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La estela del peregrino
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Libro electrónico391 páginas5 horas

La estela del peregrino

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Tras su reencuentro, Sabela y Bertiño inician una nueva vida, pero la felicidad no les dura demasiado. Oscuros nubarrones acechan. Por otro lado, un grupo de peregrinos franceses, que había huido de la Revolución, comienza un periplo desde Francia hasta Galicia, a través del Camino Francés en busca de una valiosa reliquia. Con ellos descubrirás el valor de una promesa, el poder de la amistad y la fuerza del amor. La llamada de la sangre y el destino lograrán que personajes tan diferentes confluyan en un punto determinado, y el pórtico de una catedral sea protagonista involuntario del afán creador de un loco. En esta historia llena de sorpresas, nada es lo que parece, nadie es quién dice ser, casi todos mienten y esconden su verdadera naturaleza; pero los secretos que tanto se empeñan en ocultar, a veces encuentran curiosas maneras de salir a la luz.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 may 2022
ISBN9788418571831
La estela del peregrino
Autor

Mª Carmen Navascués Capdevila

Mª Carmen Navascués Capdevila (31.05.1970) es de Cintruénigo (Navarra), aunque también ha vivido en Pamplona y en Castejón de Ebro. Empezó a escribir cuentos en EGB y posee los títulos de FP I y II, rama Administrativa, que cursó en Alfaro (La Rioja). En 1995 ganó el Primer Premio de Cuentos Infantiles-Juveniles no Sexistas de la librería de mujeres Una palabra otra de Zaragoza, con el titulado La carta de los Reyes Magos, y en 2009 el Concurso de Voluntariado de Anfas, con el relato Como pez en el agua.Ha trabajado de administrativa, de dependienta y de genealogista, tras hacer su árbol, que expuso en 2014. Esa búsqueda la llevó hasta Mondoñedo (Lugo), donde decidió escribir esta novela al descubrir que el edificio hacia el que el Universo se empeñaba una y otra vez en dirigir sus pasos era el orfanato donde criaron al ancestro de su marido, y, cinco años después, se ha convertido en el principal escenario de La Sirena de Fonmiñá, su primera novela.

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    La estela del peregrino - Mª Carmen Navascués Capdevila

    Aclaración de la autora

    En septiembre de 2014, empecé a escribir mi primera novela. En ella pretendía narrar la historia de Vicente, de posible origen gallego, y Manuel, asturiano, tatarabuelos de mi marido y mío, respectivamente, después de que el Universo se empeñara en guiar mis pasos una y otra vez hasta el hospital de Mondoñedo (Lugo), que antiguamente albergaba una casa-inclusa, donde había sido recogido Vicente en la primera mitad del siglo XIX.

    Cuando una mera figurante, Sabela, se apoderó de ella, decidí cambiar su planteamiento. Retrocedí un siglo, aparqué momentáneamente a los ancestros y creé una nueva historia de la nada. Cinco años más tarde, nacía La Sirena de Fonmiñá.

    En La estela del peregrino, que es su continuación, he introducido varios personajes que se añaden a los protagonistas y a los secundarios de lujo de LSDF. Pues bien, con esta nueva novela, me ha vuelto a suceder lo mismo que con la anterior: los recién llegados han copado el eje principal de la trama y, además, se han adueñado del título. Y yo ya no puedo, ni quiero, olvidarme de los que llegaron antes; por lo que esta vez he logrado que convivan unos con otros, así que me parece lo más justo que ambos compartan la portada.

    Nuevos lectores: ¡Encantada de conoceros! Os diré que LSDF y LEDP se pueden leer de forma independiente. Sin embargo, os recomiendo que viváis plenamente LSDF para que conozcáis toda su esencia. Enseguida os presento a su inolvidable elenco.

    Lectores de LSDF: ¡Bienvenidos! Me alegro de que nos volvamos a encontrar, eso es muy buena señal. Rápidamente, descubriréis el desenlace de las tramas que quedaron sin resolver en esa novela.

    A vosotros os pido un poco de paciencia, como la que tendría un buen peregrino hasta conseguir culminar su camino, ya que los protagonistas de LSDF van a tardar un poco en aparecer.

    La estela del peregrino se inicia con un preámbulo en el que se narra una antigua leyenda y se cuenta un propósito; después, os presentaré a los recién llegados; luego, vendrán los secundarios de lujo; y, tras ellos, sabréis de los protagonistas de LSDF.

    Lo bueno, muchas veces, se hace esperar, pero, cuando aparece, sabe mejor. Por eso mismo…, Manuel y Vicente, os avanzo que seréis el broche de oro que cierre esta trilogía, os lo debo. Pero no adelantemos acontecimientos, todo llegará. ¡Feliz lectura a tod@s!

    Preámbulo

    Cuenta la leyenda que allá por el siglo X, y ante la amenaza de una nueva invasión vikinga sobre las costas gallegas, Sisnando Menéndez, obispo de Iría Flavia, ordenó la salvaguarda de las reliquias de la capilla que había mandado erigir un siglo atrás el rey Alfonso II de Asturias, el Casto, para proteger el sepulcro del apóstol Santiago, tras ser este descubierto por un ermitaño en la ciudad de Compostela.

    Una de las más valiosas era una talla que representaba al santo peregrino y que, según la tradición, había sido construida con madera de la embarcación que había trasladado sus restos desde la ciudad santa de Jerusalén hasta el reino de Galicia.

    Dicha imagen había sido conducida a un lugar seguro por dos sacerdotes designados por el prelado, uno de ellos de origen bretón. Sin embargo, esta se perdió misteriosamente antes de llegar a su destino, la ciudad amurallada de Lugo, acarreando consecuencias funestas para sus custodios.

    En esta novela, se recrea la historia de su rescate, llevado a cabo, siglos después, por un grupo de peregrinos, descendientes de aquellos que arriesgaron su vida para asegurar su protección.

    Su anhelado propósito, heredado de generación en generación, era lograr la rehabilitación de su mancillado honor a través de la recuperación y restitución de la reliquia a su lugar de origen.

    Por desgracia, no todos perseguían ese noble sueño…

    Mapa de escenarios

    1.ª PARTE

    Los recién llegados

    Capítulo 1

    El lienzo maldito

    El 14 de julio de 1794, justamente el día en el que se cumplía el quinto aniversario del estallido de la Revolución francesa, Monique volvió a contemplar, maravillada, aquel pórtico tallado en piedra, del que tampoco entonces pudo despegar sus inquisitivos ojos verdes. Hacía semanas que había empezado a bocetar la que iba a convertirse en su próxima obra; no obstante, en días posteriores, como ese, había necesitado realizar varias excursiones al lugar, puesto que la puerta era de holgadas dimensiones: estaba formada por un gran arco abocinado, dividido en ocho arquivoltas, que se apoyaban en dieciséis columnas, y albergaban ciento quince dovelas.

    Tras haberla admirado nuevamente desde distintos ángulos, se había preparado a conciencia para continuar trabajando en su pintura, siguiendo el ritual de otras veces: primero, había recogido su largo cabello castaño en un moño para que este no se le viniera al rostro y le impidiera desarrollar su arte con comodidad; después, había extraido un papel de una carpeta, el cual había apoyado sobre esta; por último, se había sentado sobre la tierra, frente al monumento; y, sirviéndose de un carboncillo, había comenzado a trazar líneas en él.

    Monique tenía mucha facilidad para lanzar el tizón contra el pliego y crear bocetos, que más tarde, desarrollaba con ahínco hasta convertirlos en verdaderas obras de arte. Para no barrer, emborronar ni borrar sus garabatos, hacía años que se había acostumbrado a dibujar con la mano alzada.

    Luego de perfilar los contornos y concretar cada imagen, otorgó el protagonismo a su volumen y contrastes. Se coló en sus vidas en cuanto los grupos fueron adquiriendo expresión y traspasaron la frontera de lo divino para convertirse en seres mundanos; y se repitió para sus adentros que las luces y las sombras prevalecían en estos, como sobre todos a cuantos conocía, incluida ella misma, a lo largo de sus existencias.

    Cuando el conjunto esculpido en piedra a lo largo de los siglos se había derramado por completo en el papel, extrajo una paleta manchada de su zurrón y un recipiente que había colmado con el agua contenida en una cantimplora que portaba entre sus enseres. A continuación, tomó un pincel y lo mojó ligeramente. Al rozar la tabla con él, resucitaron aquellos tonos embarullados y el lienzo empezó a cobrar vida al sentirse acariciado por ellos.

    Monique plasmó con soltura los gestos de esas figuras, mientras sus ojos caminaban de un lado a otro sin descanso. Primero, fijaba la vista en la piedra, después en la paleta y, para concluir, en su obra; así consecutivamente.

    Varios lugareños se habían acercado a ella para curiosear. Si en aquel tiempo era poco habitual ver a una mujer desenvolverse tan bien con un pincel, menos aún que esta utilizara con tanta maestría la mano del diablo. Por ese motivo, un religioso había tratado de echarla de allí, pero sus arengas no habían conseguido amilanarla. Horas después, continuaba afanada en su obra frente a la catedral; de hecho, estaba tan ensimismada que no se había percatado del discurrir del tiempo. Solo cesó de trabajar justo antes de perderse la luz y caer la tarde.

    A su regreso, condujo el carro con gran desenvoltura. Puesto que era tan independiente y decidida, aquella no era la primera vez que lo manejaba ella sola; tampoco sería la última.

    Esa noche, volvió a pernoctar con los demás en Cintruénigo, el pueblo de sus antepasados, donde se habían refugiado después de haber escapado de su país. Monique ocupaba la misma habitación que su prima Myriam, lo que disgustaba terriblemente a la segunda, poco habituada a compartir sus aposentos con nadie, ni siquiera con su esposo.

    Tras la cena, ambas se introdujeron en sus respectivas camas. La pintora se durmió enseguida; al contrario que su pariente. Enfundada su estilizada silueta en un camisón de volantes, y con sus bucles pelirrojos extendidos sobre la almohada, Myriam acarició la tosca llave que siempre llevaba escondida entre sus refajos, mientras recordaba, con añoranza, sus anteriores y despreocupadas vivencias, en un mundo ideal, en el que había creído que iba a permanecer para siempre; en una época que era infinitamente mejor que la presente, tan incierta. Ella se lo jugaba todo en aquella expedición; por eso, le costaba tanto conciliar el sueño: muchos eran sus desvelos y escasos sus instantes de paz.

    En días posteriores, Monique continuó coloreando el resto de las imágenes que había copiado de la Puerta del Juicio de la catedral de Tudela, tonalidades que recordaba gracias a su formidable memoria de pintora, que asimila detalles que otros no perciben. Una vez concluida, guardó su obra con celo y ya no pudo olvidar a sus modelos de inquietantes miradas. Grotescas y descaradas, unas; otras, plagadas de sufrimiento y escarnio, aunque también las había santas y bienaventuradas.

    Se obsesionó de tal modo que una noche soñó que el Cielo y el Infierno abrían sus puertas ante ella y la invitaban a entrar. Siempre había creído que sería a consecuencia de la naturaleza de sus actos que su alma se encaminaría a uno u otro lado en el momento de su partida, tras haber asistido a su juicio final. Nunca pensó que podría elegir su destino. A pesar de su acomodada vida anterior, ni su prima ni ella habían disfrutado de plena libertad. Siempre hubieron de someterse a los deseos de otros, como en el caso de sus casamientos, en el que habían ejercido como moneda de cambio, para que sus respectivos padres se hiciesen con un nombre, una posición y tierras.

    Monique siempre mantuvo esta pintura en secreto. Solo se la mostraría al párroco que los alojaría en su casa años después. Jamás hubiera podido imaginar que la arribada a tierras gallegas le proporcionaría tales sorpresas, como los desvaríos que provocaría su obra en un loco, lo acaecido durante la búsqueda de un tesoro perdido y el hallazgo del verdadero amor.

    2.ª PARTE

    Secundarios de lujo

    Capítulo 1

    La laguna de Fonmiñá

    El 5 de octubre de 1799, los habitantes de O Pozo do Miño, aldea perteneciente a Meira, se dirigieron a la laguna de Fonmiñá, situada en la cercana población de A Pastoriza, para rematar a la manceba del párroco, que había sido juzgada y condenada el día anterior. Sabela Andrade, más conocida como la Sirena de Fonmiñá, se había convertido en la involuntaria protagonista del complot urdido por todo un pueblo contra su opresor mandatario, el padre Moisés.

    Transcurridos una retahíla de años, en los que, por temor de Dios, jamás habían osado quejarse ni contrariarle, había sido la obsesiva fijación del sacerdote por la mendiga la que había servido a sus paisanos como excusa para arrebatarle el poder y todas sus posesiones, después de haberles incriminado y encerrado a ambos.

    Los dos habían sido juzgados a la vez. Pese a derrocarle, sus antiguos fieles seguían teniéndole miedo, así que habían decidido vengarse de él a través de ella. Nadie lo había señalado; aun así, muchos habían declarado en contra de Sabela aun sin conocerla. Acusarla sin pruebas de, entre otros delitos, el asesinato de Olvido Matarraña había sido un acto injusto y aberrante, que había acelerado su descenso a los infiernos.

    Como era de esperar, su condena había sido desigual: para él, destierro; para ella, suplicio y, al día siguiente, ejecución, en el mismo lugar donde había aparecido el cadáver de la hija de la tendera. Con ello, los aldeanos pretendían recrear en sus carnes el terror que había tenido que pasar la adolescente antes de haber perecido en sus manos. Lo consiguieron con creces, la procesada estuvo a punto de morir ahogada; y, con ella, la nueva vida que crecía en su interior. Dos inocentes se hallaban al borde de la muerte por culpa de la locura colectiva de todo un pueblo.

    A lo largo de su vida, Sabela había incurrido en numerosos delitos, la mayoría auspiciados por el hambre y la miseria. Pero ninguno había sido tan grave como para haber sido merecedora de tales castigos.

    Tras el suplicio, habían vestido a la rea con sus viejos harapos y la habían dejado toda la noche amarrada a un árbol, fuertemente custodiada por dos guardianes.

    Cuando, al día siguiente, los aldeanos acudieron en manada a la laguna para concluir su condena, quedaron doblemente conmocionados: primero, al intuir que no era ella, sino el párroco quien ocupaba su lugar, para descubrir, poco después, que tampoco era este el finado. Lo supieron al observar la mata de pelo negro del sujeto, cuya cabeza pendía sobre su pecho. No podía ser la del cura, pues este pintaba canas hace años.

    Se confundieron al desplegar sus miradas sobre el hábito de fraile que este vestía cuando marchó desterrado la tarde anterior y ahora llevaba puesto el fallecido.

    Ahogados en un sinfín de murmuraciones, los vecinos se habían preguntado quién sería el hombre que ocupaba el lugar de Sabela, de la cual querían conocer a toda costa su paradero; y, por añadidura, el del párroco, quien, sin duda, había tenido que ver en el asunto, puesto que el desconocido portaba su indumentaria. Su visión les había causado tan honda impresión que nadie había osado tocarlo. Habían decidido que fuera Jandriño, el monaguillo, quien se adelantase para desvelar su identidad. Pero su conocido descaro se evaporó, y el zagal se transformó en un timorato que se negó a dar un paso, mientras su pecoso rostro se tornaba tan colorado como su cabello.

    —¿Por qué no obedeces? —se quejó Maruxiña, la tendera.

    Como madre de Olvido Matarraña, ella debería ser la más interesada en averiguar lo sucedido, aunque parecía que le atraía más la idea de perjudicar al párroco y a su supuesta concubina que la de descubrir la verdad que se escondía tras el asesinato de su hija. Así había quedado demostrado durante el transcurso del juicio, cuando acusó en falso a Sabela para acelerar su condenación, a pesar de la apabullante ausencia de pruebas en su contra.

    —¡Está…, está…, está… crucificado! —había exclamado asustado el monaguillo, santiguándose con compulsión.

    —¡Es verdad…, crucificado…, como nuestro Señor! —bramó otra mujer con la voz igual de temblorosa que la de Jandriño.

    Había sido tal la sorpresa que se habían llevado los vecinos al descubrir al incauto varón, que algunos habían pasado por alto la posición en la que lo habían hallado. Tanto estos como los que sí que se percataron de ello mudaron sus voces al haber intuido la verdadera gravedad de la situación.

    Solo hubo un hombre que maniobró con decisión y soltura: Ernesto. Aspirante a la alcaldía, aquel grandullón, de pelo recio y ojillos pequeños, pero despiertos, avanzó, con paso elegante, pero a la vez escrupuloso, con cuidado de no mancharse de barro sus lustrosos zapatos. Ya no se veía a sí mismo como un campesino, sino como un hacendado, con su traje negro de los domingos, a decir verdad, solo poseía ese. No tuvo reparos en apartar con brusquedad a los que le molestaban en su camino. No mostró sorpresa alguna al llegar junto al crucificado, ni siquiera se arredró al alzar su cabeza, ni se pronunció al respecto al conocer su identidad. Tan solo se le escapó una fugaz sonrisa, mientras se retiraba a un lado para que los demás pudieran ver su rostro, y agradeció, para sus adentros, a quien había quitado de en medio a su único oponente a la alcaldía.

    Un torbellino de exclamaciones se esparció entre la muchedumbre cuando esta se topó con el vacío y sanguinolento rostro de Bieito, antiguo esbirro del cura, y al que había traicionado, porque anhelaba ocupar su puesto.

    Quienes hubieran podido saber lo ocurrido la noche pasada en la laguna eran los guardianes de la condenada, pero, por más que los buscaron, no los encontraron por ninguna parte.

    Sin testigos a quienes interrogar y con muchas incógnitas, Ernesto acabó culpando al padre Moisés y a su amante del asesinato de Bieito y de la desaparición de los carceleros.

    Aunque todavía no era suyo el bastón de mando de la alcaldía, sus paisanos le obedecieron cuando les ordenó enterrar el cadáver en las proximidades de la laguna. Y como se tenía por un buen hombre, elevó una oración por su alma cuando aquellos terminaron de darle cristiana sepultura.

    Después se hizo acompañar de otros dos vecinos para visitar a Ángela, la curandera; a Sabela también la habían acusado de amancebarse con su hijo Bertiño. Más tarde, le llegaría el turno a Alfonso, el sacristán. Tal vez uno de ellos había alojado a la fugitiva; al fin y al cabo, ambos la habían socorrido en el pasado.

    Lamentablemente, la casa de la primera estaba vacía, así que la confiscaron, junto con su huerto y sus animales; igual que la desocupada vivienda de Inmaculada, viuda de Alfonsiño, el pescador, y su santurrón hijo, al que el sacerdote había nombrado sacristán años atrás.

    Nadie se explicaba esa designación, puesto que el muchacho había demostrado en varias ocasiones tener muy pocas luces; se rumoreaba que esta había sido promovida gracias a la amistad que unía al párroco con su madre, relación poco apropiada para un hombre de Dios, según el parecer de las viejas del pueblo.

    Ernesto se había propuesto capturar a la prófuga con vida costase lo que costase, firmemente apoyado por Maruxiña. Para ello se hizo acompañar de varios vecinos montados a caballo.

    Antes de partir, prometió a sus paisanos traer consigo de vuelta a la Sirena de Fonmiñá para concluir su castigo. Este consistiría en ser expuesta en la picota durante una semana entera, para la mofa pública, como escarmiento por su fuga.

    Luego sería nuevamente conducida a la laguna de Fonmiñá, donde le serían aplicados cien azotes y la muerte por lapidación.

    Finalmente, abandonarían su cadáver en el bosque para que las alimañas dieran buena cuenta de él.

    Ernesto resultó elegido alcalde de O Pozo do Miño dos semanas después, pese a haber regresado sin éxito de su primera batida. Por desgracia, tardó muy poco en darse aires de cacique, instalado en la que creyó que era su perpetua butaca de poder, por lo que su gobierno se convirtió muy pronto en una fiel réplica del que había ostentado el padre Moisés tiempo atrás.

    Capítulo 2

    La mancha de la deshonra

    ¡Qué diferentes esperaba que hubieran sido esos días del verano de 1756, en los que, acompañado de su familia, Federico había puesto feliz rumbo a la costa!

    Victoria, su esposa, acababa de perder un nuevo hijo tras otro parto fallido. Desde entonces, siempre estaba acostada. Se abandonó por completo, lloraba a menudo, comía muy poco y desatendía su hogar y a su única hija. Menos mal que contaban con una buena raza de sirvientes que se encargaban de todo.

    El médico le había recomendado un cambio de aires, una estancia en la costa; darse baños de mar y recibir la vitamina del sol mejorarían su ánimo y favorecerían su recuperación.

    Federico estaba tan preocupado por ella que había decidido escribir a su primo. Pero en su carta le había ocultado la enfermedad de su mujer. Nadie, y menos él, tenía por qué conocer su dolencia. Le tenía mucha envidia, puesto que no había alcanzado su mismo éxito en los negocios y le avergonzaba tener que reconocer los problemas de su esposa ante él.

    En realidad, su reserva escondía un profundo temor: se sentía inferior cada vez que hablaba con su pariente y no quería darle a este ninguna oportunidad de hundirle más en el barro.

    Así, inventó una insuficiencia respiratoria para su hija, la cual necesitaba dar largos paseos por la playa para mejorar.

    Cuando llegó su generoso convite, Federico se lo propuso a su esposa, pero le había costado mucho convencerla. Decía que no tenía ganas de nada y menos de soportar a sus pedantes primos.

    Aun con todo, aceptó ir para contentar a su hija, pero ocupó los primeros compases del viaje en quejarse por cualquier cosa; por el contrario, Juana, entusiasmada con la idea, no había dejado de parlotear durante el trayecto, haciendo planes para los días venideros.

    Sus primos, los Prádena y Seoane, los recibieron en la residencia que poseían en Foz, en compañía de Esteban, Benito, Raúl y Óscar, sus cuatro hijos, de edades comprendidas entre los diez y los dieciséis años.

    Federico y Victoria imprimieron a sus saludos una exagerada despreocupación, como si resultando tan teatreros pasara más desapercibida la frágil apariencia de la delgada mujer, que supo disimular su aspecto vistiendo extensos ropajes.

    El verano acababa de empezar. Aunque el plan era disfrutar de muchas actividades, incluidas unas clases particulares para que los niños no perdieran comba en sus estudios, la principal ocupación de ambas familias iba a ser la de ir a la playa.

    Al enterarse de su dolencia, los cuatro hermanos se habían turnado para acompañar a la joven en sus paseos por la arena.

    Mañana y tarde, Juana, de quince años, había caminado descalza del brazo de uno de sus primos. Los lunes paseaba con Esteban; los martes con Benito; los miércoles con Raúl y los jueves con Óscar. Los viernes, Esteban reclamaba su derecho de ser nuevamente su guía por su calidad de hermano mayor.

    Los sábados, sus padres tomaban el relevo, y los domingos las dos familias acudían a la iglesia y se entretenían en la ciudad.

    Estas ocupaciones habían sido hechas con naturalidad; conociendo su frágil salud, sus primos habían puesto mucho empeño en tenerla siempre bien entretenida y contenta.

    El desastre sucedió meses después de finalizada la temporada estival, cuando todos se hallaban afanados en sus tareas cotidianas. En el rostro de Federico, solo se reflejaba angustia y preocupación, ya no había lugar para la alegría.

    Por un lado, estaba deseando contarle a su primo la situación a la que se veían abocados por culpa de la necia conducta de su primogénito; de esta manera, se resarciría de años y años escuchando sus proclamas de hombre triunfante que no duda en aplastar la confianza de los demás con tal de sobresalir.

    Sin embargo, una vez más se había visto obligado a tratar el asunto con la máxima discreción y no se lo contó a nadie, ni siquiera a él, la otra parte afectada por el «problema». No estaba dispuesto a soportar sus desaires cuando se enterase de la noticia; al fin y al cabo, a ellos les había tocado la peor parte. Y tampoco quería convertirse en el hazmerreír de sus amigos.

    Al principio, Juana callaba. Trataba de pasar desapercibida, no quería contar qué le sucedía; al verse presionada por su madre, finalmente lo escupió todo. Más bien lo vomitó. De hecho, fueron sus constantes vómitos los que la avisaron de lo que le ocurría.

    Enterado por su esposa de la noticia, Federico reaccionó desaforadamente y la reprimenda y el castigo fueron brutales. A partir de ese día, empezó a tratar a su hija como a una cualquiera, por haber empeñado su virtud y su decencia, atrayéndoles la mancha de la deshonra.

    Juana montó en cólera cuando sus padres le prohibieron salir de casa, hasta que el «problema» se hubiera resuelto; de ninguna forma dejaría de ver a su primo. Si sus padres impedían su relación, estaba dispuesta a escaparse de casa para casarse con él.

    Al final, Federico tomó una determinación; en ella, destacaba por encima de todo el mantenimiento de la honra familiar. Le preocupaba cómo afrontaría su esposa un hecho de tal calado en su estado. De hecho, cuando le comunicó su plan, pensó que se negaría, pero coincidió con él en todo desde un principio.

    A pesar de no tener más herederos, Federico mantuvo el temple cuando firmó el ingreso de su única hija en ese lugar. Para contar con su buena disposición, le dijeron que la llevaban a casa de sus abuelos; pero, cuando variaron su rumbo y la joven se dio cuenta de que le habían mentido, estalló contra ellos. Fue tal la violencia de sus arrebatos que el cochero tuvo que detener el carruaje para ayudar a su amo a reducir a su hija; al llegar al convento, se negó a traspasar sus puertas y trató de escapar.

    Avisadas por la madre superiora, dos monjas se personaron en la entrada y, acto seguido, la hicieron desaparecer de la vista de sus padres, sin ofrecerles la posibilidad de despedirse. La abadesa los tranquilizó diciéndoles que la dejaban en las mejores manos, las suyas, acostumbradas a resolver ese tipo de problemas con la mayor discreción. Les aseguró que lograrían su arrepentimiento y harían de ella una buena cristiana y mejor monja. Dicho esto, ellos partieron con la conciencia tranquila.

    Seguramente, no volverían a ver a su hija. Tampoco a su nieto, quien, en otras condiciones, hubiera sido un niño muy deseado, ya que la llegada de nuevos hijos parecía estarles vetada. Pero las restricciones morales de la época eran muy estrictas, y ellos maniobraron de ese modo para no ensuciar su buen nombre.

    Cuando le fueron devueltas sin abrir las cartas que le había escrito a su prima, Esteban creyó que esta ya no le amaba. Nunca llegó a enterarse de su trágico destino ni de su paternidad.

    Los primeros años de la estancia de Juana en el convento fueron insoportables. Al considerarse retenida contra su voluntad, se volvió rebelde y contestona. Cuando la encerraban en su celda para hacer acto de contrición, devolvía las escudillas intactas; se negaba a ir al rezo diario; desobedecía los mandatos e incumplía constantemente el voto de silencio. El trabajo en el huerto era la única tarea que ejecutaba con buen talante.

    El parto fue muy doloroso. Para evitar el escándalo, el médico no había sido avisado. La abadesa ejerció como matrona; nada más nacer, el niño fue arrancado del lado de su madre, que no encontraba consuelo a su desdicha tras su separación. Confiaron el bebé al chófer del convento. Su cometido era depositarlo en un lugar alejado. A medio camino, este había detenido el carruaje porque no soportaba los angustiosos berridos del niño. Lo zarandeó, pero seguía llorando; solo se calló cuando recibió un golpe en la cabeza. El resto del viaje transcurrió en medio de un sospechoso silencio que no hacía presagiar nada bueno; de modo que, cuando fue abandonado, su vida corría ya serio peligro.

    Capítulo 3

    La ladrona

    Una mañana fresca en la primavera de 1800, Milagros se dirigía a su establecimiento, situado en el centro de Mondoñedo, cuando se encontró a una joven tirada en un descampado, como si fuera un montón de basura, su cuerpo hecho un ovillo entre la hierba, completamente empapado por el rocío de la mañana.

    En un momento, y sin apenas darse cuenta, varias mujeres las rodearon; al ver las malas trazas de la muchacha y la desnudez de sus pies, cuchichearon entre sí repletas de malicia. Como no la conocían, no osaron tocarla; la tendera fue quien se atrevió. Cuando se agachó sobre ella y descubrió que estaba embarazada, su rostro se llenó de preocupación.

    Al apartar su mojado cabello, soltó una exclamación de sorpresa tras contemplar su ensangrentado rostro: tan solo era una niña. Se arrodilló a sus pies, colocó estos en su

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