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Cinco gotas de sangre: La historia íntima de Antares de la Luz y la secta de Colliguay
Cinco gotas de sangre: La historia íntima de Antares de la Luz y la secta de Colliguay
Cinco gotas de sangre: La historia íntima de Antares de la Luz y la secta de Colliguay
Libro electrónico318 páginas4 horas

Cinco gotas de sangre: La historia íntima de Antares de la Luz y la secta de Colliguay

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Información de este libro electrónico

En abril del 2013 salió a la luz pública el asesinato de un recién nacido ocurrido en Colliguay, una localidad en la Región de Valparaíso. Una investigación policial fue dando paso a más aristas del caso: aquel espantoso crimen había sido planeado por Ramón Castillo Gaete, más conocido como Antares de la Luz, el líder de una secta conformada por un grupo de jóvenes sin antecedentes previos. Antares de la Luz aseguraba a sus fieles que el fin del mundo ocurriría el 21 de diciembre del 2012, que él era Dios encarnado en la Tierra y que el niño que venía en camino era el Anticristo, el “adefesio” que había que exterminar. Por aquel “profeta”, ese grupo de jóvenes estaba dispuesto a todo, incluso a morir. ¿Quién era realmente ese iluminado que afirmaba saber lo que ocurriría cuando el mundo se acabara? ¿En qué momento se pasa de una comunidad espiritual a las redes de una secta? ¿Cómo el carisma y la mente enferma de una sola persona fueron capaces de convencer a hombres y mujeres para que se convirtieran en sus más disciplinados guerreros? ¿Por qué jóvenes con estudios y en el comienzo de sus vidas dieron todo de sí para cumplir lo que este particular demiurgo les ordenara, llegando a participar en la muerte de un bebé de tres días de vida? En estas páginas se descorre el velo de estas preguntas, y se narra la historia íntima de la secta cuyos ritos sacrificiales terminaron quemando a un inocente en uno de los asesinatos más crueles que se hayan conocido en Chile.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 dic 2013
ISBN9789563242560
Cinco gotas de sangre: La historia íntima de Antares de la Luz y la secta de Colliguay

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  • Calificación: 5 de 5 estrellas
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    Es muy interesante adentrarse en la complejidad que reina en las entrañas de cualquier secta. Aunque a simple vista estos chicos parezcan victimarios en realidad son victimas. Lo que esté libro ofrece es una mirada al adoctrinamiento sectario que en algún punto te puede salvar al conocerlo, leerlo te da una visión de su funcionamiento que puede darte Armas ya sea para alejarte de ellas o escapar o si eres algún familiar ayudar a tu ser querido si se encuentra en peligro. Un libro muy pero muy interesante.
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    Breaking bad versión mística. Que loco lo que puede lograr la manipulación de creerse superior a los demás.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Muy entretenida, bastante completo y te cuenta desde el principio de la vida hasta como llegaron a ser parte de la secta

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Cinco gotas de sangre - Verónica Foxley Detmer

Verónica Foxley Detmer

CINCO GOTAS DE SANGRE

LA HISTORIA ÍNTIMA DE ANTARES DE LA LUZ Y LA SECTA DE COLLIGUAY

Catalonia

FOXLEY DETMER, VERÓNICA

Cinco gotas de sangre. La historia íntima de Antares de la Luz y la secta de Colliguay / Verónica Foxley Detmer

Santiago de Chile: Catalonia, 2017

ISBN: 978-956-324-256-0

ISBN Digital: 978-956-324-269-0

Crónicas

CH 070.44

Edición de textos: Luis San Martín Arzola

Diseño de portada: Mario Mora

Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M.

Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

Primera edición: diciembre 2013

ISBN: 978-956-324-256-0

ISBN Digital: 978-956-324-269-0

Registro de Propiedad Intelectual N° 236.058

© Verónica Foxley Detmer, 2017

© Catalonia Ltda., 2017

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl – @catalonialibros

Índice de contenido

Portada

Créditos

Índice

CINCO GOTAS DE SANGRE

CAPÍTULO 1 La fuga de Ana y la denuncia que nadie escuchó

CAPÍTULO 2 Ramón Castillo y las semillas del mal

CAPÍTULO 3 Pablo: El guerrero erudito

CAPÍTULO 4 El camino de la perversión

CAPÍTULO 5 La noticia del embarazo

CAPÍTULO 6 El parto de Jesús

CAPÍTULO 7 El sacrificio

CAPÍTULO 8 El fin del mundo

CAPÍTULO 9 El desmembramiento

CAPÍTULO 10 El último salto

Apéndice documental

CANCIONES ESCRITAS POR RAMÓN CASTILLO GAETE

CAPÍTULO 1 

La fuga de Ana y la denuncia que nadie escuchó

Cuanto más grande es el talento de un hombre, 

mayor es su poder para extraviar a los otros. 

Aldous Huxley. Un mundo feliz.

Se suele creer equivocadamente que las sectas están lejos. Demasiado lejos para hacer daño. Cuestión de gente loca se repite a la ligera. Livianamente, como si fuera simple.

Pero cuando se descubre que una de ellas funcionaba a pocos kilómetros de Santiago y que la mayor parte de sus miembros eran personas educadas, con varios años de Universidad, la noticia remece y se esparce como la pólvora.

Eso fue lo que pasó el 25 de abril, día en el que la prensa informó a la opinión pública por primera vez los escabrosos detalles de la llamada secta de Colliguay.

Hasta entonces no había registro en Chile de un hecho semejante.

Jamás una secta había quemado a un recién nacido. Menos que esa muerte haya sido parte de un ritual en el que los participantes tuvieran la certeza de que el asesino —Antares de la Luz— era Dios, y el niño, la encarnación de Lucifer. 

Así, tal cual, en una secta. En ese extraño universo paralelo fue a nacer Jesús Guerra Guerra, hijo de Natalia Guerra Jequier y del líder de esta, Ramón Castillo Gaete. Una creatura que nació para morir apenas abrió sus ojos a la luz de la vida. Un inocente que nadie supo defender.

Antares de la Luz —el que desde siempre ha sido y nunca dejará de ser según él mismo explicó a sus seguidores— se autodenominó así cuando creyó haber descubierto que era la nueva encarnación de Dios. Esa era su lectura. Aunque también su nombre hace alusión a la estrella más brillante de la constelación de Escorpión. De todos modos, fuera cual fuera la explicación, lo cierto es que Antares elevó la perversidad a la categoría de arte terapéutico y construyó una secta a punta de meditaciones, golpes y ayahuasca. Sus lugares para llevar a cabo sus delirios fueron muchos: valles, montañas, casas con poder, y el último y más trágico, Colliguay, una localidad campestre, escondida entre los faldeos de la Cordillera de la Costa cerca de Quilpué. Allí, este peculiar demiurgo, rodeado de un séquito de mentes quebradas, dirigió el sacrificio de Jesús Guerra, quien tenía solo tres días de vida cuando el fuego acabó con su existencia. De él solo lograron rescatarse tres centímetros de pelvis halladas entre las cenizas y cinco gotas de sangre. Esas son las únicas huellas tangibles de ese niño que alcanzó a nacer, pero no a vivir. Pero todo ese horror pudo haber sido distinto. Muy distinto.

En toda historia sórdida existe un momento en que el destino puede torcerse. Un instante, un cambio de opinión, una señal de alarma que de haber sido atendida podría haber evitado la tragedia.

En el caso de la secta de Colliguay ese momento también existió. Su protagonista fue Ana, que en realidad no se llama así pero que prefiere no aparecer en esta historia. De ojos oscuros y penetrantes, tez morena y finas facciones, esta mujer de veintiséis años es una testigo con identidad protegida, una persona que sabe demasiado y la única que se atrevió a hablar cuando todavía había tiempo para cambiar las cosas. 

Ese día fue el 25 de septiembre del año 2012. Comenzaba la tarde cuando Ana tomó su bicicleta y partió a la comisaría N°16 de La Reina. Atravesó el umbral de la puerta del edificio para estampar una denuncia.

Estaba muerta de miedo, pero sentía que su obligación moral era relatar lo que había visto y también lo que estaba pasando: que un grupo de personas, entre ellas, su ex mejor amiga la cineasta Pilar Álvarez, era parte de una secta en la cual se consumía ayahuasca; que Antares de la Luz, el líder del grupo, era un sádico, y que un nonato corría peligro.

Ana sabía lo que decía. En los casi tres años que compartió con los otros miembros de la secta había presenciado lo suficiente como para salir arrancando. Ella llegó ahí a meditar, buscando nuevas respuestas para vivir mejor, y las que obtuvo jamás las hubiera imaginado.

Cada vez que salía a la calle creía que la seguían. Andaba paranoica y era justificado. Después de fugarse de la secta cuarenta y cinco días antes, la habían amenazado de muerte a ella y también a su pololo. Te vamos a matar. Estés donde estés. Y ella sabía que eso podía ocurrir. De hecho, por esos días, Antares la había llamado furibundo a su celular para decirle que el 21 de diciembre, cuando se acabara el mundo, ella iba a arder en el infierno. A ratos lo creía. Dudaba de sus propias creencias y de su sentido común. Tal vez ellos tenían razón y la ciega soy yo, pensaba. Pero Ana no estaba tan perdida. Porque un mes después, en octubre, Antares efectivamente hizo una reunión en la casa de otra miembro de la secta, la azafata Karla Franchy —ubicada en la calle José Arrieta en Peñalolén— y les advirtió a todos que Ana debía morir.

—Ella mantiene demasiada información. Nos puede poner en peligro. ¿Están dispuestos a matar por mí? —preguntó.

Todos los presentes asintieron. La excepción fue Pablo Undurraga, el joven delgado y de ojos tristes, quien lo convenció de que eso era una mala idea.

Eran como las cinco de la tarde cuando Ana cruzó la puerta de la comisaría.

—Hola, vengo a poner una denuncia —dijo a una mujer policía que estaba de guardia en la puerta.

—¿Una denuncia?

—Sí, pero es algo que no quiero hablar contigo acá afuera.

—Tienes que sacar un número —le respondió.

Había un tumulto de gente. Entró y se sentó a esperar. 

—Quiero poner una denuncia —reiteró, mientras se sentaba frente a una carabinera.

—¿Sobre qué sería? —le preguntó la cabo de apellido Gajardo.

—Es por una secta.

—¿Yaaa? ¿Y de qué se trata?

—De una secta de la que me escapé. Hay una mujer embarazada y tal vez maten a esa guagua. ¡Además ellos me quieren matar a mí y a mi pololo!

La cabo se puso de pie y con una mueca en la cara partió a comentarle a la que estaba de guardia en la entrada.

—Oye, ella dice que estuvo en una secta, igual que en la teleserie Mi nombre es Joaquín.

La oficial volvió a su escritorio. La miró fijamente.

—Ya, cuéntame.

—Esto es grave, créeme —insistió Ana.

La posible ocurrencia de una tragedia que la joven quería denunciar fue exactamente lo que pasó dos meses después y que puso a esta comunidad en el centro de la escena noticiosa nacional. Efectivamente, el 23 de noviembre, Ramón Castillo asesinó a su propio hijo en un macabro rito sectario. Desde ese momento la prensa comenzó a informar profusamente a la opinión pública sobre este grupo de jóvenes que además sacrificaba animales; y que eran sometidos a brutales castigos por su maestro, los mismos que aceptaban como una manera para anular el ego y extirpar el deseo de sus vidas a cambio de la ansiada liberación de la que serían protagonistas el 21 de diciembre del 2012 cuando se acabara el mundo. Estaban seguros que su líder espiritual, Antares de la Luz, era Dios. En esas mentes no existía mucho espacio para cuestionar las órdenes superiores, para discrepar de su sentido o simplemente pensar de otra manera. Estaban, tal como lo asumían, en un ejército de arcángeles cuyo fin era vencer a las fuerzas del mal y así sobrevivir al fin de los tiempos, momento en el que los leales entrarían en otro nivel vibracional y se reencontrarían con su alma gemela.

—A ver si te entiendo… ¿quieres poner una denuncia porque están amenazando a tu pololo?

—No. No quiero que lo involucren en esto.

—Ya, pero si pones la denuncia tienes que dar su nombre. Vas a tener que contar todo lo que sabes. Los van a llamar a declarar a ti y a él.

—Pero ¿me estás escuchando lo que te estoy diciendo? ¡Puede que maten a una guagua!

—¿Tienes pruebas de eso?

—No. Yo solo tengo mi palabra, lo que escuché y lo que vi. Ni siquiera tengo pruebas de que ella esté embarazada. Por eso… ¿qué pasa si pongo la denuncia?

—Se va a abrir una investigación y los van a llamar a declarar. Y como cuesta mucho pillar a las sectas —porque la gente está allí por su voluntad—, lo más seguro es que ellos se pongan de acuerdo; y la que va a quedar como la loca vas a ser tú. A ellos no les va a pasar nada —señaló la oficial de guardia.

—¿Pueden protegerme? ¿Ustedes van a resguardar mi identidad?

—Podemos ayudarte, pero ellos van a saber que fuiste tú.

—Tengo miedo de que me maten.

—¿Y quién te mandó a meterte allá? —respondió Gajardo recriminándola.

Ana no sabía muy bien qué hacer. Salió al patio, tomó su celular y llamó a una amiga abogado. Esta le ratificó lo que le acababa de decir la policía. Si ponía una denuncia formal se estaba exponiendo más de lo prudente.

Volvió adentro.

—Mira, oficial, yo vine acá para prevenir sobre algo terrible que puede ocurrir, pero no quiero que me involucren en esto. Ahora es tu responsabilidad. Yo voy a dejar una constancia, pero que quede bien claro: para mí, esto termina aquí.

Ana redactó la constancia y cuando iba a firmarla notó que en ella no aparecía la advertencia más importante, la de la guagua.

—Oye, pero acá no estas poniendo lo del embarazo. 

—Es que eso no es lo importante. Acá lo que cuenta es que quieres dejar una constancia de que te fuiste de ese grupo y que a partir de agosto no tienes nada que ver con ellos —respondió con voz pausada la oficial de Carabineros.

¿Qué habría pasado si la policía hubiera informado a sus superiores para que estos dieran aviso a la fiscalía correspondiente? Porque más allá de si lo que Ana dejó por escrito fue una denuncia o una constancia, si un carabinero sabe que existe la posibilidad de un eventual delito por producirse, está obligado a encender las alarmas. Eso, en este caso, no ocurrió.

 Al salir de la comisaría Ana sintió otra vez ese temor que le carcomía el estómago. Miraba para todos lados imaginando que la observaban. Pero había hecho lo que su conciencia le dictaba, lo moralmente correcto. Guardar silencio era equivalente a ser cómplice, pensaba, y ella no quería cargar con el peso de una muerte. Y quizás podía haber otras muertes. La oscura mente de Antares daba para suponer que lo peor siempre podía suceder. Por lo mismo, ahora que ya había logrado arrancar del infierno y escapado del enfermizo control que ejercía Antares sobre ella, y habiendo sido testigo de cómo sus compañeros de antiguos talleres de sanación iban perdiendo el control de sus vidas, ahora que había recobrado su libertad y su voluntad, lo mínimo que debía hacer era poner al tanto a la policía para proteger una vida por nacer como también la suya, la de su pololo y la de hasta hace poco su mejor amiga, María del Pilar.

A partir de ese día, Ana estuvo un mes encerrada en su casa durmiendo en un colchón a los pies de la cama de su hermana menor. La duda de si Antares había conseguido armas le daba vueltas en la cabeza. El líder de la comunidad muchas veces repetía que para ganar la batalla contra el mal había que juntar armas, y si era necesario matarla a ella, a los padres de la Natalia o a quien fuera, él no dudaría un solo segundo.

Qué lejos parecían en esos tensos momentos aquellos días de meditación grupal y sanación espiritual; esos instantes en los que todo lo que ahí ocurría parecía ser parte de una bendición astral, de un camino de sanación y purificación interior; los días en los que Ana creyó, erróneamente, que el camino seguido por Pilar las conduciría directo a la salvación. Pero eso ya era historia.

El mismo día en que Ana fue a la comisaría, la diseñadora gráfica Natalia Guerra de veintiséis años tenía casi siete meses de embarazo. Por instrucciones de Antares permanecía escondida del mundo en una casa en Los Andes bajo los cuidados de su compañera del grupo Carolina Vargas, a quien Ramón Castillo había designado como la nana de Natalia. Ella tenía la obligación de cuidarla, de atenderla, pero sobre todo asegurarse que nadie la viera ni la tocara. Su panza había crecido y nadie debía enterarse de ello. Por eso Natalia les inventó a su familia y amigos que estaba de viaje. Los días se le hacían eternos, a veces angustiantes. Antares le había permitido tener ciertas comunicaciones a través de Facebook, con la condición de que fueran escritas por Carolina para evitar que a través de los mensajes pudiera traspasar su energía contaminada por llevar al Anticristo en su barriga. Así, Natalia dictaba y Carolina escribía.

En tanto, los otros miembros de la hermandad se alistaban para la llegada de ese niño que —según su líder— era el adefesio al que tal vez había que exterminar. Tal vez, porque el plan de líder cambiaba al ritmo de las tomas que hacía de ayahuasca. A veces lo dudaba pero luego volvía a la carga: Voy a asesinar a ese hijo de puta, a ese concha de su madre, como le decía cuando se ponía violento. Y eso ocurría cada vez más a menudo.

Pero aparte del embarazo de Natalia, había otros asuntos igual de importantes que alistar. Guiados por Antares, sus discípulos Pablo Undurraga y su polola Carolina Vargas, Karla Franchy, Josefina López (alias la Co), María del Pilar Álvarez, su ex pololo David Pastén y la propia Natalia, preparaban sus almas para el 21 de diciembre, el día que la energía del mundo cambiaría para siempre.

Hacía tiempo que se habían convencido —bajo el influjo poderoso de Antares— que los que permanecieran con él se salvarían y los infieles arderían por la eternidad, cuando desapareciese la luz del sol. Para persuadirlos de aquello y de las otras intrincadas nociones espirituales que profesaba, Antares, mediante un trabajo riguroso y metódico, los había obligado a estudiar los libros del controvertido antropólogo y escritor Carlos Castaneda; en especial Las enseñanzas de Don Juan y La rueda del tiempo, este último encontrado en la mochila de Ramón Castillo al momento de su suicidio en Cusco. En esos libros, se narran los diálogos entre el autor y el indio yaqui y chamán Juan Matus durante los trece años que fue su aprendiz, proceso que Castaneda definió como un intento deliberado por empujarme a un mundo cognitivo distinto, como figura en el texto. 

También, y como lectura complementaria, los había hecho leer el polémico Libro de Urantia —publicado en Estados Unidos en 1955 y dictado, según la leyenda, por criaturas celestiales al doctor William Sadler y a la llamada comisión de contacto—. En sus dos mil noventa y seis páginas este texto, que algunos consideran sagrado y para Antares su propia Biblia, habla de las deidades, del destino, de Jesús; de las esferas sagradas del Paraíso y de las maneras para ir ascendiendo a niveles cada vez más espirituales. Su contenido extraño, críptico, expresa en una de sus partes:

Vuestro mundo, Urantia, es uno de muchos planetas habitados similares que juntos comprenden el universo local de Nebadon. Este universo, juntamente con otras creaciones similares, forma el superuniverso de Orvonton, desde cuya capital, Uversa, proviene nuestra comisión. Orvonton es uno de los siete superuniversos evolucionarios del tiempo y del espacio que rodean la creación de la perfección divina que no posee ni principio ni fin —el universo central de Havona—. En el corazón de este universo central y eterno está la Isla estacionaria del Paraíso, el centro geográfico de la infinidad y de la morada del Dios eterno.

Ramón Castillo, aparte de profeta, era también un talentoso músico, y oír sus composiciones era parte del menú obligatorio. En uno de sus discos compactos hay un tema dedicado al fin del mundo y cuya letra grafica cabalmente cómo imaginaba el día del juicio final.

Y el tiempo de la profecía ha llegado

Escrito está, sobre la piedra del altar de Viracocha

Que regresaría al final de los tiempos

Su llegada será un ave impávida y sagaz

Profunda como el armónico del agua

Que abarcará con sus alas todas las edades

Los tiempos inmortales

Después del último atardecer del sol rojo 

acontecerá la implosión del universo

Una cuininta al amor, una cuininta a la paz

Una cuininta a la libertad.

Todo esto envuelto en una voz grave, ronca, firme, imponente. Lo más parecido a la voz del más allá.

 Para los integrantes de la comunidad hacía ya un tiempo que Antares se había convertido en Dios. Ellos, los guerreros, eran solo sus arcángeles de la salvación, los poseedores de los rayos de los siete colores y tal vez también sus hijos. Por él estaban dispuestos a todo, incluso a morir, a suicidarse si este así lo ordenaba. Ese era el último precio para llegar a la prometida y ansiada libertad, en los márgenes de un mundo ignoto e inimaginable para los que estaban fuera de su órbita.

En tanto deidad, Antares les había hecho creer a sus discípulos que el hijo de Natalia —por ser Lucifer— nacería a los diez meses de gestación, vale decir, el 21 de diciembre, justo un día después de su cumpleaños número 35, coincidiendo con el fin de los tiempos sobre la faz de la tierra.

Entre medio había organizado varios acechos para que todo saliera bien. El acecho era una técnica aprendida de los textos de Castaneda y que se supone buscaba generar el bien para un proyecto divino. En palabras del propio autor, el acecho era un conjunto de procedimientos y actitudes que le permitían extraer lo mejor de cualquier situación concebible, decía en El Don del Águila.

Pero para este grupo el acecho era un conjunto de justificaciones de las acciones prolijamente urdidas por el líder de la secta para que nadie estropeara sus planes, salvo Ana, quien no quiso obedecer ni ejecutar los designios de Antares.

Por eso, el 17 de agosto del año 2012, después de tres años de compartir con el grupo y de un par de meses de vivir en la casa de Karla Franchy en Peñalolén, cargó hasta arriba el auto que le prestó su papá, lo llenó con sus cosas y cerró la maleta.

Hasta ese momento, Ana había participado intensamente de la vida en comunidad con sus hermanos astrales y bajo la guía de Antares. Por eso, lo que estaba haciendo en ese momento era extraño: huir de un lugar en el que no estuvo ni presa ni en contra de su voluntad, pero en el que sin duda habían funcionado otros sistemas de reclusión mental. Tal como lo explican diversos estudios sobre las sectas, los mecanismos de control que operan en ellas son extremadamente sutiles. Allí, las herramientas de manipulación y los problemas psicológicos que en general están presentes en los individuos que llegan a ellas buscando la paz interior, son el caldo de cultivo para consolidar un sistema de dominación sobre elementos simbólicos y espirituales hábilmente manejados por un líder que poco a poco va diagramando las nuevas reglas de vida de los miembros. Esta persona es quien decide en qué trabajan, cómo se organizan, cuántas horas duermen, quién tiene sexo con quién y de qué manera. Y es el líder, en última instancia, quien decide, llegado el caso, quién debe morir. Los compañeros del grupo, por su parte, se van haciendo parte de este esquema de vigilancias cruzadas y actúan como carceleros y celadores, como los guardianes de un santo grial.

 ¿Por qué no me fui antes?, pensaba mientras daba un último vistazo a la casa. El pánico la había paralizado. Lo cierto es que llevaba tiempo intentando irse de la casa de Karla; de ese mismo lugar al que llegó buscando alejarse de Antares y que a poco andar se convirtió en un esporádico refugio para algunos de sus integrantes.

La propuesta de vivir

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