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La mansa brutalidad del mundo
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Libro electrónico229 páginas3 horas

La mansa brutalidad del mundo

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La mansa brutalidad del mundo nos sumerge en la locura y la perversión, la rabia y el miedo, la culpa y el deseo, la redención y la venganza: sentimientos encontrados y salvajes tan familiares en la escritura de Liliana Díaz Mindurry. Si bien no se trata en sentido estricto de una novela de terror, el terror nos atraviesa y no nos suelta. "Algo había en el aire, y no es que no se sintiera: se sentía perfectamente, un aire de traición". Leemos con temor y temblamos ante las palabras que nos atrapan en su red. Palabras de horror, pero también palabras con la potencia poética que despliega Mindurry en toda su escritura. Tiempos y lugares que se temen y que al mismo tiempo se intentan recuperar. Así que quien lee no puede más que dejarse arrastrar por la voz seductora que, intuimos, nos llevará hacia nuestra propia perdición.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2024
ISBN9789873905773
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    La mansa brutalidad del mundo - Liliana Díaz Mindurry

    PRÓLOGO

    La mansa brutalidad del mundo nos sumerge en la locura y la perversión, la rabia y el miedo, la culpa y el deseo, la redención y la venganza: sentimientos encontrados y salvajes tan familiares en la escritura de Liliana Díaz Mindurry. Si bien no se trata en sentido estricto de una novela de terror, el terror nos atraviesa y no nos suelta.

    Hay una narración en segunda persona que convierte a la destinataria en el personaje que va siendo narrado: yo digo que vos estás ahí haciendo esto mientras yo estoy aquí, ahora, de este lado de la acción, hablando, hablándote. Yo te nombro y digo que vos hacés estas cosas, que tenés estos sentimientos, estos miedos, estas culpas, esta rabia.  Pero entonces, quienes leemos caemos en ese abismo y nos convertimos también en protagonistas y ese vos se convierte en un agujero de gusano conectando dos espacios y dos tiempos: yo aquí ahora y vos, ahí, en tiempos distintos. Una metía la cabeza dentro del tiempo y se divertía.

    Algo había en el aire, y no es que no se sintiera: se sentía perfectamente, un aire de traición. Leemos con temor y temblamos ante las palabras que nos atrapan en su red. Palabras de horror, pero también palabras con la potencia poética que despliega Mindurry en toda su escritura. Tiempos y lugares que se temen y que al mismo tiempo se intentan recuperar. Sufrimiento y deseo. La pasión de Cristo de las ceremonias en España se superpone a la pasión del personaje y el erotismo del éxtasis, al sufrimiento. 

    La novela construye un infierno que seduce y el placer nace de la dilación y el silencio.

    Estamos hechos de cosas que hemos olvidado o que deseamos olvidar y parecemos tratar de recuperar esos olvidos en una red de comunicaciones sin caras en el pesado licor de la noche.

    Resulta imposible leer esta novela sin que el abismo nos atrape. Despacito caminan las fuerzas de la destrucción entre sopas oscuras y hechicerías.

    La locura es un mecanismo lento y preciso. Es como la lluvia: un alambre cayendo sobre un paisaje ácido. Y el alambre raspa y revuelveyo veo cómo algo se retuerce en ti, aunque esté muerto.   

    Y esta novela también se trata de un mecanismo muy lento y preciso esperando años para estallar. Después el alambre entra en el estómago. Y vos al leer, continuás dentro del tiempo de ellos, adentro de sus mandíbulas masticada en pequeños trozos y con ese alambre atravesando tu estómago, te convertís en lector que ruega por piedad.

    El deseo de vivir no se rinde a pesar de la rabia que se manifiesta en la relación del personaje con el mundo. El odio es dolor y ese dolor se aferra a personajes ausentes y lejanos, virtuales, cuyas identidades son dudosas. 

    Vos y yo: vos, personaje y yo, esta voz que te habla y al hablarte, te y se construye, recuperando un pasado que se desea y se teme. Y te, me, nos atrae y te gusta esa extraña distancia. Así que quien lee no puede más que dejarse arrastrar por la voz seductora que, intuimos, nos llevará hacia nuestra propia perdición.

    Elena Bossi

    El ciclo de lo prohibido: no te acercarás, no tocarás, no consumirás, no experimentarás placer, no hablarás, no aparecerás; en definitiva, no existirás, salvo en la sombra y el secreto.

    Michel Foucault

    PRIMERA PARTE

    -Encender el fuego-

    (Marzo de 2018)

    No sucede en el cuerpo del hombre lo que en la ciudad, que cuando ha sonado la campana para dominar el fuego y apagar las ascuas, uno puede acostarse y dormir sin temor.

    JOHN DONNE

    Uno

    Viernes: Te despertás de la siesta, gritando. Al abrir los ojos no lográs recordar qué soñaste en ese vago aire negro, en ese agujero donde estuviste minutos antes. Se te quedan sólo unas manchas en la retina, de eso que no podés retener. Algo espeso, algo torcido: había una cara joven borrada, una cara de fantasma y un bosque. Árboles, seguro, con lo que odiás los árboles, esos árboles que parecen personas, esperando en un bosque siniestro y simétrico. Te ahogás, la respiración se te vuelve fatigosa e imaginás que la locura es un animal que respira cerca de vos. Debajo de la cama. Te parece que hay un animal debajo de la cama. Un gruñido, un grito: ¿o viene de tu sueño?

    Con la cabeza mareada, los ojos pastosos, caminás hasta la cocina, buscás un trapo para secar los platos, pero pensás en un trapo que te seque todos los pensamientos. No estás bien después de las sesiones finales en el Hospital, aunque desde esas sesiones pasaron varios meses y los estudios te dieron que estabas perfectamente, incluso curada. Volvés enseguida a la cama, las horas pasan de mala gana, lentificadas igual que en la infancia. Encendés el ordenador como lo llaman allí, entrás en Facebook y ves lo que ha posteado un tal Ezequiel Carlino, que es argentino como vos, aunque vive en Buenos Aires, hace un tiempo le has dado amistad, te resulta inteligente. Tenés necesidad de relacionarte con argentinos, España nunca será tu lugar, aunque hayan pasado tantos años de vivir en Madrid. El tal Carlino muestra una cara agradable y suele colgar cuadros y dibujos, algunos suyos, otros ajenos. Ha posteado una foto que te molesta o te atrae, una foto de una calle angosta y de noche con esas putas estrellas que tal vez murieron sin avisar y ahora resplandecen falsamente. Eso le decís y él te pone la carita que sonríe, piadoso, crees. Te cansan esas caritas que ríen o lloran, y peor, los gatitos que tiran corazones.

    Pero la calle, ahora que la mirás bien, era la de tu Colegio y eso era lo que te inquietaba. Le escribís: Esa calle me trae recuerdos. Y él: ¿Recuerdos de qué? Vos: De cuando era chica. Él: ¿Vivías por ahí? Vos: Cerca, sí. Él: tengo un amigo que vive por esa zona, Santillana se llama.

    Te quedás unos minutos sin escribir, recordando justamente a Darío Santillana. Uno que hace unos cuantos años te ronda en el recuerdo, junto con alguien más. Pero no puede ser el mismo, sería demasiada casualidad, pensás, sos escéptica ante esas casualidades, sincronías o como se llamen. Ganas de preguntarle quién es ese amigo, pero te detenés bruscamente y querés dar por terminada la conversación. Apagás la pantalla y te ponés a leer una revista, de la que entendés muy poco, sobre Heisenberg y el principio de incertidumbre. Sólo vas a las cuestiones históricas y políticas, pero la palabra incertidumbre se te queda en la cabeza. Tal vez pensés en tu cuerpo y en las radiaciones, pero no tenés mucha idea por donde va tu pensamiento. Vuelve una y otra vez a la calle de tu Colegio, hay una música un poco enfermiza que se repite: ves por la ventana tormenta y relámpagos que se mezclan a esa música y a esa calle, imaginás un silencio angosto y por ese silencio, eso que llaman agujeros de gusano. No tenés ganas de encender la pantalla y en el móvil, como allí llaman a los celulares, leés:

    Los agujeros de gusano del intrauniverso conectan una posición de un universo con otra posición del mismo universo en un tiempo diferente. Un agujero de gusano debería poder conectar posiciones distantes en el universo por plegamientos espaciotemporales, de manera que permitiría viajar entre ellas en un tiempo menor que el que tomaría hacer el viaje a través del espacio normal.

    No entendés nada de lo que estás leyendo ni por qué pensás en ese silencio angosto que sentís a tu lado fuera de la ventana y de la tormenta. Un atajo entre el espacio y el tiempo y allí estaría la calle y en la calle, Darío Santillana. Pensás: ¿Una liebre que corre en el sueño de un tigre? ¿Qué liebre? ¿Qué tigre? Vos sí lo sabés y muy bien. Unos años antes del cáncer y durante el cáncer, siempre había liebres y tigres rondando en tu cerebro. Leés:

    Los agujeros de gusano del interuniverso asocian un universo con otro diferente y se denominan «agujeros de gusano de Schwarzschild». Esto permite especular sobre si tales agujeros de gusano podrían usarse para viajar de un universo a otro paralelo.

    Te imaginás entrando por ese agujero de gusano al lugar donde tu infancia se volvía adolescencia: la mirada se te cuelga en el aire y sentís ese gusto a locura fluyendo en remansos como en tu sueño. Pero no podés recordar tu sueño, sólo te parece que decías palabras destempladas sin el menor sentido, en otro idioma o en un idioma olvidado. Y esa cara fantasmal. A veces vivís esa sensación de que el cerebro se te enfría: lo venís sintiendo últimamente. Tendrá que ver con las radiaciones que recibió tu cuerpo o la insoportable quimioterapia. Cerebro frío y un ruido lejano similar a los cascos de caballos. Oís un ruido en la puerta y sabés que es Berta. Lo primero que entra es su olor a colonia.

    —Buenos días, señora Morgana —te dice cada ojo verde inquisitivo— ¿Cómo está hoy? Yo harta del tráfico, qué quiere que le diga, una no llega nunca a esta hora —se detiene como pensando—. Pero aquí es otra cosa, no es como en Buenos Aires. Allí sí que una tardaba. Aquí en España es otra cosa. Toda la red de metros es buenísima, pero a mí no me gusta ir bajo tierra, me parece que es un lugar de muertos, que estoy sepultada, qué sé yo. El otro día en la estación de Sol viajaba una vieja pálida frente a mí. Era tan lívida: yo la imaginaba rodeada de velas. Y sentí que de verdad estábamos todos muertos. Y voy en el autobús como le dicen aquí, que no es lo mismo que el metro, a esta hora hay más autos. Nada que ver con nuestra Argentina, y por eso se me quedó la costumbre de decir harta del tránsito-se ríe- yo sí que estoy loca, ¿no? Es que todavía no me acostumbro a España, usted claro, después de tantos años sí debe estar acostumbrada. Siempre le agradeceré que me haya pagado el viaje y me haya traído con usted. Pensar que yo la vi de chiquita y ahora…

    Parece que se secara los ojos y vos aprovechás para cortarle el flujo interminable de palabras, aunque te alegrás de que te haya sacado de los peligrosos pantanos de tu cabeza, de esa pantalla de fondo con agujeros de gusano y Darío Santillana. Y Claudina, la Liebre. Esa música enferma de los recuerdos que te empeñás en resucitar. La calle que te mostró Ezequiel en su muro de Facebook, mientras se te cae la noche encima. Es una suerte que Berta sea Berta, la de tu infancia, tan joven y hermosa con sesenta y siete años, ágil como vos, Morgana, nunca lo fuiste, y te hable de esa forma que te gusta oír, que atienda el teléfono diciendo Hola y no Diga, que no se despida diciendo hastalogo y sí hasta luego. Que diga agradeceré como con s y no agradezeré. Pero es muy bueno estar fuera de Argentina y vivir en paz, los españoles nunca imaginarán el surrealismo de Argentina. Pensar que ya hace diecisiete años que estás en Madrid. Los últimos años desde el ochenta y tres los viviste en esa ciudad impersonal que era Bariloche, ese cartón pintado, que siempre te pareció ridículo, en contraste con la intensidad de Buenos Aires.

    Le das indicaciones a Berta y volvés sin desearlo a la selva pantanosa de otro tiempo, a los monstruos que nacían cuando apagabas la luz, a esa felicidad torpe que, por alguna razón, te estrangulaba. Pensás en los gifs, esos cuadros animados que aparecen en el Face donde las figuras se mueven y repiten movimientos. La fotografía que posteó Ezequiel Carlino donde casualmente se veía la calle donde estaba tu Colegio, se llena de figuras de compañeros en movimiento: así las ve tu cabeza. Ruido de colegiales y entre ellos Darío Santillana, esa sonrisa que lo caracterizaba, los ojos amarillos de tigre y al lado, la inteligencia de Claudina López, con esa cara de liebre. ¿Por qué le dirían Liebre? Su velocidad, sobre todo eso. Su cabeza sutil, la armonía de sus movimientos. ¿Por qué te han aparecido con tanta fuerza esos recuerdos? Hacía tiempo que los recordabas obsesivamente, creés que hoy han vuelto y con una intensidad superior. Los has querido tanto a ambos. Recordarlos te produce un dolor, algo que nunca envejece, ese dolor de haber vivido y de que se te perdieran entre tantas calles y caminos. Pero ya han pasado muchos años, este año cumplirás cincuenta y dos. Y ellos, donde quiera que se encuentren, tendrán cincuenta y cuatro él, ella cincuenta y tres, aunque solía mentir la edad, no se sabía su edad verdadera. ¿Buscarlos en el Face? No los imaginás en las ridiculeces de las redes sociales peleando por Macri o por Cristina Kirchner. No, ellos eran distintos, distintos a todos. Te adormecés un poco, se te cierran los ojos, las cosas transformadas en manchas se te quedan en la retina. Repetís, como en sueños, el viejo trabalenguas: tres tristes tigres comen trigo en un trigal, aunque te parece decir basural. Y pensás en el Tigre Santillana, en la Liebre Claudina que también es tigre, en vos misma, como durmiéndose todos en un basural, en un agujero. Te estremece la idea, y te decís que fuiste feliz con ellos, pero la felicidad asfixia y es una urdimbre extraña, algo perdido absolutamente en el tiempo. El aire se ha vuelto raro y decidís levantarte.

    —Señora Morgana, llamó su hijo mayor, pero la vi tan dormida que preferí no molestarla. Él me dijo que ya estaba por tomar el avión y que la dejara descansar. Usted dejó el celular en la cocina y yo lo atendí, perdone. Ya estaba con ganas de regresar a Nueva York, dijo. Debe ser bueno vivir allí, ¿no cree? Dice que cuando llegue la llama. Le dije que la veía bien, que tiene buen aspecto y se quedó tranquilo. ¿El otro no la llamó? Qué desastre son los hijos, por suerte ya a los veinte no quería casarme ni menos, tener hijos de soltera.

    Te mira con cada ojo verde compasivo, y con esa piedad mal disimulada y sin el menor estilo. Te empuja el olor a colonia barata y dulzona. Pero Berta nunca te molesta, ni siquiera te molesta su olor de colonia que desmaya, porque es una madre que no tuviste, una espectadora de la antigua infancia y de los días felices, si es que fueron felices. Aunque cada día está lleno de desperdicios y las horas pasan de mala gana y se te anuda la piedra del resentimiento entre tus costillas, has podido lograr que ella, la hermosa vieja Berta te diga sus tonterías y te quiera a su manera. No como tu madre, tan grave, que parecía cargar en su mirada los pecados del mundo y se le inflamaban los rencores. Tampoco pensás en Francisco ni en Federico, hijos de ese arquitecto de Bariloche, desaparecido de golpe y no por los militares, sino por su placer, que era como tu madre, una pura lástima. Hace mucho que sentís que tu vida transcurre por separado, en otro mundo. Mirás la serie de Netflix y ves a un rubio muerto a disparos. Son tan absurdas las series, las redes sociales, es todo tan aburrido, tan monótono: es mirar por la ventana y ver los balcones antiguos de la casa de enfrente, llenos de palomas, ese mecanismo de la vida, esa torpeza que fluye sin que nadie la frene: ¿Por qué te acordás de tu madre diciendo: Le dí leche tibia y alimento para gatos pero se transformó en jaguar. Los últimos años, ya separada de tu viejo siempre decía eso. ¿Se refería a él, a vos, a otro u otra? ¿Serían cosas del Alzheimer? La palabra jaguar te lleva a tigre te vuelve a conectar con Santillana, cómo te gustaba ese amarillo de los ojos, o cuando tu vieja te decía: sí, parece un tigrecito, e iban juntos al colegio, con la otra, Claudina, que corría alrededor de ustedes, el primer año que fueron compañeros en el séptimo grado, en el setenta y siete. ¿Y cuando a veces ellos oían a tus viejos discutir a gritos, y a veces el fluir de los insultos como agua en la arena y hasta algún empujón, y ellos se reían y vos también te reías de tus padres como si fuera divertido? ¿Como si todos los padres del mundo fueran grotescos? ¿Acaso no lograban tocar los tres juntos la piel de las cosas tan suave y por momentos tan ridícula y entretenida?

    Ya estás en la sinfonía del atardecer. Los vecinos que viven en la buhardilla, desde el techo de tu cuarto, han vuelto de sus trabajos y empiezan a pelear al estilo de tus padres. Vete a tomar por culo, dice uno, y ya sabés que dirá el otro, que replicará el primero. Siempre es igual. Es hora de internarse en la pantalla. Das una mirada al Facebook y notás que sigue estando Ezequiel. ¿Se pasa el día en la pantalla? Nunca le preguntaste de qué trabajaba. Sí, pinta y hace dibujos, pero en ocupación no dice nada. Cuelga siempre sus cuadros, alguna escultura ajena, cuadros de otros que elegirá de Google, algunos conocidos. Le gusta Balthus, a vos te inquieta. Muchos de los trabajos de Ezequiel son de ilustrador, tienen algo entre ingenuo y suavemente perverso. Pero si uno los mira bien son ilustraciones para libros de niños. Debe trabajar de ilustrador, aunque de trabajo o estudio no dice nada. Hay muchos niños con árboles que les salen de la cabeza, de la boca, del pecho, pero los ojos o las expresiones tienen gran ternura. Esa obsesión de los árboles te devuelve a la tuya. Su foto, si es reciente, muestra un joven bastante guapito, pero en medio de esa cara que resulta de artificio, vos descubrís relámpagos aislados, una melancolía similar a la de esos que pronuncian oraciones fúnebres a sus mascotas. O de los que están aplazando algo. En realidad, es un invento porque esa cara no dice nada y más dicen sus palabras, sus cuadros y dibujos. Creés que te dijo que tenía un perro, o viste alguna foto de un perro alguna vez. Dice el muro que nació en Rosario y que vive en Buenos Aires. Lo buscás en Google y no aparecen sus datos: pensás que la ilustración debe ser un hobby. Los cuadros no son muy distintos, sí parecen más tristes. Le preguntás por el Messenger qué hace ahora. Te pienso escribe y te alertás. Lo que sigue no tiene que ver con nada que hayas imaginado. Habla de lo que sabe de tu enfermedad y pone ciertas palabras compasivas. Te tranquiliza y te molesta. Le hablás de tu escuela de actores, de que te ha ido bien, de las obras que has puesto en escena. Parece saber todo, seguramente te ha googleado. Le contás que has escrito varias piezas dramáticas, que sí, han sido publicadas, pero que eso no tiene importancia. Le preguntás si se dedica a ilustrar libros y te dice que sí, pero libros propios, cuentos infantiles. ¿Publicaste? No, es por divertirme. ¿Y trabajás? No, vivo con mis padres, escribe. No hay mucho trabajo aquí. ¿Y tus padres que hacen? Mi madre es oficinista, mi padre también, pero no trabajan

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