A caballo (¿permanentemente?) de paso
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A caballo (¿permanentemente?) de paso - Francisco Ramos Calvo
EL COMIENZO
«Fui a Los Ángeles para seis meses y me quedé diez años». Ha pasado mucho tiempo desde entonces y hablo de memoria, con lo que no puedo atestiguar fehacientemente que esa fuese exactamente la frase con la que comenzaba el primer capítulo del libro (¿o era la introducción?) sobre la experiencia angelina de su autora. La memoria suele fallar cuando solo se ha leído el texto una vez ahora hace ya más de tres décadas, pero no creo que la frase se hallara muy lejos del original de no serlo así. Una frase y unas palabras que me hicieron sonreír escépticamente y murmurar un sarcástico «sí, seguro», ya que no me cabía en la cabeza que hubiera podido producirse tan drástico cambio de planes en una persona que solo iba a disfrutar en teoría de una corta estancia en la ciudad más poblada de la costa oeste americana.
Si no recuerdo mal, el libro era en realidad una especie de guía o descripción de Los Ángeles escrita por una autora de apellido Obiols que yo me había comprado a finales del mes de mayo de 1989 en una librería local para empezar a familiarizarme con la ciudad en la que iba a vivir y trabajar durante el siguiente curso escolar, a partir de los primeros días de septiembre del mismo año. No hace falta decir que, cumpliendo fielmente con la tradición de tantos otros previamente bienintencionados proyectos vacacionales, el que iba a ser mi fiel compañero de lectura durante los meses estivales comenzó y terminó esos meses criando polvo en el cajón de la mesilla de noche en que lo puse, sin haber sido abierto una sola vez, inicialmente por desidia y posteriormente por las crecientes dudas sobre lo acertado de la decisión de embarcarme en semejante aventura vital a medida que se acercaba la fecha de partida. Fue por fin un tardío día de agosto, sentado en el avión de Madrid a Los Ángeles, y preso de aburrimiento tras no sé cuántas horas de viaje, cuando abrí el libro y me sorprendió con las palabras mencionadas. Más o menos por las mismas fechas, pero de 2020, sentado enfrente del ordenador mientras comienzo a reorganizar y reescribir los contenidos del presente texto, he de reconocer que no dudaría en disculparme inmediatamente con su autora por aquel mi primer comentario irónico si llegase alguna vez a encontrarme con ella, ya que, salvo por dos años en Miami, Los Ángeles se ha convertido en el lugar en el que he vivido y trabajado desde mi llegada a California más de treinta años atrás. «Fui a Los Ángeles para nueve meses y me quedé ya de por vida» quizá sería la forma más adecuada de iniciar mi disculpa, ya que la ciudad sin alma de la que ella parecía hablar con admiración en su narrativa se ha convertido en mi ciudad. Una ciudad que he echado de menos hasta extremos inconcebibles cuando me hallaba lejos de ella mientras la odiaba con pasión cuando, atrapado en cualquiera de sus autopistas durante uno de sus innumerables atascos de tráfico miraba con desesperación el reloj y pensaba cómo era posible continuar perdiendo el tiempo así. Una ciudad que he visto crecer, transformarse y, como les gusta decir a los americanos, reinventarse constantemente a velocidad extraordinaria, cambiando constantemente la cara de sus barrrios, construyendo museos, edificios, y centros culturales en tiempo récord, o peatonalizando avenidas y centros comerciales para revitalizar los núcleos urbanos. Una ciudad que me ha permitido disfrutar de multitud de eventos culturales y deportivos, de sus playas y montañas, y de los increíbles paisajes de los desiertos y parques naturales de sus alrededores. Una ciudad que me ha confiado la gigantesca responsabilidad de educar a cientos de sus habitantes, chicos y grandes, en diferentes escuelas primarias y universidades. Una ciudad cuyo sistema universitario me ayudó a mejorar mi formación profesional y llegar a ser lo que siempre quise ser. No es extraño, por tanto, que cada vez que pienso en el camino recorrido desde mi llegada a él, el Pueblo de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles del Río Porciúncula ocupe un lugar tan especial en mi corazón más de media vida más tarde.
Multitud de recuerdos se agolpan en la mente al echar la vista atrás para rememorar lo sucedido durante esta larga estancia, de entre los cuales son sin duda los primeros los que parecen haberse quedado grabados con más exactitud: la llegada a esta megalópolis, el «¿y ahora qué hacemos?» de uno de mis compañeros expedicionarios al aterrizar, las primeras conversaciones con los compañeros de la escuela y la universidad, las caritas de mis primeros estudiantes, las invitaciones a compartir con familias americanas días señalados como Halloween y Thanksgiving, la emoción del regreso a casa la primera Navidad, los viajes a San Francisco, Santa Bárbara, Alaska o Las Vegas, los cariñosos «Be my Valentine» de las tarjetas que intercambiaban mis estudiantes de primaria el día de San Valentín en el salón, el curso de inglés de negocios en el West Los Angeles College pensando en lo bien que me vendría al volver a España para enseñar inglés profesional, la asistencia a mi primer partido de la NBA para ver a los Clippers, las caminatas a Mount Baldy o Mount Wilson, la compra del primer coche… Otros muchos acontecimientos posteriores, aún conservados con lucidez, no son tan fáciles de situar en una fecha concreta: los conciertos del Hollywood Bowl, el viaje a Australia, las estancias en el hospital tras el ataque de ansiedad o la rotura del tendón de Aquiles, la traicionera aparición de las primeras canas en el pelo y la barba, los compañeros del programa de profesores visitantes que decidieron regresar y a los que he ido perdiendo la pista… Imágenes de acontecimientos pasados que reaparecen de cuando en cuando en una mancha atemporal que difumina el contexto en el que ocurrieron, y sobre los que en tiempos colgaba la presencia casi constante, ahora ya mucho más diluida, de la espada de Damocles del si me quedo o me voy, de la nostalgia por lo dejado atrás combinada con los aspectos positivos de la realidad diaria, de la completa pertenencia o no al lugar elegido, de los pros y los contras en el omnipresente balance de la aventura, de las dificultades de adaptación a las diferencias culturales, del rechazo a las nuevas costumbres y forma de pensar del «americanizado» al regresar al lugar de nacimiento, del concepto de hogar («¿solo una palabra o algo que llevas contigo?», como se leía en el tatuaje de una de las protagonistas de Nomadland)… Miles de vivencias aglutinadas bajo un mismo denominador común, «a caballo», y la sensación de estar solamente de paso, sin duda alguna la expresión que mejor sintetiza el dilema de tantos y tantos expatriados (in)voluntarios que viven (vivimos) a horcajadas, tanto física como mentalmente, entre el lugar/país de acogida y el de adopción. Es por eso por lo que esas dos palabras, a caballo, son las elegidas para dar título a esta narrativa dado el profundo significado emocional que llevan consigo.
A CABALLO
El diccionario de la Real Academia Española define la expresión «a caballo» como «apoyándose en dos cosas contiguas o participando de ambas», una definición en la que el uso de una más acertada copulativa y
en lugar de esa disyuntiva «o» habría reflejado para mí con más exactitud el cúmulo de experiencias de quienes «por esas cosas de la vida» residen en un lugar diferente al de nacimiento o de residencia familiar. La «y» que une frente a la «o» que disocia funde y fusiona sentimientos que van combinándose inseparablemente a medida que el tiempo los convierte en componentes consustanciales de la vida del expatriado. En el fondo, emigrar, inmigrar, residir temporalmente, mudarse a otro lugar, pasar unos años en…, cualquiera que sea la fórmula usada para referirse a la circunstancia de vivir lejos del lugar que cada uno considera suyo de verdad lleva aparejada un carrusel de sensaciones, en ocasiones antagónicas aunque mayoritariamente complementarias y con frecuencia inseparables, que conforman tensiones latentes entre polos opuestos: satisfacción y frustración; alegría y tristeza; añoranza y olvido; pasado y presente; anhelo de continuación y deseo de renuncia; certidumbres y dudas; éxtasis y angustia; novedad y rutina; compañía y soledad; inseguridad y reafirmación...; la sensación, o necesidad en ciertos casos, de querer estar en un lugar o en otro por mor de las circunstancias hace que pueda pasarse de uno de los mencionados sentimientos a su opuesto en fracciones de segundo sin solución de continuidad, casi sin atender a la racionalidad, dependiendo del estado anímico del momento, de la magnitud de los acontecimientos, del potencial apoyo con el que pueda contarse, de la fuerza mental para controlar o superar las subidas y bajadas anímicas relacionadas con los éxitos y los fracasos, o de la valoración hecha en un determinado momento de la trascendencia de lo acontecido.
El recurrente problema de estar, o sentirse, a caballo suele ser, por tanto, no ser capaz de evaluar con la imprescindible dosis de imparcialidad las situaciones que nos afectan tal y como son; por el contrario, el impacto de estas últimas suele depender por lo general de cómo se perciben en referencia al lugar en el que se vive o en el que se dejó atrás. Así, lo que se magnifica en un sitio en el que no se cuenta con el suficiente apoyo podría ser tildado de nimiedad sin importancia de vivir en otro en el que se pueda recurrir a una mayor red de ayuda apelando a los amigos de siempre. Es, por tanto, la propia valoración de lo sucedido lo que hace que la necesaria frialdad con la que habría que reaccionar ante ello capitule muchas veces frente a la tensión emocional que rodea las circunstancias, creando una inestabilidad que desfigura la realidad.
Ese conglomerado de sensaciones con las que uno se va acostumbrando a convivir como emigrante es lo que hace de la «y» la conjunción que más acertadamente refleja las vivencias incluidas en el presente volumen, ya por mérito o demérito exclusivo del autor, expatriado voluntario camino de los siete lustros de supuesta breve residencia temporal inicial en Estados Unidos. Durante este tiempo, las incertidumbres relacionadas con la lejanía del hogar familiar, muy frecuentes al principio y más espaciadas después, han abandonado circunstancialmente su hibernación en el lugar del cerebro en el que dormitan para emerger de forma repentina, con machacona insistencia, especialmente cuando una conversación con los hermanos o los amigos durante las vacaciones veraniegas, la lectura de una noticia o de un determinado correo electrónico, o la rutinaria llamada telefónica a los padres que han ido envejeciendo durante la separación, han actuado como crudo recordatorio de algunas de las cosas importantes dejadas atrás. Es entonces cuando la nostalgia se impone y hace pensar en el «vivo aquí, pero echo de menos lo de allí», aunque la lógica dice que también se pensará «estoy aquí, pero echo de menos lo que tengo en donde vivo» cuando se revierten los papeles. El inevitable dilema de la expatriación es el no llegar a arrinconar por completo el «lo que pudo haber sido y no fue», como en la canción Se vive solamente una vez. En otras palabras, el no dejar de pensar con mayor o menor regularidad en cómo hubiera transcurrido la vida de no haber tomado en su momento la decisión de emigrar. Con esto en mente, tras releer la definición de la Real Academia Española, me reafirmo una vez más en que el «apoyándose en dos cosas contiguas y participando de ambas» es definitivamente una mejor descripción de ese estar/sentirse a caballo entre lugares que puede llegar en ocasiones a obsesionarnos a quienes vivimos (¿permanentemente?) (¿cada vez menos?) de paso.
(¿PERMANENTEMENTE?) DE PASO
Vivir a horcajadas entre el país de nacimiento y el de adopción, con el cuasi permanente conflicto entre la emoción y la razón, ente el impulso de continuar y el de regresar, es lo que me llevó hace ya unos cuantos años a pensar en poner por escrito algunas de mis reflexiones y experiencias relacionadas con el tema. Retazos de la vida en una ciudad y país distinto al de origen, inconexos y cortos al principio como fui viendo después, recogidos en una pequeña libreta sin más aspiraciones que las de convertirlos en testigos de mis reacciones a medida que iba haciendo frente, con más o menos éxito, a mis nuevas experiencias vitales. Las lecturas y revisiones posteriores hicieron posible añadir más detalles a lo ya escrito para seguir manteniéndolo vivo, con lo que la libreta fue transformándose a ojos vista en un pequeño diario cuya lectura, más sencilla cuanto más hilvanada, comenzó a hacerme pensar en la posibilidad de llegar a compartirla con quienes pudieran verse representados por algunos de los eventos incluidos en ella. Nada más lejos de mi intención el querer transformarla en agenda, manual de recomendaciones, o guía de consejos para nadie en particular, sino más bien unas cuantas páginas redactadas por un aprendiz de escritor, de esos que al llegar a una cierta edad creen llegado el momento de plasmar en tinta sus reflexiones y poder decir en voz alta que han conseguido realizar uno de sus sueños. Reflexiones sobre acontecimientos nada extraordinarios, marcadas por las alteraciones de la balanza personal que compara ventajas y desventajas, todo a la luz de una perseguida y ojalá lograda ecuanimidad al sintetizar las vivencias.
En mi caso, la fascinación despertada por Los Ángeles entre amigos y familiares convirtió el ahora tan lejano inicio de lo que en principio iban a ser mis nueve meses de vida en la ciudad en polo de atracción de conversaciones y visitas por aquello de los innumerables documentales, así como películas y series, rodados en tantos