Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Espejismos: Relatos
Espejismos: Relatos
Espejismos: Relatos
Libro electrónico163 páginas2 horas

Espejismos: Relatos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La vida cotidiana está repleta de situaciones asombrosas, aunque a veces pasen desapercibidas. Una colección de relatos en los que lo ordinario se convierte en extraordinario.

Espejismos comprende un conjunto de relatos en los que confluyen el amor, el humor y el desencanto. La mayor parte de la vida se pierde tratando de conseguir ilusiones desmedidas, lejanas a nuestras facultades o desprovistas de realismo, lo que provoca, en la mayor parte de las ocasiones, que nos topemos con un espejismo, en lugar del cumplimiento del deseo que nos habíamos propuesto.

Este es el hilo conductor del presente libro de relatos, en los que, esa decepción se pretende mitigar con algún ingrediente humorístico, que sirve de terapia para olvidar el desencanto, o bien para no desanimarse y seguir luchando contra molinos de viento.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento21 sept 2018
ISBN9788417533601
Espejismos: Relatos
Autor

Santiago Charro del Castillo

Santiago Charro del Castillo nació en Melilla en 1955; es abogado y economista de profesión; ejerciendo como asesor fiscal y mercantil de empresas. Ha publicado numerosos cuentos en antologías con otros escritores y en portales literarios. Es también autor de un libro de relatos.

Relacionado con Espejismos

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Espejismos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Espejismos - Santiago Charro del Castillo

    Locura

    Anochecía. Parpadeaban las primeras estrellas de la tarde mientras yo continuaba allí sentado, esperando que ocurriera lo que tanto tiempo había deseado. Se levantó una brisa agradable y fresca que poco después, cuando llegara Gisela, serviría para acariciar nuestros cuerpos abrazados sobre la hierba. Esa noche iba a ser la primera en la que yo intentaría besarla en los labios y rozar suavemente la punta de mis dedos por su frente despejada después de apartarle los rizos.

    Me había imaginado durante mucho tiempo acariciándola muy despacio, casi sin tocarla. Los besos en sus mejillas, orejas y frente debían conseguir hipnotizarla y relajar su espíritu, agitado durante todo el día por la ausencia de las pastillas que el psiquiatra le recetaba y que ella no quería tomar para evitar sentirse como un saco cargado de piedras o sin fuerzas en su verbosidad incontenible, que exhibía con los parroquianos del bar en el que nos conocimos y a los que elegía aleatoriamente, sin aplicar ningún criterio femenino de selección, ya fuera la buena presencia, la inteligencia o cualquier otra virtud del cliente.

    Esa verborrea, acompañada de una voz profunda, contenía una cantidad interminable de frases repetidas hasta la saciedad, sobre temas tan diversos como, entre otros, la marcha de la Bolsa de valores, el tipo de cambio de las monedas, los planes de inspección que debía asumir Hacienda, los negocios rentables hoy en día, las bebidas alcohólicas que no podía probar. Luego, terminaba, entre otros asuntos imposibles de recordar, con su opinión negativa o positiva sobre determinados entrenadores de fútbol o las recomendaciones de su psiquiatra; todo ello sin perder la sonrisa.

    Es necesario aclarar que la abrumadora exposición adolecía de coherencia lógica, como las monsergas de Nochevieja después de las uvas.

    Al elegir de modo indiscriminado cualquier cliente del bar, sin reparar en su formación o trabajo, cuando la escuchaban, corrían hacia la puerta como balas, sin despedirse de ella. Sin embargo, este desaire impulsaba a Gisela a escoger un nuevo cliente.

    Y así fue como me abordó una noche, después de quedarse sola en la barra, sin una víctima a la que endosar su deshilachada sabiduría —valga la contradicción—. Me pareció tan hermosa. Tendría cerca de los cuarenta. La escuchaba recreándome en sus enormes ojos almendrados y en sus gruesos labios, a pesar de los desatinos de un discurso agujereado e interminable. Llegó un momento en el que no oía sus palabras, solo un torrente de voz, como el silbido rítmico del viento. Al despedirme, le di dos besos en las mejillas, y, de repente, se calló. El torrente se había secado.

    Ese silencio sirvió para creer, no sé por qué, en la posibilidad de que mis besos contribuyeran a su relajamiento. Era consciente de su trastorno, pero también me preguntaba, quizá para justificarme: ¿Quién no es víctima de la locura, al menos, en algunos momentos de su vida? Yo me había separado hacía un año y, en la convivencia con mi exmujer durante veinte, me había acostumbrado a codearme con la locura. Sí, como suena. En este caso, el torrente de mi exesposa giraba en su cabeza como un huracán, donde se proyectaban imágenes en las que ella me veía acostado con numerosas mujeres; de ahí mi falta de temor ante otra enajenada que acababa de conocer. ¿Es que me atraían las locas?, a saber.

    Apoyado en mi experiencia con el desequilibrio mental, como decía antes, y engreído por el efecto curativo de mis besos, le propuse a Gisela, en múltiples ocasiones, quedar una noche los dos solos. «Con el fin de charlar y conocernos mejor», le dije. Por fin, aceptó.

    La noche en la que nos citamos es la que ha servido para dar comienzo a este relato, aquella en la que me encontraba esperando a Gisela, sentado en un banco junto a un estanque, de donde me llegaba el olor a humedad fresca de sus aguas, empujado por la brisa que se acababa de levantar. El césped tan cuidado de aquel parque me serviría de cama improvisada, en la que después de hipnotizar a Gisela, por efecto de mis besos, retozaríamos en silencio entre abrazos apasionados.

    Mientras disfrutaba de esas placenteras imágenes, apareció ella. Se sentó a mi izquierda y comenzó a inundarme de argumentos económicos, políticos, futbolísticos y otros, entrecruzados sin pausas. Mientras disertaba, le puse mi mano derecha sobre su mejilla y se calló. Luego acerqué mis labios a sus párpados, que cerró lentamente, momento en el que me empujó, apoyando la mano en mi pecho. Comenzó a hablar de nuevo. «Silencio, Gisela, mi amor, calla, tranquila, tranquila…», le susurré mientras le retiraba los rizos de la frente y me acercaba a su cara. Se calló, y aproveché el silencio para besarle los labios, que entreabrió despacio. Un incipiente fuego recorrió mi cuerpo. De pronto, se levantó con brusquedad y comenzó a gritarme una letanía de insultos y palabras desprovistas de sentido.

    Permanecí sentado, temeroso, sin perder de vista sus desorbitados aspavientos, que aireaba de pie, delante de mí. Entonces me agarró fuertemente el cuello con las dos manos. Fueron inútiles mis intentos por desprenderme de su presión. Siguió apretando hasta dejarme sin aire y caí desmayado al césped.

    Conseguí despertarme cuando noté un frío intenso en el cuerpo, empapado por el agua del estanque, adonde, al parecer, me había arrojado, supongo que arrastrándome de los pies.

    A pesar de todo, decidí volver a aquel bar para verla y preguntarle por qué me había tratado de ese modo. No volvió a aparecer más por allí.

    Era un patio silencioso

    Yo vivía solo, desde hacía un par de días, en un cuarto piso y, por encima del mío, calculé que habría unos cuatro o cinco más sin contar el ático o azotea. La ventana de mi dormitorio daba al patio común, adonde solía asomarme para disfrutar fumándome un cigarrillo. Me extrañaba que casi todas las ventanas permanecieran cerradas a cal y canto. Alguna que otra vez, una joven y guapa vecina se asomaba desde su ventana, justo a la derecha de la mía, a fumarse también un cigarrillo. Después de intercambiarnos los saludos propios de buenos vecinos, miré hacia arriba y hacia abajo y no conseguí ver a nadie más asomado, aunque solo fuera para tender la ropa; pero, indagando en las causas de ese silencio, inhabitual, por cierto, en los patios de vecinos de enormes bloques como aquel, se me ocurrió preguntarle a la chica, quien, sonriendo y exhalando el humo, me contó que entre todos los vecinos del bloque podríamos sumar unos cuatro o cinco: ella con su novio; yo, solo, y el portero, que vivía con su mujer justo en el piso cuya pared lindaba con la mía, según señalaba ella con su dedo hacia la ventana de mi izquierda.

    El motivo de aquella desocupación masiva no viene al caso, dado que, después de algunos días viviendo allí, el patio me invitaba a la reflexión, a la serenidad, incluso, a veces, rememoraba algunos famosos versos, cuando, asomado a la ventana por la noche, podía contemplar la luna detenida arriba en el cielo, en medio de las cuatro paredes, derramando su luz sobre el hueco.

    Sin embargo, una vez cerrada mi ventana, los gritos que el portero y la mujer se lanzaban diariamente por disputas cotidianas, como, entre otras, dirimir quién se iba a encargar de preparar la cena o qué programa de la televisión era obligado ver, no me permitían conciliar el sueño. Un poco más tarde y cuando el portero y su mujer habían terminado por desgañitarse, comenzaba la joven vecina del cigarrillo a gemir a voces, como si no hubiera nadie en el bloque mientras hacía el amor. Hasta llegué a pensar que quizá pretendía exhibirse ante mis oídos para ponerme los dientes largos.

    Así que el patio fue mi refugio durante el tiempo que tardé en cambiarme de piso, unas dos semanas.

    Arrebato

    Cuando entré en el apartamento, acompañado de Pilar, mi ayudante, y el forense, un leve hedor me obligó a taparme la nariz con mi pañuelo. Una chica yacía boca abajo en el piso, casi pegada a la puerta de entrada. Vestía un kimono rojo a modo de pijama que le cubría por encima de las rodillas unas largas y hermosas piernas. Le dije a Pilar que recogiera cualquier pista significativa: bolsos, colillas, huellas dactilares… Sin mirar el cadáver, ella recorría con la vista el suelo, los muebles y las paredes. De vez en cuando, se detenía en algún cajón, hurgando en su interior.

    El forense se agachó, dejando al descubierto la calva de su coronilla, y le tomó a la chica el pulso con una mano mientras con la otra le abría los párpados. Volvió el cuerpo boca arriba, rígido como un tronco, aunque conservando vestigios de su belleza, como el cabello frondoso y la silueta estrecha en su cintura, visible al abrirse el kimono. No había sangre alrededor del cadáver, pero pude ver unos enormes cardenales en el cuello.

    Me coloqué enfrente del forense cuando este se incorporó. Me miró con aquellas minúsculas pupilas, que suponía adiestradas en reconocimientos de cadáveres. Encendí un puro, momento en el que recordé que este forense no fumaba. No le ofrecí tabaco.

    —¿Causa de la muerte, doctor? —le pregunté.

    —Estrangulamiento. —Lo miré fijamente a los ojos, con la intención de recabar su seguridad en el diagnóstico. No quería perder el tiempo en mis futuras indagaciones si estas se apoyaban en diagnósticos erróneos. Continuó—: Al menos, a primera vista, inspector. Ya veremos en la autopsia, pero es casi seguro. Tiene la tráquea rota. Lástima, era una hermosa mujer. —No le había servido de mucho mi mirada suplicando seguridad en su opinión, el diagnóstico no era definitivo.

    —¿Cuándo fue?

    —Hará unos… unos tres días más o menos —me respondió sin levantar la mirada de la chica.

    Pilar, mi ayudante, regresaba del interior de lo que suponía que era el dormitorio con una bolsa repleta de objetos. Le dije que examinara el cuerpo de la muerta, registrara sus bolsillos y su ropa interior.

    Antes de irnos, eché un vistazo por todo el apartamento con sumo cuidado para recoger los indicios necesarios que hubiera pasado por alto mi ayudante, a pesar de su diligencia. Cuatro ojos ven más que

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1