La última noche del milenio
Por Julio M. Llanes
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Guiado por la mano cómplice del autor, el lector también los seguirá hasta sufrir con el protagonista la angustia de la que tal vez sea la más singular protesta de la historia universal del amor. Amor con mayúsculas.
Sea bienvenido, pase adelante y disfrute la lectura.
Julio M. Llanes
Julio M. Llanes (Yaguajay, Sancti Spiritus, 1948) es narrador, investigador y promotor cultural. Escritor cubano residente en Sancti Spíritus, al centro de la Isla caribeña, cuyas obras gozan del reconocimiento de la crítica y el público. Cultiva textos narrativos, el ensayo y la literatura infanto-juvenil, en los cuales mezcla la historia y la ficción de personajes inmersos en conflictos personales y sociales, así como indaga en las vidas de personalidades de la historia y la cultura. Obras suyas han sido publicadas en Cuba y otros países de Europa y América Latina. Varias de ellas han obtenido premios, han sido reeditadas masivamente, asumidas por otras manifestaciones o reconocidas como mejores publicadas en el año en Cuba. Por su trayectoria ha recibido premios especiales de las organizaciones de niños, jóvenes y escritores cubanos. Posee la Distinción por la Educación Cubana, la Distinción por la Cultura Nacional y el galardón Educador Destacado del siglo XX en Cuba, otorgado por la Asociación de Pedagogos .
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La última noche del milenio - Julio M. Llanes
Yolanda.
Cuando te vi sabía que era cierto
(I)
Mariela y yo somos un enigma digno de magos o astrólogos.
Mis amigos dicen que yo estaba obsesionado con ella, como no lo estuvo jamás ningún hombre con otra mujer. Tal vez tengan razón. La realidad es que mi problema con Mariela era un asunto difícil de resolver. Nunca fue como los de Química, en que se sabe de antemano si la reacción será violenta o suave y uno puede determinar hasta el producto final. Tampoco como los de matemáticas, en que después de combinar números, se suma, resta o multiplica y, finalmente, se llega a la conclusión, que es exacta, redonda como una pelota. Pero la vida no es así, tan simple, todo lo contrario.
Mi problema con Mariela era distinto y diferente, porque era humano y, como se podrá imaginar, para los asuntos de ese mundo, no valen predicciones ni cálculos previos.
Un astrólogo me aseguró cierta vez que mi signo era Piscis. Es decir, que yo, pisciano natural, sin lugar a dudas, debería ser una persona ecuánime, estable, con temperamento flemático, algo así como un perezoso de zoológico, colgado de su rabo. Tan romántico que sería capaz de ponerme a contar las estrellas, una a una, recostado en el mismo arco de la luna, igual que si estuviera sobre una hamaca colgada en los árboles del patio de mi casa. Sin embargo, Mariela hizo trizas las profecías y rompió la supuesta coraza de mi temperamento.
Confieso que antes de conocerla yo había tenido ya unas cuantas experiencias con mujeres, y, aunque la bióloga se cansara de repetir en clases que los de catorce años todavía éramos unos adolescentes, es decir, unos vejigos culisucios
, como diría abuela, yo puedo asegurar sin mentir, que he tenido más novias o más chicas, que dedos en las manos y en los pies.
No lo decía casi nunca para que no fueran a pensar que era un alardoso y me creía un Don Juan Tropical, un latin lover, como le dicen en las revistas a Antonio Banderas, pero como yo tenía espejo y ojos para ver, vi. Y supe que no era mal parecido, ni tan feo como mi amigo Angustio Drácula, que si se miraba se asustaba él mismo. No era flaco, ni muy gordo y mucho menos obeso como Pancho Ballenato, llamado así no por bailar bien el ritmo colombiano, sino porque parecía una ballena inmensa acabada de capturar.
Si antes de conocer a Mariela yo hubiera tenido que caracterizarme, juraría que era inteligente, pero no sabio ni sabelotodo, de esos que usan espejuelitos de aros redondos y se quedaban ensimismados contemplando el horizonte con un libro gordo debajo del brazo. Tenía, eso sí, la nariz larga, las orejas un poco grandes y peludas, aunque eso casi no se notaba en el conjunto. En fin, no sería una belleza de hombre, si es que existe la belleza del hombre, pero si tenía mis encantos. Y, según decían y he podido comprobar, estos eran una voz gruesa de locutor de radio, una mirada profunda combinada con un aire de distraído natural que arrebataba a las muchachas. ¿Defectos? Debía tener algunos, pero no eran tantos, así que nunca los enumeré, ¡que los descubrieran mis enemigos, si es que podían! Solo existía uno de nacimiento, tan evidente, que yo mismo lo anunciaba antes que me delatara: no sabía bailar ni cantar. Y digo defecto porque en la vida moderna no saber bailar es como no caminar, y no saber cantar es como no poder hablar.
Pero bueno, aunque yo tenga mucho que ver en todo, volvamos a Mariela, que es el verdadero comienzo.
La conocí mucho antes de haberla visto por primera vez. Yo oía hablar de amor y me entristecía de solo pensar que nunca llegaría a conocerlo. La culpa, según mis conclusiones, no estaba en mí. Se debía al hecho de no haber encontrado a otra persona capaz de despertar ese sentimiento.
Entonces comencé a pensar en una muchacha especial. La fui modelando a mi gusto, día a día, con todos los atributos esenciales como un escultor hace una obra de arte. Hasta que la tuve conformada en la mente y me dije: Pedro Pablo, esta es la chica que tú necesitas. Esta y no otra
.
Desde ese día, no hice más que pensar en ella. La soñaba hasta despierto. ¿Existirá solo en mi mente?
, me preguntaba a cada rato yo mismo, temeroso de nunca encontrarla.
Hasta que, por fin, como un milagro forzado por mi deseo, llegó ella.
Mi primer encuentro con Mariela fue una mañana de sol bajo la sombra del laurel del patio de la escuela. Conversaba con mis amigos cuando la vi cruzar. Recuerdo que respiré el aire y sentí un olor diferente a todos los conocidos. Era un olor a flores recién cortadas, a tierra húmeda de lluvia, un olor a muchacha de otro mundo que me hizo girar la cabeza.
Avanzaba, con pasos de una cadencia sensual que semejaba un baile extraño, pero fascinante. Iba ya de espaldas, y yo girando lentamente, igual que los protagonistas de una película de Almodóvar, de esas que están prohibidas para mí, cuando reaccioné y fijé la mirada en su cabeza. Me habían asegurado que eso no fallaba. Calladamente, la llamé: ¡Detente y mira atrás, mírame, mírame, mírame!
. Lo hice tal y como me lo habían enseñado y con todas las fuerzas de mi mente. Y, como si la hubiera llamado por su nombre, ella se detuvo, miró hacia atrás y nuestras miradas se cruzaran por un instante. ¡Síguela, va herida!
, dijo alguien del grupo. Era la frase con que los cazadores experimentados pronosticaban la conquista. Sonreí, era cierto: realmente, el que estaba herido, ¡y de muerte!, era yo.
Presentí que, para bien o para mal, desde ese día mi mundo iba a cambiar definitivamente.
Había leído que fortaleza sitiada es igual a fortaleza tomada
, y traté de comprobarlo.
La seguí mañana, tarde y noche. En los recesos entre clases, por las calles anchas y estrechas, en los parques y plazas, en los cines y teatros, por todas partes.
Hasta que no pude más y, en el mismo Patio de Los Laureles, decidí acercarme a Mariela.
―¿Por qué me sigues? ―preguntó bruscamente― ¿Qué tengo que hacer para que me dejes tranquila?
―¿Hacer? Nada, o todo. Grábalo: ¡Nunca, never more, jamás, te dejaré tranquila!
―Eso se llama acoso y, si no lo sabes, lo castiga la ley.
―No me importa, que me encierren como al Conde de Montecristo ―le dije resueltamente―, por ti: cien años de soledad en cárcel de pan y agua, o cadena perpetua con máscara de hierro y grillete en los pies.
La vi sonreír por primera vez. Ella no se dio cuenta de nada, pero yo sentí en el pecho un salto repetido, como si un pájaro intentara levantar vuelo y salir desde adentro.
―Te advierto que no soy fácil ―exclamó retadora―. No soy una de esas tontas romanticonas que has tenido.
Y se viró de espaldas, dejándome solo en medio de la sombra ancha de los laureles, estremecido de pies a cabeza, no sé si por su belleza, la fuerza del viento o por la angustia de la incertidumbre.
(II)
Mariela, realmente, no era fácil. Y no quedó más remedio que aplicar la táctica del poema de Benedetti que más le gusta a mi amiga Sheyla: hacerme imprescindible.
La seguí una tarde de cielo azul limpio de nubes, cuando me enteré que había ido al baile inaugural del carnaval. No me le acerqué porque ella se encontraba en medio de la pista, cerca de los equipos de audio, rodeada de las muchachas que aplaudían y gritaban lo mismo al cantante que al ritmo enloquecedor de la orquesta. Y yo, sinceramente, cada vez que escucho una melodía o siento un ritmo me pongo nervioso, porque de cantos y bailes no sé ni pizca. Soy sordo y tengo el oído tan cuadrado que no me entra una nota musical. En fin, soy lo que llaman un clásico patón de nacimiento, un pisoteador de los pies de su pareja, un pata e’ palo, incapaz de moverse al ritmo del