Como la piel del caimán
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Ricardo Gómez Gil
Ricardo Gómez Gil nació en un pueblo de Segovia en febrero de 1954. Su familia emigró a Madrid, donde se crió y ha vivido desde entonces. Hasta que se dedicó a la escritura, pasados los cuarenta, trabajó como profesor de matemáticas.Además de leer y escribir, le gusta el cine, la fotografía, pasear y escuchar música. «Me repugnan la injusticia y la barbarie. Odio a los que promueven la guerra. No comprendo cómo permitimos que haya hambre en el planeta. Desprecio a quienes se enriquecen a costa ajena», confiesa en su página web.Su obra ha sido merecedora de varios premios, como el Premio Juan Rulfo-Unión Latina (1996), Premio Ignacio Aldecoa de Cuento (1997 y 1998), Premio Ciudad de Mula (1998), Premio Nacional de Poesía Pedro Iglesias Caballero y el Premio Felipe Trigo de Novela (1999), Premio Hucha de Plata, de FUNCAS-Hucha de Oro y Premio de cuentos La Felguera (2001), Premio Alandar de Literatura Juvenil (2003), Premio de Literatura Infantil El Barco de Vapor (2006), Premio Cervantes Chico por el conjunto de su obra (2006) y, últimamente, el Premio de Literatura Juvenil Gran Angular 2010, además de diversos accésits y menciones como finalista de otros tantos.
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Como la piel del caimán - Ricardo Gómez Gil
Como la piel
del caimán
RICARDO GÓMEZ
1
ANTE EL ESPEJO
La historia que os voy a contar arranca en un momento concreto: el día siguiente a mi paliza. Podría comenzar dos semanas atrás, o incluso cinco meses antes, cuando conocí a Wilson. He elegido este inicio no sé bien por qué. Tal vez porque, aunque no lo reconociera entonces, sentí mucho miedo. Nunca supuse que viviría unos acontecimientos como los que voy a relatar. La mayoría de la gente cree controlar los sucesos que vive. Piensa que un día es una consecuencia natural del anterior, y así hasta el infinito, pero eso no es cierto. Yo llevaba una vida normal hasta que conocí a Wilson. ¿O no? Pensándolo bien, mi vida no era tan normal ni siquiera entonces.
Esa mañana desperté como de costumbre, a las ocho menos cuarto. Había dormido pocas horas y tenía un buen motivo para quedarme en la cama, pero también había otros para levantarme como cualquier día. La cabeza me pesaba y sentía un dolor agudo en el fondo del ojo izquierdo. Aunque la tarde anterior la médica me confirmó que no había daños oculares, la cuenca me dolía como si me la hubieran vaciado. Y eso, a pesar de los analgésicos. A esas horas ya se debía haber pasado el efecto de los que había tomado por la noche.
Sentí que todo mi cuerpo olía a sudor, a vómito y a desinfectante y que necesitaba una ducha. Gradué la temperatura en mis rodillas hasta conseguir un chorro tibio y colgué el aspersor en el soporte. En cuanto el agua comenzó a resbalar por mi cabeza sentí una quemazón en el lado izquierdo de mi cara, así que me contorsioné para enjabonarme bien las axilas, el torso y las ingles, evitando el chorro sobre mi rostro. Estuve un rato frotándome, sintiendo el escozor en la mejilla, pero el olor no acababa de desaparecer, como si estuviera no en mis axilas o en mis ingles, sino en mi nariz. E incluso más arriba y más dentro, en mi cerebro.
Me sequé el cuerpo con energía, pero sentí terror de acercar la toalla a mi cara. El espejo estaba velado por una capa de vaho. A medida que lo limpiaba, poco a poco, comenzó a aparecer mi rostro. Era la primera vez que me contemplaba desde el accidente de la tarde anterior, y debo decir que lo que vi no me sorprendió demasiado. Desde la parte inferior de la frente hasta mi mandíbula, el lado izquierdo aparecía tumefacto, la mejilla teñida con una gran mancha de color berenjena que amenazaba con extenderse hasta la barbilla. Los párpados hinchados y violáceos apenas dejaban entrever una fracción de mi ojo y los dos puntos en la ceja parecían haberme dejado enganchada una araña de feas patas. Vi un par de líneas quebradas que atravesaban mi cara y que parecían haber sido dibujadas con regla: las huellas de una suela. Seguro que la policía, de haber podido estudiar mi rostro, habría deducido la marca de ese calzado.
Antes he llamado accidente a algo que no lo es, a menos que una bota dirigida con intención a tu nariz y a tus dientes pueda ser considerada como tal. La médica que me atendió pronunció al menos una docena de veces la palabra agresión, y al menos otras tantas me invitó a denunciarla, pero yo le dije que no. Mi madre lloraba en la sala mientras me hacían las curas, que yo soporté con paciencia y, debo decirlo, sin soltar una queja.
Tanto entonces como ahora considero que salí bien parado. Aquella patada no era un simple puntapié, sino un golpe propinado por alguien que entrena full contact, y que podría haber sido mortal. La insignificante fracción de segundo de que dispuse, cuando vi su rodilla a la altura de mis ojos y luego su bota viniendo hacia mí, me permitió girar levemente la cabeza y evitó que mis dientes estuvieran esa mañana guardados en una caja de cartón. Eso pensaba mientras me miraba en el espejo.
Regresé a mi habitación y vi en el suelo la camiseta y el pantalón ensangrentados. Mi madre se había empeñado la noche anterior en que me desvistiera lo antes posible para poner la ropa en remojo, pero yo me negué entonces y consideré una suerte que no hubiera pasado por mi cuarto. Busqué una bolsa de plástico y metí dentro la ropa sucia, con la intención de arrojarla en un contenedor en cuanto saliera a la calle. Me puse una camisa y un jersey abierto. Me dolía la idea de pasar el cuello de una camiseta por mi cabeza, que sentía abultada como la de una mosca monstruosa.
Al llegar a la cocina tuve la sensación de entrar en un velatorio. Mi padre acababa de desayunar, con la mirada fija en el centro de la mesa. Mi madre, en bata, cacharreaba en el fregadero procurando no hacer el más mínimo ruido. Cuando mascullé un buenos días, el silencio pareció hacerse más profundo, aunque una mirada fugaz de mi madre me respondió con un gesto elocuente. Mientras iba a la nevera a buscar la botella de leche vi de reojo cómo mi padre se levantaba, tomaba la cazadora azul que descansaba sobre una silla y, en contra de su costumbre, dejaba sobre la mesa el servicio del desayuno. Luego le vi caminar hacia la salida, adiviné cómo tomaba su cartera y salió dando un portazo. Esa suma de gestos mudos explicaba más a las claras que cualquier discurso que nos consideraba a mi madre y a mí responsables de lo sucedido.
Solo cuando se oyó la puerta, mi madre se acercó y examinó con cuidado mi rostro. La dejé hacer y noté su cara de preocupación y de pánico. A juzgar por sus ojeras, había pasado la noche llorando, y sentí lástima por ella y por mi viejo. Pensé que merecían un hijo mejor que yo. Los dos se habían matado a trabajar durante veinte años y yo llevaba una temporada manteniéndoles con el corazón en vilo. Y lo peor era que resultaba inevitable. Que ni yo ni nadie puede dar marcha atrás a los acontecimientos.
Me rogó que no fuera al instituto en unos días, que descansase, que hiciera caso a los médicos que me habían recomendado reposo... Yo negaba con la cabeza, porque estaba determinado a volver a las clases. El timbre del microondas me salvó de un abrazo que supuse desgarrador y contra el que no podría haber hecho nada. Antes de sentarme a la mesa, puse una mano sobre su cabeza y le dije:
–Tranquila. No va a pasar nada.
Mi madre se sentó a mi lado en silencio, supongo que conteniendo las lágrimas. Habría dado cualquier cosa por saber entonces qué veía ella en mí, qué pensaba mientras me veía desayunar con esfuerzo, mojando unas galletas en el café con leche con más voluntad que ganas, abriendo despacio la boca para evitar la tirantez de la cara. Un par de veces alcé los ojos hacia ella y esbocé una mueca de sonrisa que quería ser tranquilizadora. Al masticar me dolía la mandíbula, y habría dejado el desayuno si eso no hubiera desatado una cascada de ayes por su parte. Acabé el café y, curiosamente, entonces fui consciente de que no había cenado la noche anterior y mi cuerpo reclamaba compensar las energías perdidas. Pedí a mi madre:
–¿Me preparas un zumo, por favor?
Ella saltó de la silla y buscó el exprimidor y las naranjas. Regresé a mi cuarto, eché un vistazo a los horarios, saqué unos libros de mi mochila, los cambié por otros y puse la bolsa de ropa en la parte superior, notando el olor mohoso de la sangre. Tenía la sensación de que ese día no iba a necesitar libros ni cuadernos, pero estaba decidido a actuar como si no hubiera pasado nada, aunque tenía la certeza de que lo más duro estaba aún por llegar. Por un instante me tentó la idea de quedarme en casa hasta el lunes, en la calidez y seguridad de mi habitación, pero la deseché de inmediato. Saqué un comprimido de cada caja y me los puse en la boca, guardando las cajas en el bolsillo del pantalón. Me eché la mochila a la espalda, regresé a la cocina y me bebí el zumo que mi madre había azucarado más de la cuenta, empujando con él las pastillas que habían quedado adheridas a mi paladar. Ella me acompañó hasta la puerta. Antes de salir, la abracé y traté una vez más de consolarla:
–No te preocupes. No pasará nada.
Al traspasar el portal vi que lloviznaba. Mientras dudaba si entrar a casa, oí la voz de mi madre desde el balcón. Me asomé y vi cómo me tendía el chubasquero. Hice un gesto y ella lo dejó caer. Como si fuera a cámara lenta, el abrigo descendió flotando y yo lo recogí antes de que tocara mansamente el suelo. Me gustó esa sensación de blandura, que contrastaba tanto con los acontecimientos espinosos que estaba viviendo esos días.
2
UNA ENTREVISTA PREVISIBLE
Mientras caminaba hacia el instituto tuve la sensación de que mi cuerpo había adquirido una sensibilidad especial. Los calmantes debían estar haciendo efecto, viajando por alguna región especial del cerebro, y esto me proporcionaba sensaciones desconocidas. Cada paso que daba, cuando el talón izquierdo pisaba en el suelo, producía un espasmo en la zona herida de mi cara. Podía notar la mandíbula, los dientes, la mejilla, el ojo, la ceja..., pero cada uno de estos elementos parecía independiente de los demás, acorchado y a punto de desprenderse del resto.
No era exactamente dolor lo que sentía. Me complacía sentir ese cordón nervioso que enlazaba mi pie con mi cara y no hacía nada por reducir el ímpetu de mis pisadas. Era lo mismo que ese daño placentero que sientes cuando tienes una pequeña herida y te empeñas en rascarte. Al cruzarse conmigo, algunas personas se me quedaron mirando y yo observé su mirada huidiza. No sentían compasión, sino temor.
«Algo habrá hecho», parecían decirse cuando veían mi rostro magullado, «de algo será culpable».
Por mí, ese viaje podría haber durado horas. Disfrutaba de la sensación de calma que deja la lluvia, cuando la gente camina en silencio y las ruedas de los coches sisean sobre el asfalto. Al llegar a la estación sentí un escalofrío. Miré a un lado y a otro, pero el lugar parecía tranquilo, con la gente de siempre dispuesta a tomar los trenes. Esos chicos no solían estar por allí a esas horas, sino al atardecer. Lo más probable es que no esperaran que al día siguiente yo pasara por allí. Esa era parte de mi victoria. Para eso me había levantado temprano: para demostrarles que no tenía miedo. Aunque sabía que de haberlos visto allí sentados, esa mañana, el pánico me habría paralizado.
Entré en la estación y atravesé el paso subterráneo. Un tren acababa de detenerse arriba y noté, ¡en la cuenca de mi ojo!, el chirrido de las ruedas de acero contra las vías. Los pasajeros se cruzaban en las escaleras, unos recién desembarcados y otros con prisa por tomar un tren que estaba a punto de partir. Los altavoces avisaban de la salida: «Tren estacionado en vía 2, destino Guadalajara, parada en todas las estaciones...». Conocía de memoria todos esos mensajes, después de pasar por allí durante cuatro años.
La lluvia arreciaba cuando salí al exterior. Vi que algunos compañeros del instituto caminaban desde distintas direcciones al mismo punto que yo, hacia el arranque del paso elevado que cruza la autopista, pero no quise comprobar si alguno era de mi curso. No sabía hasta qué punto se había divulgado la noticia de mi paliza y no quería dar explicaciones a nadie, aunque sabía que tarde o temprano todos querrían conocer los detalles. Desde lo alto de la pasarela vi las paredes grises del instituto. En ese instante estuve a punto de dar marcha atrás y volver a casa. No me apetecía ser durante las próximas horas el blanco de miradas y preguntas. Me detuve unos segundos aferrado a la barandilla, contemplando cómo los coches pasaban raudos por debajo, levantando nubes de salpicaduras. Pero al poco tiempo emprendí la marcha.
¿Alguna vez os habéis sentido el centro del mundo? Eso sentí yo cuando entré en el instituto. Pese a la lluvia, había echado mi capucha hacia atrás, decidido a no ocultar mi rostro. Cuanto antes se sepa, mejor, pensé. Los pequeños se me quedaron mirando con la boca abierta mientras la noticia corría entre los mayores, que cuchicheaban entre sí. Estaba decidido a llegar a clase sin hablar con nadie y sentarme en el sitio de siempre como si nada hubiese ocurrido.
Todos los colegios e institutos que he visto están cortados por el mismo patrón. Nada más entrar te encuentras un hall y, cerca, los despachos de la dirección, la secretaría y las salas de profesores. Atraviesas esa zona y entras en los pasillos que llevan a las clases. Yo esperaba franquear sin obstáculos ese lugar, subir las escaleras y llegar a mi aula. No esperaba toparme de manos a boca con el director, que parecía esperar mi llegada, porque nada más verme dejó a los dos profesores con los que estaba hablando y se dirigió con prisa hacia mí, como si temiera que escapase:
–Hola, Rubén. Anoche me enteré de lo que te ha ocurrido. Quiero que hablemos un rato, antes de que subas a clase.
Creo que puse cara de fastidio mientras él observaba mi rostro desfigurado. No me apetecía esperar en el hall, a la vista de todos. Como si el director hubiera notado mi disgusto, me dijo que le siguiera y me llevó a su despacho. Me señaló una butaca y me pidió que le esperara unos minutos. Luego salió, dejándome a solas.
Yo había estado dos veces más allí, pero también he visitado los despachos de otros directores. Son todos iguales. Una mesa, un sillón de oficina y dos butacas al frente, una estantería atestada de papeles, un ordenador, un teléfono y más papeles. A mi espalda había otra mesa redonda con seis sillas. Los cuadros suelen ser espantosos: cosas pintadas por los alumnos o los profesores de dibujo. Y luego trofeos y cosas así en las estanterías. Siempre parece que necesitan una mano de pintura y hay algún mueble que desentona de los demás. La mesa verde que había a mi espalda, por ejemplo, estaba fuera de lugar en una oficina con muebles y estantes de color caoba.
Sabía que la entrevista con Aguado se iba a producir, pero no la esperaba tan temprano. Más bien me había imaginado llegar a clase y que me llamaran en el recreo, o quizá después de la primera hora. Caí en la cuenta de que el director me había dicho que se enteró la noche anterior. Dado que el ataque