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Mirco y el misterio de la luna
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Libro electrónico73 páginas1 hora

Mirco y el misterio de la luna

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Un buen día la Luna desaparece y Mirco y Mircoleta abandonan Mircomarca para buscarla. Nunca antes habían salido de su casa, pero esta vez y como Mirconquistador ha sufrido un accidente, deciden ponerse en marcha y se dirigen a visitar a una sirena que…
IdiomaEspañol
EditorialEl Ángel
Fecha de lanzamiento22 sept 2017
ISBN9788494587566
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    Mirco y el misterio de la luna - A. J Fernández López

    escribiera.

    ¿Dónde está la Luna?

    La voz de Mircoleta, una niña muy coqueta, sacó a Mirco del estado de tontuna en el que llevaba un rato. Mirco solía hacer estas cosas, se quedaba así, como dormido, pero despierto durante un ratito, y lo mejor es que ni él sabía en qué estaba pensando. Por eso, Mirconocimiento, el maestro que sabía un ciento, había bautizado a esos momentos como momentos tontuna.

    Al salir de la tontuna Mirco se dio cuenta de que Mircoleta tenía razón, como siempre por otra parte. Mircoleta, además de coqueta era muy lista, por eso era la primera de la clase.

    Por lo menos hacía una hora que vieron los dos la puesta del Sol desde la escalera grande de la muralla, y aún no era de noche, y la Luna no había salido.

    Se levantó de un salto y cogió a Mircoleta de la mano obligándola a levantarse también.

    Mircoleta le seguía mientras caminaba por la muralla del pueblo. Le seguía, aunque no muy convencida la verdad. Eso de que la Luna saliera por otro lugar era un poco raro, pero Mirco era así, no pensaba mucho, simplemente actuaba.

    La muralla de Mircomarca no era muy larga porque Mircomarca era una ciudad pequeña. La mandó construir Mircopete Alto, de entendederas algo falto, Mirconde de estas tierras, no porque hubiera ningún peligro de invasión o algo así, sino porque él decía que una ciudad con muralla era una ciudad respetable, pues él no recordaba haber leído nunca nada sobre ciudades sin muralla. Bueno, al fin y al cabo, el que mandaba era él, pero todos sabían que Mircopete Alto no leía mucho.

    La muralla era cuadrada y tenía una escalera justo en la mitad de la pared que daba a cada punto cardinal. Así que Mirco y Mircoleta se detuvieron un rato en cada una. Miraban con insistencia, pero nada.

    Como la luz que quedaba era clara, pues no se había hecho del todo de noche, podían alcanzar a ver Mircosta, que era la región en la que terminaba Mircomarca por el Sur. Era un lugar bonito, con un acantilado grande y largo que terminaba en una playa preciosa vista desde arriba. Desde abajo poca gente la había visto porque el acantilado era muy largo tanto a la derecha como a la izquierda y muy muy alto. Existía un camino que bajaba serpenteante por la pared, pero era muy estrecho y a veces se cortaba dejando agujeros por los que se veía el fondo y daba mucho miedo.

    Por ello, y porque en Mircomarca no eran muy dados a las aventuras, de hecho, estaba hasta mal visto, no había muchas referencias del mundo más allá del mapa que había dibujado Mirconquistador, el único andador, en el que a grandes trazos se veía como el acantilado de Mircosta hacía una curva suave y prolongada que ocupaba todo el Sur y casi todo el Este hasta dar con un bosque muy grande cuya linde entraba en el interior dibujando perfectamente la línea del Norte. A este bosque, en el que ni siquiera él se atrevió a entrar, lo llamó Mirconfín y terminaba haciendo ángulo con una cadena montañosa, a la que bautizó como Mircordillera y que se extendía por todo el Oeste hasta acabar de nuevo en el acantilado de Mircosta.

    Esa noche fue un poco extraña para todo el mundo. La Luna no salió en ningún momento y algunos no consiguieron dormir bien porque, en realidad, no les parecía que fuese de noche.

    Esto mismo sucedió al día siguiente y al otro también. Al cabo de una semana, algunos vecinos de Mircomarca no habían pegado ojo y empezaba a notarse una intranquilidad en todos ellos que terminó por alertar al propio Mircopete Alto. Así que decidió convocar una asamblea de vecinos ilustres.

    Allí estaban Mirconocimiento, el maestro que sabía un ciento; Mircolegiado, el mejor abogado; Mircómico, el actor histórico y Mirconsulta, la mujer más culta y madre de Mircoleta. Como el Mirconsistorio, que ere dónde se reunían siempre estaba en obras, Mirconsulta decidió ceder su propia casa pues era la más grande. Estuvieron debatiendo un buen rato, pero ninguno tenía una idea clara de lo que podía estar sucediendo. Definitivamente, el hecho de que la Luna no saliera era algo que no tenía precedentes en la historia de Mircomarca, por lo tanto, la solución, si es que la había, tenían que buscarla fuera. Cuando llegaron a esa conclusión se lamentaron de que Mirconquistador, el único andador, estuviera de viaje investigando no se sabe qué cosa en no se sabe qué lugar. Y como además poca gente hablaba con él, porque era considerado un tipo raro, allí nadie sabía cuándo iba a volver.

    La voz salió de detrás de la puerta de la cocina. Todos dieron un respingo y giraron la cabeza hacia allí. Mirconsulta, reconoció inmediatamente aquella voz, pues era la de su hija.

    Los dos se acercaron al centro del salón con la cara compungida del que sabe que le va a caer la bronca.

    El maestro, había intercedido,

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