El ángel de la peste: cuentos
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Santiago Vizcaíno Armijos
Santiago Vizcaíno Armijos (Quito, 1982) ha publicado poesía, cuento, novela y ensayo. Recibió en 2008 el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura del Ecuador en poesía y ensayo. En 2011 recibió el Premio Pichincha de Poesía. En 2018 fue ganador de la convocatoria del Sistema Nacional de Fondos Concursables por su novela Taco bajo (La Caída, 2019). Es director de Publicaciones de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y ha sido curador de la FIL Quito. En 2022 fue jurado del Premio Casa de las Américas. Actualmente coordina el Grupo de Editoriales de AUSJAL.
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El ángel de la peste - Santiago Vizcaíno Armijos
El ángel de la peste
El ángel de la peste
CUENTOS
Santiago Vizcaíno
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA
UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA CIUDAD DE MÉXICO.
BIBLIOTECA FRANCISCO XAVIER CLAVIGERO
D.R. © 2022 Universidad Iberoamericana, A.C.
Prol. Paseo de la Reforma 880 Col. Lomas de Santa Fe
Ciudad de México
01219
publica@ibero.mx
© 2022 La Caída-Grado Cero
«Este libro forma parte del acuerdo de coediciones del Grupo de Editoriales de AUSJAL, al que pertenecen la Ibero Ciudad de México y la Pontificia Universidad Católica del Ecuador».
Versión electrónica: julio 2022
ISBN: 978-607-417-892-0
Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.
Hecho en México.
Digitalización: Proyecto451
Índice de contenido
Portada
Portadilla
Legales
Bird
Toque de queda
Un goce cercano a la muerte
Guardia nocturna
Pesadillas
Lluvia
Cuarentena
El huésped
Poeta de segunda
El invitado
Señor Coronavirus
Doblan por ti
Equis
Medellín
Comisión de Lexicografía
Para Valeria Guzmán,
por todo el tiempo confinado,
por el amor ante la peste.
Para José y Tomás,
por quienes vivo.
soy la isla que avanza sostenida por la muerte
o una ciudad ferozmente cercada por la vida
BLANCA VARELA
Vi casuchas enfermas como el amor más alto
y ventanas inútiles como sangre en los muertos
ILEANA ESPINEL
Fear, like the thought of dying, makes us feel alone, but the recognition that we are all experiencing a similar anguish draws us out of our loneliness.
ORHAN PAMUK
Toda la ciudad se echó a la calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía fin y el del olvido no había empezado.
ALBERT CAMUS
Bird
Si alguna vez confundes
Tu corazón con tu sexo y tu sexo
Con un saxofón que llora
En una calle oscura
O si derramas amor a manos llenas
Sin que nadie lo reciba
Y asustado como un niño te despiertas
Y ya no hay caricia
Ni desayuno tibio
Ni vestido viejo ni vestido nuevo
Y ni una sola gota de materia
Que te recuerde el universo entero
Sino tan sólo
Un saxofón que no te da tregua
Un saxofón que no te da tregua
JORGE EDUARDO EIELSON
Lo vi salir varias veces a entonar su saxofón. Ese instrumento de un erotismo cercano a la divinidad. El hombre sacaba su silla al balcón cuando la claridad del sol invadía las ventanas y se sentía el aire límpido de la ciudad como un milagro. No se escuchaba el ruido ensordecedor de los autos ni se podía ver el humo de los buses como una nube tóxica y maloliente. Sentado sobre su silla de mimbre, ponía frente a sí las partituras que iba a interpretar. La gente salía a sus balcones o se apostaba sobre los alféizares de sus ventanas para verlo. Después de cada melodía, aplaudían. Y el hombre agradecía con una venia y luego volvía a sentarse.
Recuerdo haber escuchado, el primer día, por ejemplo, Only You y Chanson d’amour. No soy una melómana, pero puedo reconocer ciertas melodías con sólo escucharlas, como hacen muchas personas, supongo. Tenía un repertorio amplio que incluía Going Home o One Step Beyond. Otro día se lanzaba con Gavilán o paloma y Private Dancer. Me gustaba esa forma barroca de mezclar la música. Uno no sabía con qué iba a salir, literalmente. Y hacía que nuestros días se hicieran menos trágicos, menos tristes, mientras las noticias nos bombardeaban con cadáveres insepultos y números engañosos de infectados en todas las ciudades.
Lo escuchaba desde mi ventana, que daba justo frente a su hermoso departamento. Yo vivía en una suite pequeña, con una ventana amplia que daba a su balcón. Era un hombre de mediana edad. Le suponía unos cuarenta años, lucía una barba bien cuidada y el cabello medianamente largo y negro, con muchas canas. Eso le resaltaba las cejas. Cuando un hombre empieza a encanecer, se le notan mucho las cejas. Realmente yo no le había prestado atención hasta ese momento. En general los hombres no me atraen de por sí, sino que deben tener una cualidad especial que los vuelva atractivos. Y allí estaba él tocando Eternal Flame con una emoción pasmosa. Cuando terminaba cada melodía, siempre tocaba dos diarias, me echaba una mirada como de complicidad que yo aceptaba gustosa y le aplaudía. Le aplaudía de verdad, porque me emocionaba.
Otro día tocó Destination Calabria y todos nos pusimos a bailar. En los otros balcones, se podía ver a las parejas que también se habían puesto a bailar y, a través de las ventanas, los niños imitaban con sus dedos el toque de esos solos aprendidos largamente. Luego seguía con Never Tear Us Apart y nos quedábamos pasmados. Aplausos y adentro. La sensación que nos dejaba era la misma que uno siente cuando regresa de la playa o de algún lugar que se ama, como de nostalgia, como de ensoñación.
Uno de esos días, que empezaron a ser demasiado calurosos, lo vi en la lavandería. Estaba frente a la secadora. Había llevado su silla de mimbre para esperar. Contemplaba la lavadora con una atención inusitada. Estaba tan concentrado en ello que cuando pasé, apenas me miró. Al parecer, después se dio cuenta de mi presencia y me saludó con un movimiento de cabeza y un gesto que denotaba una sonrisa a través de su mascarilla. Soy Carlos, dijo. Está a punto de terminar el ciclo, añadió. Me había quedado embobada. El qué, pregunté. El ciclo de la secadora, contestó. Está por terminar y te la dejaré. Ah, dije, no se preocupe. Lo siento, soy Nina. Puedo esperar. Creo que lo único que podemos hacer ahora es esperar, añadí, con fastidio. Sí, dijo. Desesperar, y se rio. Yo también me reí por el juego de palabras, pero más por el gesto que hizo con las manos y la cabeza, como imitando a un loco. Los dos nos reímos mucho.
¿Es usted músico?, pregunté. No, no exactamente. Estudié en el conservatorio hace muchos años, pero en realidad soy arquitecto. Mis padres no querían que me dedicara a la música, ya se sabe, y les di gusto estudiando planos. Ah, genial, su departamento es hermoso, respondí. Es decir, no lo he visto por dentro sino sólo a través de las ventanas, pero debe ser hermoso. ¿Me has estado espiando?, se rio. No, no, traté de disculparme, es sólo que mi ventana da justo a la suya. Es imposible no verlo. Ah, tú eres la chica que siempre aplaude como si supiera todas las canciones, que en realidad no son canciones sino melodías, simples melodías, algunas improvisadas en un arranque de locura de los genios del saxo. Quizá por eso estudié arquitectura. No tengo la genialidad de la improvisación. No tengo el don de crear. Seguir una partitura es fácil, cuando desarrollas la técnica, pero la música, la música de verdad está más allá. Entiendo, dije. También quise estudiar música en un tiempo, y no tuve la fuerza de voluntad. No tengo paciencia. Me fui en cambio por la danza. Soy profesora de danza, de hecho. Estuve algunos años en el Ballet Nacional. Sin embargo, era mucho estrés y lo dejé para dar clases. Te he visto, dijo él, te he visto practicar. Eres muy buena. Es decir, mi conocimiento de la danza es muy reducido, pero comprendo la música, así que puedo comprender el movimiento. Y el movimiento de tu cuerpo tiene un gran poder simbólico. La secadora sonó. Algún día, cuando esto se acabe, tendrás que venir a mi apartamento, sugirió. Claro, dije yo, me encantaría. O sea, si esto se acaba, porque parece que esta peste nos va a matar a todos. Bueno, respondió, tú no morirás, por lo menos ahora, no morirás, puedo verlo en tus ojos.
Se levantó de su silla, sacó su ropa de la secadora, la puso dentro de su cesto y se despidió con una venia, una de esas venias que hacía al finalizar sus solos. Adiós, dije yo. No deje de tocar. Nos alegra a todos. Sobre su mascarilla pude ver que los ojos se le humedecían. Es un tipo sensible, pensé. Esa misma tarde, salió a tocar In a Sentimental Mood y Summertime. No pude contener las lágrimas. Lo vi a través de la ventana y seguramente pudo ver mis ojos, el lago de mis ojos, porque al mirarme él, ya sin su rostro cubierto por un trozo de tela, descubrí que algo trascendía en su piel. Era como si te mirara una especie de ángel, una especie de pájaro exótico. Cerré la ventana, abrí las cortinas de par en par y me puse a bailar. Quería que me viera. Hice una rutina que me gustaba mucho y que en otro tiempo me resultaba muy difícil. Bailé unos veinte minutos con mucha emoción, sentía la sangre