Tal como soy… en las buenas y en las malas
Por Cecilia Serrano
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Tal como soy… en las buenas y en las malas - Cecilia Serrano
Cecilia Serrano
19976.pngRIL%20-%202006%20-%20Logo%20general%20LR.tifTal como soy
Primera edición: septiembre de 2010
© Cecilia Serrano Gildemeister, 2010
Registro de Propiedad Intelectual
Nº 195.172
© RIL® editores, 2010
Alférez Real 1464
cp 750-0960, Providencia
Santiago de Chile
Tel. (56-2) 2238100 • Fax 2254269
ril@rileditores.com • www.rileditores.com
Composición e impresión: RIL® editores
Periodista: Ana Ochagavía
Fotos de portada y producción: Guille Vargas Pohl
Maquillaje y pelo: Bernardo Ojeda
Vestuario: Carola Pino
Epub hecho en Chile • Epub made in Chile
ISBN 978-956-284-755-1
Derechos reservados.
¿Esclerosis cuánto…?
Abro los ojos, tomo apenas unos segundos para ordenar mi mente y ya estoy de nuevo en marcha: «Cecilia», me digo, «vamos, que ya es hora de levantarse».
Lunes 17 de agosto de 2009, faltan quince minutos para las siete de la mañana. Aún está oscuro, en la calle hace frío y amenaza con llover. Sin embargo, a pesar del clima gris y desapacible, me embarga una energía especial, me siento viva y llena de ganas de empezar el nuevo día.
Como todas las mañanas, me dirijo al dormitorio de mi hijo Rafael para despertarlo. Aunque ya tiene 13 años, no me gusta que se levante solo. Prefiero ayudarlo, tomar desayuno juntos, demostrarle que estoy ahí, con él. Es mi único hijo, mi razón de vivir y también un gran apoyo.
Lo miro dormido por unos segundos y no puedo evitar recordar cuando era apenas una guagüita. Apoyo mi mano en su frente:
–Rafael, Rafita, mi amor… Es hora de ir al colegio –le digo con dulzura y dándole ánimo.
Abre sus ojos enormes y me veo en él: ahí está también el hombre que será. No puedo evitar emocionarme, el tiempo ha pasado tan rápido.
El desayuno es nuestro ratito privado, conversamos en voz baja, nos reímos. Hoy no es diferente a otros días, transcurre con la misma calidez y complicidad.
Una vez que Rafael parte al colegio, me entrego a mis ritos cotidianos; soy muy meticulosa con mi cuidado personal, me visto con calma teniendo en cuenta cada detalle. Siempre me pareció muy importante el verme bien, así me siento segura y confiada. No lo considero solo como un regalo para mí misma sino también para los demás.
Cuando estoy lista salgo a la calle. Me encanta ir caminando hasta mi oficina de la Municipalidad de Las Condes, en plena avenida Apoquindo. Este pequeño paseo lo hago cada vez que me siento bien y desde que fui elegida concejal de la comuna, con el apoyo de la Democracia Cristiana, en 2008.
Consulto el reloj, mi primera reunión de hoy es a las once, así que alcanzo a pasar al banco a hacer unos trámites. Me desplazo con energía, como si de nuevo estuviera aquí la Cecilia que siempre fui, como si mi enfermedad no existiera y fuera un fantasma o un mal sueño. «Bueno», me digo entre incrédula y esperanzada por esta energía especial, «parece que esta bendita mañana nada ni nadie podrá impedirme dar cada paso». Siento la vereda dura bajo mis plantas firmes y bendigo cada mínima sensación: la maravillosa mecánica de mi cuerpo en movimiento. Sonrío y repito una de las lecciones más importantes que aprendí los últimos años: «Disfrutemos mientras dure».
Desde siempre, los días fríos me revitalizaron de una manera especial. El calor me mata, me roba fuerzas, me aplasta. ¡Qué rico sentir el rostro helado, la brisa que me obliga a entrecerrar los ojos! Doy gracias por este aire, doy gracias por caminar en esta avenida comercial, urbana, llena de autos y de gente apresurada por empezar su día, entre la que soy una más, entre la que me mezclo, con mis alegrías y tristezas.
Luego de los trámites bancarios, todavía queda un poco de tiempo… Tal vez es esta euforia de sentirme como antes la que conduce mis pasos hacia la calle La Pastora con Reyes Lavalle, justo detrás de la municipalidad. Ahí, un montón de tiendas con vitrinas preciosas llaman a gritos a mi lado «frívolo», como le digo. No resisto la tentación y entro sonriente en una de zapatos que capta mi atención. Las dependientas me saludan con cariño, me conocen, me atienden estupendamente. Una de las cosas que nunca terminaré de agradecer a la televisión es el hecho de que tantas personas me sientan como alguien cercano, como una vieja amiga, y establezcan casi de inmediato una relación de confianza conmigo, algo que, además de hacerme sentir esa calidez humana que llega al alma, es de gran ayuda en mi actual trabajo.
Pido ver unos zapatos rosados, de esos que solía usar antes, cuando podía, literalmente, montarme en un par de tacos de diez centímetros y casi trotar con ellos sin ninguna incomodidad. Me los calzo con delicadeza. Son una maravilla, sus terminaciones, su textura, la línea del diseño. Los contemplo con deleite. Por supuesto que soy consciente de que es una fantasía, pero me siento como si fuera una niña que, a escondidas, se prueba la ropa de su madre. Claro que esa niña intuye que algún día ese sueño será realidad; en cambio, yo sé que ya no más, que ahora las zapatillas, el zapato bajo y cómodo son lo mío. Pero mi placer –fútil, es cierto– está en mirarlos, en probármelos, en jugar a que quiero comprarlos. Como toda mujer frente a algo bonito, siento una dicha interna: maravillosa debilidad del género. Las dependientas los alaban y hablamos un rato en nuestros comunes y femeninos códigos.
Pero ya es hora de trabajar, «basta de ensoñación», pienso. Me pongo de pie con energía y comienzo a despedirme de las vendedoras. Repentinamente, de la nada, el panorama se ensombrece: trato de dar un paso y las piernas no me responden. «No, no, ¡no de nuevo!, ¡no ahora!», me digo mientras siento cómo se me traban los pasos. «¿Cómo puede ser, si todo iba tan bien? ¿Cómo es posible si no hubo ni un indicio de que esto iba a suceder? ¡Maldita enfermedad, maldita enfermedad!».
Trato de calmarme, respiro profundo e intento nuevamente avanzar. Nada. Mi cuerpo cobra voluntad propia y no responde a los dictámenes de mi mente. ¿Qué hice mal?, ¿por qué me pasa esto ahora? No tardo en encontrar la respuesta. Está claro: caminé unas cuatro cuadras, desde mi casa al banco y de ahí a la tienda. Eso ya es bastante para mí, diría que demasiado… «¡Y, por si fuera poco, sin bastón!», me recrimino. Fue el exceso de optimismo lo que me hizo olvidarlo. La verdad es que no lo soporto, es como andar con una etiqueta encima que dice: «Soy inválida». Es cargar con una definición con la que no quiero cargar. Ese es, hasta hoy, uno de los aspectos más difíciles de asumir para mí.
Las dependientas no se percatan de nada: una ordena cajas y la otra habla por teléfono. En ese momento entra una mujer y, al verme, advierte inmediatamente que algo me está pasando. Se acerca:
–¿Necesitás ayuda? –por su acento me doy cuenta de que es argentina. Su voz es cálida y amable y su mirada, maternal. Levanto mis ojos hacia ella y encuentro en los suyos una sincera disposición a asistirme.
–Gracias, pero… –balbuceo aún fastidiada por la situación. Hago un ejercicio de autocontrol. No quiero parecer débil, no quiero flaquear. No me gusta, no soporto provocar lástima o algún sentimiento que se le parezca. «Cecilia, tienes que ser fuerte», me repito una y otra vez.
–No te preocupes –me contesta como si adivinara mis pensamientos–, si querés yo te acompaño hasta donde me digas, de paso conversamos… No tengo apuro.
Me ayuda a incorporarme y me ofrece su brazo. Caminamos lentamente la escasa distancia que nos separa de la municipalidad y allí nos despedimos. Me reciben dos guardias que me escoltan hasta mi oficina en el piso once.
Sentada por fin en el escritorio y con la puerta cerrada, las lágrimas aparecen como señal de impotencia y tristeza. Corren por mi rostro y barren con el optimismo que me invadía hace unas horas: «¡Hasta cuándo!», me repito desolada.
Agotado el llanto mi mente queda en blanco, abstraída. En un instante me traslado a aquel día de diciembre de 2004 en que mi vida cambió para siempre.
Estoy de pie al lado de una cama que no es la mía. Veo a un hombre que me mira con seriedad, tiene una cotona blanca, en el bolsillo lleva bordado «Dr. Manuel Fruns». Lo reconozco, es mi neurólogo. Yo estoy tranquila, pero con una paz un poco irreal, me siento pequeña, vulnerable, como en un sueño; el único signo de nerviosismo es la manera un poco hipnótica con que juego con el borde de la sábana. Hoy es el día. El Dr. Fruns me dirá, por fin, el diagnóstico:
–Cecilia, lo que usted tiene es complejo. Luego de muchos estudios hemos descubierto que sufre de esclerosis múltiple –lo dijo con esa mirada serena y ese tono de voz solemne que lo caracteriza.
Mil preguntas se agolparon en mi mente y fueron saliendo a medida que ordenaba mis pensamientos: «¿Qué?, ¿esclerosis cuánto?, ¿qué es eso?, ¿por qué ahora, a los 45 años?, ¿desde cuándo?, ¿por cuánto tiempo?, ¿cuál es el pronóstico?, ¿en qué se traduce?, ¿cómo se enfrenta?, ¿cuál es el mejor tratamiento?, ¿qué debo hacer con mi vida?, ¿y mi hijo?».
Con gran parsimonia y en un lenguaje entre científico y coloquial, me fue quitando el velo de los ojos y fue armando un puzzle que daba sentido y razones concretas a mi eterna sensación de cansancio y a esa progresiva dificultad para caminar que me venía siguiendo, como una sombra, desde hacía tiempo. Quedaba claro que no se trataba de cualquier diagnóstico. Estábamos hablando de un mal crónico, de una carga vitalicia.
En ese momento todo se desdibujó, aún no puedo recordar si lloré, si quise gritar, si me dio rabia. Nada. Todas mis reacciones están borradas de mi memoria, excepto una: en ese mismo instante, en que pude tener una idea aproximada de lo que pasaba y aún con muchas dudas sin responder, resolví luchar. Era una decisión: jamás iba a echarme a morir. Jamás.
Es verdad que, como sucede con muchos enfermos, vino también un breve período de negación, pero revivir la determinación que sentí en aquel momento tuvo un efecto salvador. Porque, aún ahora, con las lágrimas todavía húmedas sobre mi rostro y a pesar de la pena, la impotencia y el enorme sentimiento de vulnerabilidad que se abatió sobre mí después del triste episodio de la tienda, una vez más vino a rescatarme el espíritu de lucha. Me levanté lo mejor que pude y fui al baño, sequé las lágrimas y retoqué el maquillaje. Me miré a los ojos: ahí estaba yo. Repetí en voz alta: «Cecilia, esta batalla no admite excepciones». De nuevo me juré no bajar los brazos, no lo hice entonces, no lo haré ahora. No lo haré jamás mientras tenga voluntad y amor por la vida. Ordené mi ropa y mi pelo: estaba lista. Llamé por el intercomunicador:
–¿Ya llegó mi reunión de las once? –la voz de la secretaria respondió de inmediato:
–Sí, señora Cecilia, la están esperando.
–Perfecto, dígales que pasen.
Los primeros acordes de la tragedia
El día que me diagnosticaron la esclerosis múltiple empezó la batalla más ardua de mi vida. Aquella contra una enemiga silenciosa que, luego de encontrar y reconocer instalada en mi propio cuerpo, se ha ido tornando paulatinamente en una especie de amiga. Sí, una amiga. Sé que suena extraño y difícil de entender, pero hoy me atrevo a llamarla así. Con ella he aprendido muchas cosas acerca del dolor humano y también he revelado aspectos de mi propia persona que me eran ajenos. Aunque, claro está, asumo que como amiga es bastante especial: complicada, demandante, inoportuna. Ahora sé que debo tratarla con mucho cariño, con muchos cuidados, para que ella haga lo mismo y no me provoque el sufrimiento extremo con el que parecía ensañarse conmigo cuando recién nos estábamos conociendo.
Los síntomas más notorios comenzaron en noviembre de 2004, pero posteriormente, con la enfermedad ya diagnosticada, hicimos un racconto entre mi gente más cercana y nos dimos cuenta de que hacía varios años que andaba «rara».
Bernardo de la Maza, mi amigo del alma y compañero en la conducción del noticiero «24 Horas» durante 14 años, me comentó que, entre aquellos compañeros con que nos reuníamos frecuentemente a comer o a tomar un trago, había cierta extrañeza ante mis conductas.
El problema era que nadie interpretaba adecuadamente esos sospechosos anticipos: «Ceci», me dijo Bernardo hace poco, «te juro que no sabíamos si te estabas volviendo muy excéntrica o extremadamente mal educada».
Y ahora entiendo que lo creyeran. Por ejemplo, cada vez que nos juntábamos en mi casa, en la mitad de la mejor conversación, yo comenzaba a cabecear hasta quedarme profundamente dormida por un lapso de media hora. La mayoría pensaba (¡y cómo no!) que, con ese sueño profundo surgido de la nada, estaba demostrando un aburrimiento incontenible y sugiriendo que se fueran. Lo más extraño, y que terminaba por desconcertar a mis amigos, era que luego, cuando despertaba de repente, me reincorporaba animosamente a la conversación como si nada hubiera pasado. Esto acontecía con frecuencia pero la verdad es que nunca le di la menor importancia: «Estoy estresada», me decía. Después supe que ese cansancio crónico, al borde del agotamiento, es uno de los inequívocos síntomas del mal que me aqueja.
A ese tipo de señales, que debo haber venido experimentando por largos años, se sumaron paulatinamente las primeras muestras de descoordinación motora. Me tropezaba y me caía mucho, algo que con mi ex marido adjudicábamos a los tacos… Pero, un día, la debilidad de mis piernas fue tal, que me desplomé en el baño y no pude pararme más. El cansancio por el esfuerzo de tratar de incorporarme me impidió, incluso, gritar por ayuda. Pasaron las horas, el frío del suelo había traspasado mis miembros. Estaba aturdida, agotada, congelada. Sentía, a lo lejos, la voz de la Cati –mi nana desde hace once años– conversando con Rafaelito, como siempre lo hacen. Mi hijo estaba contento, escuchar su risa me tranquilizaba.
Me quedé resignada a la inmovilidad, con el cuerpo cada vez más helado, sin poder siquiera gritar… No recuerdo bien cuánto tiempo pasó, en esas circunstancias los segundos se hacen horas. De pronto, en medio de la inercia y el sopor en el que había caído, sentí el golpe de la puerta de calle al cerrarse. Era Rafa (Rafael Walker), entonces mi marido. Escuché su voz cuando saludaba a nuestro hijo y a la Cati. Acto seguido, la pregunta esperada:
–¿Dónde está la Cecilia?
–En su pieza, don Rafa –fue la respuesta de la Cati.
Los pasos de Rafa se encaminaron a la habitación y simultáneamente comenzó a llamarme:
–¡Cecilia, Cecilia!, ¿dónde está? –la luz estaba apagada–. ¿Dónde está? –repitió con fuerza y un dejo de preocupación–. ¡Cecilia! –escuchaba su voz cada vez más cargada de angustia. Yo aún no lograba articular palabra. Justo cuando encendía la luz y se encaminaba al baño, logré reunir las fuerzas para susurrar:
–Aquí…
Nunca olvidaré la expresión de su cara al verme: el impacto, la duda o más bien la certeza de que aquello que ya presentíamos estaba pasando. Ignorábamos qué era, pero allí estaba. Ya no había forma de eludirlo.
Me levantó, me tomó en brazos y me llevó a la cama interrogándome sobre lo sucedido. No supe qué responder. Pero entendí, desde el fondo del alma, que ya no era la misma y nunca más lo sería.
A pesar de este episodio, la vida continuó y durante un tiempo más, traté de hacer oídos sordos a lo que mi cuerpo sentenciaba: «quizás fue un bajón de presión», me mentía. Pero, inexorablemente, llegó el día en que los síntomas de espasticidad en las piernas se hicieron tan patentes que comencé a cojear.
Había salido de TVN en febrero de 2004 y me encontraba cursando un Diplomado en Comunicaciones Corporativas en la Universidad Católica. Por primera vez en casi 25 años estaba sin trabajo y tenía la intención de poner todas mis capacidades al