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Asterisco de mar y alga sobre las rocas
Asterisco de mar y alga sobre las rocas
Asterisco de mar y alga sobre las rocas
Libro electrónico284 páginas4 horas

Asterisco de mar y alga sobre las rocas

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Información de este libro electrónico

«Todo empezó el día que morí, ¿recuerdas? Apenas abría los ojos a la muerte, con un parpadeo salado que me decía estoy aquí, estoy allí; que me enseñó un pedazo de sol que se apagaba entre restos de nubes grasientas. Todo empezó ese día, el día que morí, ¿lo recuerdas? Estaba tumbado en la orilla de rocas del acantilado. Mis miembros, pesados por el agua, por la ropa empapada adherida a ellos, se desmadejaban inertes sobre las piedras. (…) La noche llegaba en una carroza sucia de gris decadencia. ¿Eres tú la muerte?, le dije. (…) Ella respondió que no».
Así comienza este relato que es una telaraña, un salto, una telaraña-relato donde poder ser narrado (suspendido) en aquellas vidas que siempre soñaste vivir, ¿recuerdas?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2023
ISBN9788419246752
Asterisco de mar y alga sobre las rocas

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    Asterisco de mar y alga sobre las rocas - Alberto Trinidad

    «Todo empezó el día que morí, ¿recuerdas? Apenas abría los ojos a la muerte, con un parpadeo salado que me decía estoy aquí, estoy allí; que me enseñó un pedazo de sol que se apagaba entre restos de nubes grasientas. Todo empezó ese día, el día que morí, ¿lo recuerdas? Estaba tumbado en la orilla de rocas del acantilado. Mis miembros, pesados por el agua, por la ropa empapada adherida a ellos, se desmadejaban inertes sobre las piedras. (…) La noche llegaba en una carroza sucia de gris decadencia. ¿Eres tú la muerte?, le dije. (…) Ella respondió que no».

    Así comienza este relato que es una telaraña, un salto, una telaraña-relato donde poder ser narrado (suspendido) en aquellas vidas que siempre soñaste vivir, ¿recuerdas?

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    Asterisco de mar y alga sobre las rocas

    Alberto Trinidad

    www.edicionesoblicuas.com

    © Los territorios recobrados (2016-2019)

    (Una trilogía de cuatro novelas autónomas, que se remiten entre sí, compuesta por Territorios inhabitables, Territorios sonámbulos, Asterisco de mar y alga sobre las rocas y Noche etcétera)

    Si deseas más información, escribe a: info@edicionesoblicuas.com

    Si deseas contactar con el autor, puedes escribirle a: alberto.trinidad@edicionesoblicuas.com

    Asterisco de mar y alga sobre las rocas

    © 2023, Alberto Trinidad

    © 2023, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-19246-75-2

    ISBN edición papel: 978-84-19246-74-5

    Edición: 2023

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Contenido

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    El autor

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    Todo empezó el día que morí, ¿recuerdas? Apenas abría los ojos a la muerte, con un parpadeo salado que me decía estoy aquí, estoy allí; que me enseñó un pedazo de sol que se apagaba entre restos de nubes grasientas. Todo empezó ese día, el día que morí, ¿lo recuerdas? Estaba tumbado en la orilla de rocas del acantilado. Mis miembros, pesados por el agua, por la ropa empapada adherida a ellos, se desmadejaban inertes sobre las piedras. Instantes antes —una eternidad reducida al punto y final de mi vida—, me había arrojado desde lo alto. ¿Recuerdas? Parpadeé. La noche llegaba en una carroza sucia de gris decadencia. ¿Eres tú la muerte?, le dije. Empapado y a oscuras, escuchando los cansinos latidos de mi corazón ahogado dentro del pecho. Ella respondió que no.

    —Más bien soy la que te ha salvado de ella. —Dijo.

    Abrí más los ojos. Comenzaba a tener frío, esa clase de frío que germina en los huesos y se expande luego por el resto del cuerpo. Se hacía de noche y el agua del mar continuaba salpicándome allí tirado en la roca.

    —¿Estás bien? —dijo.

    No supe qué contestar. Ella me ayudó a incorporarme antes de que yo pronunciara ninguna respuesta. ¿Puedes respirar?, dijo. ¿Has tragado mucha agua?, dijo.

    Ella también estaba mojada. Con sus manos auscultó los restos de mi cuerpo, que podían moverse según sus indicaciones. Sí, dije.

    Le dije que sí, que podía respirar, que no debía de haber tragado mucha agua. Ella me miró a los ojos y vi la mezcla de colores de la noche en sus iris.

    —Será mejor que vayamos a quitarnos esta ropa mojada y que nos sequemos.

    No pude evitar sonreír al escuchar la palabra ‘mejor’. Será lo mejor, sí, murmuré. Y ella también se rio.

    En su casa nos turnamos para entrar en el baño, secarnos y cambiarnos de ropa. Ella me ofreció unos pantalones y una camisa, supuse que de algún reciente amante, no se lo pregunté.

    —Parecen de tu talla —dijo.

    Yo asentí y concentré mi atención en los detalles de aquella casa donde no había estado nunca. En los detalles del cuerpo y la vestimenta de la chica.

    —Ahora tú y yo nos vamos a ir a tomar una copa por ahí y a charlar largo y tendido.

    Eso dijo, «a charlar largo y tendido».

    La seguí. Afuera, la noche permanecía herida de gris. Corría una brisa fría que en aquel momento interpreté como los vestigios de mi reciente fallecimiento; al parpadear, aún pensaba que me encontraba tirado en la falda pedregosa del acantilado, deshecho de mí y desapareciendo.

    Tras caminar un par de centenares de metros entramos en un bar. Creo que he estado aquí antes, le dije al reconocer el barrio y la curiosa ordenación de las mesas en un largo pasillo hacia la barra.

    —Es un buen sitio, no me extrañaría.

    Antes de tomar asiento, ella me preguntó qué quería tomar mirándome a los ojos de la misma manera como lo hizo un rato antes, en las rocas, como si no hubiera pasado el tiempo. Cualquier cosa estará bien, le dije.

    —No, cualquier cosa no estará bien. Piensa qué es lo que quieres beber y pídemelo.

    Dijo. Con sus ojos en mis ojos, como si estuviera todavía tendido en el lecho de alga, roca y agua, y me preguntara si estoy bien, si puedo respirar, si me he tragado una docena de medusas transparentes mientras me ahogaba en el fondo marino.

    —Me gustaría beber una cerveza fría, y una copa de anís con hielo —pedí. Luego ella me sonrió, al tiempo que desaparecía por el pasillo en dirección a la barra y yo me hundía en el asiento, en la penumbra del bar, pensando en la mezcla de colores de la noche, en mi cuerpo a cámara lenta cayendo en mitad del crepúsculo, como un pájaro amputado de cielo.

    Cuando regresó sentí que me acababa de despertar, que me había quedado dormido durante algunos segundos y de repente despertaba. Ella puso sobre la mesa, junto a mis manos, la cerveza y la copa de anís; uno de los camareros, que la seguía, depositó frente a su silla vacía un cóctel que me hizo recordar un Angel Face.

    Estuvimos mirándonos unos instantes. Ella probó su copa y yo le di un sorbo a la cerveza.

    —¿Cerveza y anís? —preguntó.

    —Sí —dije, recordando las razones—, me gusta el sabor del anís, pero no el regusto que me deja en la garganta. La cerveza me ayuda a aplacarlo.

    A ella pareció divertirle mi respuesta. Yo la miraba: su rostro seco con la línea de los ojos pintada de negro, en contraposición a su cara mojada en el acantilado. ¿Puedes respirar?, me había dicho. ¿Puedes pronunciar las letras de tu nombre?

    —¿Cómo te llamas? —le pregunté entonces, justo cuando iba a volver a dirigirme la palabra.

    —Me llaman Laberinto —dijo.

    Así que puedes llamarme Laberinto, apostilló.

    Yo me quedé callado durante unos segundos, pensando en ese nombre, en cómo me acababa de decir que la llamaban. Ella bebía de su copa sin apenas inmutarse, mirándome a los ojos.

    —¿Y a mí? —pronuncié por fin—. ¿Cómo podemos llamarme a mí?

    Laberinto se tomó un rato para decidirlo, hizo una graciosa mueca con los labios, amusgando los ojos, y enseguida dijo: Stern.

    —Te llamaremos Stern, el doble de ti mismo.

    Entonces vi como Stern se reía, por primera vez abiertamente desde que se arrojara al mar. Stern, dije, y reí.

    Ambos reímos.

    Luego bebí un sorbo de anís, y, al cabo de cinco segundos, un trago largo de cerveza.

    No sé qué otras frases intercambiamos antes de que ella me preguntara por el acantilado. Por mi cuerpo en el mar, hecho un asterisco de roca y alga. Ni recuerdo exactamente las palabras, sutiles, que utilizó para hacerlo.

    —No existe una razón concreta —divagué mientras acababa de un último trago el anís. En la penumbra del bar se filtraban los movimientos de los demás como luces en extinción.

    —Creo que puedo entenderte —dijo Laberinto.

    A medida que ella hablaba, que pronunciaba las frases con las que se acercaba a mí, comencé a imaginar que traducían en mi entorno una suerte de lugar al que entrar. Como en un laberinto, dije.

    Volví a sonreír, y señalando nuestros vasos vacíos propuse tomar otra ronda. A ella le pareció buena idea, y enseguida estábamos bebiendo de nuevo. ¿Lo ves?, dijo. ¿No te parece este mejor plan?

    Yo contuve la respiración. No sé por qué, pero mi atención solo la acaparaban las palabras y los gestos de ella. Me fijé en que tenía una pequeña cicatriz en la barbilla, como si una luciérnaga la hubiera lamido debajo del labio.

    —Qué extraño, ¿verdad? —acerté a decir, porque no paraba de verme tumbado inerte sobre las rocas, con su rostro encima del mío.

    —¿Ya te has dado cuenta? —respondió ella enigmáticamente, acariciando así una semilla de misterio en sus pequeñas manos.

    Al percibir que yo no sabía de qué me estaba hablando desvió de nuevo el tema de conversación; calibrando qué teclas tocar de este piano naufragado que soy, imaginé.

    Me preguntó entonces a qué me dedico, qué trabajo desempeño.

    —Soy… —estuve a punto de decir ‘era’— copywriter en una agencia de publicidad: redactor de contenidos. —Ella asintió, satisfecha, sopesándome quizás. Quiso saber el nombre de la agencia y yo se lo dije, como quien perfila un inventario de su propio mausoleo.

    —O sea, que tomas un producto —dijo— y lo modificas sin que se note hasta que adopta un aspecto apetecible para el público, ¿no?

    —Más o menos. Aunque mis jefes te dirían que lo que hago es resaltar sus aspectos positivos —respondí con sorna, pero serio, mezclando anís y cerveza en mi delicada faringe, contando los pasos que di en el bordillo del acantilado antes de saltar—. ¿Y tú? —pregunté con el fin de tramar una conversación superficial que sentía sedimentaba un sentido más profundo—. ¿A qué te dedicas?

    —Soy cartógrafa. Geógrafa —contestó tamborileando con los dedos en la mesa—. Mira —dijo. Y comenzó a dibujar con esos dedos trazos indescifrables en la tabla de madera.

    Perdí mi vista en ellos durante un rato. El alcohol y el mar esparcían en mí sus efectos etílicos y, apoyado en ellos, imaginé que el trazo de las manos de Laberinto dibujaba sobre la mesa el arabesco de mi cuerpo al caer sobre las rocas.

    —Te entiendo —dijo, después de mucho tiempo.

    Laberinto me miraba a los ojos. De pronto la sentí como si fuera un caleidoscopio: ella en la falda del acantilado; en su casa; en el bar; descendiendo de la noche como si un tentáculo de la madrugada la depositara enfrente de mí.

    —Esta vida no nos basta —dijo mientras yo bebía anís y cerveza.

    Dejó pasar un rato, estudiando mi reacción. ¿Puedes respirar?, me preguntó en el instante en que había muerto.

    —Las personas se gastan, se agotan —continuó—. ¿Te pasa lo mismo que a mí?

    Las personas se gastan, se agotan, dijo.

    —Te voy a contar un secreto: cuando llevo saliendo con alguien más de un año y medio, dos como máximo, descubro que no existe, que es de mentira. Ese es el tiempo, como mucho, que me duran los seres humanos.

    Yo escuchaba con atención, observando la manera en que agitaba las manos alrededor de su copa, su boca moviéndose al compás de las palabras que pronunciaba.

    —Lo intenté en numerosas ocasiones —dijo—. Empezar una relación, enamorarme de alguien. Ya sabes, adentrarse en la vida, la identidad de un ser complejo con quien compartir tus intereses, inquietudes, anhelos. Conocerlo, saber qué hay en su interior, los matices que construyen su comportamiento, amarlos, sumergirse en ellos con los tuyos y multiplicarse así.

    Dijo.

    —La aventura del amor —dijo—. Pero indefectiblemente, una vez tras otra, al cabo de eso, de un año, a lo sumo dos, llegaba al fondo de ellos y descubría que no había nada más, se habían gastado, y me moría de miedo. ¿Comprendes de qué tipo de pánico te estoy hablando?

    En lugar de responder continué mirándola fijamente a los ojos.

    —Miedo a la nada, al vacío —prosiguió—. Cartografiaba la personalidad, la identidad de cada uno de mis amantes, hasta que descubría que ese territorio estaba hueco, ninguna línea que unir a otra y que llevar a un nuevo lugar. Sus límites se estrechaban tanto que me sentía encarcelada junto a ellos. Las personas se gastan, se agotan. —Dijo.

    Y yo la miraba. Puedo entenderte, asentí. Como si fuera ella quien lo hubiera pronunciado.

    —¿Por qué saltaste? —me preguntó al cabo, entreverando una nueva conversación en medio de la actual. Yo divagué que por ninguna razón concreta.

    Nos veía como a través de un caleidoscopio. Mi cuerpo asomado a la inmensidad del océano, tras de mí absolutamente nada: el resumen de una mentira que duraba ya demasiado tiempo.

    —Tengo más años que yo —le dije—. Tengo demasiados años de más.

    Laberinto asintió, levantó su copa y me obligó a chocar la mía contra la suya.

    —Se trata pues de volver a tener menos años que tú, Stern.

    Dijo, nombrándome así por primera vez desde que nos bautizara.

    —No lo sé. —Hice una pausa y después murmuré—: Las personas se gastan, se agotan.

    Laberinto esbozó una sonrisa perversa, repleta de presagios. Mira hacia allá, dime qué ves, dijo, señalando una pared en la que había colgadas unas máscaras, frente a la cual pasaban esporádicamente algunas personas.

    —Una pared, con máscaras.

    —¿No notas nada diferente? Allí —dijo, señalando de nuevo la misma pared.

    Encima de nuestra mesa había nuevos cócteles; había abandonado la cerveza y el anís y ahora bebía lo mismo que Laberinto.

    Le dije que no, aunque hubiera querido decirle que sí. En ese momento no percibí diferencia alguna.

    De pronto, Laberinto se levantó de su silla y me cogió de la mano. Ven, dijo, y me llevó por el pasillo hacia el fondo del bar, donde la música estaba a un volumen más alto. Contemplé a las personas que había a nuestro alrededor, la penumbra luminosa que nos recogía, como si fueran una mancha de la noche de afuera. Nada de aquello me llamaba la atención. En un rincón, de pie, con nuestros vasos en la mano, me dijo que esto se estaba acabando. Que confiara en ella.

    —¿No te das cuenta de que este no es nuestro mundo? —dijo—. ¿De dónde vienes tú?

    A Laberinto le brillaban los ojos, de la misma manera que lo hacen los ojos de quien acaba de drogarse, de enloquecer o de salir del fondo del mar. Pensé en eso mientras digería lsus últimas frases, más por su sonido que por su significado. ¿Vengo de la muerte?, quise preguntarle. Pero me quedé callado. Ella lanzó entonces una sonora carcajada y volvió a llevarme de la mano a través de la gente, a una mesa ahora mucho más apartada, al lado de la puerta.

    —Sal del mar —dijo. Sí, eso es lo que dijo: Sal del mar—. ¿Me oyes? Dime qué hay en tu cabeza, sácalo, sal de las rocas.

    ¿No es este mucho mejor plan?, repitió.

    —Dentro de mi cabeza hay cosas muy raras, Laberinto… —dije.

    —Vamos bien, muy bien, Stern. ¿Cuánto de raras?

    —Raras… de verdad.

    Laberinto esbozó una sonrisa perversa, repleta de presagios.

    —Yo voy a ayudarte, ya lo verás —dijo, como si necesitara o le hubiera pedido ayuda, ahora que definitivamente me había tirado por un barranco.

    La vi allí. Abrí los ojos, estrellado en las rocas, y la vi. ¿Estás bien?, me preguntó. Y yo balbuceé en el lenguaje de los muertos.

    —¿Dónde amanecen los muertos? —dije con la mirada perdida en la superficie de la copa que bebía, tal vez ya demasiado borracho. Laberinto sonrió e hizo chocar de nuevo su copa contra la mía.

    —Donde tú quieras. De eso se trata.

    Tiempo después nos levantamos y nos fuimos del local. Caminamos largo rato hacia mi casa y ya en el portal me preguntó si era prudente que me dejara solo.

    —No tomes decisión alguna sin venir a visitarnos —dijo, o algo parecido—. ¿Te gustan las sociedades secretas, Stern? —continuó después de una pausa—. No me digas que no te parecen emocionantes.

    Dijo. O algo parecido. Acto seguido me metió una tarjeta en el bolsillo trasero de mi pantalón, que en realidad le pertenecía a ella, a un amante o examante suyo.

    Cuando se fue y subí a mi casa, una casa que no imaginé que volvería a ver nunca, leí la tarjeta que me había dado. En una tipografía minúscula ponía, sencillamente: Los omninautas, y un número de teléfono. Me asomé a la ventana y descubrí que habían cambiado las cortinas del dormitorio que tenía enfrente de mi salón, a unos veinte metros de distancia.

    Un poco después, supongo, me quedé dormido.

    2

    Al día siguiente, por inercia, me desperté a la hora que acostumbraba. Cuando abrí los ojos, sin embargo, tardé en entender que me encontraba en mi dormitorio. Me pareció extraño. Una ligera y sostenida resaca envolvía mis pensamientos en una especie de cámara insonorizada, y sentía el eco de algo a lo lejos. El ruido del mar, dije. El ruido del mar estrellándose contra las rocas.

    Me duché y desayuné como si se tratara de un día normal, y a la hora de siempre me encaminé a la Agencia.

    Durante el camino en el autobús traté de percibir —en el trayecto, a mi alrededor— algo diferente, concentré mi atención en la manera como me observaban los demás, por si alguien de repente se dirigía hacia mí o hacia sus compañeros de viaje para mencionar la naturaleza de mi muerte. Pero nadie hizo nada parecido. Por la ventana, el azul del cielo se adueñaba de la ciudad anunciando la llegada del día.

    Una vez en la oficina, mis compañeros me saludaron del mismo modo que lo habían hecho los siete años que llevaba trabajando allí. Alguien dijo que tenía mala cara, me preguntó si no había dormido bien. Mientras me sentaba a mi mesa le respondí que sí, que no, que había pasado mala noche. Y mi voz salió de mi boca de un modo peculiar.

    El director de proyectos nos llamó a su oficina a las doce del mediodía y nos informó de que nos había contratado una nueva cuenta, una importante marca de bebidas isotónicas. Nos pusimos manos a la obra. Vicente, el gestor de medios, me sacó de quicio como siempre con los comentarios que vertía con su engolado tono de voz, y pensé en dieciocho maneras diferentes de estrangularlo.

    —Quiero que les hagas un lavado de imagen radical, S., ¿de acuerdo? —me dijo el director—. Te pones de inmediato con María y diseñáis una nueva imagen de marca que los deje pegados a la silla.

    Dijo eso, y yo lo escuchaba como quien contempla desde una pantalla lejana a alguien que pierde consistencia. Por un momento estuve a punto de levantarme, de resintonizar esa pantalla y colocarla en punto de nieve. O de cambiar el canal para verme sentado a la mesa de un bar, vestido con una ropa que no es la mía, adentrándome en una conversación como quien se interna en los primeros ramales de un laberinto.

    —He pensado en un logo que combine la potencia, la vitalidad de la bebida con las propiedades de un sabor excitante, ¿cómo lo ves? —decía María, cerca de mí, pero dirigiéndose en realidad a nuestro director, a la concurrencia.

    Dentro de mi cabeza hay cosas muy raras, Laberinto… Dije. Mirando a los ojos del rostro que vi el día que morí, ¿recuerdas?

    —¿Qué te parece? —me preguntó el director.

    Yo le dije que me parecía muy bien, que se me estaban ocurriendo cosas la mar de interesantes para la campaña, que mi cabeza era un hervidero de ideas.

    —Así me gusta.

    Los pájaros volando por el cielo, los animales arrastrándose por la tierra. María me ofreció un café que deseché, pero cinco minutos más tarde me levanté para servirme uno muy cargado. El móvil vibró en mi pantalón dos o tres veces. Julia me proponía quedar esa tarde y Enric decía que volvía el domingo de su viaje a…

    El día anterior había salido de la oficina, y caminé durante cerca de una hora sin rumbo fijo. Algunos de los recuerdos que pueblan indistintamente mi memoria se congregaban detrás de mí. Reducidos a un punto. Un solo punto. Los pájaros volaban por el cielo. Mudos. Qué mudos son los pájaros, pensé en ese momento, y quise parecerme a ellos. Subí el sendero de piedra que lleva a lo alto del acantilado y caminé no sé por cuánto tiempo recorriendo su borde. Qué muda es la vida, pensé. Como un caleidoscopio de imágenes entrelazadas que no dicen ya nada, instantáneas de silencio. Dije.

    La reunión acabó, cada cual ocupó su puesto y yo me dirigí al cuarto de baño. A orinar, a beber agua, a mirarme un rato en el espejo. Este día es el mismo que ayer, pensé entonces. Y dejé que pasaran las horas. María me hablaba y yo le respondía que se me estaban ocurriendo ideas magníficas, revolucionarias en el campo de la publicidad, quise decirle más cosas pero me callé. A nuestro lado se sucedían las conversaciones, tanto de trabajo como aquellas que emplazaban a unos y a otros a ulteriores puntos de ocio, lugares de distensión. La gente reía. No sé quién volvió a decirme que tenía mala cara, que últimamente estaba muy serio. Y yo me reí, le dije que me pasaba las noches en vela, por ahí, disfrutando de la vida. Eso le dije, luego volví al cuarto de baño y me miré al espejo, y me vi muy mayor. Tengo muchos más años que yo, me dije al espejo, demasiados años de más. Y cerré los ojos. Y al hacerlo sentí que los abría tumbado sobre las rocas, con los huesos empapados y doloridos, y que una voz, bajo unos ojos en donde se mezclaban los colores de la noche, me preguntaba si estaba bien. ¿Puedes respirar?

    ¿Puedo respirar?, pregunté al vacío de ese amplio cuarto de baño ubicado en el interior de un alto edificio de oficinas en el centro de la ciudad.

    Salí de la Agencia, igual que hice el día anterior, con mi mente calmada orientada hacia un punto concreto. El mar, el acantilado. Recorrí el mismo camino durante una hora, hora y media. Quería volver a estar ahí, o comprobar si mi cuerpo estaba todavía tendido entre las rocas. No sé exactamente cuál era la motivación que me llevó de nuevo al acantilado, pero cuando llegué ese lugar no era el mismo de ayer. O no era tal como lo recordaba. No vi el sendero que me llevó hasta la cima, ni el promontorio parecía tener la misma envergadura. Deambulé alrededor y finalmente me colé por las aberturas que dejaba un camino maltrecho de piedra; minutos más tarde logré acceder al lugar en donde me recogió Laberinto.

    ¿Estás ahí, Stern?, pregunté. Y obtuve solo la respuesta del silencio. El sol comenzaba a caer. Miré a mi alrededor y no había nadie. Solo los pájaros que se alejaban de la noche, mudos, hacia cuevas desaparecidas.

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