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Territorios inhabitables
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Libro electrónico311 páginas4 horas

Territorios inhabitables

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Información de este libro electrónico

En una ucrónica urbe decadente, el investigador privado Kilian Álamo regresa a casa una noche de tormenta y descubre que Valeria, la mujer de su vida, ha desaparecido. Devastado, y abocado desde entonces a una infructuosa búsqueda por los lugares más sórdidos de la ciudad, recibe un día la visita de un enigmático neurólogo, quien lo contrata para investigar el robo de un importantísimo material científico. Enseguida, empezará a sospechar que dicho caso oculta una trama mucho más profunda de lo que aparenta.
Territorios inhabitables es la insólita aproximación al género noir de ciencia ficción, o new weird, del escritor Alberto Trinidad. Un hermético laberinto de mafias, perversión, intrigas político-militares y amores infinitos construido con su inconfundible voz poética.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2023
ISBN9788419246714
Territorios inhabitables

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    Territorios inhabitables - Alberto Trinidad

    En una ucrónica urbe decadente, el investigador privado Kilian Álamo regresa a casa una noche de tormenta y descubre que Valeria, la mujer de su vida, ha desaparecido. Devastado, y abocado desde entonces a una infructuosa búsqueda por los lugares más sórdidos de la ciudad, recibe un día la visita de un enigmático neurólogo, quien lo contrata para investigar el robo de un importantísimo material científico. Enseguida, empezará a sospechar que dicho caso oculta una trama mucho más profunda de lo que aparenta.

    Territorios inhabitables es la insólita aproximación al género noir de ciencia ficción, o new weird, del escritor Alberto Trinidad. Un hermético laberinto de mafias, perversión, intrigas político-militares y amores infinitos construido con su inconfundible voz poética.

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    Territorios inhabitables

    Alberto Trinidad

    www.edicionesoblicuas.com

    © Los territorios recobrados (2016-2019)

    (Una trilogía de cuatro novelas autónomas, que se remiten entre sí, compuesta por Territorios inhabitables, Territorios sonámbulos, Asterisco de mar y alga sobre las rocas y Noche etcétera)

    Si deseas más información, escribe a: info@edicionesoblicuas.com

    Si deseas contactar con el autor, puedes escribirle a: alberto.trinidad@edicionesoblicuas.com

    Territorios inhabitables

    © 2023, Alberto Trinidad

    © 2023, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-19246-71-4

    ISBN edición papel: 978-84-19246-70-7

    Edición: 2023

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Contenido

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    El autor

    1

    Cuando llegué a casa aquel día, ella ya no estaba allí. No me hizo falta buscarla en su despacho, el cuarto de baño o en el desván: nada más entrar, sentí (olí) la ausencia de su cuerpo como el presagio de una ausencia permanente. Rebusqué en sus armarios y cajones y me lo encontré todo tal cual, no faltaba nada, y aun así me inundaba la certeza de que Valeria había desaparecido. No sé explicar de dónde nacía esa seguridad. Llegué a casa, introduje la llave en la cerradura, abrí la puerta, encendí la luz, y sentí su ausencia calándome hasta los huesos como un infernal escalofrío que me sacudiera de arriba abajo.

    Inmediatamente me senté en el sofá, con esa calma sonámbula que afecta a quien se encuentra en shock y no atina a encajar su cuerpo en el escenario correspondiente; y la llamé por teléfono. Eran las once de la noche. Valeria acababa las clases ese día a las seis, y cuando se entretenía luego tomando una cerveza con algún compañero, haciendo unas compras o yendo a cualquier parte que hubiera escogido, raramente llegaba a casa pasadas las diez. Pero no se trataba solo de eso, repito: su ausencia me calaba en el tuétano. Como un pájaro de mal agüero vaticinando su desaparición definitiva.

    Su móvil estaba apagado. La llamé tres, cuatro veces más y le dejé varios mensajes durante la siguiente hora, sin respuesta alguna. A medianoche salí a la calle y comencé mis pesquisas. Rastreé el barrio, la ciudad entera, pregunté a las personas a quienes sabía debía interrogar en estos casos; y lo mismo hice al día siguiente, a plena luz, en la universidad donde impartía sus clases, en los lugares que solía frecuentar… Y al día siguiente, y al otro. Pero nadie tenía ni idea de nada. Ninguna pista, ningún señuelo que me indicara qué podría haberle ocurrido. Denuncié el caso a la policía, pese a la poca o nula confianza que tengo en el Departamento. Si alguien como yo no es capaz de resolver un caso como este, qué van a conseguir esa pandilla de burócratas, patrulleros y meapilas. Aun así, no quise desestimar ninguna opción que me permitiera recuperarla…

    Enseguida me arrepentí. Estuve a punto de partirle la cara a más de uno de esos retrasados al comprobar el desdén con el que me trataban. Leía lo que pensaban en sus ojos, en los desdeñosos gestos estúpidos de sus caras: Otra mujer que abandona a su marido porque no lo aguanta más, porque no sabe satisfacerla como es debido. Leía en sus miradas de hombres de las cavernas lo que me querían transmitir: Si hubieras estado a la altura, si fueras un macho de verdad, no se te habría escapado, marica, a mí eso jamás me pasaría porque yo sé cómo hay que tratar a esas zorras. Eso es lo que me decían los ojos de esos hombres. Pero Valeria no me había abandonado, de eso estaba seguro, a Valeria la habían secuestrado. Alguien se la había llevado en contra de su voluntad. Y comprobar la indolencia con que se tomaban el asunto en la comisaría me sacó de quicio.

    Y hasta es posible que sí, que en algún momento, casi sin darme cuenta, se me escapara la mano y le reventara la cara a uno de esos oligofrénicos perdonavidas.

    Pasaron las semanas sin novedades. Los días desde su desaparición (incluso los que la precedieron) se me amontonan unos sobre otros sin que logre distinguirlos con claridad. Como un magma de horas, investigaciones, entrevistas y vagabundeos que me ahogaban. Que me ahogan. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? Escudriñé en su ordenador en busca de algún indicio que pudiera ayudarme, cualquier detalle con el que abrir una vía de investigación. El nombre de algún contacto desconocido por mí, alguna dirección de algún lugar al que hubiera podido ir sin que yo lo supiera, en donde pudiera haber entablado amistad con alguien… peligroso.

    Pienso en la lluvia. Aquel día fatídico llovía a cantaros. Una lluvia agresiva, de esa que arremete contra uno a bandazos, en cualquier dirección, y contra la cual es imposible protegerse. El paraguas que llevaba encima acabó roto, en equilibrio sobre una papelera rebosante, como una marioneta descoyuntada que ya no atiende las órdenes de ningún titiritero… Pienso en la lluvia, en toneladas de agua cayendo de un cielo opaco durante horas enteras, y ahora mismo no puedo dejar de relacionar esa imagen con la desaparición de Valeria. Como si una cosa fuera consecuencia de la otra, o su punto de inicio.

    Visité a sus amigos y a sus compañeros de la facultad, incluso tragué bilis y llamé al imbécil de su hermano, tan arrogante como siempre; ninguno de ellos me ofreció ninguna información útil. Sin embargo, lo que llamó más mi atención en estas últimas entrevistas no fue tanto esa carencia de datos como la indiferencia con la que todo el mundo parecía tomarse su ausencia. Su hermano incluso se reía, el subnormal de su hermano se rio cuando le expliqué que Valeria había desaparecido: «Como si no estuviera acostumbrado a sus locuras», me dijo. Y carcajeó, con ese tono de suficiencia que gasta, de ajustarse los gemelos y el cuello de la camisa bajo un traje de cuatro mil euros. Sus amigos más cercanos tampoco parecieron darle mayor importancia. «Se habrá ido de viaje», decían; «Hace tiempo que quería ir a…». Y en la universidad, no encontré a nadie que considerara que haber abandonado las clases en mitad del curso fuera algo tan inaudito.

    Nunca confié en la gente. Jamás me sentí como ellos. Y ahora parecía que me lo estuvieran echando en cara: «Valeria no ha desaparecido, simplemente te ha abandonado. Se ha ido, y cualquier día regresará, tal vez con otro hombre, una nueva vida, y se reincorporará a sus clases, volverá a tomarse unas cervezas con nosotros en el bar de la esquina y a asistir a los mismos seminarios de siempre, sin ti, con nosotros».

    Pero Valeria me amaba, me ama, más de lo que nadie pueda imaginar; y ellos, los demás, no tienen ni idea del significado verdadero de ese amor.

    Pienso en la lluvia. En toneladas de agua cayendo de un cielo opaco durante horas enteras, días, años. En violentas rachas azotándome el cuerpo con látigos húmedos, chorreándolo de sangre y lluvia. En la lluvia. Pienso en esa lluvia que se desató sin contemplaciones, sin avisar, arremetiendo contra el mundo desesperadamente. Y pienso en los ojos de Valeria, grandes y profundos como calmados océanos de incontables reflejos. En su sonrisa traviesa que invita a juegos retorcidos.

    ¿En qué momento dejo de pensar en lo que hice, en lo que pasó, y me pongo a pensar en lo que hago, en lo que está pasando ahora? No lo sé. Afuera, a través de la ventana de mi despacho, veo que comienza tímidamente a llover. Dentro de mí pienso en el rostro de Valeria, cuyo perfil cada vez me cuesta más trabajo dibujar en la memoria: tan especial, tan raro, tan diferente a cualquier otra cara que hubiera visto antes. Reviso los papeles que tengo encima de la mesa, concernientes al caso que investigo estos días: otra monótona sospecha de infidelidad que debo documentar, mientras que el caso permanente de la desaparición de Valeria aguarda incesante en todos los cajones de mi mente.

    Llaman a la puerta, lo digo, lo veo, lo vivo, ya no lo estoy rememorando. Guardo el frasco con mis pastillas en el maletín.

    Sofía entra en el despacho. Mi clienta. Una mujer de mediana edad entrada en carnes que tartamudea nerviosa en busca de una explicación convincente.

    Su marido tiene una aventura, le digo, pero no con la persona que usted pensaba. Ella dilata los ojos, siento su desesperación callada, su incredulidad. Su marido tiene una aventura con otro hombre, Luis, su profesor de tenis.

    Eso le digo, en eso consiste mi trabajo cuando no me contratan para temas de más enjundia. Su marido le chupa la polla a otro hombre en los vestuarios del club donde usted va a comentar las últimas novedades televisivas con sus amigas, señora. Esto no se lo digo, solamente lo pienso, lo dibujo en mis ojos mientras le digo que lo siento, que le he preparado un dosier con fotografías, datos y horarios. Un dosier en el que me recreo con delicadeza en los aspectos más morbosos de la infidelidad. Adiós. Le prepararé la factura. No tema, nadie tiene por qué enterarse de nada si usted no quiere. Me consta que ellos son muy discretos.

    Y Sofía se larga. Afuera ha dejado de llover, pero hace un día tan gris, tan denso, que los edificios de enfrente se perciben entelados, como si una sutil cortina de niebla me separara de ellos. Reviso mis archivos. Busco mi frasco de pastillas, no recuerdo si he tomado ya mi dosis. Está en el maletín. Sí. Lo he dicho. Antes lo he dicho: he cogido el frasco y lo he guardado ahí, pero no sé si lo he hecho después de haberme tomado la dosis correspondiente. Porque estoy enfermo, he enfermado. Tengo una enfermedad.

    Es de nuevo la hora de entrar en mi casa vacía de ti, Valeria. ¿Me oyes? Estos días he estado visitando al médico porque me han asaltado una serie de dolores inespecíficos en distintas partes del cuerpo. Me han realizado diversas pruebas que indican, según el doctor, que padezco una enfermedad que debe ser tratada y vigilada de forma crónica. Por eso debo tomarme estas píldoras.

    Pero eso ya lo sabías, ¿verdad, Valeria?

    Es la hora de entrar, de salir de esa casa. ¿De ir adónde? Estoy sentado dentro de mi vehículo. Vigilo la puerta de un hotel donde hace cuarenta y cinco minutos ha entrado Mark Handel, el socio de Jorge Luis Montalvo, con un magnate saudí. Jorge Luis sospecha de su compañero, cree que está llevando a cabo negocios a sus espaldas, y que además está planeando desfalcar su empresa. Yo tengo que desenmascararlo, conseguir pruebas. Soy investigador privado. Estoy dentro de mi coche esperando a que salgan Handel y el magnate saudí. Es noche cerrada y, pese a que he aparcado a cierta distancia del hotel, en una zona menos concurrida, a mi lado circulan constantemente viandantes que van y vienen, conformando un necrosado tejido urbano que me asfixia.

    Dos horas más tarde, el magnate sale del edificio, solo, lleva un maletín que antes no traía. Diez minutos después veo a Mark Handel cruzar la puerta del hotel junto con otra persona que me resulta desconocida. Se suben a un Chevrolet y los sigo, con cautela, hasta las oficinas de la empresa que Handel comparte con Jorge Luis. Allí, con el consentimiento de mi cliente, he colocado micrófonos ocultos. En unos minutos sabré qué trama su socio. Soy detective. Un buen detective que es capaz de resolver cualquier caso menos el que le atañe.

    Es de nuevo la hora de entrar en mi casa vacía.

    Pregunto por ti, Valeria, a los espejos de nuestro hogar: los del dormitorio y los del cuarto de baño, y el que tenemos en el vestíbulo. Allí pregunto por ti, por tu paradero. Y en ocasiones creo escuchar tu voz murmurando algo que no entiendo, o la mía diciéndome que no, que te has ido, que no voy a volver a verte nunca más. Entonces me callo, entonces no sé si lo que hago es rememorar lo que ha ocurrido ya, lo que me ha pasado, o si estoy diciendo lo que sucede ahora, lo que veo, lo que vivo, lo que te cuento en este instante. No lo sé. Voy a la cocina, a la hora de ir a la cocina, para prepararme la cena; cocinar, pese a tu ausencia, algún plato que sé que te gustaba y fingir que lo comparto contigo. Me siento a la mesa, luego en el sofá. Miro por la ventana, siempre me gustó pasarme las horas muertas mirando por cualquier ventana del mundo. Por esa razón, imagino, no me resulta en absoluto pesado apostarme con el coche en un rincón de la ciudad y vigilar durante horas la puerta de un hotel, de unas oficinas, o de un club de tenis: es como si mirara por la ventana…

    No llueve. Miro a través de la ventana del comedor a esta hora de la madrugada y no llueve. Y entre el marco que delimita el cristal, el viento por donde no vuela ningún pájaro y el cielo negro, lo veo. Es en este momento cuando empiezo a verlo. Sin más. Cómo se agrieta. No sé muy bien si en el mismo marco que delimita el cristal, o en el interior del viento o del cielo, contemplo una grieta que se abre, ahí, sí, en el cielo: una grieta en el cielo. Y ya no sé si lo estoy rememorando o lo estoy viendo realmente ahora, aquí, por primera vez.

    2

    Cuando llegué a casa aquel día, ella ya no estaba. Había desaparecido. Del mismo modo que antes, nada más entrar, percibía su olor, el eco de sus gestos parpadeando en las paredes, el de las palabras calientes de su voz reverberando por las repisas, ese día no noté más que su ausencia: la inexorable privación de sus atributos. Como si un ladrón hubiera desvalijado la casa y yo, al entrar, la hubiese encontrado completamente vacía.

    Salí a la calle a buscarla. No, miento, primero la llamé por teléfono y le dejé unos mensajes en…, y luego salí a la calle, a buscarla, a preguntar a mis contactos de los bajos fondos, a rastrear los bares a los que solía ir. Y más tarde visité a la policía, y a sus amigos, y su universidad…, y creo que también llamé a su hermano y a algún miembro más de su familia…, y a… Te busco en los espejos, en cada esquina que tuerzo por la calle, en las ventanas. Registro el desván desordenado de nuestra memoria común y busco palabras, actos, que me ofrezcan una pista a seguir.

    Y pienso en la forma graciosa que tenías de sacar la mano por la ventanilla del coche los días de lluvia. En cómo luego, lánguidamente, sin apenas utilizar gestos para ello, me acariciabas la cara con esa mano mojada…

    Pienso en tu espalda alejándose de mí.

    Ahora estoy en mi oficina. Lo que estoy haciendo ahora es escuchar las cintas que grabé anoche en Aseguradoras Arfa, la conversación entre Mark Handel y su compinche. La prueba irrefutable de su traición a Jorge Luis Montalvo. Enlazo ese diálogo con el resto de la información recopilada y establezco puntos de unión, desentraño el plan para arruinar a su socio y hacerse además con el poder de otra empresa, un plan mezquino. Vivimos rodeados de gente así. Nunca me gustó este mundo. Nunca encajé en la estructura que componen los seres humanos en la Tierra, ni me sentí identificado con ellos. Pero eso es como no decir nada. Nada de nada. Puedo rememorar que lo he pensado siempre, o decirlo ahora: que lo digo, que lo pienso ahora. ¿Dónde estás, Valeria?

    El timbre del teléfono me sorprende de pie, mirando por la ventana de mi despacho a la calle semidesierta, por donde casi nunca pasa nadie. Decidí establecer mi lugar de trabajo en un lugar discreto, alejado del centro de la ciudad. Un lugar de difícil acceso, casi como una guarida en el interior de un edificio antiguo donde viven siete u ocho familias de clase baja, donde nadie pudiera creer que se encuentra el despacho de un detective. Casi como una guarida. Ha sonado el teléfono y me ha sorprendido mirando a nadie por la ventana. Mirando, tal vez, el enésimo rincón del mundo vacío de ti, ese infinito que se expande eternamente desde hace semanas: el de tu ausencia.

    —Diga —digo.

    Nadie contesta, solo el silencio.

    Repito: Diga.

    —¿Es usted el señor Álamo, Kilian Álamo?

    Una voz pausada, delgada como el hilo de humo que desprende la llama de una vela, pregunta por mí.

    —Sí, soy yo.

    Soy yo, le digo a la voz lenta.

    —Kilian Álamo —insiste.

    —Sí.

    Nuevamente el silencio.

    —Me gustaría hablar con usted —dice la voz, al cabo—. ¿Cuándo cree que podría recibirme?

    —¿De qué se trata?

    El silencio.

    —Deseo contratarle, señor Álamo. Los detalles prefiero comentárselos en persona.

    Ahora soy yo el que alimenta el silencio. Unos segundos.

    —Está bien.

    Le digo que puede venir a visitarme esta misma mañana, que estaré en mi despacho hasta la hora de comer. Hasta la una o las dos. Luego el tipo cuelga el teléfono sin darme tiempo a preguntarle su nombre, ni dato alguno que anotar como referencia. Así que me siento a esperar, redactando el informe del caso Handel & Montalvo, dejando que mi mente divague perdida en el recuerdo de tu boca abriéndose para devorarme en las noches húmedas de nuestra pasado…

    El timbre del interfono me sorprende sentado, asomado a la ventana de tu cuerpo, contemplando el insaciable tobogán de tus muslos por el que mis dedos se arrojaban enloquecidos.

    Quién es, pregunto. La voz pausada y delgada me responde con otra pregunta:

    —¿Señor Álamo, Kilian Álamo?

    Le digo que sí y lo invito a subir. Pocos segundos después aparece en la puerta de mi despacho un hombre de baja estatura, de poco más de cuarenta años, con el pelo negro, corto y muy tupido. Tiene un rostro duro pero de facciones amables, los ojos claros, y viste un abrigo largo sobre una camisa y un pantalón oscuros de corte elegante aunque barato.

    —Soy Andrés Fermani —dice—, hemos hablado hace un par de horas. —Yo le digo que pase, que se acomode, y él se sienta con delicadeza en una de las dos sillas que tengo frente a la mesa.

    En mi despacho no hay nada más que esas dos sillas y la mesa, una butaca para mí, un perchero y dos grandes archivadores. Encima de la mesa hay un ordenador portátil, una impresora y docenas de bolígrafos desperdigados en cubiletes diversos.

    —Usted dirá —pronuncio.

    Fermani me mira fijamente a los ojos, se toma su tiempo en escrutarme, como si todavía no estuviera seguro de que yo soy quien digo ser o de si debe depositar su confianza en mí. La verdad es que no sé en qué puede estar pensando ni la razón de su cautela.

    —Me han hablado muy bien de su forma de trabajar —dice con lentitud—. Teníamos muchas dudas sobre la persona a la que debíamos encargarle este asunto, y finalmente nos hemos decidido por usted. Se trata de un tema de vital importancia.

    El rostro de Fermani se va ablandando; sus ojos, sin embargo, se clavan poderosamente en mí, como si su mirada tratara de mantener una conversación con mis ojos paralela a la que mantienen nuestras voces.

    —Nos hemos asegurado de que es usted una persona en quien confiar —prosigue—, alguien íntegro y discreto. Cualquier cosa que usted oiga o descubra en este caso es altamente confidencial, ¿me ha entendido?

    Le digo que lo he comprendido a la perfección, y que en los contratos que firmo con mis clientes siempre añado una cláusula en la que me comprometo a no divulgar, por ningún medio, ninguna información de la que recabe durante el caso.

    —Está bien —me dice, los ojos clavados en mis ojos, como a la espera permanente y sostenida de una respuesta—. Necesitamos su ayuda.

    Fermani me cuenta a bocajarro que pertenece a un grupo científico privado que lleva años elaborando en secreto un proyecto de revolucionarias consecuencias sociales. Dice que hace pocos meses, por fin, desarrollaron el primer ensayo experimental que acabó con éxito. Desde entonces han estado casi a diario ejecutando pruebas en base a ese primer ensayo fructífero, hasta que hace cuatro días entraron en su laboratorio y, pese a las extraordinarias medidas de seguridad, les robaron todo el material del proyecto: ordenadores, instrumentos, memorandos…

    —Un auténtico drama, señor Álamo. ¿Comprende la magnitud del asunto que estoy depositando en sus manos?

    Oigo lo que ha dicho, comprendo la importancia de los hechos que me está confiando. Y así se lo transmito.

    —¿Por qué no ha acudido directamente a la policía? —le pregunto.

    —No tenemos la más mínima idea de quién puede estar detrás del robo, pero no descartamos ninguna opción; y, de entre ellas, que el Gobierno esté implicado no es desde luego la más inverosímil.

    Tuerzo el gesto, le digo que no me gustaría verme involucrado en un caso que implicase directamente a los Servicios Secretos del Gobierno. Entonces Fermani me muestra su sonrisa por primera vez. Y al hacerlo siento como si se le iluminara la cara; no, exactamente como si otro rostro se hubiera adelantado desde detrás de su rostro y lo hubiera suplantado. Andrés Fermani sonriendo, los ojos claros iluminados.

    —Sabemos —asegura— que no ha tenido nunca demasiados escrúpulos a la hora de aceptar casos que entraban, digamos, en conflicto con el Gobierno. ¿Recuerda el caso de la plaga verde o el del señor Schulz? Nuestra elección no ha sido azarosa, señor Álamo.

    Andrés Fermani sonriendo, los ojos claros iluminados. La voz pausada y delgada que adquiere color, envergadura, al tiempo que se cuela significativa por la porosa piel de mi consciencia. Me han investigado, está claro, y saben que odio tanto a este Gobierno como, seguramente por lo que cuenta, lo hacen ellos mismos; así que también conocerán, seguro, mi particular relación con los cuerpos de seguridad del Estado.

    —Aun así —continúa Fermani—, tengo la impresión de que, cuando conozca la cifra que estamos dispuestos a pagarle por sus servicios, olvidará los posibles escrúpulos que puedan quedarle al respecto.

    Quizás, en el momento más oportuno, se me pone por delante uno de esos casos que nunca he sabido rechazar: peligroso, excitante y bien remunerado.

    —Necesito disponer de cualquier información relativa al proyecto científico y conocer a cada una de las personas que forman parte de él.

    —¿Eso es un sí, señor Álamo?

    ¿Era eso un sí, Valeria? Aceptar un caso que ocupe por completo mi tiempo. Que rescate mi cuerpo del pozo en el que se hundió desde que has desaparecido. Y que me permita investigar a fondo en un campo abierto e ilimitado de posibilidades, en ese extenso campo de todas las posibilidades del mundo donde se halla tu ausencia, tu secuestro…

    —De momento, señor Álamo, podré satisfacer cualquiera de sus requerimientos menos aquellos directamente relacionados con los detalles del proyecto científico. Con lo que le he contado hasta el momento tiene suficiente.

    Es la voz de Andrés Fermani, que me habla al volante del coche en el que me está conduciendo a su laboratorio. Yo le digo que sí, se lo digo mudo, con un gesto de mi cabeza, que anda inclinada hacia la ventanilla. No sé si lo he dicho ya, pero podría pasarme la vida con la vista fijada en una ventana. Observo el tejido urbano, ese tejido deshilachado que componen las personas, los establecimientos, la contaminación, el salvaje eco de lo perdido para siempre, de lo vagamente recordado y

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