De esta noche no te marchas
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De esta noche no te marchas - Rosario Barahona Michel
De esta noche no te marchas es una novela sobre la memoria; un texto que dialoga con la historia contemporánea de Bolivia y trata narrativamente la tragedia de un grupo de jóvenes revolucionarios capturados por la violencia causada al iniciarse el golpe de Estado perpetrado por el entonces coronel Hugo Bánzer Suárez, que gobernó el país desde 1971 a 1979.
Barahona Michel, María del Rosario
De esta noche no te marchas / María del Rosario Barahona Michel. - 1a ed. - Villa María : Eduvim, 2021.
Libro digital, Epub. - (Eduvim Literaturas / Latinoamericanos)
ISBN 978-987-699-696-9
1. Narrativa Boliviana. 2. Revoluciones. 3. Condiciones Sociales. I. Título.
CDD B863
© Rosario Barahona Michel
© 2021, Editorial Universitaria Villa María
Chile 253 - (5900) Villa María, Córdoba, Argentina
Tel.:+54 (353) 4539145
www.eduvim.com
Edición: Alejo Carbonell
Edición gráfica: Carolina Ellenberger
Conversión epub: Javier Beramendi
Publicado originalmente por Editorial 3600, La Paz, Bolivia, agosto 2021.
La responsabilidad por las opiniones expresadas en los libros, artículos, estudios y otras colaboraciones publicadas por eduvim incumbe exclusivamente a los autores firmantes y su publicación no necesariamente refleja los puntos de vista ni del Director Editorial, ni del Consejo Editor u otra autoridad de la unvm.
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Impreso en Argentina - Printed in Argentina.
De esta noche no te marchas
Rosario Barahona Michel
EDUVIM LITERATURAS
L A T I N O A M E R I C A N O S
con la colaboración de
Nada se sabe
pero las palabras
se conjuran,
hostiles,
chillan y se acuchillan,
saltan en el aire,
lo infestan,
movilizan llamaradas,
como ráfaga de toros,
como tizones vivos
que caldean
la pedana del escándalo.
Una sola palabra
la no pronunciada,
porque en ella está
inscrita
la dispersión de lo que amas.
Óscar Cerruto
El pozo verbal
De Estrella segregada (1973)
A mis padres, Abel y Rosario, por permitir mi subversión.
Les regalo estas páginas.
A Mario Linares Urioste, mi maestro, noble, gigante y sabio.
A mi gran amiga Tatiana Lascano Sensano, que me leerá
en el cielo.
In memoriam.
Sucre, invierno de 2021
RBM
El amor en tiempos de la furia
¿Es De esta noche no te marchas una novela de amor? Son cincuenta años del golpe militar del coronel Bánzer, secundado por los dos partidos mayoritarios de entonces, supuestamente irreconciliables enemigos. Pero el poder tiene su encanto; seduce cuando quiere y a quien quiere, en donde sea.
¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Ese agosto de 1971 es el entorno en el que se ubican nuestros protagonistas, Montecristo, el principal, que hace alusión, vaga pero concreta, a Jesús Taborga, detenido en aquella ocasión y enviado con muchos otros al campo de concentración del Madidi, de donde fugarían pocos meses después, en noviembre, hacia el exilio.
Rosario Barahona cuenta la historia, que aparece en medio de saltos cronológicos y geografías varias narrando tanto pretérito como presente. Hechos, recuerdos, pensamientos, relaciones humanas de antes y después van bosquejando de manera dinámica el espíritu de un tiempo difícil y cruel. Pero no es el golpe militar, ni siquiera la huida del cautiverio, lo que solidifica el argumento de esta novela singular. Montecristo vive aislado y Micaela, una periodista enviada por su empresa para develar los misterios de un hecho entre poco conocido y olvidado, lo entrevista para dar a conocer al público acontecimientos que marcaron a profundidad el país. Lo que sigue es un intercambio humano, en primera instancia áspero pero que va relajándose a medida que los personajes van enterándose de cuánto los acercan los nexos comunes en lugar de separarlos.
Datos, fechas, cronologías y viajes dan fe del dolor y ahondan en la melancolía de la diáspora. La vida prosigue y lo que otrora fue, no es ya. No hay ideología ni hitos que resistan el tiempo. El alegato de la autora, sin decirlo, es que en la desesperanza de un pasado y la decepción de un presente con el inherente futuro, siempre hay resquicios para el sentimiento. No se malinterprete, que esta situación no salta para resultar en moraleja, es producto del devenir de la vida, de la decantación de la esencia, del deshacerse de ropaje innecesario y de cualquier fanfarria.
Está el castigo, el sufrimiento, la inercia, selva y mosquitos. Quebrar al hombre en el cuerpo para romper su espíritu. Hay desesperación y supervivencia. Rebelión. Ganas de vivir; en ellas, y no de manera consciente en la novela, porque va tejiéndose de manera circunstancial, habita la posibilidad de reconstruirse, de recoger los ladrillos de la destrucción y levantar paredes nuevas. Por sobre la Desgracia crece el Amor, y esa es tal vez fuga mayor que secuestrar un avión militar y despegarlo, desde el trópico inhóspito, rumbo a la libertad.
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Denver, agosto de 2021
1
La Paz, agosto de 2019
La sangre y las palabras
No suena esa voz de la sangre, pero retumba en tu interior con un cierto eco metálico, o, mejor dicho, con un silencio metálico, porque eso es la voz de la sangre, la ausencia de estruendo, el silencio que no se pierde y que atesoras.
Así piensas cuando despiertas, inquieto, tras el sueño recurrente de cada agosto en particular, aunque ese agosto es para ti ya todo el tiempo y te quedas durante el día hasta la noche con la misma sensación con la que despertaste en la mañana, la percibes en tus huesos cuando tomas el teleférico y vas viajando a través de las alturas inauditas de esta ciudad, burlándote de la vida, de tu mal de Chagas, de tu vértigo, de tu arritmia cardíaca y sobre todo del soroche pesando sobre tu alma como plomo. A veces, vas sonriendo con un dejo irónico y sin motivo aparente, como un viejo loco, mientras la gente te mira, asustada a ratos, a ratos divertida, y tú, sin fijarte en nadie, solo miras concentradamente y a lontananza las rocas filosas como estalactitas violáceas de los cerros paceños, las nubes platinadas como una seguidilla de estelas infinitas.
O cuando vas caminando por las calles de esta ciudad, fumándote lentamente un Casino, o en la cafetería de la Universidad Católica –donde enseñas ciencia política–, durante una de esas treguas de quince o veinte minutos en las que los docentes esperan para entrar a clase, mientras conversan sobre sus distintas cotidianidades, ejerciendo y manejando con maestría y con no poco donaire el arte de la conversación, de la comunicación, de la seducción, de la dilucidación, de mirar, de interpretar, de leer al otro, a los otros.
Eso no quiere decir que tú no manejes esos poderes, es que tú haces todo a tu manera, más bien a lo callado, desde tu posición de leyenda urbana, experimentado vigía, soberbio vigilante envuelto en la niebla de la montaña de tu vanidad intelectual, de tu engreída superioridad. Así, aunque tu parquedad es irrenunciable para ti, tus tics nerviosos te develan, sobre todo cuando repasas calladamente con el índice tu vieja cicatriz en la clavícula, como una suerte de consigna contra el olvido.
En tu universidad, la mayoría de los profesores bebe café y conversa en dichas treguas, pero, en tu caso, sueles –aunque no siempre lo logras– evadir a los colegas y alumnos que buscan cualquier pretexto para abordarte e inmediatamente, con sagacidad, atravesarte y atraparte en conversaciones aparentemente importantes –sus temas de investigación y sus respectivos estados del arte, sus marcos teóricos mal pensados y sus bibliografías repletas de libros y artículos en línea, hecho que no soportas, por cierto–. Por eso, cada vez tienes menos paciencia para leer trabajos de principiantes. Cuánto más jóvenes, más apegados a las redes y recursos on line, casi una regla.
Lo que es para ellos importante, para ti no es sino anodino, insulso, bizantino, como sus conversaciones, como ellos mismos. Sin embargo, cuando estás solo en tu apartamento, mirando a través del cristal helado de la ventana –cuantas cosas se ven, descubren y (re)conocen viendo a través de las ventanas– reconoces que envidias a tus colegas académicos, un poco parecidos a ti, aunque son menos viejos, chochos y amargados, y que también envidias a esos alumnos suyos y tuyos, tan jóvenes, hermosos, gráciles, esperanzados y hambrientos por encontrar un lugar, su propio lugar. Envidias sus ímpetus, sus devociones, sus sencilleces, sus minucias tan intrascendentes, en suma, sus idiotas ingenuidades.
De esas cosas hablan, por cierto, íntimos sus gestos que saben combinar bien con sus tonos de voces, con la expresión de sus cejas. Tú no, tú eres un tipo sobrio y extraño, no tienes habilidad social ni mucho menos eso que el común de la gente llama ‘carisma’, y tal vez por eso dicen que eres pedante y, para colmo de males, clarividente.
No comprenden, en todo caso, que eres un convencido, un amante, un decantado por/del silencio. Recuerdas que así lo decidiste en tu exilio europeo, en El Prado, de pie, con los brazos plegados a los costados, en postura firme, frente a la pintura de El Greco, mientras, con los ojos cerrados, imaginabas que su espada de oro se posaba suavemente, primero en tu hombro izquierdo y luego en tu hombro derecho, nombrándote caballero, absolviéndote del mundanal ruido y bañándote en el fulgor de un aura de honor, de su honor. Entonces, como en un ritual, íntimo y personal, como un antiguo hidalgo, te juraste lealtad a ti mismo, te juraste mantener los labios sellados para no pronunciar palabras inicuas, y observar el mundo, como justamente lo hace aquel caballero desde 1578 o 1580.
Siempre te preguntas si en tu postrer día podrás cruzar las manos sobre el pecho, habiendo cumplido fielmente semejante juramento.
2
La Paz, agosto de 2019
El cajón de tu memoria
Micaela M. hizo una pausa elaborada a propósito para permitir que él tomase un poco de aire. Tal vez por los recuerdos, los ojos de su entrevistado, el doctor Montecristo, han quedado ligeramente aguados.
Ella comprendió aquellos ojos desde un inicio. Lúcidos en toda la extensión de su color pardo, claroscuros y graves a ratos, inmensos y dolidos, ‘ojos que vieron correr mucha vida y mucha muerte’, se explicó a sí misma, pero que, en ese instante, habían quedado clavados en un punto equis del paisaje lluvioso que se divisaba a través de la ventana de su sencillo y solitario apartamento de un edificio de la zona residencial de San Jorge.
Pese a la lluvia, aquella mañana el cielo ya estaba límpido y azul y Montecristo pensó en aquel entrañable amigo tarraconense que llevaba ese color inolvidable en su mirada. Inolvidable, como él.
El sol bañaba, generoso, el cercano puente de las Américas y un vientecillo ligero y tal vez húmedo lograba danzas rítmicas e impensables en los árboles cuando se los miraba así, de lejos.
–Es encantador –comentó la periodista, con voz temerosa, casi un susurro su voz al mirar el paisaje, cuidándose de no romper ningún encanto.
Pestañeó, como recobrando la conciencia y mirando en derredor vio que el lugar donde estaba no era cualquier lugar, ni el hombre que vivía allí, cualquier hombre.
Este señor de aire pedante era paceño y tenía un nombre de pila, por supuesto, pero todos le llamaban Montecristo, don Montecristo o doctor Montecristo, ya que era doctor en ciencia política, título otorgado por la Universidad de Queen’s, Belfast, Irlanda del Norte. Soltero empedernido, sin familia alguna, había dedicado su vida a la academia y al activismo de los derechos humanos.
Micaela recordó que su jefe, el señor Cóndor, director del periódico, le contó que Montecristo fue un importante dirigente universitario del Partido Comunista y protagonista principal de aquel escape genial de la prisión de la selva Madidi que la prensa denominó La gran fuga del siglo XX en Bolivia. Había sucedido tras el golpe de Estado del 21 de agosto de 1971, cuando comandando un disminuido grupo de jóvenes engañaron al Ejército y tomaron su libertad por las astas.
‘Es extraño estar frente a un viejo que fue tan joven y tan libre’, pensó ella, pero, de inmediato se distrajo con tantos elementos que observar en derredor. Pensó, por ejemplo, que, si algo distinguía aquel hogar de cualquier otro piso de soltero, era que este parecía un reino desquiciado de objetos y artefactos únicos. ‘Un reino encantado de libros’, fue lo primero que pensó Micaela, al llegar, diez minutos antes, cuando se encontró frente al rostro desconcertado del dueño de ese reino, y percibió el olor de un café recién hecho