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Disparen a la bandada: Crónica secreta de los crímenes en la FACH "Contra Bachelet y otros"
Disparen a la bandada: Crónica secreta de los crímenes en la FACH "Contra Bachelet y otros"
Disparen a la bandada: Crónica secreta de los crímenes en la FACH "Contra Bachelet y otros"
Libro electrónico443 páginas3 horas

Disparen a la bandada: Crónica secreta de los crímenes en la FACH "Contra Bachelet y otros"

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El autor habla de su propia experiencia como prisionero de la dictadura y desarrolla el entramado de una historia inédita, la de los oficiales y suboficiales de la Fuerza Aérea de Chile que se opusieron al golpe militar, sufriendo por ello de parte de sus propios compañeros de armas una violenta represión, cuyos detalles se han mantenido hasta hoy en el más estricto secreto y olvido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 ene 2018
ISBN9789563241952
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    Disparen a la bandada - Fernando Villagrán

    nietos.

    PRIMERA PARTE

    HORA Cero

    A tientas busqué el receptor de radio instalado en el velador.

    Era el movimiento instintivo de todas las mañanas al despertar. Recorrer el dial y hacerse una primera idea de cómo la oposición y el Gobierno iniciaban el día en medio del clima extremo de confrontación política ad portas de la primavera de 1973.

    Me había dormido de madrugada, tras una larga reunión con dos compañeros del partido que llegaron a mi departamento la noche del 10 de septiembre. El tema fue el mismo de tantos encuentros a esa misma hora: el intento de golpe militar, cuyos indicios eran evidentes, pero cuya fecha nosotros no imaginábamos. Por lo demás, siempre pensamos que si llegaba ese momento habría una reacción de algunos sectores de las Fuerzas Armadas para defender al Gobierno constitucional. Y nuestra misión sería ponernos al lado de ellos, en la medida de nuestras modestas fuerzas, para impedir la consumación del golpe.

    Eran esas formas de contribuir a la defensa del Gobierno las que habían ocupado nuestras largas horas de debate esa noche. Estábamos discutiendo una de esas iniciativas, que propondríamos a la dirección del partido, cuando los bostezos nos señalaron que lo mejor era continuar al día siguiente.

    El encuentro fue en el departamento que compartíamos con Patricia. Ella tenía un embarazo de siete meses y yo decidí estar allí ante cualquier emergencia. Un año antes había perdido, a los seis meses de gestación, al que esperábamos como nuestro primer hijo. Además, yo estaba convaleciente de una pedrada en la cabeza que recibí en un incidente callejero del martes 4 de septiembre, fecha de la celebración del tercer aniversario del Gobierno de Allende.

    Los sones de un himno militar, en medio de mi modorra tempranera, me hicieron comentarle a Patricia que había algunas marchas que me gustaban. El sueño se me espantó por completo cuando la voz del locutor Francisco Gabito Hernández anunció por radio Agricultura la primera proclama de los generales golpistas. Después la titularidad de los bandos militares la asumiría el coronel Roberto Guillard Marinot. Salté de la cama y por la ventana del cuarto piso observé en la rotonda de la Avenida Los Presidentes, al final de Avenida Grecia, un bus con efectivos de la Fuerza Aérea de Chile. Varios de ellos se encontraban apostados tras los árboles y postes con pertrechos de combate.

    Había sido mi primer encuentro, aunque a la distancia, con uniformados de la FACH. Los posteriores serían bastante más directos y dejarían huellas imborrables.

    Cuatro meses antes, yo había cumplido veinticuatro años de edad.

    Capítulo I

    LA PRECISIÓN FACH

    1

    Existe una diferencia entre dar una orden y ejecutarla.

    Eso lo vivió en carne propia el comandante Mario López Tobar, comandante del Grupo 7 de la FACH, cuando recibió, por radio, la instrucción del general Gustavo Leigh Guzmán para bombardear La Moneda.

    López, asistido por el comandante de escuadrilla Enrique Fernández Cortés, dirigía las operaciones de cuatro aviones caza Hawker Hunter, que despegaron muy temprano, desde el aeropuerto Carriel Sur de Concepción, con la misión de acallar seis radioemisoras capitalinas que en sus transmisiones rechazaban el golpe militar en curso.

    Poco antes que el reloj marcara las 11:30 horas del 11 de septiembre de 1973, dos de los cuatro aviones de guerra iniciaron el ataque al palacio de La Moneda con cohetes Sura P-3. Veinticuatro fueron los cohetes que convirtieron en escombros y fierros retorcidos el tradicional símbolo de la democracia chilena. La emoción del comandante Mario López al ver su misión cumplida fue inmensa. El general Leigh, instalado en la Academia de Guerra Aérea, centro de operaciones de la FACH esa jornada, exhibía orgulloso el resultado de su orden ante los otros comandantes en jefe sublevados, con los que se comunicaba por radio. Distinta fue la sensación de un joven piloto que encontró en la mira de tiro la bandera chilena que flameaba sobre La Moneda, para segundos después de disparar verla envuelta en llamas. Ese impacto emocional acompañaría a esos oficiales por el resto de sus vidas.

    La decisión de bombardear La Moneda la conoció Julio Tapia Falk —abogado y coronel (j) de la FACH— al mediodía del sábado 8 de septiembre. Lo supo después de acompañar al general Leigh a una tensa reunión con el Presidente Allende en el mismo Palacio de Gobierno. En ella el comandante en jefe discutió duramente con el mandatario sobre las responsabilidades institucionales en un allanamiento practicado el día anterior por efectivos de la FACH, al mando del comandante Luis Gómez, en las inmediaciones de la industria textil Sumar. De vuelta al Ministerio de Defensa, mientras cruzaban la Alameda, donde se realizaban los trabajos para la primera línea del Metro, Tapia le preguntó a Leigh cómo se había atrevido a gritonear al mandatario, a lo que este respondió muy colérico:

    —A este desgraciado lo vamos a echar la próxima semana.

    Ya en el ministerio, el general Nicanor Díaz Estrada, que lo esperaba impaciente, le reprochó al enojado Leigh:

    —¿De qué se queja? Si usted es el único culpable. Dé la orden y nosotros estamos listos.

    El comandante en jefe le respondió apretando los dientes:

    —Mire, Nicanor: el golpe va a ser el lunes... si Pinochet acepta. Si no, el martes. Pero del miércoles ni el almirante Merino ni yo vamos a pasar.

    En el mismo encuentro, donde además se encontraban el general Mario Vivero y el coronel Eduardo Fornet, Tapia Falk —asesor directo de Leigh— escuchó decir que si el día del golpe no había rendición inmediata de los moradores de La Moneda esta sería entonces bombardeada. Al preguntar Tapia por lo que sucedería con la residencia presidencial de Tomás Moro, Díaz Estrada le respondió que lo mismo. Fue el aviso para que el abogado rápidamente cambiara de domicilio a sus suegros. Ellos vivían a 50 metros de la residencia de Salvador Allende.

    Gustavo Leigh visitó el domingo 9, en su casa, al nuevo comandante en jefe del Ejército Augusto Pinochet, quien había sido designado en el cargo el 23 de agosto por Allende. Al asumir ante el mandatario, Pinochet, en una declaración de pomposa lealtad hacia el Gobierno constitucional, había ofrecido sangre de generales para cobrar la traición de los conspiradores que habían forzado la renuncia de su antecesor, el general Carlos Prats.

    La visita de Leigh, portador de un breve mensaje escrito por el almirante José Toribio Merino desde Valparaíso —quien había dado un golpe blanco para desplazar al constitucionalista comandante en jefe de la Armada Raúl Montero—, puso a Pinochet entre la espada y la pared. El general, dubitativo, calculó y, después de muchas cavilaciones, puso su firma. Esa noche, tras consultar con su dios y su mujer, comenzó a transformarse en el número uno de los generales de anteojos oscuros que se harían cargo del país tras bombardear La Moneda. Patético se escucharía, la mañana del 11 en el Palacio de Gobierno sitiado, el comentario del Presidente Allende al periodista Carlos Jorquera:

    —¿Qué será del pobre Pinochet?

    El Presidente había intentado, infructuosamente, ubicar al comandante en jefe del Ejército la noche anterior.

    Los que venían preparando el golpe podían estar tranquilos.

    El escollo que había significado el constitucionalismo del general Prats, y que antes pagó con su vida el general René Schneider, estaba superado. El compromiso de Pinochet descartaba cualquier posibilidad de resistencia con éxito al interior de las Fuerzas Armadas. Lo que faltaba era solo un detalle: la jefatura de Carabineros. El alto mando de la policía uniformada aparecía comprometido con la defensa del Gobierno constitucional. Nuevamente la iniciativa la asumió Gustavo Leigh.

    El día 10 de septiembre Hernán Leigh, ex parlamentario y hermano mayor de Gustavo, tomó contacto con César Mendoza Durán, un opaco general de Carabineros que no estaba entre las primeras antigüedades de la institución y que cumplía funciones en el área de bienestar en el Edificio Norambuena. La misión para Hernán Leigh, que conocía de niño a Mendoza, fue muy fácil. A las 11 de la mañana el general Mendoza se presentó en el despacho del comandante en jefe de la FACH con el pretexto de saludarlo por su reciente nombramiento. En esa cita quedó echada la suerte del alto mando constitucional de Carabineros.

    El inusitado bombardeo al Palacio de Gobierno adelantó el perfil del régimen militar que se inauguraba. No se trataba solo de derrocar al Presidente Allende e instalar un Gobierno provisional, con medidas de excepción transitorias, para luego convocar a elecciones, como lo pensaron varios de los generales inicialmente involucrados en la preparación del golpe. Lo mismo que imaginaban algunos dirigentes políticos, principalmente de la Democracia Cristiana.

    Ahora todo se trastocaba según las intenciones del pequeño núcleo golpista que se adueñó de la situación, con el protagonismo de un general de Ejército al que las circunstancias transformaron en el providencial líder de un acto histórico con el que quería borrar cualquier vacilación anterior. Los que lo habían conocido desde el Gobierno, y también algunos de los generales que se sentían dueños del golpe militar, deberían ahora poner sus barbas en remojo.

    2

    Para el Gobierno de Estados Unidos y para la CIA poco importó el nombre del jefe del golpe. La tarea estaba cumplida impecablemente, como lo informó de inmediato el agregado naval de ese país en Chile, Patrick Ryan. Este, al comentar su estrecha relación con los mandos militares chilenos, habla del 11 de septiembre como nuestro día D y acota textualmente que "le coup d’ êtat en Chile ha sido casi perfecto"¹.

    Tres años de desvelo encontraban su recompensa. La decisión existía, según las notas tomadas por Richard Helms —director de la CIA— en una reunión con Richard Nixon y Henry Kissinger pocos días después de la elección de Allende, sin correr riesgos, sin participación de la embajada, diez millones de dólares disponibles, más si es necesario. Trabajo con dedicación plena, los mejores hombres que tenemos. Que se movilice la economía. Un plan de acción de 48 horas².

    La tarea resultó algo más compleja y se requirió bastante más tiempo y dinero. Los costos no importaban, y quien quedara en el camino menos aun. Como lo reiteró Kissinger en su momento, no había razón para permitir que un país se haga marxista simplemente porque su gente es irresponsable³.

    Ahora había razones para celebrar, después de tantos fracasos. Uno de estos fue el asesinato del general Schneider, en octubre de 1970, resultado de una conspiración en la que participaron, entre otros, los generales Roberto Viaux y Camilo Valenzuela. El objetivo fue crear una conmoción interna que impidiera la asunción del electo Presidente Allende.

    Los documentos desclasificados de la CIA han confirmado los vanos intentos del Gobierno de Nixon por borrar sus huellas en el crimen de Schneider. Brian Mac Master —agente de la CIA con pasaporte colombiano falsificado y que aparentaba representar intereses comerciales norteamericanos en Chile— intentó comprar el silencio de los integrantes del grupo de Viaux encarcelados. El coronel Paul M. Wimert, agregado militar en Santiago, que había entregado dos pagos de 50 mil dólares, máscaras antigases y tres ametralladoras a los asesinos, se tuvo que dirigir rápidamente en automóvil a la ciudad de Viña del Mar para arrojar las armas al océano. Su cómplice en esta acción, el jefe local de la CIA, Henry Heckscher, había asegurado a Washington que tanto Viaux como Valenzuela podrían eliminar a Schneider para desencadenar un golpe de Estado⁴.

    Los millones de dólares dispuestos desde entonces para el boicot económico al Gobierno de Allende, los actos de desestabilización y los atentados criminales cristalizaban el 11 de septiembre de 1973. Se producía la abrumadora ocupación militar del país y el inicio de un castigo sin contemplaciones al enemigo interno, a través de la declaración de una inédita guerra sin fuerza militar por delante.

    La larga historia de la intervención de Estados Unidos en Chile ha quedado registrada en innumerable documentación dada a conocer por las propias autoridades de ese país, especialmente a través de la desclasificación parcial de los papeles de la CIA. Sin embargo, aún quedan revelaciones por conocer. Algunas permanecen en la enorme cabeza de Henry Kissinger y en los secretos guardados por políticos y militares de ambos países. Unos pocos, como el almirante Patricio Carvajal, entonces jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional, se las han llevado a la tumba.

    3

    El golpe ya había sido asestado y ahora era responsabilidad de los civiles y militares chilenos llevar a cabo la drástica erradicación de la democracia chilena. Asumían el control del país mandos lo suficientemente decididos e implacables. Ellos traducirían los deseos y sueños de los civiles que desde las sombras urdieron una trama para cambiar a la fuerza el sentido de la historia, antes de que el mandatario cumpliera su período constitucional. Los líderes opositores sonrieron socarronamente a la idea del plebiscito al que pensaba convocar Allende el mismo día 11 de septiembre de 1973. Pensaban que el país no estaba para esas jugarretas electorales ni para muñequeos de última hora del Presidente. Por fin la presión sobre las instituciones armadas tenía éxito, los mandos se ponían los pantalones y se avecinaba un nuevo Chile. Llegaba el momento de celebrar sin miedo. Los militares se habían hecho cargo de su tranquilidad.

    Sin embargo, los primeros gestos de la Junta Militar provocaron aprensiones en los que, apoyando el golpe, no querían un baño de sangre, sobre el que advirtió tempranamente el Cardenal Raúl Silva Henríquez. Se despertó la desconfianza de connotados dirigentes democratacristianos que antes se habían esmerado en convencer a los mandos uniformados de la legitimidad de una interrupción temporal del sistema democrático. Su protagonismo palidecía ante la decisión de las nuevas autoridades castrenses que declararon abiertamente su desprecio por los políticos. Algunos de estos se demoraron en comprender que se trataba de un golpe mortal al sistema y que, por el contrario, el golpe llegó a constituirse en un brutal acto fundacional que haría tabla rasa con la Constitución vigente e impondría una represión sin precedentes. Se trataba del imperio de un nuevo orden.

    El ataque aéreo a La Moneda fue ideado y ordenado por el general Leigh. Hasta entonces Gustavo Leigh era un oscuro y poco carismático comandante en jefe de la Fuerza Aérea, resistido por buena parte de la oficialidad cuando el Presidente Allende lo designó en lugar del general César Ruiz Danyau.

    Tal desproporcionada acción bélica tuvo como propósito adicional el objetivo de posicionar ante la Armada, el Ejército y la población toda a la Fuerza Aérea en un rol inédito, de modo de potenciar la imagen que representaban hasta entonces los aviadores chilenos. Prueba de ello es que pocos días después de aquel Día D se exhibiría masivamente un afiche, realizado por el Servicio Aerofotogramétrico de la FACH, que traducía con elocuencia el protagonismo que intentaba el mando de la Fuerza Aérea. En tamaño mercurio y a todo color se veía, en una imagen tomada desde el Hotel Carrera, La Moneda ardiendo mientras explotaba un cohete Sura en el balcón al que se asomaban tradicionalmente los Presidentes de Chile. Lo que más impresionaba era la bandera chilena con su mástil ardiendo al centro del afiche. La insignia de la Fuerza Aérea aparecía en el costado izquierdo superior y en la parte inferior se leía PRECISIÓN FACH.

    La satisfacción y orgullo de Gustavo Leigh lo ayudaría a olvidar pronto el error de un joven piloto, perteneciente al Grupo 9 de Puerto Montt, que confundió la residencia presidencial de Tomás Moro con el edificio rojo del Hospital de la Fuerza Aérea. En una acción que desmentía esa publicitada Precisión FACH, disparó sus rockets sobre el centro hospitalario en lo que sería el único ataque a un recinto militar el día 11. Hasta ahora, nunca se han dado a conocer las consecuencias de tamaño desaguisado, ni si hubo víctimas propias que lamentar.

    Durante años el insólito incidente se prestó para especulaciones sobre la intervención de pilotos norteamericanos en el ataque al Palacio de Gobierno. Los jefes del ataque aéreo se han preocupado posteriormente de despejar cualquier duda. Los méritos debían ser para los pilotos de excelencia seleccionados para el bombardeo. Ellos eran los héroes anónimos de la acción bélica con que el general Leigh dejó su huella en la historia de Chile. Hasta el día en que Augusto Pinochet lo expulsó de la Junta Militar, el comandante en jefe de la FACH intentó sostener el sitial que creía haberse ganado como gestor del golpe de los militares.

    4

    Mi primer viaje después del 11, una vez que el toque de queda lo permitió, fue para observar con mis propios ojos los restos del palacio presidencial. Quería cerciorarme de que lo visto en la televisión no era solo una horrible pesadilla. Ahí, confundido entre decenas de silentes y curiosos, miré una y otra vez la fachada humeante y los restos del balcón desde donde, una semana antes, en la conmemoración de los tres años de elegido gobernante, el Presidente Allende había visto pasar una gran multitud de chilenos —entre ellos yo— que gritaba su decisión de defender el Gobierno constitucional amenazado por el incontrarrestable rumor de un golpe militar. La evidencia no podía ser más definitiva y esas imágenes me quedarían grabadas para siempre en blanco y negro.

    Decidido a cumplir con mis deberes militantes en este fatal escenario político —el peor de todos los imaginados—, no me resignaba a la idea de que no existieran sectores de las Fuerzas Armadas que tradujeran en acción la doctrina del general Schneider y de su sucesor Carlos Prats. ¿Dónde estaban los oficiales y suboficiales leales a la Constitución? ¿Cómo se podrían manifestar en medio de ese control tan brutal que se estaba imponiendo a sangre y fuego? ¿Podía ser tan definitivo el avasallamiento de quienes respaldaban al Gobierno?

    Elucubraciones como esas nos acosaban en los instantes en que con Felipe Agüero salíamos desde el centro de la ciudad hacia una población de la zona sur de Santiago a bordo de un Peugeot 404 color celeste. En ese momento nuestra historia de jóvenes dirigentes del MAPU Obrero y Campesino, partido integrante de la Unidad Popular (cuyo secretario general era Jaime Gazmuri), transcurría aparentemente por carriles muy diferentes a los de un grupo de oficiales y suboficiales de la FACH que también estaban conmovidos por la contundencia del golpe.

    5

    La hipótesis de una división vertical en las Fuerzas Armadas, entre golpistas y constitucionalistas, se desvanecía con rapidez. El cuadro era definitivamente distinto al de las asonadas anteriores, como el reciente Tanquetazo del 29 de junio de 1973, cuando el teniente coronel Roberto Souper dirigió una sublevación al mando de dieciséis carros de combate y ochenta soldados del Regimiento Blindado Nº 2 que avanzaron hacia La Moneda. Ese intento fue sofocado con premura por fuerzas militares bajo las órdenes del general Prats y de su segundo, Augusto Pinochet.

    La evidencia de un golpe sin alternativa de resistencia interna era percibida con satisfacción por sus promotores y con inquietud por un grupo de uniformados de la FACH opuestos a la actividad golpista. Algunos de ellos se habían organizado para poner en conocimiento de las autoridades de Gobierno los innumerables indicios de la conspiración. También ellos eran sorprendidos por la brutalidad que se manifestaba en algunos mandos, incluido un grupo muy activo de oficiales convencidos de la necesidad de una guerra de exterminio contra el marxismo. Un núcleo de estos comenzaría a protagonizar acciones de barbarie que afectarían dramáticamente las existencias de sus propios compañeros de armas.

    Entonces, a solo dos días de producido el golpe militar, y mientras Felipe Agüero y yo intentábamos eludir los lugares de allanamientos militares, no podíamos vislumbrar que las historias personales de muchos chilenos, entre ellas las nuestras, podrían llegar a cruzarse con las de esos uniformados que pagarían caro y más allá de cualquier predicción su distancia con quienes planificaron el golpe militar. Una insospechada historia estaba recién comenzando.

    Capítulo II

    LA BANDADA

    1

    El capitán de bandada Jorge Silva Ortiz, destinado en la Escuela de Especialidades de la FACH, se informó en ese recinto de la Gran Avenida que el golpe se había consumado. Se dirigió a la oficina del director del establecimiento, el coronel Juan Soler Manfredini, simpatizante democratacristiano que fue edecán del Presidente Eduardo Frei Montalva y que apoyaba activamente la idea de un golpe. Encontró a su coronel Soler enardecido por haberse informado del golpe militar por la radio. Conocedor este de la oposición del capitán a la idea de un golpe, le preguntó qué pensaba hacer. El capitán de bandada le respondió que era un profesional y solo le pidió no ser enviado a tareas de represión callejera. El coronel, que siempre tuvo un natural afecto por su subordinado, accedió y fue así como Silva quedó de segundo en la línea de mando, haciéndose cargo de la logística para apoyar la intensa actividad que se comenzaba a vivir en la Escuela de Especialidades.

    Después de cumplir como oficial de ronda la noche anterior, el capitán Jaime Donoso se presentó a las siete de la mañana del 11 de septiembre en la Escuela de Aviación, entregando el libro con el registro de su periplo nocturno por el Grupo 7, el Grupo 10, el Ala de Abastecimiento y la Escuela de Especialidades. Informó: todo normal. Dos horas más tarde recibió la orden de volar a Las Condes, a la Escuela de Vuelo sin Motor, a cuidar los aviones. En pleno vuelo escuchó por radio interna las órdenes del general Leigh al comandante de los Hawker Hunter. No podía creerlo: Leigh ordenaba que el objetivo era bombardear La Moneda y que no debía quedar vestigio del Gobierno marxista.

    El capitán Carlos Carbacho estaba destinado en la Academia Politécnica Aeronáutica, a cargo de los cursos de suboficiales. Temprano ese día, se interrumpieron las comunicaciones y los oficiales fueron enviados a otras unidades. El capitán quedó a cargo de una compañía del Ala de Mantenimiento y de un grupo de efectivos de su destinación. En la torre de la Base Aérea El Bosque escuchó, atónito, la orden del bombardeo de La Moneda. Salió a cumplir sus instrucciones en el control militar de las calles. Luego quedaría a cargo de la Estación Mapocho y del territorio ubicado entre el comienzo del Parque Forestal y el puente Manuel Rodríguez.

    El comandante Ernesto Galaz había permanecido en Arica desde comienzos de septiembre, enviado a una comisión organizadora de los Juegos Panamericanos que se realizarían en Chile el año siguiente. Regresó a Santiago el 10 en la noche. Le llamó la atención que pasara rauda y sigilosamente de vuelta a la capital el coronel Atala, agregado militar ante Bolivia. A las 3 de la mañana del día 11 recibió un llamado telefónico del senador socialista Erich Schnake, quien le comentó muy preocupado que sabía de un movimiento de tropas en Valparaíso. A esa hora de la madrugada, Galaz intentó cerciorarse sobre el grado de acuartelamiento de la FACH empleando el recurso de llamar, con diferentes pretextos, a las ayudantías de distintas unidades de Santiago. En casi todas le respondió el asistente directo del comandante. De ese hecho inusual dio cuenta a Schnake, antes de dormir unas horas. A las ocho de la mañana lo despertó su hijo Ernesto.

    —Papá: se está consumando el golpe de Estado —le avisó sin rodeos.

    Galaz, que nunca había ocultado su apoyo al Gobierno constituido, recibió el ofrecimiento de Schnake de un auto con chofer para que se dirigiera a una embajada. Ya arriba del vehículo, el comandante pensó que no tenía razones para asilarse: no había cometido ningún delito. Decidió, en cambio, dirigirse a la casa de su suegro, en la comuna de San Miguel, desde donde siguió los acontecimientos por radio y televisión.

    El coronel Carlos Ominami Daza —quien había ocupado, entre otros, los mandos de subdirector de la Escuela de Especialidades, jefe del Ala de Abastecimiento y comandante del Regimiento de Artillera Antiaérea de Colina— estaba hacía poco tiempo en retiro y se desempeñaba como director de la Escuela Técnica Aeronáutica. El día 11 se presentó, como siempre, a cumplir sus tareas. En su casa la inquietud se sentía desde las seis de la mañana. Su esposa, Edith Pascual, recibió un llamado de Ángela Jeria, esposa del general Alberto Bachelet, quien la alertó de los rumores de movimiento de tropas. Edith se preocupó por su hijo Carlos, militante del MIR. Lo ubicó por teléfono en casa de su polola y le transmitió los rumores. Horas después, ya confirmado el golpe con el primer bando de la Junta Militar, Edith quiso dirigirse desde su hogar de calle Isabel La Católica a su oficina en el centro de la capital y así, en algún momento, encontrarse con su hijo de 23 años.

    El control implacable ejercido por los militares le impidió llegar al centro. De regreso a casa, por azar se cruzó en su automóvil con el que conducía por calle Eliecer Parada, cerca de Amapolas, en el sector alto de Santiago, su amiga Ángela, quien viajaba hacia el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde era alumna de Antropología. Al reconocerse, las esposas del coronel Ominami y del general Bachelet detuvieron sus autos, bajaron y se estrecharon en un abrazo. La angustia de esas mujeres contrastaba con el clima de celebración de los vecinos del sector, algunos de los cuales brindaban con champaña por la caída de Allende y observaban el trágico encuentro de Edith y Ángela como una manifestación más de alegría por el golpe militar.

    El general Alberto Bachelet ocupaba la dirección de la Secretaría Nacional de Distribución desde febrero de 1973. La responsabilidad, con rango de ministro, se la entregó el Presidente Allende, quien quería que fueran altos oficiales de las Fuerzas Armadas los que diseñaran una política para enfrentar el sensible y agudo problema del desabastecimiento, transformado en uno de los argumentos claves de los que deseaban el fin del régimen de la Unidad Popular. Bachelet había sido escogido por el mandatario entre un grupo de oficiales designados por las distintas ramas militares.

    El general recibió la crítica despiadada de importantes medios de prensa y de políticos de oposición que condenaron su participación en tareas de Gobierno. El general Leigh, su amigo personal desde los años en que hicieron juntos el servicio militar, le había quitado todo su respaldo. Precisamente Bachelet le entregó a Leigh, el 10 de septiembre, una copia del plan de distribución presentado al Presidente Allende. Tarde, en la noche de ese mismo día, su esposa Ángela recibió el llamado telefónico de un joven compañero de Universidad que le habló de la sublevación que se estaría produciendo en la Armada. El general la desestimó pensando que era otra vez el cuento del lobo. Pasadas las seis de la mañana recibió el llamado de un funcionario de su repartición: el golpe era un hecho inminente, le dijo.

    El general se duchó y partió al Ministerio de Defensa. En presencia del coronel Eduardo Fornet terminó de conocer la magnitud del golpe militar en curso. A las 8:30 horas entró a la oficina el general Orlando Gutiérrez, quien apuntándolo con un revólver le comunicó que estaba detenido por orden del general Leigh. El comandante Edgar Ceballos, uno de los que acompañaba a Gutiérrez, lo despojó con violencia de su arma de servicio. Acto seguido fue trasladado a su oficina en la Dirección de Contabilidad y allí, después de que Ceballos procedió a cortar los teléfonos, quedó incomunicado bajo la custodia de los comandantes Vargas y Lizasoaín. Desde las ventanas de su oficina presenció el bombardeo de La Moneda y su incendio.

    El coronel Pedro Guerrero era jefe de Operaciones del Estado Mayor de la Defensa Nacional. Al momento del golpe trabajaba bajo las órdenes del general Nicanor Díaz Estrada y del almirante Patricio Carvajal. No solo estaba en conocimiento del golpe y compartía plenamente sus objetivos, sino que también participó en su preparación.

    El día 11 llegó a las cinco de la mañana al Ministerio de Defensa. Como medida de seguridad portaba su pistola y un fusil ametralladora. Sus labores se concentraron en una instancia que pasaría a llamarse COFFAA (Coordinación Fuerzas Armadas), por donde pasaban las comunicaciones y órdenes internas, los documentos e instrucciones para la operación del golpe a nivel nacional. El coronel Guerrero se sentía contento de estar en el preciso centro neurálgico en donde se dirigían los hilos del golpe de Estado.

    El abogado Julio Tapia Falk, coronel (j) de la Fuerza Aérea, estaba en conocimiento que el golpe se daría el día 11. Tapia, también secretario del Colegio de Abogados, tenía programada una sesión de esa orden el lunes 10 en la tarde, por lo que consultó al general Leigh si era conveniente que asistiera. El general le dijo que hiciera vida normal y que él le haría llegar las instrucciones. En medio de la reunión en el colegio recibió un mensaje donde se le indicaba que debería estar a las cuatro de la mañana del día siguiente en el recinto de la Academia de Guerra Aérea en Las Condes. En el mismo mensaje, previniendo cualquier filtración, se pretextaba una reunión urgente para revisar aspectos de la aplicación de la Ley de Control de Armas.

    Tapia Falk llegó a la hora indicada y colaboró en las actividades de lo que sería el centro de operaciones de la FACH para el golpe. Allí se encontró, entre otros, con los generales Gustavo Leigh, Humberto Magliocchetti, Enrique González —que horas después sería designado presidente del Banco del Estado—, el médico y general (m) Alberto Spoerer, el coronel Sergio Figueroa —director de la Academia—, y el comandante Castro, que asumiría como edecán de Gustavo Leigh en la Junta Militar.

    El senador socialista Erich Schnake Silva había sostenido ocasionales reuniones con oficiales constitucionalistas de la FACH. Algunos de ellos eran los comandantes Ernesto Galaz, Alamiro Castillo, Rolando Miranda y el capitán Raúl Vergara. Estos le reiteraban la inquietud por la conspiración en marcha, información que consideraban muy erróneamente procesada por las autoridades de Gobierno. La información que recibía, Schnake la compartía con el entonces vicepresidente del Banco del Estado, Carlos Lazo, en cuyas oficinas tuvieron lugar algunos de esos encuentros con los oficiales.

    La noche del día 10 el senador, que a la vez era director de radio Corporación, recibió un llamado desde la planta donde estaba la antena de la emisora, ubicada en el paradero 19 de la avenida Vicuña Mackenna. Merodeaba el sitio una patrulla de la FACH y temían un asalto. Schnake se dirigió al lugar con un compañero de partido y se cercioró de que nada pasaba. Mantuvo durante esa noche diversos contactos telefónicos con su secretario general, Carlos Altamirano, y con gente que estaba

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