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Buscando azules: Postales del desarraigo
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La escritura de Carolina Acosta-Alzuru es un regalo siempre. Académica de serios quilates, nos ha brindado, a lo largo de los últimos veinte años, ricos acercamientos a la experiencia de la televisión y, en especial, de la telenovela como espacio dramático representativo. Es difícil acercarse a lo popular desde la academia: ella logra construir un lenguaje abierto y con lazos a la investigación, el conocimiento, posible para todos.
Es desde este lenguaje que ahora explora momentos vitales de su vida. La vida de una mujer venezolana, profesora en la Universidad de Georgia, que hace balance a través de postales, flashbacks, momentos discursivos de la memoria. A lo largo de este libro veremos un recorrido de una vida ("una colección de lugares y momentos", dice la autora, "no mi biografía ni mis memorias") que ha sido plena, pero a la vez llena de momentos enigmáticos, inesperados, donde la conciencia de un tiempo colectivo, desafortunado, para un país, está presente de la mano con experiencias epifánicas del propio vivir.
Recordar es un salto a lo desconocido. "Todo relato autobiográfico lo es debido a que el andamiaje de recuerdos y vivencias no es sólido, sino líquido y, a veces, hasta gaseoso", dice Acosta-Alzuru. En este libro nos encontraremos con un lenguaje propio, donde paisajes y tiempos construyen un mosaico rico, único y conmovedor.
Leer a Carolina Acosta-Alzuru siempre valdrá la pena.
Ricardo Ramírez Requena
Es desde este lenguaje que ahora explora momentos vitales de su vida. La vida de una mujer venezolana, profesora en la Universidad de Georgia, que hace balance a través de postales, flashbacks, momentos discursivos de la memoria. A lo largo de este libro veremos un recorrido de una vida ("una colección de lugares y momentos", dice la autora, "no mi biografía ni mis memorias") que ha sido plena, pero a la vez llena de momentos enigmáticos, inesperados, donde la conciencia de un tiempo colectivo, desafortunado, para un país, está presente de la mano con experiencias epifánicas del propio vivir.
Recordar es un salto a lo desconocido. "Todo relato autobiográfico lo es debido a que el andamiaje de recuerdos y vivencias no es sólido, sino líquido y, a veces, hasta gaseoso", dice Acosta-Alzuru. En este libro nos encontraremos con un lenguaje propio, donde paisajes y tiempos construyen un mosaico rico, único y conmovedor.
Leer a Carolina Acosta-Alzuru siempre valdrá la pena.
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Buscando azules - Carolina Acosta-Alzuru
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Carolina Acosta-Alzuru (Caracas, 1958). Licenciada en Ciencias de la Computación y la Información, Georgia Institute of Technology (EE. UU.). Ph. D. en Comunicación Social y profesora en el Grady College of Journalism and Mass Communication de la Universidad de Georgia. Su labor docente y de investigación ha merecido múltiples premios. Entre ellos destacan el Scripps Howard Journalism and Mass Communication Teacher of the Year Award de los Estados Unidos y el John Holliman, Jr. Life time Achievement Award.
Es autora de los libros Venezuela es una telenovela (2007), La incandescencia de las cosas. Conversaciones con Leonardo Padrón (2013) y Telenovela adentro (2015). Sus estudios sobre telenovelas y series turcas han sido publicados en renombradas revistas académicas internacionales. Sus crónicas han aparecido en reconocidos sitios web como Prodavinci, Caracas Chronicles y Ciudad Laboratorio.
© Carolina Acosta-Alzuru, 2023
© Editorial Alfa, 2023
ISBN (rústica): 978-84-127318-5-9
ISBN (ebook): 978-84-127318-6-6
Editorial Alfa
e-mail: contacto@editorial-alfa.com
@editorial_alfa
@alfadigital_es
www.alfadigital.es
Corrección de estilo
Carlos González Nieto
Diseño y maquetación
Editorial Alfa
Imagen de portada
Litoral venezolano, 1965
Fotografía: Carlos Acosta Sierra
Reservados todos los derechos.
Queda rigurosamente prohibida, sin autorización
escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial
o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
Índice
Preámbulo. La intemperie
Afuera y adentro
Albor
Prismacolor
La estaca
Travesía
Barajitas
Aritmética bicultural
12 de diciembre de 2007
El cuarto oscuro
La India que yo vi
El silencio
Paso a paso
Mucho gusto, Estambul
Años dorados
Varada
Robando azules
Mayo 2020: en la neblina del confinamiento
Año nuevo
Deterioro
La plana
Epílogo. Contra el olvido
Fanta
Para mis hijos y nietos,
expertos en buscar sus propios colores.
Para Guillermo, mi mejor azul.
Preámbulo. La intemperie
Estos textos salieron de un ring de boxeo. Fueron escritos allí, donde peleo con mis ambivalencias. Siento una perenne inseguridad con relación a mi escritura. A la vez, tengo la certeza de que escribir es la mejor manera de documentar y procesar lo vivido y de entender quién soy. Pero hay otras complicaciones. Mi prosa muestra las huellas de quien piensa y vive en, al menos, dos idiomas. Por eso siempre tiene acento y dudosa puntuación. Diálogos y escenas hacen vida en mi escritura porque estoy marcada por mi objeto de estudio académico: la televisión. Mis textos también se debaten entre rechazar la rigidez o alimentarse de la minuciosidad de la escritura propia de mi oficio. A los académicos nos enseñan a escribir en tercera persona porque eso nos distancia de la investigación que realizamos. La tercera persona es la voz del rigor: sin cuerpo, sin emociones y, hay que decirlo, sin humanidad. La escritura autobiográfica es todo lo contrario y eso me atrae, pero también me incomoda.
Todas esas paradojas están presentes en estos textos reunidos, los cuales están situados bajo el paraguas de lo autobiográfico. Varios de ellos existen gracias a lo que he aprendido y a la motivación que he recibido en el Taller de Literatura Autobiográfica del profesor Ricardo Ramírez Requena. Debo subrayar, sin embargo, que lo que aquí presento no es ni mi biografía ni mis memorias. Este libro es más bien una colección de lugares y momentos. Hay unos en los que estoy plantada en el presente y otros en los que estoy mirando hacia atrás o tratando de ver hacia delante. Muchos de ellos son la desembocadura de mis diarios. Son honestos; pero también son, inevitablemente, reconstrucciones. Todo relato autobiográfico lo es debido a que el andamiaje de recuerdos y vivencias no es sólido, sino líquido y, a veces, hasta gaseoso. Pero también porque contar lo vivido es re-presentarlo y eso siempre conlleva una edición, que se traduce en subrayar, pero también en difuminar; en subir el volumen de algunas voces y bajar el de otras; en poner la mirada y la pluma aquí y no allá, en batallar contra el pudor y en buscar, a veces infructuosamente, la palabra perfecta.
En la variedad de experiencias y tonos de estos textos se evidencian mis amores, mis miedos, mis recurrencias, mis incoherencias y algunos de los rincones de mi vida que rara vez muestro. Por todo eso, estoy a la intemperie. Me planto allí con miedo, pero también con convicción.
Afuera y adentro
Octubre de 2013. Miro mis pies sobre la Cromointerferencia de color aditivo de Carlos Cruz-Diez del terminal de salida del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar. En los últimos veinte años he caminado sobre esta obra de arte unas cincuenta veces. Pero es hoy cuando siento el impulso —la urgencia— de tomarles una foto a mis pies que resaltan y, a la vez, se pierden en esta alfombra de pequeños mosaicos de colores. ¿Cuándo dejó de ser este Cruz-Diez el piso en el que nos convertíamos en turistas a punto de tomar unas vacaciones? ¿Cuándo pasó a ser el símbolo de nuestro éxodo? Saco mi teléfono y enfoco mis zapatos. Por primera vez noto que faltan mosaicos. Muchos. ¿Cuántos se han tomado esta foto antes? ¿Es que se robaron los mosaicos? ¿O es que cada pequeño azulejo ausente representa a alguien que se fue? ¿Cuántos más harán lo que estoy haciendo? ¿Desaparecerá un mosaico cuando me vaya o eso ocurrió ya en 1993? ¿Nos quedaremos sin un solo mosaico?
Tomo la foto.
¿Por qué hoy? ¿Por qué por primera vez siento que quizás ya no pueda volver? ¿Será esto eso que llaman «exilio»? ¿Es que ahora sí me estoy yendo?
Fue en noviembre de 1993 cuando Guillermo y yo caminamos con nuestros tres hijos de once, nueve y cinco años sobre la Cromointerferencia del maestro Cruz-Diez con boletos de ida, dejando atrás el piso sólido de dos trabajos, un apartamento propio y la red de seguridad que son la familia y los amigos. Pero también dejando atrás al país de las profundas desigualdades sociales sin resolver que se había amotinado en 1989 ante un paquete de medidas económicas y luego se había enamorado de un militar golpista que estaba preso. Frente a nosotros estaba el posgrado que yo iba a hacer en una ciudad universitaria en el sur de Estados Unidos. El resto del futuro era incierto.
Treinta años después Guillermo y yo seguimos en Athens, Georgia, a hora y media de Atlanta. Nuestros hijos, ya adultos, viven en otras ciudades, pero seguimos caminando juntos unidos por el cemento de la emigración.
En Athens soy «Dr. A». Así me bautizaron mis alumnos porque mi nombre es impronunciable para ellos. En Caracas sigo siendo Carolina, Caro y Carola, dependiendo de la cercanía del que me nombra. Dr. A es profesora de Mass Media Studies en la Universidad de Georgia, habla y escribe en inglés con acento venezolano. Carolina es la hija, hermana, amiga o conocida que es profesora en Estados Unidos y estudia las telenovelas. Ella habla y escribe en venezolano pensando en inglés.
Soy bilingüe y bicultural; ahora también binacional. Una mujer con dos pasaportes que puede estar lejos de sus dos países, pero nunca lejana. Estoy marcada por la geografía física y emocional de las dos ciudades en las que he vivido.
Antes de ser Dr. A en Athens, Georgia, fui ingeniera de computación en Caracas. Allí, como muchas mujeres profesionales, me convertí en malabarista: esposo, tres hijos, trabajo, los Acosta, los Alzuru, juegos de los Criollitos, ensayos de ballet, clases de natación e inglés y una agenda llena de compromisos sociales en una ciudad intraficable. Caracas es símbolo e identidad; la amo y le temo. Y cada vez la amo más y le temo más. Bajo su luz inigualable nací y crecí. Allí trataron infructuosamente de transformar mi esencia de Mafalda en la de una Susanita caraqueña más. Allí sentí un poco de asfixia.
Eso solo lo entendí una vez que llegué a Athens, cuyo corazón late al ritmo de su variedad. Desde las señoras que son la quintaesencia de la dama sureña hasta las muchachas de brazos tatuados y piercings generalizados. Aquí pareciera que cada quien es como quiere ser. Yo soy feliz en el ámbito universitario, a pesar de que la academia norteamericana tiene la rigidez de la jerarquía militar y la inclemencia de la Inquisición española. Aun así, es lo más parecido a una meritocracia que yo haya experimentado. Es una manera de vivir que cuadra perfecto con mi amor por el aprendizaje.
Soy una mujer de dos pasaportes y dos ciudades. Ambas coexisten en mí y me hacen quien soy: una mujer venezolana en la academia norteamericana, un constante ir y venir, una certeza y un desarraigo, un cerca y un lejos, un «hola» y un «adiós», una sonrisa y unos ojos aguados. Un simultáneo llegó y se fue.
¿Cuándo te fuiste?
De Venezuela nunca me he ido. Hasta hace unos diez años yo sentía cómo Venezuela me tomaba de la mano y me sonreía preocupada, pero me sonreía. Y yo iba a verla con frecuencia y me insertaba de nuevo en mi familia y realizaba mi investigación sobre telenovelas con rigor, sí, pero también con mucha alegría.
En el año 2013 sentí un cambio brusco y la sensación de que una pesada puerta se cerraba lentamente y aquellos que estábamos afuera, afuera nos quedaríamos. Escuché el chirrido de los goznes de la puerta por primera vez caminando por los pasillos de un canal de televisión: Venevisión. Allí, donde por años hubo bullicio, varias producciones a la vez y tanto que investigar que las horas no me alcanzaban, se extendía un silencio sepulcral. En las oficinas de producción, ahora reducidas a una sola telenovela al año, se trabajaba con la opresión del creciente número de despidos. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que allí no se había comprado ni un clip para papeles desde el año anterior y que, así como la inversión publicitaria había caído en barrena, también el presupuesto del canal estaba en su mínima expresión. Y entendí que mi objeto de estudio —la otrora boyante telenovela venezolana— estaba muriendo.
No era la única industria del país que agonizaba.
El bolívar fuerte, como Chávez bautizó a nuestra debilitada moneda, comenzaba a ser imposible de manejar en efectivo. Escuché el chirrido de la puerta cerrándose, chíííííí, cuando, al no haber moneda de mayor denominación, tuve que revertir el cobro de un cheque en el banco porque la cajera puso frente a mí suficientes montañas de billetes de veinte bolívares como para llenar un saco. Chíííííí cuando mi cartera se llenó de pacas de billetes sostenidas con ligas y me empecé a sentir como una narcotraficante cada vez que pagaba en una panadería. Chíííííí cuando no me quedó más remedio que abrir una cuenta bancaria para tener una tarjeta de débito que me permitiera pagar con plástico. Todas esas veces escuché el chirrido inexorable.
Fue en ese viaje cuando tomé la foto de mis pies sobre el Cruz-Diez.
Pero tampoco me fui ese día.
Ni me fui cuando las cenas con mis entrevistados y amigos se convirtieron en almuerzos por la inseguridad de las noches. Tampoco cuando la editorial de mis libros prácticamente dejó de existir y se fue al ámbito digital. No me fui después de una reunión de amigos en las que todos relataron sus propios secuestros exprés, ni cuando mis hermanos empezaron a sacar a sus hijos del país, ni cuando empecé a llevar en mi maleta desde arroz hasta aspirinas, pasando por —muy importante— antiácido líquido para proteger de los gases pimienta a los que protestaban en las calles. Mucho menos cuando el Sebin —la Gestapo del Gobierno bolivariano— se llevó detenido sin orden judicial a uno de mis familiares y, sin proceso, lo mantuvo preso en El Helicoide para luego encerrarlo en su propia casa.
No me he ido.
El chirrido ya es ensordecedor.
Chíííííí…
No me puedo ir.
Números
-7,13 millones de venezolanos se han ido del país en los últimos veinte años¹.
-1 es el lugar que ocupa Venezuela en el número de peticiones de asilo a Estados Unidos².
-32 es el número de cartas que he escrito en los últimos años dirigidas al U.S. Citizenship and Immigration Services (Uscis) apoyando solicitudes de artistas e intelectuales venezolanos para visas de talento especial o de residentes.
Números. Crecen como tumores de un cáncer fuera de control. En su frialdad nos dicen mucho, pero no todo. Se necesitan palabras y las hemos ido encontrando: éxodo, diáspora, exilio, emigración masiva, crisis humanitaria, crisis de refugiados. Dolor. Sobre todo, dolor.
Yo no soy uno de esos números. Pero sí soy diáspora y desarraigo. Exilio no, porque creo firmemente que el exilio es emocional y no geográfico. Y yo no me he ido.
Soy académica. Traté de hacer un estudio de la diáspora del talento de nuestra agonizante industria de la telenovela. Hice entrevistas en Venezuela y en Miami en el año 2014. Los que no se habían ido y los que sí. Analicé las conversaciones. Presenté una ponencia sobre el tema en un congreso en Hyderabad, India. Creía entonces que el rigor podía más que el desconsuelo que me causaban las palabras y el llanto de mis entrevistados, pero nunca pude escribir un artículo al respecto. Mis propias lágrimas no me dejaron. Nunca antes me pasó eso como investigadora.
El desarraigo es una daga en el costado.
Mosaicos del desarraigo
Atlanta: marzo de 1996
—Se quedan calladitos por favor. Nos van a hacer algunas preguntas a papi y a mí. Ustedes no tienen que contestar ni comentar nada, ¿okey?
—Mami, ¿cuando salgamos de esa oficina tendremos green cards?
—Sí, Caro.
—Pero ¿les van a hacer un examen?
—No, Gustavo, solo son unas preguntas, como en una conversación. No se preocupen para nada. Estén calladitos y saldremos de eso rapidito, ya verán.
Gustavo, Carolina y María Teresa («Mate») me miran con atención y asienten. Tienen catorce, doce y ocho años, respectivamente. La entrevista es el último requisito para tener la visa de residentes, la green card. El último paso luego de muchos que incluyeron exámenes de sangre, despistaje de sida y tuberculosis y pago de varios trámites de chequeo de nuestro pasado en Venezuela y en Estados Unidos.
Minutos después nos hacen pasar a una oficina. Guillermo y yo nos sentamos frente al oficial del INS (Immigration and Naturalization Service) y los niños se sientan al fondo de la oficina. El oficial tiene nuestra documentación frente a él y la hojea sin mirarnos. Finalmente levanta la mirada y sin decir los buenos días procede a hacernos preguntas.
A ambos:
—Are you or have you ever been a member of the Communist Party? ³.
—No, sir.
A mí:
—Have you ever been a prostitute?⁴.
—No, sir.
A Guillermo:
—Have you ever been a pimp?⁵.
—No, sir.
Desde el fondo de la oficina sale la voz de Mate:
—Mami, what’s a prostitute? What’s a pimp?⁶.
Quiero matar con la mirada al funcionario, pero en sus manos está nuestro destino, así que a quien mato con la mirada es a Mate llevándome el índice derecho a mis labios en señal de que haga silencio. Es solo una más de las injusticias e incomodidades de este proceso.
Aprueban nuestra solicitud y pasamos de tener visa de estudiantes a ser residentes. Tomó años, pero nunca estuvimos indocumentados gracias a que, por las vueltas de la vida, mi mamá nació en Nueva York. Ella,
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