmigrante debe enfrentar y limitaron en gran medida su producción intelectual, dejaron de existir, permitiéndole dedicarse a tiempo completo a la literatura y la pintura. Ha producido cuatro novelas. Ciudad Madre es su primera publicación.
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La Casa De La Noche - Maria Martha Calvo
Copyright © 2018 por María Martha Calvo.
Numero de la Libreria del Congreso: 2018912418
ISBN: Tapa Dura 978-1-9845-6027-8
Tapa Blanda 978-1-9845-6026-1
Libro Electrónico 978-1-9845-6025-4
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
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Ciertas imágenes de archivo © Getty Images.
Fecha de revisión: 10/30/2018
Xlibris
1-888-795-4274
www.Xlibris.com
785593
CONTENTS
Fragmento De La Odisea
Prólogo: María Martha Calvo
Primera Parte
-1-
-2-
-3-
-4-
-5-
-6-
-7-
-8-
-9-
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-11-
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-13-
Segunda Parte
-14-
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Principales Personajes En Esta Novela
FRAGMENTO DE LA ODISEA
Entretanto la sólida nave en su curso ligero
se enfrentó a las Sirenas: un soplo feliz la impelía.
Más de pronto, cesó aquella brisa.
Una calma profunda se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas.
Levantáronse entonces mis hombres, plegaron la vela
La dejaron caer al fondo del barco y, sentándose al remo,
blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas.
Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera
Y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando
Con mi mano robusta: ablandáronse pronto, que eran
poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto.
Uno a uno a mis hombres con ellos tape los oídos
y, a su vez, me ataron de piernas y manos
en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego
a azotar los mares con los remos volvieron al mar espumante.
Ya distaba la costa no más que el alcance de un grito
Y la nave crucera volaba, más bien percibieron
Las Sirenas su paso y alzaron su canto sonoro:
"Llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises,
de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto,
porque nadie en su negro bajel pasa aquí sin que atienda
a esta voz que en dulzores de miel de los labios nos fluye.
Quien la escucha contento se va conociendo mil cosas:
los trabajos sabemos que allá por la Tróade y sus campos
de los dioses impuso el poder a troyanos y argivos
y aún aquello que ocurre doquier en la tierra fecunda».
Tal decían exhalando dulcísima voz y en mi pecho
yo anhelaba escucharlas. Frunciendo mis cejas mandaba
a mis hombres soltar mi atadura; bogaban doblados
contra el remo y en pie Perimedes y Euríloco, echando
sobre mí nuevas cuerdas, forzaban cruelmente sus nudos.
Cuando al fin las dejamos atrás y no más se escuchaba
voz alguna o canción de Sirenas, mis fieles amigos
HOMERO
PRÓLOGO
María Martha Calvo
C ada noche los sueños, con su mágico poder, lograban alejarlo, pero el punzante dolor reaparecía cada día al despertar. Lo sentía como una espina clavada en una parte especialmente sensible de su ser y sabía debía arrancarla pero ignoraba cómo hacerlo.
Aceptar que sus días como pescador habían terminado, que había llegado el momento de dejar atrás su antiguo oficio, aquel que le proporcionó tantísimas satisfacciones y procuró su sustento y el de su familia durante más años de los que quería admitir, era lo más penoso que le había tocado enfrentar en su vida, pero finalmente llegó el momento en que, por muy difícil que le fuera aceptar su nueva realidad, tuvo que rendirse ante la evidencia de su creciente incapacidad.
El inexorable paso del tiempo que paso a paso fue mermando su destreza, había terminado por vencer al otrora indomable Sunk’u: sus manos, antes poderosas y seguras se tornaron débiles y temblorosas; su extraordinaria visión de antaño, se convirtió en opaca e imprecisa y el anterior poderío de sus músculos que en su juventud causaba admiración y del que solía presumir ante sus compañeros, se encontraba reducido y debilitado; sólo le quedaba como testigo imborrable de su antiguo oficio, la tez curtida a través de incontables días de bregar bajo el implacable sol. No obstante, su indomable espíritu de pescador no le permitía conformarse con las crueles transformaciones de la edad. Todavía le quedaba mucho por hacer.
Sunk’u consideraba que retirarse a una existencia de ocio completo, era empezar a morir poco a poco y él no creía que su momento había llegado todavía. Cierto que los hombres mayores, al llegar a los 50 años, disminuían su actividad de trabajo, pero continuaban realizando actividades más livianas, como el secado de la anchoveta que los pescadores jóvenes capturaban y la reparación de las redes desgastadas. Los muy viejos, mayores de 80 años, se ocupaban de corregir y castigar a los muchachos y realizar labores menores como la recolección de leña y paja para las cocinas y la fabricación de sogas, ocupaciones que le sonaban como una pobre excusa para hacer creer a los ancianos que su presencia aun era necesaria.
Al no contar más con la fuerza suficiente para lanzar la red o la destreza de sus manos para ensartar el anzuelo, su viejo cuerpo lo había convencido de que ya no era posible hacerse a la mar y ejercer la tarea que practicó toda su vida, pero no iba a permitir que esas dificultades se convirtieran en obstáculos para renunciar a su nuevo proyecto. Su mente y espíritu todavía estaban ágiles y necesitaban ocupar el tiempo en algo productivo aunque todo conspirara para entorpecer su tarea.
Después de haberlo pensado mucho, al final decidió dedicarse a la enseñanza. Con su experiencia y conocimientos, mientras su cerebro siguiera funcionando, aún le quedaban fuerzas y entusiasmo para compartir con la nueva generación de pescadores, de la que formaba parte su hijo Apuk’achi, sus conocimientos sobre el quehacer que junto con la pesca y a base de dedicación, le había ganado la admiración y el respeto de los demás y lo había hecho célebre.
En toda la región no había memoria de alguien más que, contando solamente con la habilidad de sus manos y el algodón de altísima calidad que se producía en la zona del Gran Caral, hubiera superado su exquisita producción de redes finas. Era el mejor legado que podía dejar: su virtuosismo.
En consecuencia, diariamente se aplicaba a su mantenimiento, remendando y cambiando las partes desgastadas para conservarlas en óptimo estado. Adiestrarlos en el tejido de sus famosas mallas para que, llegado el momento, sus discípulos no tuvieran que limitarse a interpretar las enseñanzas que oralmente les transmitia, sino que con solo observar la fina trama, fueran capaces de reproducirla en detalle. No podía pensar en un legado mejor para dejar a las futuras generaciones de pescadores.
Recordar aquellos tiempos lejanos en que los comerciantes llegaban desde lugares remotos en busca de su cotizado producto, le producía una cálida satisfacción y, aunque solo fuera por esa razón, era muy importante para él seguir adelante con la misión que se había impuesto, antes que los años le ganaran la carrera.
PRIMERA PARTE
-1-
C on un maltrecho sombrero de paja cubriendo su cabeza y una expresión decidida en el rostro, el anciano Sunk’u, como todos los días, desde una mañana no muy lejana, arribó al mismo rincón, a la misma hora y se recostó cómodamente en la misma gran roca que le prestaba sombra y algo de frescura en el ambiente tórrido de la playa de Vichama.
La presencia humana, tan esencial como las demás, parecía colocada ex-profeso por la Madre Naturaleza para pintar uno de sus mejores cuadros. En él, cada uno de los componentes ocupaba su lugar preciso: las olas del mar rompiendo sobre la orilla de arena blanca y fina; el impresionante peñón, sólido e inamovible; una ocasional gaviota cruzando por el firmamento y, como no podía ser de otro modo para completar el equilibrio perfecto, la silueta del viejo pescador, recortada en el horizonte.
Mientras se dedicaba a la tarea de reparar sus redes, Sunk’u dejaba vagar su pensamiento evocando un pasado que a él le parecía todavía cercano, aunque la realidad le demostraba cada día lo contrario.
Su esposa Maywa y él, habían deseado criar una familia numerosa, pero la vida solo quiso darles un hijo: Apuk’achi. Sin embargo, aunque nunca se lo confesó a Maywa, para no tocar un tema que sabía la hacía sufrir, Sunk’u viendo la dicha que sus niñas proporcionaban a muchos de sus amigos, siempre anheló tener él también una hijita a quien engreír y recibir a cambio de cariño y mimos. Hubiera querido darle una formación complaciente y afectuosa, diferente a la seria y firme que como varón, recibía su hijo. La infancia de un niño transcurría sin recibir mimos ni halagos. La educación era severa. La madre le daba de lactar en el suelo y nunca le cargaba en los brazos. Cuando llegaba el tiempo en que el niño intentaba ponerse de pie y caminar, lo introducían en un hoyo que le llegaba hasta el pecho, con los brazos afuera, para que pudiese jugar con pequeños juguetes de barro cocido. En muy contados casos les metían a una bolsa que colgaban de la rama de un árbol, para entretenerlo con el movimiento.
Por un largo tiempo tener una hija fue una de sus mayores ambiciones pero al pasar los años y convencerse de que lograr su ambición ya no era posible, se vio obligado a resignarse y esperar a que Apuk’achi tuviera descendencia, esperando que la suerte lo favoreciera.
Por ello, el tan largamente esperado nacimiento de Huch’uy Killa no solamente satisfizo su deseo, dándole a conocer un nuevo tipo de amor nunca experimentado, sino que marcó el inicio de una relación muy especial con su nieta, que perduraría hasta el final de sus días.
La constante interacción con sus compañeros pescadores y el trato amable con los compradores de sus redes, habían forjado el carácter de Sunk’u desde su temprana juventud. Alegre, risueño y optimista, siempre encontraba la palabra adecuada para animar a cualquiera que estuviese atravesando por una mala racha y no se daba por vencido hasta arrancar una carcajada o al menos una sonrisa de su interlocutor.
Ese era el carácter que siempre le había conocido su nieta. En los últimos tiempos, sin embargo, el semblante del anciano se había vuelto inescrutable y Huch’uy Killa se sentía alarmada porque, cada vez con más frecuencia, notaba que, por primera vez en su vida, su abuelo se dejaba abatir por el desánimo.
Nunca habían necesitado hablar para comunicarse entre ellos —una sola mirada bastaba para que uno supiera exactamente lo que el otro estaba pensando— sin embargo, acostumbrada a ser ella el único ser capaz de sacarlo de su nostalgia y transformarle el humor, actualmente se sentía incapaz de interpretar los súbitos cambios de talante de su abuelo. Ni aun echando mano de sus mejores sonrisas y arrumacos, con los que acostumbraba ablandar a su abuelo, lograba sacarlo del silencio amargo en que se encerraba y esto la aterraba. La atenazaba la angustia de verlo perder la noción de todo. A pesar de su corta edad, ya había tenido oportunidad de ver a suficientes ancianos, parientes o amigos de sus abuelos, trasladarse a una dimensión a la que ella no tenía acceso y no podía entender. Veía sus cuerpos, pero en realidad era como si ellos ya no estuvieran presentes. Era como si se hubiesen desvanecido en el espacio; con los ojos siempre mirando el vacio y sin reconocer ni a sus parientes más cercanos.
Algunas veces, el huraño rostro surcado de arrugas se suavizaba con una sonrisa soñadora y en esos momentos ella se preguntaba con temor si estaría rememorando sucesos agradables de su pasado, o la senilidad estaba empezando a hacer presa de su indomable espíritu y odiaba la idea de que Sunk’u estuviera llegando a esa etapa de su vida.
— Machu Tayta¹, ¿en qué estas pensando?
El abuelo cambiando inmediatamente su expresión y con una sonrisa en la que se reflejaba un poco de tristeza y otro de ironía, contestaba:
—Malgastando el poco tiempo que me queda, Urpichayay², no me hagas caso. Así somos los viejos. Con frecuencia queremos traer a la memoria algo que en su momento nos pareció muy importante pero actualmente hemos olvidado. Solemos emplear horas y hasta días tratando de recordarlo pero la mayor parte de las veces, si es que por fin lo logramos, nos damos cuenta de que al fin y al cabo lo que buscábamos con tanto afán, no era importante y ni siquiera interesante.
— ¿Por eso se ha arrugado tanto tu cara? ¿De tanto pensar?
— En parte… pero principalmente, porque cuando se ha vivido en contacto con el sol y la brisa marina