Un par de zapatos viejos en el techo de la escuela
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Un par de zapatos viejos en el techo de la escuela - Carlos Adolfo De La Hoz Albor
Un par de zapatos viejos en el techo de la escuela
Copyright © 2022 Carlos de la Hoz Albor and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728167175
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Carlos de la Hoz Albor (Barranquilla, 1966). Educador y escritor. Trabajos suyos han aparecido en periódicos y revistas del país y en portales web. Ha publicado Una mosca que no deja dormir (Ediciones Letra por Letra, 2006) y Cuaderno de apuntes (Ediciones Letra por Letra, 2014). En 2002 ocupó el Primer Lugar en el VIII Encuentro Distrital y III Regional de Ensayo Literario organizado por Editorial Norma y el Instituto Pestalozzi. En 2010 obtuvo el primer lugar en el Tercer Concurso Regional –Zona Caribe- de Minicuento Andrés Elías Flórez Brum
. En 2012 fue finalista del Premio Tributo al Maestro Norma. En 2013 fue finalista del Premio de Crónica Ernesto McCausland organizado por la Fundación Carnaval S.A. y Promigas. En la actualidad se desempeña como Coordinador de Básica Primaria de la I.E.D. La Luz, de Barranquilla.
A la memoria dulce y entrañable de Rita Albor Jiménez, mi madre
Nos acercábamos a la escuela. No nos faltaban las ideas, inclusive ideas originales; las lenguas se soltaban con sutileza y humor; las iniciativas fructificaban, buenas o malas. Y entonces, bruscamente, sonaba la campana; producía de inmediato como un vacío en nuestro ser.
Celestin Freinet
Educar es como volar cometas
Un amigo, al que conté que desde hace tiempo tomo apuntes sobre las pequeñas y a veces inadvertidas situaciones que ocurren a diario en la escuela, bien para reflexionar sobre ellas o para transcribirlas tal como se dieron, viene y suelta con sutileza soltó esta idea para que yo la anote: Educar es como volar cometas
. Luego, ante mi mirada aprobatoria, redondea su analogía.
Me habla, por ejemplo, de la paciencia como una virtud necesaria tanto en una como en otra labor, si se aspira a la satisfacción que viene tras la conquista de altos sueños. De igual manera, me hace notar que en ambas se precisan condiciones especiales que no siempre se encuentran con facilidad.
No todas las veces los vientos son favorables —dice—, así que se debe ser un observador muy sensible para saber cuándo debemos dar largo al hilo o tensarlo, a fin de que la cometa gane altura; o, en el caso del maestro, que el estudiante adquiera la confianza en sus capacidades y pueda dedicarse a aprender libremente y sin temores
.
Medito por un largo rato en la idea de mi amigo, que ha traído a mi memoria la imagen colorida de esos entrañables pájaros de papel y de madera que, con su zumbido y particulares movimientos en el aire, tantas veces alegraron las tardes de mi infancia.
Recuerdo que mis amigos y yo solíamos tardar horas y horas en elaborar una. Cuando ya habíamos logrado elevarla y calculábamos que sobrevolaba techos de casas lejanas, empezábamos a enviar a través del hilo mensajes en papelitos para destinatarios que sólo nosotros conocíamos. Después la soltábamos y veíamos con embeleso cómo se volvía un punto en el horizonte y se perdía sin remedio. En ello, encontrábamos motivos para una alta alegría y la razón de nuestras risas y alborozo.
Juego un poco con la hermosa idea de mi amigo, y me pregunto: ¿no es justo eso mismo lo que debemos hacer con nuestros estudiantes al notar que les han comenzado a crecer las alas de la imaginación?
¡Oh, fortuna! Ya no están amarrados a ningún hilo, ya pueden volar y descubrir el mundo.
Declaración de libertad
Sí, ya sé: es un juego de palabras trillado hasta la saciedad, pensado quizás por quienes en su práctica diaria se parecen más al carcelero adusto que al maestro noble y generoso. Sabrá Dios quién lo inventó, quién estableció por vez primera que, además de una semejanza fonética, la realidad cruda de la escuela hace posible que el aula se equipare a la jaula.
Repito: es un juego de palabras manido como el que más. Y no me asiste ningún interés en ahondar en sus connotaciones, pues con seguridad de eso habrán de ocuparse otras mentes menos disipadas y más constantes que la mía, inaprensible mariposa que a veces escapa de mí mismo y que casi nunca sé dónde hallarla.
Así que si me he detenido en estas líneas para referirme a esta curiosa pilatuna de la lengua –que ha terminado por acercar las palabras en mención– es porque nunca como esta mañana pude palpar la terrible verdad que encierra cuando al acercarme a la escuela en que trabajo me di de frente con unos niños que, tras escuchar el timbre de salida, chorreados los rostros de sudor y sus camisas ajadas, exclamaban con envidiable resolución:
—¡Somos libres! ¡Somos libres! ¡Somos libres!
Pregunta y respuesta
Cada vez que el maestro plantea un interrogante a sus discípulos, de alguna manera se lo plantea también él mismo. Así que intentar una respuesta sincera será siempre un alto ejemplo que tal vez le ayude a guiar con más claridad los pasos de unos que ven la vida con ojos ávidos de luces, y no de sombras, por parte de quienes los orientan.
Tal es la sencilla lección del pequeño acontecimiento que me dispongo a contar. Una niña de unos inolvidables ojos verdes se acercó a mi escritorio y me devolvió la pregunta que momentos antes yo había escrito en el tablero (y que había tomado de la encuesta que un diario había hecho a personajes del país) con el propósito de que los alumnos la respondieran en las hojas que les había pedido traer la clase anterior.
Aceptado el reto, levanté la mano para entrar en la ronda de respuestas. Por supuesto, ese gesto fue recibido con una risotada unánime. La palabra, sin