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Los territorios recobrados
Los territorios recobrados
Los territorios recobrados
Libro electrónico1236 páginas20 horas

Los territorios recobrados

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«Los territorios recobrados» es una compilación de cuatro novelas autónomas e independientes que pueden leerse por separado sin menoscabo de su integridad. A un mismo tiempo constituyen, todas juntas y leídas en orden, un diorama de espejos laberínticos que se remiten mutuamente, reflejándose de manera infinita, como una tela de araña poliédrica que atrapa y sumerge al lector hasta convertirlo en un personaje más de la trama para siempre.
Abrazadas, en mayor o menor medida, a una particular manera de encarar la ciencia ficción, las cuatro obras se deslizan por los espacios más fronterizos de la existencia humana, del amor y de la literatura, siempre con el innegociable, adictivo y tan identificable estilo poético de su autor, Alberto Trinidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2023
ISBN9788419246813
Los territorios recobrados

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    Los territorios recobrados - Alberto Trinidad

    «Los territorios recobrados» es una compilación de cuatro novelas autónomas e independientes que pueden leerse por separado sin menoscabo de su integridad. A un mismo tiempo constituyen, todas juntas y leídas en orden, un diorama de espejos laberínticos que se remiten mutuamente, reflejándose de manera infinita, como una tela de araña poliédrica que atrapa y sumerge al lector hasta convertirlo en un personaje más de la trama para siempre.

    Abrazadas, en mayor o menor medida, a una particular manera de encarar la ciencia ficción, las cuatro obras se deslizan por los espacios más fronterizos de la existencia humana, del amor y de la literatura, siempre con el innegociable, adictivo y tan identificable estilo poético de su autor, Alberto Trinidad.

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    Los territorios recobrados

    Alberto Trinidad

    www.edicionesoblicuas.com

    Los territorios recobrados

    © 2023, Alberto Trinidad

    © 2023, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-19246-81-3

    ISBN edición papel: 978-84-19246-80-6

    Edición: 2023

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    © Los territorios recobrados (2016-2019)

    (Una trilogía de cuatro novelas autónomas, que se remiten entre sí, compuesta por Territorios inhabitables, Territorios sonámbulos, Asterisco de mar y alga sobre las rocas y Noche etcétera)

    Si deseas más información, escribe a: info@edicionesoblicuas.com

    Si deseas contactar con el autor, puedes escribirle a: alberto.trinidad@edicionesoblicuas.com

    Contenido

    Territorios inhabitables

    Territorios sonámbulos

    Asterisco de mar y alga sobre las rocas

    Noche etcétera

    El autor

    Territorios inhabitables

    Alberto Trinidad

    www.edicionesoblicuas.com

    Territorios inhabitables

    © 2023, Alberto Trinidad

    © 2023, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-19246-71-4

    ISBN edición papel: 978-84-19246-70-7

    Edición: 2023

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    En una ucrónica urbe decadente, el investigador privado Kilian Álamo regresa a casa una noche de tormenta y descubre que Valeria, la mujer de su vida, ha desaparecido. Devastado, y abocado desde entonces a una infructuosa búsqueda por los lugares más sórdidos de la ciudad, recibe un día la visita de un enigmático neurólogo, quien lo contrata para investigar el robo de un importantísimo material científico. Enseguida, empezará a sospechar que dicho caso oculta una trama mucho más profunda de lo que aparenta.

    Territorios inhabitables es la insólita aproximación al género noir de ciencia ficción, o new weird, del escritor Alberto Trinidad. Un hermético laberinto de mafias, perversión, intrigas político-militares y amores infinitos construido con su inconfundible voz poética.

    1

    Cuando llegué a casa aquel día, ella ya no estaba allí. No me hizo falta buscarla en su despacho, el cuarto de baño o en el desván: nada más entrar, sentí (olí) la ausencia de su cuerpo como el presagio de una ausencia permanente. Rebusqué en sus armarios y cajones y me lo encontré todo tal cual, no faltaba nada, y aun así me inundaba la certeza de que Valeria había desaparecido. No sé explicar de dónde nacía esa seguridad. Llegué a casa, introduje la llave en la cerradura, abrí la puerta, encendí la luz, y sentí su ausencia calándome hasta los huesos como un infernal escalofrío que me sacudiera de arriba abajo.

    Inmediatamente me senté en el sofá, con esa calma sonámbula que afecta a quien se encuentra en shock y no atina a encajar su cuerpo en el escenario correspondiente; y la llamé por teléfono. Eran las once de la noche. Valeria acababa las clases ese día a las seis, y cuando se entretenía luego tomando una cerveza con algún compañero, haciendo unas compras o yendo a cualquier parte que hubiera escogido, raramente llegaba a casa pasadas las diez. Pero no se trataba solo de eso, repito: su ausencia me calaba en el tuétano. Como un pájaro de mal agüero vaticinando su desaparición definitiva.

    Su móvil estaba apagado. La llamé tres, cuatro veces más y le dejé varios mensajes durante la siguiente hora, sin respuesta alguna. A medianoche salí a la calle y comencé mis pesquisas. Rastreé el barrio, la ciudad entera, pregunté a las personas a quienes sabía debía interrogar en estos casos; y lo mismo hice al día siguiente, a plena luz, en la universidad donde impartía sus clases, en los lugares que solía frecuentar… Y al día siguiente, y al otro. Pero nadie tenía ni idea de nada. Ninguna pista, ningún señuelo que me indicara qué podría haberle ocurrido. Denuncié el caso a la policía, pese a la poca o nula confianza que tengo en el Departamento. Si alguien como yo no es capaz de resolver un caso como este, qué van a conseguir esa pandilla de burócratas, patrulleros y meapilas. Aun así, no quise desestimar ninguna opción que me permitiera recuperarla…

    Enseguida me arrepentí. Estuve a punto de partirle la cara a más de uno de esos retrasados al comprobar el desdén con el que me trataban. Leía lo que pensaban en sus ojos, en los desdeñosos gestos estúpidos de sus caras: Otra mujer que abandona a su marido porque no lo aguanta más, porque no sabe satisfacerla como es debido. Leía en sus miradas de hombres de las cavernas lo que me querían transmitir: Si hubieras estado a la altura, si fueras un macho de verdad, no se te habría escapado, marica, a mí eso jamás me pasaría porque yo sé cómo hay que tratar a esas zorras. Eso es lo que me decían los ojos de esos hombres. Pero Valeria no me había abandonado, de eso estaba seguro, a Valeria la habían secuestrado. Alguien se la había llevado en contra de su voluntad. Y comprobar la indolencia con que se tomaban el asunto en la comisaría me sacó de quicio.

    Y hasta es posible que sí, que en algún momento, casi sin darme cuenta, se me escapara la mano y le reventara la cara a uno de esos oligofrénicos perdonavidas.

    Pasaron las semanas sin novedades. Los días desde su desaparición (incluso los que la precedieron) se me amontonan unos sobre otros sin que logre distinguirlos con claridad. Como un magma de horas, investigaciones, entrevistas y vagabundeos que me ahogaban. Que me ahogan. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? Escudriñé en su ordenador en busca de algún indicio que pudiera ayudarme, cualquier detalle con el que abrir una vía de investigación. El nombre de algún contacto desconocido por mí, alguna dirección de algún lugar al que hubiera podido ir sin que yo lo supiera, en donde pudiera haber entablado amistad con alguien… peligroso.

    Pienso en la lluvia. Aquel día fatídico llovía a cantaros. Una lluvia agresiva, de esa que arremete contra uno a bandazos, en cualquier dirección, y contra la cual es imposible protegerse. El paraguas que llevaba encima acabó roto, en equilibrio sobre una papelera rebosante, como una marioneta descoyuntada que ya no atiende las órdenes de ningún titiritero… Pienso en la lluvia, en toneladas de agua cayendo de un cielo opaco durante horas enteras, y ahora mismo no puedo dejar de relacionar esa imagen con la desaparición de Valeria. Como si una cosa fuera consecuencia de la otra, o su punto de inicio.

    Visité a sus amigos y a sus compañeros de la facultad, incluso tragué bilis y llamé al imbécil de su hermano, tan arrogante como siempre; ninguno de ellos me ofreció ninguna información útil. Sin embargo, lo que llamó más mi atención en estas últimas entrevistas no fue tanto esa carencia de datos como la indiferencia con la que todo el mundo parecía tomarse su ausencia. Su hermano incluso se reía, el subnormal de su hermano se rio cuando le expliqué que Valeria había desaparecido: «Como si no estuviera acostumbrado a sus locuras», me dijo. Y carcajeó, con ese tono de suficiencia que gasta, de ajustarse los gemelos y el cuello de la camisa bajo un traje de cuatro mil euros. Sus amigos más cercanos tampoco parecieron darle mayor importancia. «Se habrá ido de viaje», decían; «Hace tiempo que quería ir a…». Y en la universidad, no encontré a nadie que considerara que haber abandonado las clases en mitad del curso fuera algo tan inaudito.

    Nunca confié en la gente. Jamás me sentí como ellos. Y ahora parecía que me lo estuvieran echando en cara: «Valeria no ha desaparecido, simplemente te ha abandonado. Se ha ido, y cualquier día regresará, tal vez con otro hombre, una nueva vida, y se reincorporará a sus clases, volverá a tomarse unas cervezas con nosotros en el bar de la esquina y a asistir a los mismos seminarios de siempre, sin ti, con nosotros».

    Pero Valeria me amaba, me ama, más de lo que nadie pueda imaginar; y ellos, los demás, no tienen ni idea del significado verdadero de ese amor.

    Pienso en la lluvia. En toneladas de agua cayendo de un cielo opaco durante horas enteras, días, años. En violentas rachas azotándome el cuerpo con látigos húmedos, chorreándolo de sangre y lluvia. En la lluvia. Pienso en esa lluvia que se desató sin contemplaciones, sin avisar, arremetiendo contra el mundo desesperadamente. Y pienso en los ojos de Valeria, grandes y profundos como calmados océanos de incontables reflejos. En su sonrisa traviesa que invita a juegos retorcidos.

    ¿En qué momento dejo de pensar en lo que hice, en lo que pasó, y me pongo a pensar en lo que hago, en lo que está pasando ahora? No lo sé. Afuera, a través de la ventana de mi despacho, veo que comienza tímidamente a llover. Dentro de mí pienso en el rostro de Valeria, cuyo perfil cada vez me cuesta más trabajo dibujar en la memoria: tan especial, tan raro, tan diferente a cualquier otra cara que hubiera visto antes. Reviso los papeles que tengo encima de la mesa, concernientes al caso que investigo estos días: otra monótona sospecha de infidelidad que debo documentar, mientras que el caso permanente de la desaparición de Valeria aguarda incesante en todos los cajones de mi mente.

    Llaman a la puerta, lo digo, lo veo, lo vivo, ya no lo estoy rememorando. Guardo el frasco con mis pastillas en el maletín.

    Sofía entra en el despacho. Mi clienta. Una mujer de mediana edad entrada en carnes que tartamudea nerviosa en busca de una explicación convincente.

    Su marido tiene una aventura, le digo, pero no con la persona que usted pensaba. Ella dilata los ojos, siento su desesperación callada, su incredulidad. Su marido tiene una aventura con otro hombre, Luis, su profesor de tenis.

    Eso le digo, en eso consiste mi trabajo cuando no me contratan para temas de más enjundia. Su marido le chupa la polla a otro hombre en los vestuarios del club donde usted va a comentar las últimas novedades televisivas con sus amigas, señora. Esto no se lo digo, solamente lo pienso, lo dibujo en mis ojos mientras le digo que lo siento, que le he preparado un dosier con fotografías, datos y horarios. Un dosier en el que me recreo con delicadeza en los aspectos más morbosos de la infidelidad. Adiós. Le prepararé la factura. No tema, nadie tiene por qué enterarse de nada si usted no quiere. Me consta que ellos son muy discretos.

    Y Sofía se larga. Afuera ha dejado de llover, pero hace un día tan gris, tan denso, que los edificios de enfrente se perciben entelados, como si una sutil cortina de niebla me separara de ellos. Reviso mis archivos. Busco mi frasco de pastillas, no recuerdo si he tomado ya mi dosis. Está en el maletín. Sí. Lo he dicho. Antes lo he dicho: he cogido el frasco y lo he guardado ahí, pero no sé si lo he hecho después de haberme tomado la dosis correspondiente. Porque estoy enfermo, he enfermado. Tengo una enfermedad.

    Es de nuevo la hora de entrar en mi casa vacía de ti, Valeria. ¿Me oyes? Estos días he estado visitando al médico porque me han asaltado una serie de dolores inespecíficos en distintas partes del cuerpo. Me han realizado diversas pruebas que indican, según el doctor, que padezco una enfermedad que debe ser tratada y vigilada de forma crónica. Por eso debo tomarme estas píldoras.

    Pero eso ya lo sabías, ¿verdad, Valeria?

    Es la hora de entrar, de salir de esa casa. ¿De ir adónde? Estoy sentado dentro de mi vehículo. Vigilo la puerta de un hotel donde hace cuarenta y cinco minutos ha entrado Mark Handel, el socio de Jorge Luis Montalvo, con un magnate saudí. Jorge Luis sospecha de su compañero, cree que está llevando a cabo negocios a sus espaldas, y que además está planeando desfalcar su empresa. Yo tengo que desenmascararlo, conseguir pruebas. Soy investigador privado. Estoy dentro de mi coche esperando a que salgan Handel y el magnate saudí. Es noche cerrada y, pese a que he aparcado a cierta distancia del hotel, en una zona menos concurrida, a mi lado circulan constantemente viandantes que van y vienen, conformando un necrosado tejido urbano que me asfixia.

    Dos horas más tarde, el magnate sale del edificio, solo, lleva un maletín que antes no traía. Diez minutos después veo a Mark Handel cruzar la puerta del hotel junto con otra persona que me resulta desconocida. Se suben a un Chevrolet y los sigo, con cautela, hasta las oficinas de la empresa que Handel comparte con Jorge Luis. Allí, con el consentimiento de mi cliente, he colocado micrófonos ocultos. En unos minutos sabré qué trama su socio. Soy detective. Un buen detective que es capaz de resolver cualquier caso menos el que le atañe.

    Es de nuevo la hora de entrar en mi casa vacía.

    Pregunto por ti, Valeria, a los espejos de nuestro hogar: los del dormitorio y los del cuarto de baño, y el que tenemos en el vestíbulo. Allí pregunto por ti, por tu paradero. Y en ocasiones creo escuchar tu voz murmurando algo que no entiendo, o la mía diciéndome que no, que te has ido, que no voy a volver a verte nunca más. Entonces me callo, entonces no sé si lo que hago es rememorar lo que ha ocurrido ya, lo que me ha pasado, o si estoy diciendo lo que sucede ahora, lo que veo, lo que vivo, lo que te cuento en este instante. No lo sé. Voy a la cocina, a la hora de ir a la cocina, para prepararme la cena; cocinar, pese a tu ausencia, algún plato que sé que te gustaba y fingir que lo comparto contigo. Me siento a la mesa, luego en el sofá. Miro por la ventana, siempre me gustó pasarme las horas muertas mirando por cualquier ventana del mundo. Por esa razón, imagino, no me resulta en absoluto pesado apostarme con el coche en un rincón de la ciudad y vigilar durante horas la puerta de un hotel, de unas oficinas, o de un club de tenis: es como si mirara por la ventana…

    No llueve. Miro a través de la ventana del comedor a esta hora de la madrugada y no llueve. Y entre el marco que delimita el cristal, el viento por donde no vuela ningún pájaro y el cielo negro, lo veo. Es en este momento cuando empiezo a verlo. Sin más. Cómo se agrieta. No sé muy bien si en el mismo marco que delimita el cristal, o en el interior del viento o del cielo, contemplo una grieta que se abre, ahí, sí, en el cielo: una grieta en el cielo. Y ya no sé si lo estoy rememorando o lo estoy viendo realmente ahora, aquí, por primera vez.

    2

    Cuando llegué a casa aquel día, ella ya no estaba. Había desaparecido. Del mismo modo que antes, nada más entrar, percibía su olor, el eco de sus gestos parpadeando en las paredes, el de las palabras calientes de su voz reverberando por las repisas, ese día no noté más que su ausencia: la inexorable privación de sus atributos. Como si un ladrón hubiera desvalijado la casa y yo, al entrar, la hubiese encontrado completamente vacía.

    Salí a la calle a buscarla. No, miento, primero la llamé por teléfono y le dejé unos mensajes en…, y luego salí a la calle, a buscarla, a preguntar a mis contactos de los bajos fondos, a rastrear los bares a los que solía ir. Y más tarde visité a la policía, y a sus amigos, y su universidad…, y creo que también llamé a su hermano y a algún miembro más de su familia…, y a… Te busco en los espejos, en cada esquina que tuerzo por la calle, en las ventanas. Registro el desván desordenado de nuestra memoria común y busco palabras, actos, que me ofrezcan una pista a seguir.

    Y pienso en la forma graciosa que tenías de sacar la mano por la ventanilla del coche los días de lluvia. En cómo luego, lánguidamente, sin apenas utilizar gestos para ello, me acariciabas la cara con esa mano mojada…

    Pienso en tu espalda alejándose de mí.

    Ahora estoy en mi oficina. Lo que estoy haciendo ahora es escuchar las cintas que grabé anoche en Aseguradoras Arfa, la conversación entre Mark Handel y su compinche. La prueba irrefutable de su traición a Jorge Luis Montalvo. Enlazo ese diálogo con el resto de la información recopilada y establezco puntos de unión, desentraño el plan para arruinar a su socio y hacerse además con el poder de otra empresa, un plan mezquino. Vivimos rodeados de gente así. Nunca me gustó este mundo. Nunca encajé en la estructura que componen los seres humanos en la Tierra, ni me sentí identificado con ellos. Pero eso es como no decir nada. Nada de nada. Puedo rememorar que lo he pensado siempre, o decirlo ahora: que lo digo, que lo pienso ahora. ¿Dónde estás, Valeria?

    El timbre del teléfono me sorprende de pie, mirando por la ventana de mi despacho a la calle semidesierta, por donde casi nunca pasa nadie. Decidí establecer mi lugar de trabajo en un lugar discreto, alejado del centro de la ciudad. Un lugar de difícil acceso, casi como una guarida en el interior de un edificio antiguo donde viven siete u ocho familias de clase baja, donde nadie pudiera creer que se encuentra el despacho de un detective. Casi como una guarida. Ha sonado el teléfono y me ha sorprendido mirando a nadie por la ventana. Mirando, tal vez, el enésimo rincón del mundo vacío de ti, ese infinito que se expande eternamente desde hace semanas: el de tu ausencia.

    —Diga —digo.

    Nadie contesta, solo el silencio.

    Repito: Diga.

    —¿Es usted el señor Álamo, Kilian Álamo?

    Una voz pausada, delgada como el hilo de humo que desprende la llama de una vela, pregunta por mí.

    —Sí, soy yo.

    Soy yo, le digo a la voz lenta.

    —Kilian Álamo —insiste.

    —Sí.

    Nuevamente el silencio.

    —Me gustaría hablar con usted —dice la voz, al cabo—. ¿Cuándo cree que podría recibirme?

    —¿De qué se trata?

    El silencio.

    —Deseo contratarle, señor Álamo. Los detalles prefiero comentárselos en persona.

    Ahora soy yo el que alimenta el silencio. Unos segundos.

    —Está bien.

    Le digo que puede venir a visitarme esta misma mañana, que estaré en mi despacho hasta la hora de comer. Hasta la una o las dos. Luego el tipo cuelga el teléfono sin darme tiempo a preguntarle su nombre, ni dato alguno que anotar como referencia. Así que me siento a esperar, redactando el informe del caso Handel & Montalvo, dejando que mi mente divague perdida en el recuerdo de tu boca abriéndose para devorarme en las noches húmedas de nuestra pasado…

    El timbre del interfono me sorprende sentado, asomado a la ventana de tu cuerpo, contemplando el insaciable tobogán de tus muslos por el que mis dedos se arrojaban enloquecidos.

    Quién es, pregunto. La voz pausada y delgada me responde con otra pregunta:

    —¿Señor Álamo, Kilian Álamo?

    Le digo que sí y lo invito a subir. Pocos segundos después aparece en la puerta de mi despacho un hombre de baja estatura, de poco más de cuarenta años, con el pelo negro, corto y muy tupido. Tiene un rostro duro pero de facciones amables, los ojos claros, y viste un abrigo largo sobre una camisa y un pantalón oscuros de corte elegante aunque barato.

    —Soy Andrés Fermani —dice—, hemos hablado hace un par de horas. —Yo le digo que pase, que se acomode, y él se sienta con delicadeza en una de las dos sillas que tengo frente a la mesa.

    En mi despacho no hay nada más que esas dos sillas y la mesa, una butaca para mí, un perchero y dos grandes archivadores. Encima de la mesa hay un ordenador portátil, una impresora y docenas de bolígrafos desperdigados en cubiletes diversos.

    —Usted dirá —pronuncio.

    Fermani me mira fijamente a los ojos, se toma su tiempo en escrutarme, como si todavía no estuviera seguro de que yo soy quien digo ser o de si debe depositar su confianza en mí. La verdad es que no sé en qué puede estar pensando ni la razón de su cautela.

    —Me han hablado muy bien de su forma de trabajar —dice con lentitud—. Teníamos muchas dudas sobre la persona a la que debíamos encargarle este asunto, y finalmente nos hemos decidido por usted. Se trata de un tema de vital importancia.

    El rostro de Fermani se va ablandando; sus ojos, sin embargo, se clavan poderosamente en mí, como si su mirada tratara de mantener una conversación con mis ojos paralela a la que mantienen nuestras voces.

    —Nos hemos asegurado de que es usted una persona en quien confiar —prosigue—, alguien íntegro y discreto. Cualquier cosa que usted oiga o descubra en este caso es altamente confidencial, ¿me ha entendido?

    Le digo que lo he comprendido a la perfección, y que en los contratos que firmo con mis clientes siempre añado una cláusula en la que me comprometo a no divulgar, por ningún medio, ninguna información de la que recabe durante el caso.

    —Está bien —me dice, los ojos clavados en mis ojos, como a la espera permanente y sostenida de una respuesta—. Necesitamos su ayuda.

    Fermani me cuenta a bocajarro que pertenece a un grupo científico privado que lleva años elaborando en secreto un proyecto de revolucionarias consecuencias sociales. Dice que hace pocos meses, por fin, desarrollaron el primer ensayo experimental que acabó con éxito. Desde entonces han estado casi a diario ejecutando pruebas en base a ese primer ensayo fructífero, hasta que hace cuatro días entraron en su laboratorio y, pese a las extraordinarias medidas de seguridad, les robaron todo el material del proyecto: ordenadores, instrumentos, memorandos…

    —Un auténtico drama, señor Álamo. ¿Comprende la magnitud del asunto que estoy depositando en sus manos?

    Oigo lo que ha dicho, comprendo la importancia de los hechos que me está confiando. Y así se lo transmito.

    —¿Por qué no ha acudido directamente a la policía? —le pregunto.

    —No tenemos la más mínima idea de quién puede estar detrás del robo, pero no descartamos ninguna opción; y, de entre ellas, que el Gobierno esté implicado no es desde luego la más inverosímil.

    Tuerzo el gesto, le digo que no me gustaría verme involucrado en un caso que implicase directamente a los Servicios Secretos del Gobierno. Entonces Fermani me muestra su sonrisa por primera vez. Y al hacerlo siento como si se le iluminara la cara; no, exactamente como si otro rostro se hubiera adelantado desde detrás de su rostro y lo hubiera suplantado. Andrés Fermani sonriendo, los ojos claros iluminados.

    —Sabemos —asegura— que no ha tenido nunca demasiados escrúpulos a la hora de aceptar casos que entraban, digamos, en conflicto con el Gobierno. ¿Recuerda el caso de la plaga verde o el del señor Schulz? Nuestra elección no ha sido azarosa, señor Álamo.

    Andrés Fermani sonriendo, los ojos claros iluminados. La voz pausada y delgada que adquiere color, envergadura, al tiempo que se cuela significativa por la porosa piel de mi consciencia. Me han investigado, está claro, y saben que odio tanto a este Gobierno como, seguramente por lo que cuenta, lo hacen ellos mismos; así que también conocerán, seguro, mi particular relación con los cuerpos de seguridad del Estado.

    —Aun así —continúa Fermani—, tengo la impresión de que, cuando conozca la cifra que estamos dispuestos a pagarle por sus servicios, olvidará los posibles escrúpulos que puedan quedarle al respecto.

    Quizás, en el momento más oportuno, se me pone por delante uno de esos casos que nunca he sabido rechazar: peligroso, excitante y bien remunerado.

    —Necesito disponer de cualquier información relativa al proyecto científico y conocer a cada una de las personas que forman parte de él.

    —¿Eso es un sí, señor Álamo?

    ¿Era eso un sí, Valeria? Aceptar un caso que ocupe por completo mi tiempo. Que rescate mi cuerpo del pozo en el que se hundió desde que has desaparecido. Y que me permita investigar a fondo en un campo abierto e ilimitado de posibilidades, en ese extenso campo de todas las posibilidades del mundo donde se halla tu ausencia, tu secuestro…

    —De momento, señor Álamo, podré satisfacer cualquiera de sus requerimientos menos aquellos directamente relacionados con los detalles del proyecto científico. Con lo que le he contado hasta el momento tiene suficiente.

    Es la voz de Andrés Fermani, que me habla al volante del coche en el que me está conduciendo a su laboratorio. Yo le digo que sí, se lo digo mudo, con un gesto de mi cabeza, que anda inclinada hacia la ventanilla. No sé si lo he dicho ya, pero podría pasarme la vida con la vista fijada en una ventana. Observo el tejido urbano, ese tejido deshilachado que componen las personas, los establecimientos, la contaminación, el salvaje eco de lo perdido para siempre, de lo vagamente recordado y hacinado en las cloacas subterráneas de la memoria de la ciudad. La rémora de los actos siempre iguales de los hombres yendo a trabajar, volviendo, paseando a sus perros, tomando las mismas cervezas con las mismas conversaciones en los mismos bares, con las mismas carcajadas. Y yo mirando por la ventana, recientemente enfermo, alejándome sin remedio del último día que te vi.

    —Es aquí —dice Fermani poco antes de internarse en el garaje de un edificio de dos plantas.

    Tras aparcar el coche y subir al segundo piso, cruzamos una amplia puerta que da paso a lo que, en su momento, debió de ser un gran laboratorio.

    —Estamos restaurándolo poco a poco. Volveremos a comprar material de trabajo, ordenadores…, pero lo verdaderamente importante es irremplazable.

    En el laboratorio hay otras tres personas. Un hombre mayor y una chica y un chico más jóvenes, de no más de treinta años.

    —Este es mi equipo.

    Andrés Fermani me presenta. Soy Kilian Álamo, el detective que los va a ayudar a localizar el valiosísimo material en el que han estado trabajando durante tanto tiempo. Y ellos son quienes son, con sus nombres de pila y sus apellidos, y con sus cargos específicos en el grupo. Están encantados de conocerme y así me lo hacen saber, me dan la mano, se ponen a mi disposición. Me entregan fotos de unos aparatos cuya función me resulta inexplicable. Les formulo las preguntas de rigor: cómo se enteraron de lo ocurrido, dónde estaban, si conocen a alguien que estuviera al tanto de sus investigaciones, quiénes son sus allegados más próximos, con quién viven, mujer, esposo, hijos, hermanos… ¿Percibieron algo extraño en el laboratorio, sea lo que sea, los días antes del robo? ¿Alguna variación, por muy fútil que parezca, en su rutina durante esos días que pudieran reseñar? ¿Existe algún grupo científico, como el suyo, con el que hayan competido ahora o en el pasado en aras de algún logro?

    —Todo, lo necesito saber todo, ¿me entienden?

    He alzado demasiado la voz, lo sé. Me he puesto a anotar en mi cuaderno sin parar durante una hora la información detallada de la vida de cuatro personas, concentrado en posibles fisuras en sus declaraciones por las que acceder a los submundos de las tramas donde se originan los hechos que luego emergen a la superficie…, y me he entusiasmado con esas telas de araña de difícil encaje. Y he alzado la voz. He dicho: Todo, lo necesito saber todo, ¿me entienden? Y este último «¿me entienden?», especialmente, es el que ha surgido de mi garganta en un elevado tono de voz, casi como un grito.

    —Mantengan sus móviles encendidos a cualquier hora. Es posible que reclame su atención a menudo en los próximos días.

    Les digo esto y les aseguro que los mantendré informados. Fermani me mira fijamente, como lo hizo en el primer minuto de la entrevista en mi despacho. Y luego sonríe, por segunda vez desde que lo conozco, igual que antes. Un segundo rostro se dibuja entonces en su cara. Luminoso. Y mientras me marcho dice que sí con la cabeza, afirmando, con una seguridad que me desarma.

    Mil imágenes revolotean por mi cabeza, como siempre que inicio un caso de estas características. Cuando salgo a la calle recuerdo que he venido en el coche de Fermani, así que me pongo a caminar, sin prisa, en dirección a mi barrio, o al barrio donde está ubicado mi despacho, carece de importancia, camino y rememoro las palabras de los científicos, sus tonos distintos de voz a la hora de relatarme los detalles del incidente, sus quehaceres diarios. Toni, el chico joven, parecía más nervioso que los demás, menos convencido de lo que estaba diciéndome. Se hace de noche, en pleno invierno a estas horas tempranas de la tarde ya se hace de noche. Oscurece. Un importante proyecto científico, de vitales consecuencias, que ha podido caer en manos peligrosas. Eso han dicho. Eso me han dicho, Valeria. Incluso el Gobierno puede estar detrás del robo y emplear el poder de este descubrimiento científico para… ¿para qué? Para amedrentar a la población, controlarla, con el objetivo de, con la habitual insensatez de las altas esferas de los Gobiernos poderosos del mundo, provocar disturbios, propagar epidemias. Divago, especulo sin datos para entretener a mi cerebro antes de ir adonde tengo que ir. Para investigar un caso como este sé adónde debo dirigirme. Conozco las personas que están al tanto de cuanto ocurre de ilícito en la ciudad, en el país. Un robo de esta magnitud no ha podido pasar desapercibido; se necesita una infraestructura demasiado compleja para ello. Así que voy hacia uno de esos lugares, sin prisa. Desde que tú no estás, el tiempo ha perdido su sentido. No lo calibro. No tengo prisa para nada. Ni siquiera para llevar a cabo una investigación. Me da igual el tiempo y camino despacio en dirección a ese lugar que se me presenta delante de los ojos al cabo de no sé cuántos metros o kilómetros de caminata: el Locus Amoenus.

    Cuando entro en este club, sea la hora que sea, siempre tengo la sensación de internarme en las catacumbas de la madrugada. Como si la noche que existe debajo de todas las noches abriera sus oscuras fauces de brillantes reflejos plateados y me engullera al fondo de su estómago. Neón y focos violáceos, mesas esparcidas alrededor de un escenario en forma de estrella de cinco puntas donde hombres y mujeres semidesnudos contonean sus cuerpos con desgana. En cada rincón del local, una puerta da acceso a salas privadas en cuyo interior solo atisbo a comprender la mitad de las cosas que suceden. Y siempre hay gente: un bar siempre concurrido, pero nunca sofocante. ¿Cómo se las apañarán los dueños para mantener este equilibrio?

    Me paseo por la extensa platea, disimuladamente registro los rostros de cada uno de los clientes del local y me siento frente a la barra, iluminada por una correa de led azul marino.

    —¿Qué tal, cómo va, Kilian? —Es el barman, un hombre enorme de más de ciento cincuenta kilos con cara de niño al que conozco desde hace años—. ¿Te pongo una copa, lo de siempre?

    Le digo que no puedo beber. No puedo beber, le digo, me han diagnosticado una enfermedad crónica que me impide cometer excesos.

    —Vamos, Kilian, ya será menos, ¿no? Yo te veo como siempre.

    Una mujer en ropa interior lame repetidamente el torso musculado y desnudo de uno de los bailarines, con movimientos pausados, como si actuara a cámara lenta; a su alrededor, dos chicas y un chico se mueven también con lentitud, al ritmo de la melodía de la banda sonora de una película erótica de los años setenta. En el Locus Amoenus todo parece ocurrir de manera ralentizada.

    —Vamos, Kilian, ya será menos, ¿no? Yo te veo como siempre. ¿Te pongo esa copa entonces?

    —Está bien, pero no me la cargues mucho.

    Le digo que sí, que está bien, que me ponga esa copa, pero que no me la cargue demasiado. Max, el barman, con la habilidad que Dios le ha dado a esas manos pequeñas como mariposas, me prepara la copa agitando las botellas y la coctelera como si estuviera llevando a cabo una obra de arte: el pintor que mezcla sus pinturas en la paleta, el escultor que cincela la piedra sobre el pedestal.

    —¿Está hoy por aquí el Mudo? —le pregunto.

    —En la Habitación R —dice Max—, jugando al póker.

    Jugando al póker. Max le da el toque final a su obra de arte y me la coloca en la barra. No debería beber, lo sé, Valeria, no es bueno para la evolución de la enfermedad que me afecta. Tú lo sabes, y sabías además cuidarme como nadie antes lo hizo. Pero se trata solo de una copa; además, está muy poco cargada. Se lo he advertido a Max, le he dicho que sí, que me ponga esa copa, pero que no me la cargue mucho, puedo recordarlo, todo el mundo lo ha podido escuchar.

    Le doy un sorbo a mi cóctel, y siento cómo el líquido frío y reconstituyente me recorre el esófago. El chico cuyo torso escultural es lamido me mira con fijeza, con unos ojos vacíos en los que se lee el silencio de las horas trascurridas para nada. La lengua seca que lame se entretiene en un ombligo muerto. He estado aquí cientos de veces. La excitación que sentía al principio por las actuaciones en vivo ha mutado con el paso de los años a desidia. Una de las otras dos chicas se deshace de su sujetador y muestra, como si le enseñara al revisor de un tren su billete sin mirarlo, dos tetas bien formadas, iguales a otros cientos de miles de pares de tetas. En ese mismo momento, a un viejo se le ha caído una moneda al suelo. Se agacha con dificultad y la recoge, manchada de grasa y cerveza.

    Personas se desplazan de un lugar a otro. De los asientos al interior de las habitaciones y viceversa, de dentro del local a la salida. Bebo un sorbo de mi copa. La madrugada se hunde en el abismo de la noche sin fondo. Puedo ver las larvas del estómago descompuesto del cadáver de la luna reptando por el suelo. Del cadáver de la luna. Las larvas de su estómago descompuesto perforándola y asomándose a la luz oscura del fondo insondable de la noche. Blanquecinas y sebosas me miran con sus ojos transparentes y ciegos. Y me hablan. Dicen: Siento mucho lo de tu mujer. Dicen: Me he enterado de lo de tu mujer, lo siento mucho.

    Alzo la mirada.

    —Lo lamento de veras. ¿Tienes alguna pista de lo que ha podido ocurrirle?

    Vanesa está de pie frente a mí, hablándome.

    No, le digo, todavía no tengo ni idea de qué ha podido pasarle. La han secuestrado, digo como si me interrumpiera a mí mismo, es probable que haya sido víctima de un secuestro. Hay una banda de secuestradores operando en nuestra ciudad desde hace meses, actúan sin una motivación concreta, no los mueve simplemente el dinero, así que es muy difícil dar con ellos o saber cómo actuar frente a sus delitos.

    Vanesa finge un escalofrío y dice: Habrá que andarse con cuidado entonces.

    —Claro.

    —Si puedo hacer cualquier cosa por ti…

    Le digo que lo tendré en cuenta, que se lo agradezco. Vanesa tiene veintitantos años, es alta y delgada, y siempre lleva un elegante vestido, negro o azul, de diferente diseño. Vanesa frecuenta este y otros bares parecidos y lleva a cabo negocios de poca monta que le permiten ganarse bien la vida y no entrar en conflicto con los principales gánsteres de la ciudad. Maneja una red amplia de colaboradores, entre los que se cuentan camellos adolescentes, escorts y strippers; el chico que está siendo lamido trabaja para ella. También gestiona un pequeño y clandestino Club Ambulante de Moldeadores. Lo anoto. Lo rememoro. ¿En qué momento entró en escena esta mujer?

    —Estás muy guapo —dice.

    Yo le respondo que eso no es posible. Le pido por favor que me mantenga al corriente si le llega cualquier noticia que pueda estar relacionada con la banda de secuestradores o con la desaparición de Valeria.

    —Tenlo por seguro.

    Y le pregunto también si tiene constancia de algún robo a gran escala en la ciudad. Le muestro la dirección del laboratorio de Fermani y la miro a los ojos de la manera en que suelo hacerlo cuando quiero saber si alguien me está mintiendo.

    —Ni idea, ya sabes que no me dedico a ese tipo de cosas ni quiero inmiscuirme en asuntos de otros.

    Vanesa me dice la verdad. Acaba su frase forzando una pequeña curvatura en la comisura de sus labios. Luego mira en dirección al chico que sigue siendo lamido y que mueve las caderas sin ritmo, como si esquivara sin fortuna un rebaño de bisontes.

    —Qué guapo es, ¿verdad?

    Por toda respuesta bebo un sorbo largo de mi copa.

    —No sabes lo excitante que es acariciar ese abdomen duro y musculado —dice—, tocarlo cuando quiera, de la manera que quiera… Es tan sumiso.

    Al acabar de decir la última frase se gira y me mira, aproximándose más a mí. Yo mantengo los ojos tendidos en el infinito de tu ausencia, amor.

    —Se llama Juan —prosigue—. ¿Te gustaría verle la polla a Juan, Kilian? La tiene muy grande, aunque no de un tamaño desproporcionado; no te creas, no me gustan las pollas enormes, grandes sí, con suficiente grosor, y perfectamente circuncidadas, como la suya. Es preciosa, en serio, ¿no te gustaría verla? Puedo decirle que venga a la Habitación V, ya sabes que la tienen reservada para mí, y obligarle a que se quite los calzoncillos. —Se ríe—. Míralo, es tan sumiso. Se quedaría quieto con su preciosa cara de pánfilo, mirando al vacío sin decir nada, y podríamos hacerle lo que nos diera la gana. Si quieres puedo arrodillarme delante de él y chupársela mientras te miro a ti a los ojos. ¿Qué te parece? Te la puedes sacar y meneártela mientras miras cómo se la chupo y yo te miro fijamente a ti, como si Juan fuera solo un objeto que utilizáramos para ponernos cachondos. Y al final, cuando él vaya a correrse, puedes venir tú también y correros los dos en mi cara. ¿No te parece buena idea?

    Las larvas del cadáver de la luna se escabullen por las grietas del suelo. Juan acaricia la cabeza de la chica que lo lame, como si estuviera aplastando moscas en la mesa de una terraza de verano a cuarenta grados a la sombra. No, le digo a Vanesa, gracias por tu ofrecimiento, pero tengo cosas que hacer.

    Me despido de ella y me adentro en el bar en dirección a la Habitación R; de fondo escucho el eco de la risa de la joven y siento el olor de su sexo excitado como la empalagosa fragancia de un perfume barato sudando en los sobacos de una niña. La oscuridad tiñe de violeta la noche profunda. Miradas se escapan de sus dueños y vigilan mis actos. Las siento. Llamo a la puerta.

    Enseguida abre un tipo de casi dos metros de altura con aspecto de matón de discoteca. Pregunto por el Mudo. Sin emitir un solo sonido da un paso hacia atrás y ejecuta un tosco movimiento con la cabeza con el que adivino que está dirigiéndose a la persona que busco.

    —Dile que soy Kilian, Kilian Álamo, que me gustaría charlar con él.

    Escucho el murmureo de unas palabras que no entiendo, y segundos después el matón se hace a un lado, sin emitir sonido alguno, y me franquea la entrada. El habitáculo lo ocupa únicamente una amplia mesa redonda con un tapete verde en donde cuatro personas juegan al póker; uno de ellos es el Mudo, a dos de los otros tres los conozco de vista.

    —Hace tiempo que no te veía, Álamo.

    Le digo que sí, que es posible.

    En mi ronda de investigación tras la pista de Valeria evité entrevistarme con él. Su desaparición no es el tipo de caso del que pueda estar informado. Lo anoto de nuevo por si a lo largo de estas semanas no lo hubiera registrado de manera explícita.

    —¿Acaso quedaste escaldado de nuestra última partida? —El Mudo carcajea, los otros jugadores le secundan la risa sin demasiadas ganas.

    —No, no es eso.

    Le aseguro que ni mi visita de hoy ni el tiempo transcurrido desde la última ocasión en que fui a verlo tienen nada que ver con el póker, y que me gustaría mantener una charla privada con él si es posible.

    —Asuntos de negocios —le digo.

    —Me pillas en medio de una interesante partida de póker, amigo. ¿Por qué no te unes y luego, cuando acabemos, me hablas de lo que quieras?

    El Mudo me señala un rincón detrás de mí que me había pasado por alto en primera instancia. Una mesita en la que una chica jovencísima atiende un maletín lleno de fichas y una caja registradora.

    —Acabamos esta ronda y te sumas, Álamo. Siempre es un placer jugar contigo. —Echa una mirada a sus compañeros de juego y les dice que soy un loco del póker, un artista, que juego de la misma manera que Salvador Dalí pintaba sus cuadros—. Es un puto loco del póker. Las manos más inverosímiles que he jugado en mi vida han sido con él en la mesa. —Y ríe.

    Hace mucho tiempo que no juego, Valeria. Solo será una partida, de verdad, para que el Mudo quede contento y pueda luego interrogarlo. Prometo no apostarme el alma.

    El Mudo pregunta si nos parece bien que juguemos en modo de torneo.

    —Trecientos euros cada uno. Mil cien para el ganador, cuatrocientos para el segundo, ¿estamos?

    A nadie parece disgustarle su propuesta. Yo le pago a la jovencísima cajera con parte del dinero que Fermani me ha adelantado, recibo mis fichas por valor de mil quinientos puntos y me siento a la mesa. El Mudo sonríe. Tienes buen aspecto, me dice, ¿quieres una copa?

    —No debo.

    El Mudo ríe de nuevo. Se levanta y coge una botella de detrás de la mesita del rincón. Con ella en la mano toma un vaso largo, le echa unos hielos y me la sirve.

    Solo le daré un trago, pienso. No debo excederme con el alcohol.

    Sin dilación la timba comienza: el jugador de mi derecha es el dealer, yo la ciega pequeña, y el siguiente la ciega grande. Coloco fichas por valor de 25 puntos, me reparten cartas: un tres de tréboles y un nueve de picas, con esto no voy a ninguna parte…

    La habitación se caldea, soy una diminuta silueta difuminada bajo un cielo apócrifo que nos engulle. Hace calor. Pasan los minutos y me mantengo equilibrado en la partida sin necesidad de haber arriesgado con ninguna apuesta. El jugador de mi izquierda, un calvo con gafas, nos lleva ventaja a los demás, y el que tengo enfrente, un larguirucho con aspecto de monaguillo, está a punto de perderlo todo, así que hace all in antes de repartirse el siguiente flop (las tres cartas descubiertas con las que se inicia la segunda ronda de apuestas). Mi mano es de jota y reina de diamantes, su all in tan solo sube el bote a 300 fichas y yo tengo más de 2000; puedo permitirme igualarle, es una apuesta segura. El monaguillo muestra sus cartas, as de picas y tres de tréboles. Lleva una mínima ventaja, pero siento que voy a ganarle. Descubro las mías. El Mudo, satisfecho, se acomoda en la silla. Excelente, dice, vamos a ver qué ocurre. Y me lanza una mirada viciada. El dealer muestra las tres cartas del flop: un dos de diamantes, un tres de picas y… un as de diamantes.

    —La cosa se pone emocionante —dice el Mudo.

    Estoy a un solo diamante de ligar color, pero si sale otro as u otro tres, estoy perdido.

    El dealer descubre un ocho de tréboles. Necesito un diamante. Miro al opaco cielo apócrifo del techo. Estoy jugando al póker. Tu voz se escapa por las rendijas insalvables de mi memoria.

    —¡Ahí está! —grita el Mudo, encantado con el desarrollo de la partida—. Un rey de diamantes. ¡Color! ¡Y se ha quedado a una sola carta de la escalera real! Menudo campeón.

    Menudo campeón… El larguirucho abandona la mesa después de estrecharnos educadamente la mano al resto de los jugadores. La partida continúa. Hace calor. La risa de Vanesa se entremezcla en el ambiente como el vaho encharcado de una sauna. Su voz en mi oído: «¿Kilian, quieres verle la polla a Juan?». Juan agitando torpemente las caderas con sus ojos transparentes y ciegos abiertos para nada.

    La partida transcurre con un par de errores de mi parte y una alambicada buena mano que me permite recuperarme y provoca los aspavientos del Mudo: Os lo dije, exclama, ¡qué manera de hilvanar las apuestas y las cartas! El calvo con gafas tiene 3275 fichas, el Mudo 2200, yo 1925 y el otro, un joven con aspecto enfermizo, sale de la mesa tras jugarse sus últimos 100 en un all in desesperado en que todos participan y acabo llevándome yo. El calvo, 3175; el Mudo, 2100; y yo, 2225. La partida se alarga. Mis pensamientos se empantanan en este lodazal de noche en el que me he sumergido. Necesito salir y respirar. Volver a respirarte, Valeria. Si al menos quedara algún reducto inviolado en el mundo donde poder aún respirarte…

    Pierdo la cuenta de las fichas. Quiero salir de aquí, hablar con el Mudo y preguntarle por fin lo que tenga que preguntarle, porque a qué he venido aquí.

    —¿Estás seguro? —me dice el Mudo.

    Acabo de doblar las ciegas sin mirar mis cartas. Unas ciegas de 250-125. Le digo que sí, y él las ve en cuanto le echa un vistazo a su mano.

    —Es el puto Dalí del póker —dice entre risas y cabeceando.

    El calvo secunda la apuesta. Hay 1500 fichas en juego. Tamborileo con los dedos encima de mis cartas esperando tener suerte, con el corazón en vilo, y me pregunto entonces a qué vienen esos nervios por trescientos euros de nada. De repente me asalta un presentimiento. A mí. Lo he apostado todo en esta partida. Eso pienso. Una voz me dice que encontrarte depende de mi victoria en este torneo. Sudo. Hace muchísimo calor. Has apostado tu alma, a Valeria, tu vida. Una voz dentro de mi cerebro.

    Cuando voy a levantar las cartas para mirarlas, un impulso demente me dice que no, que no las gire, que aguante un poco más, y no las miro. El Mudo no pierde ojo de lo que hago. El calvo se encoge de hombros y lanza el flop: as de corazones, tres de tréboles, tres de picas.

    Sin mirar las cartas y tal como si diera pinceladas azarosas en un lienzo virgen, vuelvo a subir la apuesta arrojando las fichas a la mesa. Solo me quedan 800. El Mudo carcajea: El surrealista del póker, grita remedando al genio de Cadaqués en su pronunciación. Él va. El calvo también. Muestran un siete de picas. Yo paso. El Mudo pasa. El calvo pasa. Última carta: un siete de corazones. El Mudo se sonríe ante la complejidad ambivalente de las cartas que hay en mesa: as de corazones, tres de tréboles, tres de picas, siete de picas y siete de corazones. Entonces miro mi mano: un nueve de diamantes… y un siete de tréboles. Sonrío sin variar un ápice mi gesto. Tengo full. Solo me podría ganar quien tuviera un as y un tres o un siete, o dos ases (harto improbable). Hago all in, a lo que el Mudo responde con un exabrupto, encantado con mi forma de jugar. Ambos aceptan el desafío. Enseño mi jugada, sin demostrar ningún tipo de emoción. El calvo tiene un as y un rey, pierde. El Mudo se ríe, enseña las suyas: un as… y un siete. Full de sietes y ases. La mano es suya y se abalanza hacia las fichas como un ostentoso Midas hedonista, babeando su victoria.

    Te he perdido en la mesa de juego, cariño. De pronto descubro que la partida ha terminado con esta mano. El Mudo ha ganado, el calvo ha quedado segundo. Y yo he perdido el alma, mi vida, tu amor…

    —Lo dicho, un placer siempre jugar contigo.

    Retiro unas gotas de sudor de mi frente mientras el calvo, la adolescente y el matón abandonan la sala. He venido aquí a hablar de temas importantes, no a jugar al póker, le digo.

    —No te pongas así, te he visto ganar decenas de miles de euros en una sola noche…

    El Dalí del póker. Me veo lanzando fichas al aire y ensartándolas con pinceles mojados de apuestas locas, alentado por el susurro de tu voz en mi oído. ¿Qué he venido a hacer aquí?

    —Me gustaría hacerte unas preguntas.

    —Por supuesto, pero antes llenemos esas copas vacías.

    El Mudo, con gestos despreocupados, llena los dos vasos hasta el filo y me ofrece uno de ellos. Le echo un trago y le pido que no me ponga más.

    —Me han prohibido el alcohol —afirmo. Y el Mudo ríe como si hubiera soltado una ocurrencia.

    —Cuéntame, Álamo —me dice, una vez ambos nos hemos acomodado en las sillas—, ¿cómo van esas investigaciones? ¿Algún caso gordo?

    El Mudo se gana la vida gracias a los numerosos contactos que granjea, los chivatazos que da aquí y allá y esa habilidad intrínseca que posee para llevarse bien con todo el mundo, a pesar de esos chivatazos que, Dios sabe por qué, nunca acaban con su cabeza metida en una bolsa de plástico. Además se dedica a la compraventa de armas a pequeña escala, lo que le coloca en un escalafón privilegiado de la pirámide del crimen urbano.

    —Es posible —digo.

    El confidente me mira a los ojos, invitándome a continuar.

    —Ha habido un robo. Uno de los grandes. Han saqueado un laboratorio en la calle General Maroto y se han llevado material de incalculable valor científico. Las medidas de seguridad del laboratorio, además, eran extremas. Algo así no se improvisa, ni tampoco se perpetra en cinco minutos… —Hago una pausa, escruto sus gestos—. ¿Has oído algo por ahí que pueda tener alguna relación?

    El Mudo se frota la mandíbula después de echarle un trago largo a su bebida.

    —Esa calle no es muy concurrida, ¿no?

    —El edificio entero es propiedad de los dueños del laboratorio, pero a su alrededor hay algunos inmuebles desperdigados donde sí que vive gente.

    —Entiendo… —El Mudo reflexiona, parece darle vueltas a una idea en la cabeza—. Esto huele a disputa científica. El típico robo de una de esas patentes médicas con las que los miserables de las farmacéuticas se enriquecen, los mismos que crean enfermedades para más tarde poner a la venta la vacuna con que curarlas y hacerse millonarios.

    El arrebato moralista del Mudo, una persona que vende armas a criminales que luego las utilizan para matar a gente inocente, me deja estupefacto. Estoy a punto de carcajearme en su cara.

    —No tienen escrúpulos… —le digo.

    —Desde luego que no. —Le echa otro trago a la bebida, casi se le ha acabado—. Conozco a unas personas que creo que podrían saber algo al respecto —confiesa—. Personas vinculadas a departamentos científicos de la universidad y del Gobierno que suelen manejar información privilegiada. Ya sabes que hoy en día la información es poder, y el poder es dinero. Y esta gente… tiene mucho dinero. —El Mudo se sonríe, encantado con sus juegos de palabras—. Esto no te saldrá barato, Álamo… Déjame unos días para darme un garbeo por esos círculos y te cuento, ¿de acuerdo?

    Le digo que sí, que estoy de acuerdo, pero que no se extralimite con sus «honorarios» dada la «especial» relación que nos une. Con este término pongo sobre la mesa algún antiguo favor que él todavía cree que me debe. Así funcionan las cosas en los bajos fondos. De esta manera se conducen las cosas aquí, y así he aprendido a hacerlo.

    Pensando en eso abandono la Habitación R del Locus Amoenus. Me interno en el local, que sigue emponzoñado de noche y de tétrica música erótica de viejas películas en las que vulvas abundantemente peludas son expuestas para el regocijo de feos hombres con bigote. En el escenario, Juan se acaricia los abdominales al ritmo de sus caderas descoyuntadas frente a una gata en celo que lo circunda caminando a cuatro patas.

    Piso larvas embarazadas de jugo de luna muerta. Tengo calor. Me despido con un gesto de Max, el barman, y encaro el camino de salida. Vanesa me mira de reojo desde todas las esquinas del local, señalándome con la mirada a Juan y haciendo un gesto obsceno con la mano, cerca de su boca, emulando una felación. Me voy, salgo de este lugar. En la calle me acoge la noche, la otra noche. ¿Cuántas noches hay en la noche? Y me acoge tu permanente ausencia, Valeria, tu desaparición. Cada rincón del mundo está marcado con ella, con la desaparición de tu cuerpo. Tengo frío. Dentro del bar hacía un calor insoportable, y aquí afuera tengo frío.

    Camino en dirección a mi casa, a nuestra casa, Valeria. Y mil imágenes me golpean el cerebro: un siete de corazones rompiendo mi mano de cartas, la sonrisa indecente del Mudo desarmando mi cordura, la voz pausada de Fermani filtrándose en los poros de mi consciencia, explicándome la importancia crucial del caso que pone en mis manos, el torso lamido de Juan, Vanesa recreándose para mí en mis oídos, las fotografías de los aparatos científicos del laboratorio: cables y pequeñas ventosas, hilos y cascos con orificios, láminas de colores plateados… El tejido urbano me acoge. Nunca supe comprenderlo. Una pareja camina hacia mí abrazada, protegiéndose del frío y haciéndose arrumacos. Él deja perdida una mirada en mis ojos cuando pasa junto a mí, una mirada de advertencia, interpreto. Unos metros más allá, un mendigo en el suelo distorsiona la placidez de ese tejido confirmándolo. Y una anciana que cruza apresurada la carretera, y docenas de establecimientos nocturnos que abren sus bocas de luz invitando a los náufragos de la ciudad a refugiarse en sus fauces de consumismo alienante. Y yo perdido de ti, caminando en dirección a una casa que se extiende en el centro de mi pecho como una grotesca mancha de ausencia. Secuestrada. Le he dicho a Vanesa que has sido secuestrada, Valeria. Que seguramente sea eso lo que haya ocurrido. Hay una banda de secuestradores que opera…

    Camino en la dirección lenta que me lleva a casa. El cielo anda nublado, cojo, alrededor de una luna pálida que he visto muerta en las entrañas abisales del Locus Amoenus. Camino mirando fijamente al cielo, a la luna triste que se me antoja como la mortaja de sí misma. Las nubes. Entre las nubes oscuras veo algo que se abre. No es la primera vez que sucede. Sé que he descrito con anterioridad algo de una naturaleza similar. Entre nube negra y nube negra, allá en el cielo, a unos metros de la luna, veo cómo se abre una grieta; sí, es una grieta lo que está haciendo crujir el inamovible e impasible cielo nocturno. Una grieta se abre en el cielo y se queda ahí, quieta, visible y absurda, entre nube y nube negra.

    Miro a mi alrededor, pero quién de las personas que habitan hoy en día el mundo se entretiene en mirar el cielo mientras camina. Nadie lo hace, caminan y hablan con sus acompañantes, con las pantallas de sus teléfonos móviles, con sus amores perdidos en el interior de sus cabezas huecas…, pero nadie inclina ni por un solo instante milagroso la cabeza hacia el cielo para comprobar cómo una grieta se abre en su seno, a la vista de todos.

    De mí, una grieta en el cielo que poco a poco abandona mi pensamiento al tiempo que llego a casa… y te busco. Y te busco, Valeria. Pero no estás. Me abrigo en el calor de esta casa que siento huérfana desde que te arrancaron de ella. Ya no me atrevo a mirar tus cosas por temor a que desaparezcan también y no me quede nada de ti; que tu ropa, tus discos, tus libros se esfumen como lo han hecho tu rostro, tu olor, tu voz… Valeria. Valeria, ¿me oyes? Oigo decirlo desde el espejo en el que me reflejo. Desde donde puedo verte leyendo los libros que compartíamos, que tanto nos gustaban, aquellos que ocuparon nuestras primeras conversaciones. Te veo seduciéndome desde tu cátedra de conocimiento salvaje, profesora de Teoría Literaria que enardecías mi sed por los aspectos más peligrosos de la ficción narratoria. Esos libros que nos recitábamos al oído a la hora de dormir, a la hora de follar, de hundirnos en una bañera de espuma y semen y caricias aprendizas de pases de magia. Veo tu rostro en el espejo, lucho por no olvidarlo. Tu voz recitándome poemas de René Char, de Oliverio Girondo, de aquella poeta muerta de la que siempre te gustaba decir que escribió sus mejores poemas muerta, después de muerta, después de viva. Luego nos reíamos como locos ante semejantes afirmaciones. El detective poeta…, así me llamabas, Valeria, ¿lo recuerdas? Yo, que no he escrito un verso en mi vida.

    Esos libros en cuya espuma de palabras construimos nuestro lecho, y que ahora tengo miedo de que hayan desaparecido si les dirijo una mirada, como tú. Suena el teléfono. Observo en el fondo del espejo la ausencia de mi casa detrás. Suena el teléfono. Quién es. Digo: Diga, quién es. A estas altas horas de la noche, pienso. No contesta nadie. Repito: ¿Quién anda ahí? Y una voz lejana me responde que siga así, que lo estoy haciendo muy bien. Y cuelga. Una voz lejana:

    —Sigue así. Lo estás haciendo…

    O tal vez:

    —Ve allí. Lo estás haciendo al revés.

    ¿Qué ha dicho la voz que ya se pierde en mi memoria? Una voz similar a la de Vanesa. Se parecía mucho, pero tenía el tono pausado y delgado de Andrés Fermani.

    Miro de nuevo al espejo, detrás se refleja el cristal de la ventana, solo, y a lo lejos el cielo, una grieta en el cielo.

    3

    No olvido tomar mi medicación, estas píldoras que me ayudan a combatir el mal que se cierne sobre mí, que se cerniría si no las tomara, si dejara los hábitos saludables que me ha recomendado el doctor.

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