Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Quemados vivos: Rodrigo y Carmen Gloria
Quemados vivos: Rodrigo y Carmen Gloria
Quemados vivos: Rodrigo y Carmen Gloria
Libro electrónico167 páginas2 horas

Quemados vivos: Rodrigo y Carmen Gloria

Calificación: 3 de 5 estrellas

3/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

No recuerdo en qué momento decidiste hacer un libro con la historia de Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas, pero sí sé con qué fuerza asumiste que había que dejar registro de la mentira que difundían las autoridades del Régimen a través de todos sus medios y contrastarla con la verdad de lo ocurrido.

Recuerdo tu ira cuando escuchamos al entonces subsecretario del Interior afirmar con vehemencia en una conferencia de prensa que todas aquellas informaciones que decían que los autores de esas horribles quemaduras en los cuerpos de Carmen Gloria y Rodrigo eran militares, formaban parte de una campaña destinada a “utilizar políticamente esta desgracia lamentable”. En ese mismo momento supimos que no habría justicia.

No logro identificar el momento preciso en que decidiste hacer este libro. Pero sí sé que las mentiras del vicealmirante Carvajal, del general Ojeda y de Alberto Cardemil, entre muchos otros, aportaron una cuota del estímulo que necesitabas. La idea la fuiste amasando en tu cabeza al mismo tiempo que recorrías las calles de Santiago en busca de los testimonios que te permitirían dilucidar cómo y quiénes habían quemado a los dos jóvenes que tan profundamente te habían impactado.

Y era en esos momentos, los de mayor tensión, cuando tú desplegabas tus mejores cualidades para enfrentar una investigación periodística. Eras una cirujana. Todo lo ibas ordenando en estricto orden por referencia temática. Y cuando te decidías a escribir, tu escritorio era como un quirófano: en un rincón estaban los hechos confirmados, cuidadosamente relatados por voces autorizadas –testimonios que habías rescatado arduamente, transcrito desde tu grabadora y sintetizado–; en otro rincón, las versiones que debías chequear. Desde tus dedos tecleando la máquina, los personajes hablaban claro y conciso.

MÓNICA GONZÁLEZ
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 mar 2016
ISBN9789563243963
Quemados vivos: Rodrigo y Carmen Gloria

Lee más de Patricia Verdugo

Relacionado con Quemados vivos

Libros electrónicos relacionados

Guerras y ejércitos militares para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Quemados vivos

Calificación: 3 de 5 estrellas
3/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Quemados vivos - Patricia Verdugo

    VERDUGO

    PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN

    Ni tú ni yo pudimos olvidar ese año 1986. Ahora que reviso mis agendas, tus escritos y los míos, y miro con detención las fotos de esos días, una vorágine de imágenes, voces y rostros irrumpen como una catarata ante mis ojos. Los hechos se entrelazan uno tras otro mientras nosotras, como si hubiéramos estado al interior de una coctelera, intentamos codo a codo mantenernos de pie para luego continuar enlazando como en un telar los sonidos de lo que vivimos el año 1973. Trece años después, esos sonidos se habían convertido en el material de nuestro primer trabajo en conjunto, luego de que Ricardo García nos propusiera hacer la historia de 1973 en base a las voces y cantos de sus protagonistas en lo que terminó siendo Chile entre el dolor y la esperanza. Fueron meses intensos en los que debimos enfrentar hechos brutales, los que cruzamos sujetándonos una a la otra. Recién ahora percibo que ese fue el año en que estuvimos más estrecha y cotidianamente unidas. Fui testigo privilegiada de un tiempo en que la violencia nos puso a prueba llevando el horror al límite mientras tú amasabas en tu vientre un pequeño latido con tal intensidad y amor que era imposible sustraerse a tu convicción de vivir y ganarle la partida a la muerte. 

    Nos conocimos desde pequeñas, cuando estudiábamos en el Liceo de Niñas Nº 9 —nuestra segunda casa— ubicado en calle Clorinda Willshaw, muy cerca de la Plaza Egaña en Santiago. Y aunque nos cruzábamos varias veces cada día, en esos años nunca nos acercamos. Ni siquiera nos dimos la oportunidad de compartir un partido de básquetbol. Por el contrario, la efervescencia que trajo consigo la elección de Eduardo Frei Montalva como nuevo presidente de Chile en 1964 nos separó en dos trincheras opuestas. Tú eras una alumna de excelencia académica reconocida por todos los profesores y también una líder que abrazó con fervor la Patria Joven de la recién inaugurada Revolución en Libertad de la Democracia Cristiana. Fuiste elegida presidenta del centro de alumnos, derrotando a la lista de izquierda. Yo me sumergí en otra marea, la que pedía cambios más profundos al alero del Frente de Acción Popular (FRAP, forjado en la alianza de socialistas y comunistas, principalmente) y marché y canté con la misma convicción, pero en la vereda del frente. 

    Eran días de gran ebullición social en los que, en trabajos voluntarios, en la Federación de Estudiantes Secundarios o en distintas actividades culturales, ambas nos sentíamos partícipes de un gran y envolvente movimiento que sobrepasaba nuestras expectativas. Estábamos construyendo con distintas tonalidades un Chile más justo, con menos miseria. Y éramos inmensamente felices de participar en ese proceso, aunque desde vías opuestas. Cuando contra todo pronóstico, al año siguiente, yo gané la nueva elección del centro de alumnas, y tú y las jóvenes democratacristianas debieron asumir su derrota, se selló nuestra enemistad. Ni siquiera pudimos imaginar cuán dramáticamente equivocadas estábamos.

    Cuando el ciclo de la enseñanza media culminó, tú partiste a la Universidad Católica a estudiar Periodismo. Al año siguiente, yo también debí partir, pero aterricé en la Universidad de Chile. Cada una tenía su camino trazado y su proyecto político y de vida. Mientras tú vibrabas entonando junto a miles brilla el sol con nuestras juventudes, la noche muere en el ayer…, yo me incorporaba a otras multitudes con los sones del arriba los pobres del mundo de La Internacional. A partir de ese momento ya no volvimos ni siquiera a divisarnos. Jamás imaginamos en esos días que pocos años después, en 1982, nos encontraríamos en una calle de Santiago, recorreríamos nuestras cicatrices y reconoceríamos en ellas el surco de aquello que nos unió y que no fuimos capaces de rescatar. Habíamos vivido cada una por separado la transformación profunda de nuestro país, y el golpe de Estado que vino a sepultar ese proceso, nos juntaba. 

    Cierro los ojos nuevamente y me toma por asalto una imagen que me saca una sonrisa: tu cara traviesa cuando años más tarde te pregunté cuál era el secreto para que tu delantal blanco, el que debíamos obligatoriamente vestir cada día al llegar al Liceo de Niñas Nº 9, se mantuviera albo de lunes a sábado. Soltaste una gran carcajada y me dijiste: ¡Y te creen inteligente! No tenía solo un delantal, ¡sino tres!. Terminamos riéndonos a gritos por esos pequeños episodios que habían marcado nuestra enemistad colegial.

    Cuando nos volvimos a encontrar, tu rostro seguía teniendo la determinación que yo conocía, pero ahora había una nueva fuerza en tu expresión y algo imperceptible que se ocultaba al fondo de tus grandes y bellos ojos oscuros. A partir de ahí me contaste sobre el asesinato de tu padre, un constructor civil y funcionario público ejemplar, al que amabas con devoción. De tus primeras búsquedas, de la fractura que se instaló en tu familia, del silencio y la complicidad de quienes habían sido tus amigos cuando trabajaste un tiempo en la Escuela Militar y de la misión que asumiste: encontrar a sus asesinos y llevarlos a la justicia. No era un episodio del que hablaras en público. Era tu historia íntima, no solo personal. Y esa búsqueda era también un asunto muy tuyo, que no debía interferir en tu tarea como periodista.

    Conocí a tus hijos; a Edgardo y Angelita, ambos fallecidos, al primero en 1971, cuando tenía algo más de un año, y a tu niña querida, quien murió abruptamente en 1975 cuando tenía poco menos de dos años. Otro dolor del que nunca hablabas. Y a Felipe y Diego, aún pequeños, a los que me fui acercando paso a paso hasta que muy pronto, entre trabajos y actos de protestas compartidas, fuimos tejiendo una relación muy familiar. Allí, en la cocina de tu casa, yo preparaba tallarines, cazuelas o panqueques para tus hijos mientras hablábamos de nuestras vidas. Y luego, en la mesa, nos regocijábamos con sus chistes y con cómo se burlaban de nosotras, mientras yo iba aprendiendo a descifrar sus risas y silencios y haciéndolos parte de mi vida.

    Cierro los ojos y te veo, con tu hermosa melena negra al viento, tus ojos ávidos por atrapar nuevas historias que relatar y tu andar decidido rumbo a tu escarabajo, el mismo auto que nos condujo ese año 1986 por caminos que nunca quisimos recorrer. Escucho tu voz, suave y firme a la vez, y veo tus manos recorrer el teclado de tu máquina de escribir (o de la mía) con una rapidez que causaba mi admiración. Días frenéticos, en los que escribíamos hasta altas horas de la madrugada o en los que de repente, cansadas y con hambre, partíamos a la cocina y, con el mismo ritmo con el que tecleábamos, picábamos tomates, cebolla y lo que hubiera, para luego mezclarle finas hierbas y cilantro. El aroma que se apropiaba de nuestro rincón nos hacía soltar la tensión para llegar al fin al jolgorio, cuando nos sentábamos a la mesa y las risas lo envolvían todo. Veo el rostro de Alejandro Hales o de Claudio Huepe, cuando a veces llegaban con los brazos cargados de vituallas para compartir algunas de las tantas invenciones que se les ocurrían en la mesa de mi casa en la población Lo Hermida, a pocos metros de la Rotonda Grecia. Un respiro antes de volver todos a la calle. Allí donde imperaba el miedo y la vulnerabilidad.

    Dejo correr las páginas y las imágenes y me detengo en ese miércoles 2 de julio de 1986. Desde la noche anterior nos preparamos con el estómago apretado y una cuota de esperanza para una nueva jornada de protesta nacional contra la dictadura, que debía durar dos días. Fuiste asertiva una vez más cuando recordaste que nada bueno auguraban las declaraciones del entonces ministro de Defensa, el vicealmirante Patricio Carvajal, quien declaró que no se descartaban medidas de escarmiento para aquellos que alteraran el orden público. Al escucharlo, tú, como muchos otros, te preguntaste qué más escarmiento que el que ya inflingían a la población preparaban. Desde hacía un tiempo el Régimen daba muestras de que la sola fuerza bruta ya no le bastaba para contener las expresiones de rechazo popular que no cesaban de crecer a medida que miles iban perdiendo el miedo. De allí el temor a qué otros métodos utilizarían para impedir que los soldados más renuentes y reacios a seguir disparando y asesinando dieran un paso atrás.

    Aún palpábamos las huellas del estremecimiento y el horror que se nos pegó al cuerpo cuando hacía poco más de un año, en marzo de 1985, supimos que Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino habían sido asesinados de manera brutal. Los habían degollado, dejándolos abandonados muy cerca uno de otro, entre la hierba que bordea el aeropuerto internacional, camino a Quilicura¹. No olvido tu reacción. Te conmocionaste. Escuchaste la noticia cuando manejabas tu escarabajo y debiste detener la marcha. Allí, aferrada al volante, volviste a sentir ese forado inmenso en tu estómago, el mismo que se metió en tus vísceras cuando un día de julio de 1976 supiste que tu padre había aparecido en la morgue. Lo sacaron de las aguas del río Mapocho, allí en la ribera norte, al frente de las instalaciones de Televisión Nacional, te dijeron… Y tú, que lo buscabas junto a tu familia desde hacía dos días, después de que desapareciera abruptamente y sin motivo desde su hogar, supiste de inmediato que tu padre había sido asesinado. Porque ya entonces sabías que ese hombre de solo cincuenta años y al que conocías como casi nadie, se había convertido en un personaje a eliminar para los que manejaban el poder de las cárceles secretas. 

    El pecado del constructor civil Sergio Verdugo Herrera, jefe del Departamento de Abastecimientos de la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales y presidente del sindicato de los trabajadores de esa entidad estatal, fue investigar los robos que se habían producido en esa empresa del Estado y que tenían como protagonistas a uniformados coludidos con civiles del nuevo orden. Fue entonces que comenzaron a seguirlo, a interpelarlo con odiosidad y a amedrentarlo. Episodios que compartió contigo en esas caminatas que juntos hacían los domingos alrededor de la casa de tus padres, en Providencia, y que después repasarías una y otra vez, en silencio. Nunca hiciste estridencia con el asesinato de tu padre. Menos con tu dolor. La única vez que te vi perder ese control que casi siempre te acompañaba, fue cuando tontamente insistí en que atravesáramos a pie un puente del río Mapocho. Olvidé que lo evitabas, que no querías ni siquiera divisar sus aguas…

    A Manuel Guerrero te unía un lazo que te emocionaba. La primera puntada la diste aquel 17 de noviembre de 1976, cuando, junto a otros periodistas chilenos y extranjeros, llegaste hasta la puerta del campo de prisioneros de Tres Álamos, ubicado en una alejada calle en el sur de Santiago, para presenciar la liberación de un grupo de prisioneros políticos. Eran 134 presos a los que un oficial fue llamando por su nombre, uno a uno, con tono imperativo. Con tu agudeza habitual, lo primero que retuviste fue que el preso Nº 34 fue el único que no contestó el llamado. Y apenas la lista terminó, fuiste directo hasta el oficial y le preguntaste qué pasaba con el preso Nº 34: Manuel Guerrero. Hubo nerviosismo y movimientos extraños, pero tú no te moviste de allí y con tono amable seguiste pidiendo una respuesta. Fue así como supiste que a Manuel Guerrero se lo habían llevado a otro recinto (a Puchuncaví, te dijeron) para ser interrogado por la Fiscalía Naval. Saliste de allí y nuevamente miraste los álamos que le habían dado el nombre a esa cárcel y que ahora se veían mustios y fatigados: se habían secado. De tanto grito de dolor que ha llegado hasta aquí, pensaste. Un frío recorrió tu cuerpo, porque recordaste de inmediato el río Mapocho y a tu padre asesinado hacía solo pocos meses. Fue una observación rápida, porque otro hecho capturó tu atención: el llanto de un niño en medio de los abrazos y emociones —y sobre todo de las palabras que no se pronunciaban— en ese reencuentro con los suyos de quienes lograban salir de allí con vida. Sacaste tu voz más clara y potente para prevenir a todos que había un niño perdido. Cuando el pequeño al que tomaste de la mano por fin encontró a su madre, no pudiste disimular tu sorpresa. Eran la esposa y el hijo del preso Nº 34, Manuel Guerrero, quien saldría vivo casi por milagro, ya que se había atrevido a denunciar que lo habían torturado y, por eso mismo, continuaron maltratándolo en otra cárcel secreta. 

    Manuel Guerrero no quiso someterse a lo que los representantes del Régimen repetían sin vergüenza alguna en la ONU, en la OEA, y en cada foro

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1