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Noche etcétera
Noche etcétera
Noche etcétera
Libro electrónico346 páginas5 horas

Noche etcétera

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Información de este libro electrónico

Cuando Mirko Luna recibió aquella carta firmada por la Noche, la recibió un número infinito de veces —tantas como sus innúmeras vidas— provocando un cisma de insospechadas consecuencias.
En un multiverso en que tan solo un puñado de individuos poseen memoria de sus vidas alternativas, Noche etcétera se centra en una de estas personas «escindidas», Mirko Luna, y en Mía Tiersen, una mujer que cree, exactamente al contrario de lo que ocurre con los demás, no haber nacido nunca, no haber acaecido todavía…
Alberto Trinidad polariza hasta el extremo su discurso narrativo acerca de la multiplicidad identitaria en esta nueva novela, disolviendo con ello las fronteras que el ser humano ha construido a su alrededor para definirse a sí mismo y al mundo que cree habitar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2023
ISBN9788419246776
Noche etcétera

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    Noche etcétera - Alberto Trinidad

    Cuando Mirko Luna recibió aquella carta firmada por la Noche, la recibió un número infinito de veces —tantas como sus innúmeras vidas— provocando un cisma de insospechadas consecuencias.

    En un multiverso en que tan solo un puñado de individuos poseen memoria de sus vidas alternativas, Noche etcétera se centra en una de estas personas «escindidas», Mirko Luna, y en Mía Tiersen, una mujer que cree, exactamente al contrario de lo que ocurre con los demás, no haber nacido nunca, no haber acaecido todavía…

    Alberto Trinidad polariza hasta el extremo su discurso narrativo acerca de la multiplicidad identitaria en esta nueva novela, disolviendo con ello las fronteras que el ser humano ha construido a su alrededor para definirse a sí mismo y al mundo que cree habitar.

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    Noche etcétera

    Alberto Trinidad

    www.edicionesoblicuas.com

    © Los territorios recobrados (2016-2019)

    (Una trilogía de cuatro novelas autónomas, que se remiten entre sí, compuesta por Territorios inhabitables, Territorios sonámbulos, Asterisco de mar y alga sobre las rocas y Noche etcétera)

    Si deseas más información, escribe a: info@edicionesoblicuas.com

    Si deseas contactar con el autor, puedes escribirle a: alberto.trinidad@edicionesoblicuas.com

    Noche etcétera

    © 2023, Alberto Trinidad

    © 2023, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-19246-77-6

    ISBN edición papel: 978-84-19246-76-9

    Edición: 2023

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Contenido

    Noche etcétera

    Alberto Trinidad

    El autor

    Cuando Mirko Luna abrió aquella carta, el minutero del reloj de pared de su salón rozaba con su lento tránsito el dígito número nueve. En el cielo, una pequeña nube gris, que parecía haber permanecido quieta durante horas, ocultaba de pronto el sol, provocando unos instantes de sombra. Unos instantes de sombra, pronunció Mirko mientras abría la carta y desdoblaba el papel que había dentro. Enfrente de él, en una perspectiva diáfana pero a cierta distancia, había un edificio de cinco plantas; en la cuarta, a la altura de sus ojos, vio a una mujer.

    Cuando Mirko Luna se dispuso a leer aquella carta, en una terraza del edificio de enfrente había una mujer, sentada en una butaca y con un cuaderno apoyado en sus rodillas. De vez en cuando, la mujer escribía en ese cuaderno. Mirko no estaba seguro de haberla visto antes. O, pensó, tal vez en otro sitio, en otras circunstancias. Ni siquiera tenía claro que ese edificio hubiera estado el día anterior ahí, enfrente. La mujer, de abundante pelo rizado, vestida tan solo con una camiseta larga sin mangas que le cubría hasta las rodillas, dejaba la mirada perdida en uno u otro lugar, en algunos momentos se diría que en dirección a donde Mirko leía aquella carta, y luego se ponía a escribir. A ratos dejaba el bolígrafo encima de la mesa y bebía de una taza un líquido indeterminado, que bien podía ser café, té, manzanilla o simplemente agua.

    Con la carta en las manos, Mirko sentía el silencio que había a su alrededor como el barbecho de una presencia siempre a punto de delatarse. Siempre a punto de delatarse, dijo. La mujer en la terraza escribía, de una manera en la que Mirko quiso interpretar cierta inercia, el derrotero de algo que se hace por costumbre pero siempre de un modo diferente. El minutero de un reloj de pared señalaba sin ganas el dígito número once.

    Mirko volvió a doblar la carta, en cuyo remite podía leerse el nombre de la Noche, y la introdujo en el primer cajón del buró que había detrás del sofá. Luego cruzó la estancia y abrió la puerta para marcharse; cuando lo hizo, sintió que debía despedirse de alguien, de su mujer, y también de sus hijos, que estarían en su dormitorio haciendo los deberes. Se giró y vio el salón de la casa solitaria. Vivo solo, dijo, no tengo hijos, ni esposa, reiteró. Como un mantra aprendido de memoria que deja de tener sentido de tanto repetirlo. Pensó en la carta, en el nombre de la Noche escrito en su remite. Tuvo la tentación de regresar sobre sus pasos para comprobar si la mujer de pelo rizado continuaba ahí, en la terraza, escribiendo en su cuaderno. Pero finalmente se marchó: dio un portazo y se fue a la calle.

    Se estaba haciendo de noche. La agradable temperatura de la tarde dio paso a un viento frío, que hizo que Mirko Luna se abrochara la cremallera de su chaqueta. Se ha levantado fresco, ¿verdad?, dijo alguien junto a él. Mirko pensaba en la arquitectura imposible de una ciudad extranjera, en las calles inconexas que la circundaban. Sí, dijo, está llegando el invierno. El hombre que tenía a su lado afirmó con la cabeza.

    —Vamos, se nos hace tarde.

    Después de atravesar en silencio un par de manzanas, entraron en el bajo oculto de un edificio. Allí los esperaban media docena de personas reunidas alrededor de una amplia mesa vacía; de fondo, en la sala, podía sentirse la insistente resonancia de unas tuberías en funcionamiento. A Mirko le hizo pensar en el eco del silencio submarino. En la última vez que buceó en el mar, y en si aquel recuerdo que emergía ahora de su conciencia le pertenecía realmente a él o no.

    Una de las mujeres presentes tomó la palabra enseguida. Nos han descubierto, dijo. Tenemos que desarticular la Ínsula. Llevarla a otro sitio. Pese a que la mayoría de los allí reunidos conocían la noticia, se levantó cierto revuelo, unos se miraban a los otros, compartiendo gestos de duda, de temor y de desconfianza. Esta será nuestra última reunión aquí, dijo. Luego mantuvieron un coloquio sobre los peligros que los acechaban, acerca de las personas de las cuales debían protegerse. El Barquero está trabajando ya un nuevo camino, dijo alguien. Otros pronunciaron palabras de aliento. ¿Quiénes somos?, preguntó entonces Mirko, sin que nadie de los allí presentes le escuchara.

    Más tarde, Mirko se encontraba solo, caminaba de madrugada sin pensar muy bien hacia dónde. Necesito la Ínsula, dijo justo antes de que pasara a su lado un hombre con quien, de repente, recordó haber ido de viaje, a quien de pronto rememoró enfermo en la cama de un hospital. Fue a decirle algo, a abrazarlo, a sincerarse, pero el hombre pasó de largo sin ni siquiera dirigirle una mirada. ¿Quiénes somos?, dijo Mirko, en dirección a su casa después de titubear sobre el camino que debía emprender.

    Cuando Mirko Luna abrió aquella carta, junto a él circulaba un reguero de hormigas en procesión hipnótica sobre el césped de un parque enorme en los aledaños de la ciudad. Él estaba sentado, apoyado en su árbol de siempre, un rincón silencioso adonde acudía desde su adolescencia cuando quería estar solo, tranquilo. Aquí el flujo del mundo y del tiempo se detiene, decía. Y luego abría los ojos, o los cerraba, acariciaba un animal juguetón que se le acercase o dejaba que sus pensamientos se perdieran en los laberínticos embudos de su mente.

    Mirko trató, durante unos minutos, de desentrañar el significado de aquella carta en vano. La cerró leyendo con curiosidad en el remite el nombre de la Noche y se la guardó en un bolsillo interior de su cazadora. Para después, se dijo. Más tarde volveré a leerla e intentaré descifrarla. La hilera de hormigas, mientras tanto, ascendía por el promontorio de una hoja seca sin aparente esfuerzo, como el sol, que se desplazaba hacia el oeste patinando sobre un cielo azul y mudo.

    Ocurría con frecuencia que, cuando Mirko se sentaba reclinado sobre su árbol y abolía, en parte, el espacio físico de la realidad, se ponía a pensar en Laure. En el día, por ejemplo, en que cree que la vio por primera vez, en ese mismo parque, paseando a su perro. Enseguida le llamó la atención que, en lugar de un ama con su animal de compañía, parecieran dos amigos correteando y jugando el uno con el otro, sin que se percibiera entre ellos la relación jerárquica habitual entre un animal y una persona. Eso le gustó. ¿Cuándo comenzaron a hablar? ¿Qué día entablaron una primera conversación allí mismo en el parque acerca de la especial relación entre ella y su beagle, de lo que hacía él tantas tardes allí sentado, o de los grupos de música que ambos adoraban? Mirko repasaba, en los archivos de su memoria de Moebius, algunos de los momentos vividos con ella. Su malicioso rostro en el momento de cometer los pecados, la dulzura del tono de su voz a la hora de expresar sus emociones, la potencia de su voluntad cuando se empecinaba en lograr un objetivo. Pensó en su cuerpo escalando aquellas rocas, no sabe de qué montaña ni en qué país exactamente, en el erotismo de su silueta reptando la piedra, como una estrella de mar, hacia la cúspide del cielo.

    Las hormigas, a lo lejos, se perdían a través de minúsculos y profundos boquetes en la tierra, el sol resbalaba quieto, como un ojo ciego que todo lo ve. ¿Me ves a mí?, decía Mirko mirando al sol. Pensando en la astucia de los miembros de Laure escalando con ímpetu la montaña. Necesito verla de nuevo, dijo. Decía, al tiempo que sus ojos se empañaban, que mil imágenes de ella se le mezclaban en la mente con otras tantas de alguien mucho más cercano, real y falso.

    Mirko se levantó de su asiento en la hierba, marcó el número de teléfono de Laure y le dijo que tenía ganas de verla. De hacer algo juntos, dijo, podríamos ir a la montaña, a escalar. Del otro lado de la línea, Laure pronunciaba palabras, unas detrás de otras, sin que Mirko encontrara el rastro de su voz en ellas. ¿Me oyes, Laure?, dijo cuando ya había colgado el teléfono.

    Su pequeño cuerpo sobre el escenario tocando el bajo, la mirada que ella dejaba resbalar siempre hacia la su ubicación entre el público. Esa risa loca, demente, tras trasegar los chupitos que el camarero nos ponía en fila sobre la mesa, Laure. ¿De qué vida?

    Ella se acercó a Mirko desde el otro extremo de la acera. Llevaba el pelo largo, rubio, recogido en una cola, y un vestido que conocía muy bien y que, pensaba, no le pegaba nada. Qué largo tienes el pelo, estuvo a punto de decirle. Ese pelo que recordaba cortado a mechones cortos e irregulares apareciendo en cualquier lugar de su rostro sin maquillaje. Laure le dio un beso en los labios, sonriendo; y el eco de esa sonrisa, reverberando en otras secuencias de vida mucho más intensas, le nubló la vista.

    Enseguida, ella le habló de su jornada laboral en el banco; de la tarde que le había dado su jefe, del embarazo de Paula, su compañera, y de lo bien que le sienta a Beatrice haber encontrado novio. Mirko callaba. Callaba buscando entre esa absorbente telaraña de palabras huecas el auténtico rastro de su voz. Mirándola. Mirando esa carita preciosa que mudaba en gestos desconocidos. Mudos, y reiterativos en una cadena de estímulos que no llegaban a habitar las entrañas de su corazón. Eso pensaba mientras Laure le tomaba de la mano y le preguntó cómo le iba a él en la productora. La mano tibia en su mano, sin provocarle los escalofríos de su recuerdo: Laure montada encima de él, en medio de un bosque en penumbra.

    —Bien —dijo. Le habló de las últimas novedades en la discográfica, de los conciertos previstos, y luego fueron sin más preámbulos a casa de ella. No a la montaña, ni al bosque, no al lugar donde se vieron por primera vez. Laure no se ajustó sobre sus pantalones estrechos el arnés de escaladora ni empezó a buscar con sus manos arácnidas huecos en la realidad donde agarrarse para escalarla y llamarlo después desde lo alto. «¡Mirko, sube sin miedo!». Cómo volver a verte de verdad, susurró. Murmuraba en su mente, mientras la miraba sentados en el sofá del salón.

    —Me gusta cuando me miras así —dijo Laure, antes de besarle, de acercarle la cara a su cara. Esa cara preciosa que hoy Mirko teñía con un beso de indiferencia porque es incapaz de sentir lo que sintió, lo que alguien como él sintió por ella en otro mundo, en otra vida que no están a su alcance…

    Mirko Luna se dejó arrastrar por la inercia de las monótonas caricias de Laure sobre su cuerpo, de las suyas sobre el cuerpo de ella. Sin quererlo, pensó en un día que estuvieron hablando hasta altas horas de la madrugada, en un lugar irreconocible, con vapor de algo alrededor y un fuerte olor a tierra mojada. Organizaron proyectos de vida en común, viajes. Se vio a sí mismo, alguien que se parece tanto a él, recorriendo con la yema de un dedo el perfil de su barbilla, enhebrándose así a su futuro. Y se lo dijo, a Laure. Entre beso y beso. ¿Te acuerdas de aquel día que estuvimos hablando hasta altas horas de la madrugada, en un lugar que olía a bosque, rodeados de un humo raro y organizando conciertos en festivales de primavera? Laure se rio. Ya empezamos con tus locuras, dijo. ¿Qué humo raro? Volvió a reír y le susurró al oído que continuara, que le encantaba cuando inventaba esas fantasías para ella. Luego le mordió el cuello. ¿Quién eres tú?, preguntó Mirko en silencio, para sí mismo, pensando en el día en que conoció a esta Laure en una cena con unos amigos en común. Lo guapa e insulsa que le pareció en un principio, hasta que, días más tarde, comenzó a recordar aquella otra vida vivida con ella, a aquella otra Laure de la que estaba profundamente enamorado. O de la que recordó que había estado enamorado. Y luego las citas reiterativas buscando en esa Laure a la Laure de su memoria escindida, encontrando nada más que a una chica normal, sencilla, que no le hacía sentir nada. La insistencia en volver a verla, en buscarla dentro de ese cuerpo, de su piel, de sus orgasmos, en su voz, sus pensamientos, su cotidianidad… Laure, dijo sin decirlo, ¿te acuerdas de cuando nos amábamos apasionadamente en los rincones de este mundo voluble? Laure se colocó debajo del corpulento cuerpo de Mirko, y trasteando con su pene erecto lo introdujo, poco a poco, en el interior de su sexo. Así, dijo Laure, así me gusta. Mirko la penetraba con los ojos cerrados, abriéndolos a ratos para buscar en la cara de Laure un fotograma igual a los del recuerdo de su amor por si, al superponer ambos rostros idénticos, ese amor que sentía se transfiriera a la escena de hoy. Pero no vio nada más que el frío sudoroso de ese acto que se sucedía, por inercia, desde hacía demasiado tiempo. Debería matarte, pensó. Laure, debería matarte porque no puedo soportar un minuto más tu existencia falaz. La falsedad de tu presencia en el mundo sin ser tú. A lo mejor así, pensaba Mirko, sería posible reestablecer una sincronía desconocida con aquella otra vida. Recobrar algo de aquello.

    Mirko se aferró a su cuello al tiempo que se corría; mientras su semen se derramaba en el interior de Laure, la poca templanza que le quedaba se fue desvaneciendo. Las manos aferradas al cuello. Sería tan fácil, pensó. Matarte y acabar con esta agonía. Minutos después Mirko se puso su ropa, Laure permanecía desnuda sobre el sofá bebiendo agua a grandes sorbos, mirándolo. Me encanta tenerte encima de mí, le dijo, eres tan grande. Mirko le devolvió una sonrisa torcida. Vacía. Sería tan fácil acabar con esto de una vez, pensó.

    Ella, con gesto calmado, abandonó el cuaderno sobre la mesa de madera. Comenzaba a hacer fresco en la terraza, al menos no hacía tanto calor como en los días anteriores. Se levantó y se metió dentro del piso. Al cabo de un rato reapareció con unos pantalones largos, la misma camiseta y una taza hasta el borde de batido de chocolate. Se sentó en la butaca, apoyó de nuevo el cuaderno sobre las rodillas y cogió su bolígrafo negro.

    El tren reanudó su marcha despacio. Por la ventanilla, Mirko Luna contemplaba las edificaciones pequeñas del pueblo que dejaba atrás, incómodo al sentir que alguien se sentaba a su lado: una mujer alrededor de los sesenta. Cuando Mirko utilizaba el transporte público, obligado por las circunstancias, intentaba detenerse lo menos posible en las caras de las personas que tenía alrededor, evitaba, en la medida que las circunstancias así lo permitieran, entablar conversaciones con la gente que lo rodeaba. El clima de temor paranoico con respecto a ellos había aumentado en los últimos años, y cualquier gesto o salida de tono en su quehacer diario podía convertirlo de inmediato en sospechoso, y, por tanto, estigmatizarlo.

    Mirko seguía mirando por la ventana; la señora, en la butaca contigua, lo observaba de reojo. Y él se sentía cansado. En momentos así le resultaba muy difícil no dejarse llevar por la habitual escalada de imágenes caleidoscópicas. Secuencias de otros mil viajes en tren: ese pueblo que dejaba atrás revestido de infinitos matices diferentes, pero siempre, tal vez, el mismo pueblo; la señora que, de repente, se giraba en su asiento para hablarle, y le contaba que iba a visitar a su hija, de una edad similar a la suya, porque le habían concedido un galardón científico.

    La mujer permanecía quieta. Le ofreció una sonrisa cuando, sin querer, Mirko la había mirado para comprobar que no, que aquella otra señora que le habló de su hija o de su marido en coma o de sus excelentes pasteles de manzana tenía un rostro distinto. Que aquel otro tren tenía un aspecto mucho más sofisticado que este.

    Con la mirada perdida a través de la ventana en un horizonte mutable, sintió emociones dispares por personas que no conocía, que estaba seguro de que no había visto nunca en esta vida pero que se presentaban ante él, ahora, frente a ese proteico horizonte de memoria. Es insoportable, se dijo a sí mismo; por mucho que en ocasiones reconozca que le divierte, y que en algún momento se deje llevar por esas ensoñaciones evocativas para experimentar vidas ajenas y disfrutarlas, y extraviarse de este modo de sí en un sinfín de sí mismos, hoy no podía más. Estaba agotado de no saber a ciencia cierta qué sentía por los otros, por sus amigos, por las personas con las que se acostaba: de no saber exactamente si lo que recordaba de ellos pertenecía a esta vida o a otras.

    No veía la hora de llegar. La señora lo estaba mirando más de la cuenta, y, por un momento, pensó que sí, que era posible que hubiera coincidido con ella en algún otro viaje de esa misma línea de tren en esta vida, que hubieran hablado, ¿no es cierto?, de la poca inversión que el Gobierno dedica a la infraestructura de los ferrocarriles en esta zona del país. Antes de dar un paso en falso, de equivocarse y de que pudiera acusarlo, Mirko Luna se levantó de su asiento y recorrió el pasillo con la mirada agachada, en dirección a la puerta, para esperar de pie la llegada a la estación.

    La llegada a la estación, dijo Mirko, como si alguien lo estuviera diciendo por él, rodeado de otras personas que se abalanzaban a su alrededor esperando que el tren abriera sus puertas. En la estación, Mirko se encaminó con paso decidido hacia el metro que iba a llevarlo a la Ínsula. En esta ocasión, tal como le había comunicado Graetel, la Ínsula estaba ubicada en el ático de un gran edificio en medio de la ciudad, muy cerca de la Universidad de Ciencias Sociales donde él había cursado la carrera.

    La primera persona a la que vio en el interior fue precisamente a Graetel, que lo recibió con un abrazo. El Barquero está listo, dijo. En una esquina había un grupo de personas en torno a una mesa, al margen de los demás, compartiendo información y dibujando diagramas. Por el resto del salón otros escindidos como él aguardaban la llegada del Barquero hablando entre sí, mostrando diferentes grados de expectación.

    Estar aquí, dijo Mirko, cerrando los ojos, viendo a Mirko Luna entrando, saliendo e internándose en un sinfín de otras Ínsulas. Asomados al abismo.

    Graetel se colocó entonces cerca de él y le tomó del brazo. Estás bien, le preguntó. Él sonrió, casi sin abrir los ojos, sintiéndose próximo a ese contacto. Luego hablamos, ¿vale? Mirko le dijo que sí, que luego hablarían, mientras el Barquero, en esta ocasión un hombre de mediana edad, calvo y con unos ojos extremadamente pequeños, se aproximaba al centro de la sala y les confirmaba que estaban en disposición de viajar a la Ínsula.

    Con gestos medidos, sin prisa pero sin ningún boato en sus acciones, el Barquero fue colocándoles los cascos a los escindidos, uno a uno: poco más de una docena en total. Por último, se puso otro a sí mismo y comenzó a desplazar la yema de sus dedos sobre una pantalla digital suspendida a escasos diez centímetros por encima de la mesa de control.

    ¿Me oyes, Mirko? Mirko respondió que sí, que lo oía, que estaba en contacto. Que había llegado a la Ínsula. El Barquero, al igual que lo hacía simultáneamente con los otros escindidos, le hablaba con una voz clara y directa. Estoy muy cansado, le explicó Mirko, siento que voy a desbordarme. Tras unos segundos de silencio, el Barquero le respondió que tenía un índice de saturación muy alto, que bordeaba niveles peligrosos. Puedo intentar extirparte una región pequeña de tu vórtice cuántico, acabaríamos así con los recuerdos totales de una media de entre ciento cincuenta y doscientas vidas, pero ya sabes los riesgos que ello comporta. Mirko le dijo que no, que de momento no quería asumir la posibilidad de perder parte de lo que realmente es en este mundo, en esta vida. Le dijo que sentía que tenía un cometido, que no deseaba perder esa intuición. Prefiero explotar, le dijo, volverme loco, acabar siendo un desnortado antes que eliminar parte de lo único que siento que soy de verdad. El Barquero asintió. Te prepararé entonces para una inmersión, dijo. Aunque te advierto que, con tus niveles de saturación, llegará un momento en que estas inmersiones no serán suficientes para ponderar en ti un equilibrio que garantice tu cordura. Mirko le dijo que sí, que era consciente de ello, pero que, por favor, procediera con urgencia. No aguanto más, dijo, la cabeza me va a estallar. El Barquero asumió entonces el control de ciertos mandos. Estoy dirigiéndote a la cava adecuada, espera unos segundos, dijo. Al cabo de unos instantes de silencio que a Mirko se le hicieron eternos, el Barquero retomó la palabra. Lo tengo, exclamó. En veinte segundos estarás dentro. No hace falta que te lo diga, pero ten cuidado con que no te descubran. Ya sabes lo que ha estado sucediendo últimamente. Mirko no respondió. Aguardó los veinte segundos y se dejó caer hacia el núcleo de esa espiral que se expandía a su alrededor como una salvaje centrifugadora de imágenes.

    Estoy, dijo, sintiendo que su mente flotaba en un bálsamo de calma. Que el avispero de recuerdos, personas, lugares, secuencias, emociones, terrores y anhelos que la conformaban, de repente, se convertía en un remanso que canalizar y liberar en el territorio que estaba invadiendo. En ese campo virgen y fértil que estaba profanando con su presencia. Mirko debía actuar con cautela, cualquier paso en falso podía dar al traste con la inmersión.

    Tenía, primero, que localizar al soñador… y mantenerlo controlado, manipularlo sin que este sospechara nada. Se ocultó, para ello, adoptando la figura de un roble en un bosque que se estaba fraguando en su entorno. Con calma, despacio; sabía que era importante no derramarse antes de que el soñador se integrara consciente en el mismo plano que él manejaba. Cualquier precipitación podía hacerle perder pie, despertarlo y truncar así la experiencia.

    Mirko Luna acechaba en el bosque la llegada del soñador, convertido en roble o en águila, en nube que desciende de lo alto e impregna a la atmósfera de una niebla que quiere quitarse de encima, niebla de imágenes, recuerdos inconexos que lo enturbian y que puede ahora derramar en esa conciencia virgen. Ahí lo tiene, el soñador avanza por el territorio del sueño, por el bosque que parte de su mente y que Mirko moldea a su antojo para poder deshacerse de sí las interferencias mentales que abarrotan su mente, que la asfixian. Como una droga a la inversa, Mirko inocula el veneno de su memoria escindida fuera de sí, en el sueño de ese desconocido, para alcanzar una suerte de éxtasis, de clímax, que lo transporta a la liberación momentánea de verse despojado de aquello que lo desborda: el odio atroz que en una de esas vidas siente hacia su madre, el despecho hacia una amante que en su vida de hoy es una buena amiga a la que casi no puede ver afectado por ese recuerdo, los actos que no tolera recordar haber cometido… Un puzle cuyas piezas desencajan sangrantemente en los límites de su propio rompecabezas y se vierten así de maltrechas en el inconsciente onírico de esa persona que sueña. El soñador, puede verlo Mirko, sufre las consecuencias, siente ese odio que no sabe bien de dónde nace, el despecho, se ve cometiendo actos malvados contra antiguos compañeros de colegio o acariciando la serpiente metonímica de las frustraciones atávicas de Mirko… No pasa nada, le dice.

    Le dijo Mirko, detrás de uno de los árboles. No pasa nada. Está todo bien, decía, mientras lo abrazaba por la espalda y le ofrecía la imagen, enfrente, de una quimera alcanzable. Es para ti, le dijo.

    Mirko abrió los ojos en el salón del ático del edificio en el que estaba. El soñador había despertado, así que la inmersión había concluido. Respiró hondo. Estaba mucho más relajado que cuando llegó a este lugar. La mente no le hervía y podía pensar, con cierta normalidad, en lo que hizo ayer, anteayer y el resto de la semana sin demasiadas obstrucciones. Te has expuesto mucho al final, oyó la voz del Barquero todavía conectado a la Ínsula. Mirko no respondió, se quitó el casco y lo depositó en el suelo, enfrente de donde se encontraba. Parpadeó unas cuantas veces y pensó en cuánto le quedaba por vivir, en el nombre de la Noche, y luego aguardó a que Graetel concluyera su viaje.

    Cuando Mirko Luna abrió aquella carta, los rayos de sol que se filtraban por el visillo de la ventana de su despacho daban de lleno en el sobre y la hoja que sostenía. Creaban molestos reflejos que lo deslumbraban, y tuvo que cambiar de postura, girando en su silla ergonómica, para poder leer con claridad. Aun así, Mirko no entendió nada. El idioma en el que estaba escrita le resultó desconocido, y por mucho que trató de descifrar el significado de alguna palabra, o al menos discernir mediante su alfabeto a qué familia lingüística pertenecía dicho idioma, todo esfuerzo resultó en vano. Copió frases enteras y las introdujo en Google sin hallar ninguna coincidencia, y luego en un traductor en línea sin que este reconociera ninguna de las palabras. Pensó en entregarle la carta a su secretaria y encargarle el trabajo de traducirla, pero enseguida comprendió que aquello no sería una buena idea. Esa carta debía de formar parte, comenzaba a tenerlo claro, del cúmulo de cosas extrañas que no dejaban de sucederle en los últimos meses; y no le pareció oportuno compartirla con nadie. La leyó de arriba abajo, aun sin comprender nada; y con un escalofrío mezcla de esa incertidumbre y de una excitación que no supo identificar, observó en el remite el nombre de la Noche. La Noche, murmuró para sí, reclinado sobre su sillón, con el corazón latiendo a un ritmo más elevado de lo habitual.

    Más tarde, dejando de lado las labores de gestión que tenía planificadas para ese día, sacó un cuaderno del cajón cerrado con llave de su escritorio y lo puso sobre la mesa. Pasó varias páginas repletas de anotaciones y dibujos hasta encontrar una en blanco, en la que escribió la palabra «Noche». Acto seguido la enmarcó en un recuadro grueso con rotulador rojo. Murmuró ese nombre, el de la Noche, y repasó algunas de sus anotaciones anteriores, retazos de escenas que se le agolpaban de repente a la cabeza, sin conexión aparente con su vida. Nombres «clave» de personas que no conocía, y, sobre todo, esa especie de anhelo insatisfecho, de refugio desconocido inalcanzable que se le presentaba, sin más, con el nombre de Ínsula. Qué demonios es y significa esa maldita Ínsula, se preguntaba cada dos por tres desde que hacía meses esas imágenes, palabras y sensaciones lo estuvieran acosando.

    Mirko había visitado una psiquiatra de su confianza semanas después de que aquello comenzase; le relató lo que le sucedía, pero se sintió ridículo. Como si lo que le estuviera contando, aunque se ceñía a la estricta naturaleza de los hechos, no coincidiera con lo que realmente él experimentaba. La mujer le preguntó qué tal dormía, cómo le iban las cosas en el trabajo, si se sentía estresado por estar al mando de una agencia de publicidad tan importante, y le dieron vueltas a asuntos que, según Mirko, no tenían relación alguna con lo que le estaba pasando.

    Hasta que un día Mirko empezó a ver en el mundo real a algunas

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