Caín
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En esta nueva novela, el autor continúa el impulso narrativo iniciado con Al otro lado, su primera novela (Plaza & Janés, 2005), y profundizado en Devoradas (Catalonia, 2013), inspirado por una mirada crítica del mito de la estabilidad institucional de Chile".
Sylvia Eyzaguirre
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Caín - Juan Ignacio Correa
CORREA, JUAN IGNACIO
CAÍN
Santiago, Chile: Catalonia, 2023
192 p.; 15 x 23 cm
ISBN: 978-956-415-077-2
ISBN digital: 978-956-415-078-9
NARRATIVA CHILENA
CH 863
Diseño de portada: Amalia Ruiz Jeria / Gracia Covarrubias
Corrección de textos: Hugo Rojas Miño
Diagramación interior: Salgó Ltda.
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
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Primera edición: noviembre, 2023
ISBN: 978-956-415-077-2
ISBN digital: 978-956-415-078-9
RPI: trámite 5tbzmg
© Juan Ignacio Correa, 2023
© Editorial Catalonia Ltda., 2023
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl - @catalonialibros
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
Para Miguel Soto y Marcelo Maturana, in memoriam.
Para mis hijos, José Vicente y Juan Ignacio.
Un relato de hechos y personajes
reales e imaginarios entrecruzados según mi mirada y mis prejuicios.
Las personas reviven sus traumas una y otra vez, sin poder olvidarlos cuando no los enfrentan. Incluso cuando en forma inconsciente los esconden en la parte más remota de su memoria.
Cristóbal Jimeno / Daniela Mohor,
La búsqueda
Índice
DEBUT
PLAZOLETA
INFORME
DESTINACIÓN
REENCUENTRO
TROPEZÓN
PATÍBULO
CHONCHÓN
ASONADA
ROMA
A TABLERO VUELTO
ARREBATO
SOBREVIVIENDO
CADÁVERES
EQUIDISTANTE
CAÍN
CRONOLOGÍA
DEUDAS LITERARIAS Y AGRADECIMIENTOS
DEBUT
Encaramado en los taburetes de los lustrabotas de la Galería España, Cirilo oyó: Sí, linda. Te escuché. Sí, te digo que sí. Pero ahora no puedo. Voy entrando a una reunión. Por supuesto que eres lo más importante. ¿Cómo que no? Pero ahora tengo que colgar. Voy a poner el celular mudo, cuando termine te llamo. Tras apagarlo, ese vecino de sitial reanudó la lectura de Las Últimas Noticias, como si nadie lo hubiese oído.
La culpa es de las mujeres. Saben que el mujeriego nunca se enriela, pero insisten en que su caso es diferente. Ahí no hay vuelta. El seductor no cambia. Está enamorado de sí mismo. Él es la droga que lo devora. Ese diálogo no muy diferente a otro de una pareja cualquiera, bien o mal avenida, transportó a Cirilo a la imagen de Anat. Aunque en aquella época ya llevaban veintinueve años juntos, toda una vida, él seguía sintiendo pánico a perderla. No lograba dar con una razón incontrarrestable de por qué ella seguía a su lado. Pero desde hace algún tiempo había dejado de darle más vueltas al asunto. ¿Una revelación cambiaría algo las cosas? Saber ese motivo únicamente le removería más el seso. Solo ante acusaciones gravísimas o situaciones excepcionales podría, y quizá, encararla. Lo prioritario era mantener la paz de su convivencia con Anat. Si ello requería fingir que no se daba cuenta de nada, Cirilo no tenía problema en recurrir a esa máscara. Vivir en esa eterna pausa le resultaba más cómodo que verbalizar lo que intuía.
¿Por qué ella miraba a otros hombres tan fijamente, incluso a algunas mujeres? ¿Quién sería la moza que una tarde la llevaba tomada de un brazo? Ambos hicieron como si no se hubieran visto. Era inimaginable que Cirilo estropeara su relación con Anat por unas dudas que no tenía ni siquiera el valor de expresar. Más todavía si nunca había tenido una compañía ni parecida a la que había alcanzado con ella. A veces, Cirilo atribuía esos celos y alarmas a sus obsesiones no tratadas. Ahora y tras su internación en el Hospital Metropolitano de Santiago podría hacer un combo y explorarlas conjuntamente con las secuelas síquicas que –según su médico– le habría dejado el coronavirus.
En las tardes de los miércoles, ellos se encontraban en el Café Abarzúa del Barrio Lastarria. Ella habría preferido quedarse arropada en la domesticidad de su departamento, pero él le insistía en que un poco de ruido y aire fresco les haría bien al igual que las clases de tango de los viernes. En el café a esa hora no cabía un alma. Algunas pasaban por ahí para sacudirse del hartazgo de la oficina antes de llegar a sus casas copadas por sus proles. Otras ofuscadas por el estrés laboral iban a ver si se sacaban el pillo con un gancho sin mayor compromiso. A veces ese touch and go las resucitaba por algún tiempo, aunque muy pocas creían que la vida todavía les depararía nuevas sorpresas.
Con esas representaciones en la retina, Cirilo cerró sus ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sitial adyacente al de ese macho alfa que acababa de oír. Desde esa postura recordó sus manos jugueteando libremente sobre el cuerpo desnudo de Anat indiferente a sus pliegues y estrías. Evocó cuando aprovechaba la penumbra del dormitorio para pellizcarle su nalga derecha, la del lunar, en una especie de una afilada caricia, pero igual llena de temores y esperanzas. Era más que un usual preámbulo. Ahí había tensión y apetito. Aunque pareciera algodonosa en sus gestos al aproximarse el instante sublime, ella se ensillaba y lo domaba con absoluta decisión. Anat siempre prevalecía. Él se dejaba llevar. Tan diferente a cuando actuaba en las Cortes donde se mostraba asertivo y fuerte, sin sufrir jamás una zancadilla disléxica. En los estrados su regla de oro fue siempre marcar sus palabras: si la ley lo favorecía, golpeaba con ella; si solo los hechos estaban de su lado, golpeaba con ellos; y, si no lo acompañaban ni la ley ni los hechos, golpeaba igual la mesa. Nunca dejaba de hacerlo. Hay que transmitir convicción, les decía Cirilo a sus colegas más jóvenes. Para que un juez no tenga ninguna duda razonable sobre la inocencia o culpabilidad en juego, aseguraba, uno no puede mostrar titubeos. Podía tener dudas y a raudales, pero –como todos– se cuidaba de airearlas. Escondiéndolas en su consciencia, él corría menos peligro. Enseguida, se vio tumbado sobre la cama reposando del quehacer diario que pocas energías le dejaba. Mientras tanto el Loro, así era conocido, le embetunaba sus zapatos acordonados. Abrió los ojos y le sonrió:
–De nuevo marchan estos pendejos chuchasumadres. ¡Como si las luquitas cayeran del cielo! ¿Quién puta va a venir a lustrarse así, con las lacrimógenas volando para allá y acá? –cerró el Loro mientras observaba los vehículos atascados en la Alameda por las columnas de la llamada Revolución Pingüina.
Antes de responderle, Cirilo se preguntó cuál sería el puerto de destino de esta nueva ola del movimiento estudiantil que repudiaba por la fuerza el mercantilismo en la educación pública y que, de pasada, reprochaba a la centroizquierda el abandono del sueño allendista aceptando gobernar amarrado de manos.
–Así son estos millennials –le respondió, absteniéndose de decirle que estos gallos ni los mocos sabían sonarse y que estaban sedados por el hechizo de la pureza de los cambios radicales reflejado en el eslogan: el reformismo siempre es oposición–. Como tú dices Loro: unos pendejos de mierda nomás.
Sus recuerdos se detuvieron en abril del 77. Para ser exacto: a las 15:17 horas del jueves 28. Cuando Cirilo percibió a sus espaldas un leve chirrido de bisagras. Giró para mirar hacia la puerta que daba a la empinada escalera que –a su vez– conectaba ese segundo piso, donde se encontraba su oficina, con la calle y la Plaza de Armas. Una joven con cara de ángel se asomaba en el vano. Oyó su carraspeo transportado por un airecito que también se colaba por ese acceso. Aquella tarde, unos oscuros y voluptuosos nimbos cargados de lluvia obstruían los rayos solares. Cirilo llevaba algo más de un año coordinando las acciones judiciales que la Vicaría de la Solidaridad emprendía en favor de las víctimas de violaciones de sus derechos humanos. Allí, Cirilo exudaba entusiasmo: llevaba al paroxismo su práctica judicial del golpeteo. A ver si las cortes despertaban del silencio que les había impuesto la bota militar, se decía lleno de frustración. Estaba orgulloso de formar parte de ese proyecto colectivo que lo hacía pertenecer a algo más sólido que su propio oxígeno. Pero con el paso de los años, el apoyo cardenalicio de Silva Henríquez se fue haciendo insuficiente para neutralizar sus miedos que terminaron por rendirlo.
En un pañuelo improvisado con papel de servilleta, Anat contuvo un supuración amarillenta que provenía del lagrimal de su ojo izquierdo. Entonces el femicidio todavía no se identificaba como un delito autónomo distinto de un homicidio cualquiera o de una simple sacada de cresta. Aún prevalecía el consejo de Maquiavelo de que para retener a las mujeres había que castigarlas y maltratarlas.
Anat se dirigió a Cirilo: Ehh…, ¿con quién puedo hablar? Él miró a ambos lados ratificando que nadie más lo acompañaba esa tarde. En aquellos tiempos, todos en la Vicaría, como la llamaban, habían aprendido a disimular sus sospechas y vacilaciones. Al principio la escuchó con displicencia, después de un buen rato musitó algo inaudible, pero su expresión corporal le dio un significado claro a ese fastidio: Agradecería si te fueras. Aquí no te podemos ayudar. Buscó un cigarro y se lo puso en los labios. Lo mantuvo apagado. ¿Quién podía asegurar que Anat no era otra carnada?, como Elisa Escobar, cuya colaboración con la DINA la policía secreta de la dictadura, permitió el primer exterminio de la plana mayor del Partido Comunista. Fue muy natural que Cirilo no dejara de observar el movimiento de sus transparentes y delgados dedos, con unas uñas mordidas hasta dejarlas en carne viva, pero no lo fue que pasara por alto la rigidez de su labio superior, una suerte de leve parálisis facial. Podría excusarse esta omisión arguyendo que habría tenido que mirarla con tal detención y cercanía que Anat se habría sonrojado pese a sus veinticinco años. Ya tenía edad suficiente para no turbarse ante una mirada impertinente, fuera del género que fuera. Ese detalle físico debió ponerlo sobre aviso. Era una marca común en las víctimas de la parrilla, tortura aplicada sobre un somier metálico al que se amarraba desnudo al secuestrado para luego darle descargas eléctricas, o del submarino húmedo, consistente en hundir la cabeza de la víctima en un recipiente de agua mezclada con mierda, manteniéndola así hasta un punto cercano a la asfixia. A los supervivientes de estos tormentos –con los que convivía a diario, incluso tenía pesadilla con ellos– les había contemplado una tiesura semejante que –dicen– nunca abandona a quienes han estado a punto de morir violentamente. Sin embargo, él siguió con sus manos en los bolsillos, como si ese rictus que se había apoderado de la sonrisa de Anat no pudiese ser la huella de una herida similar. En una de esas, su descuido podría explicarse por el abandono que trasuntaba el gastado y desteñido bluyín que vestía. Probablemente también influyó en esa distracción su ligero blusón de lino blanco que traslucía sus pequeños y firmes senos y pezones. Los bordados de hilos fucsias y verdes de esa blusa le recordaron los años setenta, los de la película Love Story, época que a Anat le habría encantado congelar en la eternidad. De otra manera no se explica que esa atrofia haya pasado de largo. Si pudiéramos hurguetear en la memoria de Cirilo nos enteraríamos de que a ella le faltó la respiración al extremo de quebrarse mientras relataba las golpizas que recibía de Jorge, su pareja. Tras una breve pausa logró salvar y seguir su narración más entera. Creo que esa trizadura cubrió de verosimilitud su queja e hizo que Cirilo se interesara en esa violencia contada hasta en los detalles más íntimos, como aquel en que Jorge –una vez más– la maltrató, dejándole como recuerdo –si no como advertencia– una horrible cicatriz al apagarle un cigarrillo en la parte superior de su ingle. Para mostrársela rebajó aún más la pretina de sus jeans, permitiendo que Cirilo vislumbrara el encaje elástico de un calzón de fina manufactura, detalle oculto que difería del resto más jipi de su ropa y que ella cubrió con rapidez.
–¿Quieres un café? ¿O prefieres un cigarrillo? –se adelantó Cirilo para rescatarla de ese apuro.
Anat apenas tuvo ánimo para negar con la cabeza. Él atribuyó su quiebre emocional al cuento del pucho. Casi consumiéndose, ella respondió: Si tuvieras, preferiría un té, por favor. Luego bajó la vista. ¿Qué sentido había tenido contarle la confidencia del cigarrillo? Ni qué decir de haber dejado que se le viera ese elástico ocre. Le pareció que tanta exhibición de sus sentimientos y ropa íntima no iba con su carácter. Pero a Cirilo no le sorprendió. Él sabía que ese tipo de exposición era propia de los tiempos. La veta emocional se había tensado y Cirilo debió presentir que para ganar su confianza debía compenetrarse al cien por ciento en ese relato de abusos y maltratos.
Le sirvió el té en una taza de borde cariado. Nada y nadie no lo está. ¿Quién es perfecto? Reflexión que resurgía cada vez que enfrentaba su espejo casero que no siempre le devolvía una imagen suya agradable. Regresó donde ella. No quiso –seguramente– que el escritorio siguiera interponiéndose entre ellos, como si fuese el muro de contención de una central hidroeléctrica. Acercó una silla para sentarse a su lado, a su derecha, casi rozándola, pero antes fue por su té. También encendió el ventilador. Sintió la necesidad de refrescar el lugar. Se tomó una aspirina. Luego le pasó esa taza junto con un plato con tres o cuatro galletas de agua de aspecto añejo y un paquete de cigarrillos Viceroy sacado del bolsillo descocido de su camisa del que instantes atrás había desenterrado el pucho que aún mantenía en sus labios sin prender.
La postura de ella podría llamarse desganada, a pesar de que mantenía sus ojos fijos en Cirilo, como si lo estuviera escrutando, le confirmó que Anat –en realidad– no quería seguir allí. Parecía que lo estaba a la fuerza. Todo sugería que buscaba una compañía más que denunciar a ese matón. En ese instante sonó el teléfono del escritorio, aún no reinaba la sumisión a los celulares. Esa esclavitud se impondría más adelante, a inicios del nuevo milenio, acelerando la entronización del nuevo orden gobernado por los algoritmos. Cirilo habló con monosílabos, tal como dictaba el protocolo de seguridad al que subordinaba su vida. Se sintió atraído por la mirada de sus ojos rasgados, poseedores de un iris azulado casi celestial que rivalizaba con la frescura del Paraíso. A estos los encuadraban unas largas pestañas dibujadas con esa claridad que marcan los pinceles chinos con que se escriben los ideogramas en el mundo asiático. Imposible observarla y no sentirse ilusionado. Le era difícil estarse quieta. Movía su cabeza de un lado para el otro, como si estuviera fotografiando en modo de ráfagas o escaneando cada rincón del lugar: murallas empapeladas con afiches pro DD.HH., parqué gastado y salpicado de manchas de humedad, lámparas con algunas ampolletas quemadas, escritorios de ocasión, resmas de papel aún en sus envoltorios a medio abrir y arrimadas en el suelo de una esquina curva, los estantes de aluminio llenos de carpetas todavía con espacio libre, la papelera y los visillos que cubrían las ventanas, cuyos sucios vidrios a consecuencia de la lluvia y del polvo los protegían de escrutinios indeseados, pero que también retenían la poca claridad proveniente de la oscuridad del exterior. Luego lo examinó a él: su amplia frente, sus ojos vivos, su despejado rostro; en fin, toda una fisonomía que transmitía que Cirilo aún no había cometido graves errores en su vida ni se había dejado subyugar por el ardiente deseo de triunfo a cualquier precio. Volvió a importarle lo que le comunicaban al otro lado de la línea. Ella presintió que se trataba de algo grave, levantándose de su silla.
–No te avergüences –le dijo él una vez que colgó el auricular, retomando la interrumpida conversación–. El té –continuó– siempre fortalece el ánimo. Vuelve a sentarte, por favor.
–Ehh…, sí –respondió Anat–, gracias, pero ya me iba.
–Antes, tomémonos el té.
–No puedo controlarme. Siempre termino mordiéndome los labios para no llorar.
–¿Llorar?
–Sí, soy muy llorona. Pero es cierto, el té y tu compañía me recuperarán… –Cirilo leyó estas frases de Anat atribuyéndoles una pizca de galanteo, sin detenerse en que unos gramos de coquetería son uno de los ingredientes más frecuentes del pudor.
–El otro día me preguntaba hasta cuándo será gratis pegarles a las mujeres. Hay harta rabia acumulada, ¿qué dices?
–... lógico... –retomó ella sorprendida.
A estas alturas de la entrevista sospecho que el interés de Cirilo había transitado desde la aflicción de Anat a su forma de expresarse. No sé cómo decirlo. Tal vez si la llamo matemática no me equivoco: sujeto, verbo y un funcional predicado simple, y que delataba