Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Territorios sonámbulos
Territorios sonámbulos
Territorios sonámbulos
Libro electrónico305 páginas4 horas

Territorios sonámbulos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Después de sufrir un accidente de tráfico, Sergio Almada despierta en la cama de un hospital con un trastorno de amnesia parcial transitorio. A medida que se reincorpora a su rutina diaria, comienza a echar de menos algunos elementos que intuye cruciales: ¿el amor de su vida?, ¿una novela que había empezado a escribir y lo tenía en vilo? Sin embargo, nada de ello parece pertenecer a esa «nueva vida». Solo la compañía de Elisa, la intrigante chica que lo atropelló, y de Álvaro, quien asegura ser su mejor amigo, lo hacen sentirse cómodo.
Paralelamente, un reducido grupo de sonámbulos se reúnen en torno a ritos dirigidos por misteriosos Grafólogos. En ellos comentan las particularidades de los fragmentos que, desde hace un tiempo, escriben inconscientes en sus deambulaciones nocturnas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2023
ISBN9788419246738
Territorios sonámbulos

Lee más de Alberto Trinidad

Relacionado con Territorios sonámbulos

Libros electrónicos relacionados

Ciencia ficción para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Territorios sonámbulos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Territorios sonámbulos - Alberto Trinidad

    Después de sufrir un accidente de tráfico, Sergio Almada despierta en la cama de un hospital con un trastorno de amnesia parcial transitorio. A medida que se reincorpora a su rutina diaria, comienza a echar de menos algunos elementos que intuye cruciales: ¿el amor de su vida?, ¿una novela que había empezado a escribir y lo tenía en vilo? Sin embargo, nada de ello parece pertenecer a esa «nueva vida». Solo la compañía de Elisa, la intrigante chica que lo atropelló, y de Álvaro, quien asegura ser su mejor amigo, lo hacen sentirse cómodo.

    Paralelamente, un reducido grupo de sonámbulos se reúnen en torno a ritos dirigidos por misteriosos Grafólogos. En ellos comentan las particularidades de los fragmentos que, desde hace un tiempo, escriben inconscientes en sus deambulaciones nocturnas.

    logo-edoblicuas.png

    Territorios sonámbulos

    Alberto Trinidad

    www.edicionesoblicuas.com

    © Los territorios recobrados (2016-2019)

    (Una trilogía de cuatro novelas autónomas, que se remiten entre sí, compuesta por Territorios inhabitables, Territorios sonámbulos, Asterisco de mar y alga sobre las rocas y Noche etcétera)

    Si deseas más información, escribe a: info@edicionesoblicuas.com

    Si deseas contactar con el autor, puedes escribirle a: alberto.trinidad@edicionesoblicuas.com

    Territorios sonámbulos

    © 2023, Alberto Trinidad

    © 2023, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-19246-73-8

    ISBN edición papel: 978-84-19246-72-1

    Edición: 2023

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Contenido

    Territorios sonámbulos

    Alberto Trinidad

    El autor

    ¿Estaré realmente volviéndome loco?…

    —¿Me escucha, señor Almada?

    Oigo la voz que me habla. ¿Qué más oigo? Un zumbido a lo lejos, o tal vez muy en mi interior, en el fondo, el murmullo de un río que avanza, tan quieto. ¿Qué digo? Está oscuro. Abro los ojos, y veo.

    —¿Señor Almada? Míreme a los ojos, fije su atención en ellos.

    A los ojos.

    —Señor Almada, ¿entiende lo que estoy diciéndole? Mueva la cabeza en un gesto afirmativo si es así.

    Muevo la cabeza en un gesto afirmativo. Parpadeo. Entonces siento que despierto; entonces, cuando he abierto los ojos, cuando he movido la cabeza respondiendo a la pregunta de la voz que me habla, un poco antes, un poco después, que despierto.

    Que despierto en no sé qué habitación antigua: soy un niño, tengo sueño y no quiero ir al colegio. O en aquella otra habitación, más grande, en la que macero los sueños de la noche para enfrentarme con valor a un nuevo día… en el instituto.

    —Mire fijamente a la luz. —La voz. Miro la luz del puntero que se me clava en la pupila—. ¿Está mejor, puede hablar?

    ¿Puedo hablar?

    Sí, digo; digo que sí y mi propia voz suena como un viscoso insecto revoloteando sobre una ciénaga.

    —Perfecto. ¿Sabe dónde está?

    Oigo un zumbido, el hombre que tengo frente a mí lleva una bata blanca. Estoy tumbado en una cama y comienzo a sentir, como si lo recordara de repente, un dolor moderadamente intenso en el hombro izquierdo. Estoy en un hospital, digo como si adivinara un acertijo.

    —Así es, yo soy el doctor Solís. Ha tenido un accidente y ha sufrido un fuerte traumatismo craneoencefálico. Pero no se preocupe, ninguna zona vital ha resultado dañada. Se ha roto la clavícula y tiene contusionados varios huesos. Nada de gravedad. ¿Comprende lo que le digo?

    Siento un murmullo que arrastra algo dentro de mí, hacia no se sabe dónde. Estoy en un hospital, murmuro, un accidente.

    —¿Recuerda algo del accidente?

    Contesto que no. Parpadeo, pero no con los ojos. Me imagino despertando, aunque no atino a reconocer la habitación en la que estoy. Quién me espera al otro lado de la puerta, al otro lado de esta madrugada que se convierte en amanecer. Me veo de pie, de noche, frente a la cristalera enorme de un salón, mirando al infinito del horizonte de hormigón de la ciudad, llorando no sé qué pérdida.

    —¿Recuerda su nombre?

    Mi nombre… Mi vida. «¿Me escucha, señor Almada?». Almada, Sergio Almada, digo.

    —Muy bien, ¿sabe en qué año estamos?

    De qué día, de qué mes. No, digo, pero de pronto digo 2017, y me entra una risa tonta que retumba en mi cabeza provocándome un fuerte dolor.

    —Hoy es 1 de mayo de 2021, señor Almada. Lleva aquí desde hace tres días. No se agobie si no recuerda según qué cosas, es normal sufrir un periodo de pérdida de memoria después de un impacto como el que ha tenido. Aun así, debo motivarle a recordar cosas de su vida: ¿sabe la edad que tiene?

    Soy joven, pienso. Pienso de repente en mi rostro, en cómo es mi rostro, y me río, esta vez en silencio. Soy joven, le digo al doctor. Y este esboza una sonrisa. Tengo treinta años, susurro.

    —Treinta y tres.

    Treinta y tres, eso es. Nada más el doctor Solís lo ha pronunciado me resulta evidente. Tengo treinta y tres años en el día de hoy.

    —Iba conduciendo una bicicleta —dice—, de camino al trabajo, y fue embestido por un automóvil. A la velocidad que llevaban es casi un milagro que esté usted aquí, así que puede sentirse afortunado. ¿Recuerda su trabajo, su bicicleta?

    A medida que el doctor describe acontecimientos de mi vida, estos parecen materializarse en mi memoria, aunque de manera fragmentada, exactamente a la inversa de la sensación que uno tiene cuando despierta y ve desvanecerse los recuerdos del sueño recién abandonado.

    Tengo una bicicleta, y me desplazo habitualmente en ella, ahora mismo puedo verla con todo lujo de detalles en la pantalla de mi mente. Y así se lo digo al doctor Solís. Tengo una bicicleta, roja y negra, que me lleva de un sitio a otro. Pero no recuerdo dónde trabajo.

    —¿Dónde trabajo? —digo. Y por primera vez siento que mi voz es una voz de verdad. ¿Y dónde vivo?

    —Haga un esfuerzo, Sergio, intente recordarse a sí mismo realizando actividades cotidianas en su puesto de trabajo, en su hogar, piense en su comida favorita, en cómo la cocina, en aquello que le gusta hacer a última hora de la tarde…

    Sergio Almada, susurro dentro de mí, como si estuviera observando el plácido transcurrir del río que remonta la colina, ese murmullo que lo lleva permanentemente a sí mismo, de esa manera me pronuncio mi nombre y me veo frente a una pantalla de ordenador, escribiendo, sentado en la terraza de mi casa contemplando el infernal espectáculo de los rojos y malvas de un crepúsculo en su máximo punto de ebullición. Y me veo en el interior de una oficina, de varias oficinas de diferentes tamaños y disposiciones, al lado de distintas personas cuyos rostros me resultan indiferentes.

    —Trabajo en una oficina —digo. Se lo digo al doctor Solís. Como si así cimentara las vagarosas estructuras de la realidad que se me tambalea.

    —Trabaja en una oficina —dice. No sé si antes o después de que lo haya yo pronunciado, ya con mi voz de hombre, de estar aquí, otra vez aquí. He despertado. Tengo sueño.

    —Hay muchas personas que han venido a verle durante estos días, Sergio, creo que ha llegado el momento de que comience a recibir visitas y hable con sus allegados. Eso le ayudará a recordar.

    Estoy confuso, en mi cabeza se mezclan acontecimientos de vidas que no sé si recuerdo, sentimientos que no sé si albergo; se mezclan con el tiempo que llevo aquí, en la habitación de este hospital, despierto o dormido.

    Hace dos días que he recobrado el conocimiento y apenas si puedo levantarme para hacer mis necesidades; una sonda me alimenta y me procura calmantes porque casi no puedo ingerir bocado. He sufrido un accidente, un fuerte traumatismo craneoencefálico; como consecuencia de ello padezco una amnesia parcial transitoria. En unos días, máximo unas cuantas semanas, recordaré mi vida tal como era, a las personas que la habitan. Eso me ha dicho el doctor. ¿Lo recordaré todo?, le he preguntado.

    —Más o menos todo lo que recordaba antes del accidente; es posible, incluso, que recuerde cosas que ya hubiera olvidado, y que otras que sí mantuviera retenidas en su memoria a largo plazo hayan sido recicladas para siempre. Nada fuera de lo normal.

    La enfermera, María José, se acaba de marchar después de inyectar suero a la botella de la sonda; y ahora, el doctor Solís me dice que estoy preparado para recibir visitas de mis allegados, de mi gente querida. Es más, dice que es algo recomendable para mi recuperación. ¿A quién quiero yo? ¿Quién va a cruzar esa puerta?

    Solís se aleja de la cama y deja pasar a un hombre que enseguida me resulta familiar, pero que no sé quién es.

    —Sergio —dice—, ¡pero mira cómo estás! —El chico mira al doctor, quien con un breve gesto parece concederle la aprobación que buscaba—. Soy yo, Álvaro, ¿de verdad no te acuerdas de mí? —dice, con una sonrisa encantadora.

    —Es su mejor amigo —apunta Solís, como un eco que procediera de mi propia mente.

    Álvaro, mi mejor amigo, se sienta al lado del cabezal de la cama, y me acaricia dulcemente la cabeza.

    —Pensaba que tendrías peor aspecto, la verdad. Menudo susto nos has dado.

    Me mira a los ojos, buscando la ratificación de un reconocimiento que se me escapa de la mente. Álvaro. ¿Qué me cuenta Álvaro, en la media hora que estamos juntos, que recuerdo y que no recuerdo, o que finjo que siento como debí sentirlo en su día?

    Trabajo como redactor de contenidos en una importante revista musical que se distribuye en todo el país, vivo solo en un pequeño dúplex a las afueras de la ciudad, muy acogedor. Eso me han dicho, y a medida que me lo dicen logro encajar las piezas del puzle de mi vida sobre un tablero que no es el mío. Recuerdo mi pasión por la música, me veo escribiendo críticas de conciertos en lugares que se me escapan de la memoria. Mi casa, recuerdo mi casa, mi hogar, lo que se siente al estar allí, pero no la estructura de sus salas o habitaciones. Mis padres están en Madagascar, les han avisado del accidente y están tratando de arreglar el papeleo necesario para venir a verme. Colaboran con una agencia internacional de asesoría en comercio exterior. Me lo dicen y pienso que sí, que mis padres se fueron a vivir a África hace…, hace mucho tiempo, que apenas han vuelto desde entonces a nuestro país. Veo a mi madre conmigo en la bañera de nuestra casa. Yo soy muy pequeño, ella tiene una sonrisa radiante, el pelo castaño empapado sobre los ojos, sobre el cuerpo, y me tira espuma a la cara desde sus manos, soplando como quien aviva las velas de un velero imposible en dirección a la felicidad. Chapoteo, sus manos suaves se deslizan por la piel de mi cuerpo tejiendo la caricia en la que siempre quiero estar, debajo del agua caliente, dentro de esa sonrisa radiante. No hay nadie que me quiera más. Mi madre. Tu madre, sí, me dice Ana, mi prima, alguien con quien, según ella, no me veo mucho, «pero siempre estamos ahí, el uno para el otro, cuando es necesario». No recuerdo ninguna otra familia.

    —No hay mucha más —aclara—: mi madre (tu tía) falleció hace diez años, y tu tío se fue de casa bastante tiempo atrás; no he vuelto a saber nada de él.

    Aunque de pronto me dice que hubo una época, no hace más de dos años, en que su padre trató de ponerse en contacto con ella, que quería reparar el daño que pudiera haberle causado. Ana me cuenta historias de una familia que no siento como propia.

    —El otro día, precisamente, volvió a llamarme, quiere que al menos tomemos un café, solo para verme cinco minutos. Cuando colgué incluso estuve dudando si aceptar su invitación.

    Dice que yo debí de verlo solo un par de veces, cuando era muy pequeño, y que es probable que ni siquiera me acordara de él ya antes del accidente. Pero yo no me acuerdo ni de él ni de mi tía muerta ni de ella, de Ana, mi prima cuatro años mayor que yo que no para de colocarse el pelo detrás de las orejas mientras habla mirando a la pared en lugar de a mis ojos.

    —Y por parte de tu padre creo que tenías una tía y dos primos, pero viven en Bélgica, o en Holanda, ahora no estoy segura. Así que no te rayes si no recuerdas a más personas de tu sangre, porque esto es todo lo que hay.

    Me duele la cabeza. Un persistente y monótono zumbido, como un crujir de alas, me marea desde que abrí los ojos. Me han retirado el gotero, puedo desplazarme por la habitación sin marearme tanto, no sé a qué esperan para darme el alta.

    Más gente. Ester, Itziar y Luis, compañeros de trabajo, Dámaso, Julio y Gisela, amigos de…, en…, que han venido a visitarme, a recordarme quién soy. A entregarme piezas para el puzle que encajo con los ojos cerrados, sin poder quitarme de encima la sensación de que esas piezas pertenecen a cajas diferentes.

    Me duele la cabeza.

    —Buenos días —dice el doctor Solís. Hoy. Ahora. Antes de que pueda interrogarle sobre cuándo va a dejar que me marche, me dice que la persona que me atropelló ha pedido en varias ocasiones pasar a verme. También me dice no sé qué cosa sobre compañías de seguro y la conveniencia o no de que hable con esa mujer, pero a mí me duele la cabeza y lo único que quiero en realidad es irme a casa, continuar una vida, sea la que sea.

    —Déjela que pase —le digo, buscando una novedad, como si hablar con alguien de fuera de este hospital que no vaya a tratar de explicarme quién soy fuera a calmarme.

    Solís se va. Por la puerta entra una chica joven, de pelo largo, rubio y liso, delgada, tiene las manos ocultas en unas largas mangas que le devoran los dedos y que se echa a la boca para morderlas, u ocultarse. Cuando posa sus ojos en mí, veo que estos son enormes.

    Hola, dice. ¿Cómo estás? La chica se mantiene a una distancia prudente. Yo le digo que bien, que me duele un poco la cabeza y el hombro, pero que estoy bien. Me llamo Elisa, dice. Y se calla. Y luego vuelve a mirarme. Lo siento mucho, de verdad. He estado aterrorizada. La culpa fue mía. He venido a disculparme.

    —He venido a disculparme —dice.

    No sabes lo mal que lo pasé cuando me di cuenta… Cuando vi lo que había hecho. Me salté el semáforo en ámbar. Todo el mundo cruza en ámbar, ¿no? Pero no debí hacerlo. En realidad estaba a punto de ponerse en rojo. Me despisté. Estaba mirando… Estaba mirando una cosa, y seguramente ya se había puesto en rojo. El semáforo. Y de pronto. Ese golpe… terrible, terrorífico. Tu cuerpo sobre el capó de mi coche. El cristal. En décimas de segundos me di cuenta de todo: de que había atropellado a un ciclista, de que circulaba muy deprisa, de que debía de haberlo matado. Y al verte allí, tumbado en esa postura…, sangrando por la cabeza, me aterroricé.

    —Me aterroricé —dice. Y vuelve a callarse, exhausta. Me pregunta de nuevo si estoy bien, y yo asiento. Me han dicho que has perdido la memoria, pero que la recuperarás enseguida. ¿Es cierto? Yo le respondo que sí, que ya estoy recuperándola, que es como construir un puzle que un niño torpe hubiera puesto patas arriba al tropezarse con la mesa y tirarlo al suelo.

    —Vaya, ese niño torpe he sido yo —dice, Elisa. Sonriendo nerviosa. Últimamente ando un poco despistada, dice.

    A mí me duele la cabeza. Si me concentro siento que el zumbido es el río, y que su murmullo soy yo, que me desplazo corriente abajo aunque, sin embargo, siempre permanezco en el mismo sitio, en todas partes en realidad. En el murmullo del río que avanza y no se mueve. De repente me invaden unas ganas locas, despiadadas, de marcharme de aquí y de vivir. De vivir.

    —¿Me perdonas? —dice Elisa, con sus ojos enormes.

    Claro que sí, has sido muy valiente y considerada al venir a visitarme y ofrecerme tus disculpas.

    —Seguramente yo también iba como un loco —digo, sin pensarlo demasiado—. Me gusta mucho ir en bici. A lo loco —reitero—. La sensación de libertad que produce bajar las cuestas sin tocar el freno, con el aire dándote de lleno en la cara. Es lo más parecido a volar. Y volar es el sueño más ancestral del hombre, ¿verdad?

    —Así es.

    —Pues eso, que seguro que la culpa es repartida. Tú te despistaste un par de segundos mirando no sé qué, yo me cegué con la velocidad y quise arrancarle la carretera a la tierra. Eso es. —Un impulso inusitado me ha empujado a hablar, a no parar de hacerlo, como si de ello dependiera que no se rompa el frágil hilo que ahora mismo me une a mí—. Arrancar los caminos del mundo y arrojarme solo con mi bicicleta por las autopistas del viento, deslizarme por el aire en peligrosos y excitantes zigzags, con brazos y sin piernas. Creo que hay pocas cosas en el mundo que me gusten más que ir en bici. ¿Qué cosas te gustan a ti? —le pregunto, como si su respuesta fuese a formar parte del mismo discurso en el que me he embarcado y me sostiene en vilo. A mí me encanta nadar, dice Elisa, nadar en el mar, y cuando no puede ser en el mar, nadar en la piscina. Nadar también es como volar, ¿verdad? Claro que sí, digo. Y también me gusta mucho dar paseos sin rumbo fijo, deambular por lugares que no conozco, tanto de la ciudad como del campo, o del monte. Me gusta hundir mi cuerpo en una bañera hirviendo rebosante de espuma, quemarme la piel, y comer bolas de helado de vainilla regadas con chocolate caliente mientras veo una película, de noche, después de cenar.

    Elisa me mira a los ojos y sonríe.

    —Me alegro mucho de que estés vivo —dice.

    —Yo también. —Y un escalofrío de excitación y ternura me recorre la espina dorsal al pronunciar estas palabras, tanto que casi me provoca el llanto.

    ¿Estaré quizás, en realidad, volviéndome loco?

    Con mucho, Álvaro es la persona que más ha venido a visitarme en mi convalecencia. Algunas de las cosas que me cuenta las siento tan próximas que no dudo en emocionarme, y aunque no acabe de acordarme de él y otras muchas anécdotas que me explica permanezcan al margen de mi memoria, he ido poco a poco gestando en mi interior un cariño sincero, muy puro, que crece con el paso de los días y me hace sentirlo, verdaderamente, como mi mejor amigo. Álvaro dice que pronto haremos una fiesta en su casa para celebrar que no he muerto. Habla de un segundo nacimiento, esto me lo dice mucha gente. Has vuelto a nacer, Sergio, dicen. Y yo no imagino un escenario más doloroso y cruel para un parto que este maldito hospital.

    Creo que tengo lagunas.

    Soy un río. Y tengo lagunas.

    Marta me visita por segunda vez. Marta tiene el cuerpo pequeño, caderas anchas, pero no desproporcionadas, y una cara mona, dulce, agradable. Marta dice que tenemos una relación; luego se ha sonrojado, y se entristece al comprobar que yo no lo recuerdo, entonces añade que no es una relación… formal. Que lo pasamos bien juntos… En fin, dice, dijo, no sé muy bien lo que tenemos. ¿No te acuerdas de nada de verdad?… Me mira con ternura a los ojos y afirma, afirmó, que llevamos varios meses acostándonos eventualmente, que por encima de todo somos buenos amigos… Eso me dijo, sin parecer muy convencida de lo que decía. Yo siento a Marta dentro de mí, la siento como si fuera una docena de personas distintas que hubieran estado en mi vida, sé de lo que me habla, del tipo de relación que me describe. Sé quién es. Y, sin embargo, en realidad, no me acuerdo de ella en concreto, de esta Marta que me habla ahora sonrojada, ni de las cosas concretas que he hecho con ella en estos últimos tiempos. Hoy me visita por segunda vez, se acerca a mí y se presta a ayudarme en aquello que necesite, con una ternura que, según lo pienso, llega a resultarme desagradable. Me coge de la mano y me repite que se llevó un susto de muerte, que no pudo dejar de llorar en una semana por el impacto de la noticia. Me coge de la mano y me acaricia el pelo de las sienes, con sus manos pequeñas y dulces, provocándome un arrullador sopor que me gusta y me produce una inespecífica nostalgia que no sé dónde situar. Yo le sonrío y le pido que me dé tiempo. Necesito tiempo, digo, para situarme, para recordar. Ni siquiera sé todavía exactamente dónde vivo.

    —Por supuesto, Sergio, yo estaré ahí para lo que necesites. Al ritmo que quieras. Antes que cualquier otra cosa somos amigos, nos conocemos desde la universidad…

    Antes que cualquier otra cosa somos amigos, dice. Y lo dice con un deje de tristeza que hace que me cueste tragar saliva. Pasa una hora más conmigo en la habitación, hablamos de salidas nocturnas con gente de la universidad que no sé quiénes son, aunque no me cueste trabajo imaginarme en los clubes que me describe y que sí recuerdo, en los bares de copas y en la cafetería del campus de humanidades.

    Cuando se va, cuando por fin se va depositando un breve beso de sus labios en mis labios, siento de repente un agujero profundo dentro de mí. La ausencia de algo que estaba ahí y que, por lo visto, ya no está. ¿Ya no está? ¿Seguro?

    La psiquiatra me ha recomendado escribir un diario donde apuntar los acontecimientos del día, y los sentimientos que estos me provocan. Dice que esta actividad me ayudará a poner en orden mi mente, y que de esta manera a mi memoria le resultará más fácil recuperar los recuerdos perdidos. Dice que apunte también, en otro apartado, aquello que vaya recordando de mi vida pasada, las fechas, nombres de lugares y personas con las que estuve. He empezado a hacerlo, pero no sé si me está saliendo muy bien. Creo que tengo lagunas. Mi dolor de cabeza va remitiendo y el de la clavícula ya casi no lo noto. Han pasado por esta habitación cerca de una docena de personas, no son muchas, pero a mí me han parecido una multitud, una amalgama de rostros que se confunden unos con otros. Mientras tanto, un ansia indefinible de vivir se ha ido gestando en el centro de mi pecho y crece sin parar, alargando sus raíces como tentáculos que quisieran asirse a cada uno de los órganos de mi cuerpo, de mi existencia, adherirse a ellos, reconstruirlos, nutrirlos y… arrojarlos a la vida. A la vida.

    El doctor Solís entra por la puerta. Yo estoy tumbado en la cama del hospital, lo narro para ordenar mis pensamientos, tal como quiere la psiquiatra que haga. Llevo varios días aquí, a mi lado hay una ventana que da a un parque donde la vegetación escasea.

    El doctor Solís entra y dice que tiene buenas noticias para mí. Dice que va a darme el alta, que estoy preparado para volver a casa y reanudar mi vida, pero que visite a la psiquiatra cada semana y vuelva al hospital no sé qué día a quitarme el vendaje.

    —Qué alegría me das —le digo. Siento alegría y una inquietud rayana en el vértigo, en el miedo. Quiero irme a casa, digo. Pero de pronto me doy cuenta de que mi bicicleta está destrozada, de que no recuerdo el nombre de la calle en la que vivo. Pensando en ello, me visto y recojo las pertenencias que Álvaro y Marta han ido trayéndome. Solís y María José, la enfermera, me observan con una sonrisa en los labios. El doctor y la enfermera. Cojo mi teléfono móvil, busco en la agenda el nombre de Álvaro, mi mejor amigo, y lo llamo para que venga a recogerme. Voy a pedirle a Álvaro que me lleve a casa, le digo al doctor Solís. Él asiente.

    —Buena idea.

    Salgo del hospital como de un parto fallido, de un feto que no me acogía, que no subsanaba mis necesidades, pese al suero, los cuidados del personal, las continuas atenciones recibidas. Salgo y me enfrento al mundo, pero no sé qué mundo me espera ahí

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1