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Los zarpazos del puma: La caravana de la muerte
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Libro electrónico427 páginas8 horas

Los zarpazos del puma: La caravana de la muerte

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No, ya no bastaba con contar la trágica historia de la Caravana de la Muerte desde los ojos húmedos de las familias de las víctimas, ni bastaban los documentos escritos. Debía lograr el testimonio de los militares que habían sido testigos de la historia. Con cada oficial tuve un prólogo similar antes de iniciar la entrevista. Explicité con claridad los riesgos que asumían al romper el “pacto de silencio” que impera en la mal entendida lealtad castrense. Cada uno asumió esos riesgos a conciencia. Yo no quería arrastrar culpas que no me correspondían, en caso de que fueran castigados.

Sé que hice un buen trabajo. Y lo comprobé el año 91, cuando el general Arellano Stark se querelló en mi contra por injurias. Hasta la Corte Suprema, por unanimidad, no encontró razón alguna para someterme a proceso. Y lo volví a comprobar en 1998, cuando el ministro en visita Juan Guzmán Tapia me citó al tribunal y lo encontré con Los zarpazos del Puma en la mano, con párrafos marcados en cada página. “La felicito, hizo una muy buena investigación”, me dijo. Un año después dictaba las encargatorias de reo contra el general Arellano Stark y otros cuatro oficiales que tripulaban el helicóptero Puma. Este libro fue, por así decirlo, la “base ordenada de datos” que ayudó al juez Guzmán en la investigación que finalmente derribó al propio general Augusto Pinochet.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 mar 2016
ISBN9789563243956
Los zarpazos del puma: La caravana de la muerte

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    Los zarpazos del puma - Patricia Verdugo

    oscuros

    Nota del Editor a la presente edición

    Este título que integra la colección Biblioteca Patricia Verdugo de Investigación Periodística y Derechos Humanos, es sin duda el más conocido por los lectores. Entre otras realidades, por ser uno de los libros que más ha circulado y se ha leído en la historia de los libros en Chile. Hemos considerado pertinente anteponer esta nota para introducir un texto de la autora, extraído de su libro Bucarest 187. Mi historia, en la última edición actualizada publicada en 2007, un año antes de su fallecimiento. En este fragmento autobiográfico, Patricia relata su experiencia vital con Los zarpazos del Puma, que permitirá a todas las nuevas generaciones de lectores, a quienes está dirigida esta biblioteca, comprender debidamente el contexto de gestación y repercusión de este libro.

    Cambió el clima del país. Y por esa nueva corriente climática me zambullí para buscar nuevas pistas. No, ya no bastaba con contar la trágica historia de la Caravana de la Muerte desde los ojos húmedos de las familias de las víctimas, ni bastaban los documentos escritos. Debía lograr el testimonio de los militares que habían sido testigos de la historia. En esa búsqueda, viví episodios curiosos. No lograba, por ejemplo, dar con ninguna pista que me condujera hasta el comandante Óscar Haag, quien había estado a cargo del regimiento de Copiapó. No había ni un solo Haag en la guía de teléfonos que me permitiera ir conectando datos. Ese es un viejo recurso periodístico: dar con una tía o un primo que a su vez da nuevos datos y así se llega al objetivo. Ningún militar en retiro, con los que estaba conectada, sabía de él. Ya estaba a punto de renunciar a la búsqueda, cuando una amiga preguntó cómo me estaba yendo en el trabajo. Comenté un par de cosas y, al pasar, nombré a Haag.

    —¿Óscar Haag? Uy, lo conocí en Concepción y hace varios años lo fui a ver a su casa de Santiago. Vivía en una calle con nombre de país europeo, de esas que están detrás del teatro Las Condes.

    Mapa en mano, comencé el recorrido. Noruega, Estocolmo, Oslo, Escandinavia, Jutlandia, Upsala, Gotemburgo. Cuadras y cuadras, casa por casa, negativa tras negativa. Y yo, cansada, con hambre y con sed, me preguntaba cómo es que había escogido este oficio de periodista. Nunca fue el miedo, sino el cansancio lo que me hizo cuestionar el oficio. Hasta que la voz en el citófono dijo simplemente: Sí, aquí vive, ¿quién lo busca?.

    No recuerdo cómo di con la oficina del coronel Ariosto Lapostol, excomandante del regimiento de La Serena. Solo sé que se me hundió la mirada en el verde del cerro Santa Lucía, que ocupaba todo su ventanal, cuando me dijo que él había visto al general Arellano en el momento que marcó los nombres de los prisioneros que debían morir. No quise mirarlo de frente, temí que se notara mi euforia interior al momento de obtener esa confesión. Lo primero que hice al salir fue comprobar que todas sus palabras hubieran quedado registradas en mi grabadora. Y dos días después, volví a esa oficina con el texto transcrito y le pedí que lo corrigiera de su puño y letra. Lo hizo, sin alterar ni una coma de esa parte clave de su declaración.

    Con cada oficial tuve un prólogo similar antes de iniciar la entrevista. Explicité con claridad los riesgos que asumían al romper el pacto de silencio que impera en la mal entendida lealtad castrense. Cada uno asumió esos riesgos a conciencia. Yo no quería arrastrar culpas que no me correspondían, en caso de que fueran castigados.

    Escribí Los zarpazos del Puma como escribo siempre. Tecleando sin parar durante el día y escribiendo párrafos en la cabeza hasta en medio del sueño. Se me cruzaban las imágenes de los que solo conocí por fotos de sus familias. Llegué a sentir que casi podía tocar el cuerpo de Jorge Peña Hen, el maestro de música. Lo veía con su frac, moviendo la batuta y reviviendo a Haendel en los violines y flautas de los niños serenenses. Me abrazaba cada noche, en la despedida, a mis hijos Felipe, Diego y José Manuel sin dejar de pensar en Josefina Santa Cruz y la desaparición de su único hijo. Cuando el texto estuvo listo, imprimí las páginas y me fui con Carmen Hertz para revisar la investigación con su ojo implacable, un ojo interior que debe parecerse al de Simon Wiezenthal, el perseguidor de nazis. Salí aprobada de ese examen.

    —Carmencita, falta el general Joaquín Lagos. No me resigno a su negativa.

    Dos veces había pedido la entrevista, a través de su asesor legal y ahijado, Rodrigo Asenjo, y dos veces la negativa fue rotunda. Él tenía en su poder la clave mayor, ya que era el comandante en jefe de la Primera División de Ejército cuando el general Arellano Stark llegó a su zona de mando. El hecho es que Carmen consiguió su dirección y yo partí en su búsqueda una tarde nublada de fines de invierno. Toqué el timbre muchas veces y nada. La casa parecía vacía. Busqué en la casa vecina: Deben estar, insista, porque vi gente en la mañana. Casi nunca salen, me dijo una amable mujer. Volví a la carga con el timbre y de repente, allá arriba, una ventana chica se abrió y un hombre mayor lanzó un ¿diga?. Conseguí que bajara y se acercara a la reja para decirle de qué se trataba. Cuando terminé de hablar, él se quedó unos segundos en silencio, sacó las llaves y abrió la reja. Pase, pase, me apuró con el tono.

    —Mire, le voy a hablar. Antes le voy a decir por qué le voy a hablar. Me comprometí con mi mujer a que iba a guardar silencio, ella teme que me pueda pasar algo. Y tiene razón en tener miedo. He estado enfermo, muy enfermo, y durante muchos meses no he estado ni un minuto solo. O está ella o está la enfermera. Resulta que hoy es la primera vez. La enfermera tiene tarde libre y mi mujer fue recién al supermercado que está cerca.

    Miró el reloj y siguió:

    —Tenemos no más de quince minutos. Le voy a hablar porque no creo en las casualidades, yo creo que usted me fue enviada porque es necesario que yo hable. Yo creo en Dios y en sus misteriosos designios.

    Prendí la grabadora y por quince minutos escuché su relato, apenas interrumpiendo con unas pocas preguntas. Cincuenta y tres prisioneros habían sido masacrados en la zona bajo su mando, violando la legalidad militar de tiempos de guerra. Había denunciado los hechos al general Pinochet y este le había respondido con una orden perentoria para que reescribiera el oficio, omitiendo toda mención al general Arellano Stark. Así, el general Lagos había optado por retirarse del Ejército, al mismo tiempo que el general Pinochet ascendía a Arellano al rango de general de división y premiaba a todos los miembros de la Caravana de la Muerte con cargos más poderosos.

    —¿Qué sintió, general Lagos?

    —Fue y es un dolor tan enorme, un dolor indescriptible. Ver frustrado lo que se ha venerado por toda una vida: el concepto del mando, el cumplimiento del deber, el respeto a los subalternos y el respeto a los ciudadanos que nos entregan las armas para defenderlos y no para matarlos…

    Nos despedimos con un abrazo. No quiso corregir el texto con sus palabras ya escritas: Confío en usted. Y me fui de ahí sintiendo, como muchas veces lo siento, el aleteo de mi ángel de la guarda. Di por terminada mi investigación y, pocas semanas después, el libro ya estaba imprimiéndose en la editorial Cesoc. El editor Julio Silva Solar no dudó a la hora de respaldar mi reportaje y tuvo una visión optimista, optando por imprimir tres mil copias en la primera edición. Ricardo Lagos hizo un impresionante discurso para presentar el libro y yo partí al norte, para entregar mi trabajo a las familias de las víctimas en cada ciudad.

    Sé que hice un buen trabajo. Y lo comprobé el año 91, cuando el general Arellano Stark se querelló en mi contra por injurias. Hasta la Corte Suprema, por unanimidad, no encontró razón alguna para someterme a proceso. Y lo volví a comprobar en 1998, cuando el ministro en visita Juan Guzmán Tapia me citó al tribunal y lo encontré con Los zarpazos del Puma en la mano, con párrafos marcados en cada página. La felicito, hizo una muy buena investigación, me dijo. Un año después dictaba las encargatorias de reo contra el general Arellano Stark y otros cuatro oficiales que tripulaban el helicóptero Puma. Este libro fue, por así decirlo, la base ordenada de datos que ayudó al juez Guzmán en la investigación que finalmente derribó al propio general Augusto Pinochet. En agosto de 2000, la Corte Suprema lo desaforó como senador vitalicio y —en enero de 2001— el juez Guzmán dictó la encargatoria de reo contra el exdictador, acusándolo de ser el autor y encubridor del crimen masivo perpetrado por la Caravana de la Muerte. Generoso, el juez consignó a Los zarpazos del Puma en su histórico fallo. Pero, como era previsible, el exdictador mantuvo su impunidad cuando la Corte Suprema, en julio de 2002, lo declaró demente y cerró definitivamente el caso.

    Un buen trabajo de investigación periodística no explica del todo el fenómeno que ocurrió. Porque este libro conectó, creo yo, con un país que necesitaba saber lo que la censura y la autocensura le habían negado, que necesitaba darse por enterado y hacer una catarsis. Ahí había una historia que se escapaba de la estadística. Con razón en la Escuela de Periodismo nos habían enseñado que un millón de muertos era estadística y un muerto, tragedia humana real. Porque en Los zarpazos del Puma estaban no solo las víctimas, personificadas por sus historias y por el dolor de sus familias. Estaban también las otras víctimas, los oficiales del Ejército que fueron quedando en el camino, con heridas invisibles, por no acatar órdenes criminales.

    Este libro fue best seller por muchos meses. Vendió más de cien mil copias en el primer año, aparte de las decenas de miles que lanzaron a la calle las imprentas piratas. Me encerré en mi casa, entre el fenómeno que me sobrepasaba y la crisis de nuestra relación con Lucho que hacía agua a babor y a estribor. Una vez más recibí una orden telefónica de Marcela Otero:

    —Te vistes, te pintas y tomas el metro. Quiero que salgas a la calle en la estación de la Universidad de Chile. No admito excusas. Después te espero acá, con un buen café…

    Lo hice. Al ascender por la escalera mecánica, hacia el paseo Ahumada, oí el murmullo de los vendedores callejeros voceando el libro. Después los vi, a lo largo de Ahumada y de Huérfanos. Cada diez metros, una pila de libros en el suelo. Sentí que en lugar de escribir había fabricado una galleta, un Súper 8 de venta masiva. Me fui con Marcela, más asustada que contenta. ¡Cómo nos cuesta a las mujeres convivir con el éxito propio! Quizás sucede porque intuimos que hay que pagar un caro precio personal. Como el de enfrentar, por ejemplo, la tarjeta oficial de invitación para celebrar en La Moneda el arribo del presidente Aylwin al gobierno. Patricia Verdugo y señor, decía, con grandes y dibujadas letras góticas. Lucho no estaba preparado para ser simplemente y señor. De nada valió mi argumento de que las mujeres nos pasábamos una vida siendo y señora. Una vez en palacio, no sé que me complicó más: si la insistencia de medio mundo por hablar del libro o el aire palaciego con vapores consensuales que anunciaban las debilidades de la transición.

    Patricia Verdugo

    Bucarest 187. Mi historia

    Nota de la autora

    Hubiese podido descansar, relajarme, respirar, pero el deber para con los muertos no me da tregua: ellos murieron, tú vives. Cumple con tu deber a fin de que el mundo sepa todo aquello.

    Las palabras de Alexander Solyenitzin marcan la razón primera por la que se inició esta investigación periodística.

    Setenta y dos chilenos habían confiado en sus compatriotas uniformados y en las leyes de su país. Se habían presentado voluntariamente ante un llamado hecho mediante un bando militar o no habían puesto resistencia alguna a la detención practicada en sus casas o en sus lugares de trabajo. Y mientras estaban encarcelados en provincias —esperando sentencia o cumpliendo condenas de presidio— fueron sacados por una comisión especial, venida desde la capital, y asesinados fuera de todo procedimiento legal. Se trataba de un crimen masivo que, además, violó la confianza de los ciudadanos que nos entregan las armas para defenderlos y no para matarlos, como lo reconoció un general de la República que habla en estas páginas.

    La aplicación de la Ley de Amnistía ha impedido la investigación judicial de los hechos. Pero nada puede impedir la investigación periodística. Ese era nuestro deber. Solo que esa pesquisa condujo a un laberinto hasta ahora desconocido: lo que sucedió con los militares de provincia que recibieron a esta comisión especial.

    Así, de la indagación fueron surgiendo las dos caras del miedo. Paralizar la acción —e incluso la conciencia— de millones de chilenos, exigía usar una gran dosis de terror. Para administrarla no bastaba sumar uniformes y armas de combate. Los hombres que los vestían y las portaban debían estar dispuestos a usarlas contra sus compatriotas. Esa comisión especial resultó ser un instrumento eficaz y trágico para lograrlo. Así surgió de los testimonios —de los militares y de las familias de las víctimas— que se recogieron en el curso de esta investigación.

    No los recogí en la búsqueda de un inútil y doloroso viaje al pasado. Esos testimonios conforman una herida lacerante y presente que puede mitigarse —en parte— por la comprensión de todos los que no supieron o no quisieron saber. Este libro busca ser, por tanto, un aporte al reencuentro fraternal.

    Septiembre de 1989

    Capítulo I

    El hombre del Golpe

    —Usted es el hombre, mi general —dijo el coronel con tono solemne, al tiempo que detenía la marcha y rubricaba sus palabras con un asentimiento de cabeza.

    —No, no puede ser —contestó el general Sergio Arellano Stark.

    —¿Por qué no, mi general? —insistió el coronel.

    —Usted lo sabe tan bien como yo… ¿Cómo voy a pasar por encima de dieciocho generales más antiguos que yo? Usted sabe lo que eso significa para el Ejército —replicó el general Arellano.

    —Sí, lo sé. Pero el hecho es que nosotros estamos con usted, mi general —insistió el coronel.

    El general Sergio Arellano Stark era el hombre del golpe militar, al promediar el invierno de 1973, para los que complotaban en el Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada, pese a que prácticamente no tenía mando de una gran tropa. Estaba a cargo del Comando de Tropas de Peñalolén —en el sector oriente de la capital chilena— que incluía Telecomunicaciones y Aviación militar. Pero su innato don de liderazgo, sumado a sus conocimientos de la política local, su anticomunismo y sus contactos con el Partido Democratacristiano (había sido edecán militar del presidente Eduardo Frei), lo habían llevado a dirigir la iniciativa golpista que se movía sigilosamente en cuarteles y academias uniformadas.

    Después del fallido tanquetazo del 29 de junio de 1973, los complotadores lograron un biombo autorizado por el Alto Mando para justificar sus encuentros y acciones: el Comité de los Quince, un grupo de trabajo formado por cinco altos oficiales de cada rama que debían estudiar la situación y proponer soluciones al poder Ejecutivo. No todos los generales y almirantes participaron del secreto. Pero el general Arellano no dio puntada sin hilo. Se encargó del Plan Campana, cuyo objetivo era averiguar la capacidad de fuego de los cordones industriales y proponer la fórmula para anular el peligro. Y para ello debió tomar contacto con los oficiales de la Academia de Guerra del Ejército. De la zona céntrica no se preocuparon: el peritaje balístico ordenado por el general Augusto Lutz, director del Servicio de Inteligencia, indicaba con claridad qué tipo de armamento y desde dónde se había disparado contra los militares en la intentona golpista del 29 de junio.

    Los complotados creyeron estar en serio peligro, a fines de agosto, tras la dimisión del general Carlos Prats a la comandancia en jefe del Ejército. Porque en la primera reunión con su sucesor, el general Augusto Pinochet, le escucharon decir con abierto enojo que lo que han hecho a mi general Prats se lavará con sangre de generales y, acto seguido, les pidió sus renuncias.

    Los generales Arellano, Palacios y Viveros no entregaron sus renuncias por escrito. Y, al paso de las horas, temieron que todo se fuera por la borda si Pinochet los destituía. El general Arellano decidió, entonces, que había llegado la hora. Encargó a su hijo abogado —del mismo nombre— que se contactara con el hijo del Contralor General de la República, Héctor Humeres, y lograra un aviso inmediato si el decreto de destitución llegaba a la Contraloría, así como procurar que detuviera el proceso de toma de razón.

    El tenso fin de semana debió culminar con el vamos al golpe militar el lunes 27 de agosto para entrar en acción el miércoles 29. Los generales Arellano, Palacios, Nuño y Viveros afinaron todos los detalles: los profesores de la Academia de Guerra traspasarían la orden a los comandantes de unidades. Se esperaba contar con gran parte del Ejército y la totalidad de la Armada y la Fuerza Aérea. Por Carabineros, el general Yovane aseguraba que podría neutralizar las fuerzas en pro del Gobierno¹. Pero el propio general Pinochet se encargó de desarticular el movimiento. Ese mismo lunes 27 se reunió con el alto mando militar y —sorpresivamente— cambió su discurso: en lugar de insistir en las renuncias, habló de estrechar filas dentro del Ejército y con las otras ramas armadas… y planteó la posibilidad de una intervención militar si las circunstancias lo hacían necesario.

    ¿Qué hacer? ¿Era fiable o no el general Pinochet? Hasta entonces, todos creíamos que Pinochet se oponía al Golpe, recuerda el general Nicanor Díaz Estrada, uno de los principales gestores del complot por parte de la Fuerza Aérea.

    Federico Willoughby, participante del complot por el grupo de civiles de extrema derecha y vocero del Gobierno militar tras el Golpe, explicó así lo sucedido:

    —Pinochet era un hombre de mucha confianza para Allende… ¡Si lo nombró comandante en jefe! Hay una mistificación en torno a la personalidad del general Pinochet que lo pudiera hacer aparecer como un traidor, en el sentido de que es un hombre que cambia demasiado rápidamente de una posición a otra. Mi explicación, por lo que yo conozco, es que él es ciento por ciento militar, un hombre que entra a los quince años al Ejército, es decir, lleva casi sesenta años en la institución, y tiene que mantenerse dentro del Ejército para avanzar y para subir, siguiendo las corrientes de la época, siguiendo las opiniones predominantes, porque el que no lo hace así, se va, es expulsado por el sistema. Entonces, si hay que ser católico, es católico; si hay que ser masón, es masón; si hay que cuadrarse ante los políticos, se le cuadra a los políticos; si es a Fidel Castro, se le cuadra a Fidel Castro.

    Y agregó Willoughby:

    —Pero eso no lo ha hecho solamente Pinochet, lo han hecho todos los que permanecen en las instituciones uniformadas, siempre. Él ha sido siempre el más leal colaborador de su jefe. Entonces, claro, era el hombre de mayor confianza para el general Prats. A su turno también puede sucederle. Lo que pasa es que Pinochet no le soltó prenda a nadie. Fue absolutamente cauteloso y desconfiado².

    Igualmente cauteloso y desconfiado, el general Arellano discutió largamente el asunto con los otros conjurados. Toda la Armada, toda la Fuerza Aérea, la mayor parte del Ejército y buena parte de Carabineros parecían asegurar el triunfo. Obviamente se minimizaban los costos si se lograba que el comandante en jefe del Ejército encabezara la acción, dada la prusiana formación castrense. Decidieron que Pinochet sacaría la misma cuenta.

    El día clave para el general Arellano fue el sábado 8 de septiembre. Ya el Golpe tenía su día H. No podía ser más allá del 19 de septiembre, para no tener que rendirle honores al presidente Allende en la Parada Militar… y evitar el peligro de ser detenidos todos juntos si el complot se hubiera filtrado. No podía ser en día lunes, porque los mínimos preparativos en la víspera —domingo— darían motivo de alerta. Sí, debía ser un martes. ¡Que sea el martes 11!

    Willoughby señala: Efectivamente, circuló la especie de que el general Sergio Arellano Stark visitó al general Pinochet el día sábado 8 de septiembre para señalarle que si él no iba, se iba a quedar abajo no más. Así fue. Para todos los efectos prácticos, Arellano, es cierto, era el hombre que representaba estos sentimientos dentro del Ejército, era la voz cantante del desencanto³. Y el general Díaz Estrada, casi dieciséis años después, en su departamento de la comuna de Providencia, recordó:

    —Ya estábamos a punto y nadie había hablado con Pinochet. Yo había estado hablando solamente con Arellano. El sábado 8, por la mañana, le insistí: Y bueno, ¿cuándo van a hablar con Pinochet?. Me respondió: Esta tarde voy a ir a su casa. Como el almirante Carvajal estaba en Viña y volvía con noticias esa noche, le dije a Arellano: Juntémonos en la casa de Carvajal a las nueve y media. Arellano no llegó a la reunión. Recuerdo que le comenté a Carvajal: Deben haberlo tomado preso después de hablar con Pinochet. Porque jugábamos con fuego, no sabíamos cómo iba a reaccionar Pinochet.

    Y sigue Díaz Estrada:

    —Me despedí de Carvajal a las once y media de la noche. Tomé mi auto y me dirigí hacia la salida de la Quinta Normal, por calle Santo Domingo. Justo voy doblando cuando aparece el general Arellano, caminando, muy elegante.

    —¿De dónde viene, general? —le preguntó Díaz Estrada.

    —De un matrimonio —contestó Arellano, muy tranquilo.

    —¿Habló con el general Pinochet? —insistió Díaz Estrada.

    —No, no hablé —dijo lacónicamente Arellano.

    —Y, entonces, ¿qué viene a hacer aquí? —alzó su voz ronca el general de la FACH, molesto consigo mismo por haber temido que Arellano estuviese preso.

    La versión de Díaz Estrada agrega que dos capitanes de navío —que habían salido de la reunión— se acercaron y les insinuaron seguir hablando en la casa de uno de ellos para evitar tan peligrosa discusión en plena calle.

    El general Arellano no se atrevió a hablar con Pinochet, asegura Díaz Estrada.

    Pero el general Arellano tiene otra versión. Ese sábado 8, tras informar a otros generales de Ejército, llegó a la casa del general Pinochet alrededor de las 20.30 horas: Su reacción fue una mezcla de sorpresa y molestia. Al tomar conciencia de que solo se requería su adhesión a una decisión ya tomada, pareció abrumado⁴.

    Y cuando Arellano le dijo que el comandante en jefe de la Fuerza Aérea estaba esperando su llamado telefónico, Pinochet pidió unos minutos, asegurando que luego lo haría. Por ahora necesitaba reflexionar.

    Ese momento conforma la clave de la posterior defensa del general Arellano: el momento en que revela a su comandante en jefe que la acción golpista está en la recta final y le ofrece su conducción.

    El hecho es que el general Leigh no recibió llamada alguna ese día. Y cuando ya tenía escrita la proclama del Golpe, decidió ir a la casa de Pinochet, como a las cinco de la tarde del domingo 9, interrumpiendo la fiesta de cumpleaños de la pequeña Jacqueline. Su recuerdo de esa conversación indica que Pinochet efectivamente había hablado con Arellano:

    —Estaba en una posición muy tranquila, me escuchó el planteamiento en el sentido que no le veíamos vuelta al asunto. ¿Qué piensas hacer tú? Porque lo que es nosotros, no damos más. Creo que estamos ya en un punto en que, si no actuamos, el país va al caos, le dije.

    —¿Y qué le contestó el general Pinochet?

    —Me dijo: ¿Tú has pensado en que esto nos puede costar la vida a nosotros y a muchos más?. Lo he pensado, respondí⁵.

    La reunión fue interrumpida por la llegada de los enviados del almirante José Toribio Merino: los almirantes Carvajal y Huidobro, y el comandante González. Traían el breve texto manuscrito que sellaría el Golpe. Leigh firmó de inmediato. Pinochet vaciló.

    Si esto se filtra, puede sernos de graves consecuencias, dijo Pinochet, según lo recuerda Leigh.

    —Pinochet dudó unos instantes y el general Leigh lo empujó diciéndole: Decídase, mi general, firme. Pinochet fue a su escritorio, abrió un cajón, sacó lapicera y un timbre. Y finalmente firmó —recuerda Díaz Estrada.

    ***

    A partir de ese momento, la alerta roja invisible comenzó a ulular sin descanso. A treinta y seis horas del golpe militar, el general Augusto Pinochet pasaba a formar parte del complot. Si algo le sucedía, sería reemplazado por el general Óscar Bonilla.

    Uno de los primeros acuerdos fue poner a salvo a las familias, en caso de que algo fallara. Cada uno decidiría su lugar más seguro. El general Pinochet eligió la Escuela de Alta Montaña. A una hora no determinada del lunes 10, Lucía Hiriart de Pinochet y sus hijos menores llegaron al recinto militar comandado por el coronel Renato Cantuarias Grandón. ¿Qué razón le dio ella para justificar la presencia de la familia del Comandante en Jefe? ¿Que necesitaban un descanso ante la tensa situación de la capital? Lo que está claro es que ella no podía hablarle del Golpe inminente, porque el coronel Cantuarias estaba catalogado como no fiable por los complotados.

    ¿Por qué eligió Pinochet la Escuela de Alta Montaña y al coronel Cantuarias como el lugar seguro para su familia?

    Una respuesta la da su primo, el exministro Orlando Cantuarias, quien ocupó la cartera de Minería durante la Administración Allende: Mi primo era un caballero, muy correcto, leal y noble. Y no tengo duda que, si el Golpe hubiera fracasado, él se habría jugado por sacar de Chile a la esposa y a los hijos de Pinochet. No me cabe duda alguna que los habría puesto al otro lado de la frontera, que está a tan pocos kilómetros.

    Otra explicación, dada en fuentes castrenses, fue más dura: Pinochet dirigió el Golpe desde Peñalolén, donde disponía de helicópteros para llegar rápidamente a la Escuela de Alta Montaña. Si el Golpe fracasaba, podía escapar por esa vía y cruzar la Cordillera. Incluso más. Si lo decidía a tiempo, podía usar al coronel Cantuarias —conocido como proclive a la Unidad Popular— para iniciar desde allí la ofensiva contra los insurgentes y tratar de salvar la situación, manteniéndose en el poder castrense.

    La versión de lo que realmente ocurrió en la Escuela de Alta Montaña quedó sepultada junto con el acribillado cuerpo del coronel Cantuarias antes de que terminara ese mes de septiembre.

    Quince años después, Willoughby respondió al periodista Sergio Marras:

    —¿Hubo resistencia en el Ejército?

    —Que yo sepa, no. Entiendo que hubo lugares donde no se acataron las órdenes y de inmediato tomaron medidas disciplinarias con esa gente. Precisamente donde se había ido la familia Pinochet, en el Regimiento Guardia Vieja, en Los Andes, murió el comandante Cantuarias. Allá pasó la señora Lucía con los niños el día 11 de septiembre.

    —¿Se resistió el comandante?

    —No sé detalles, pero Cantuarias murió.

    El general Díaz Estrada dijo: Al coronel que estaba a cargo de la Escuela de Alta Montaña —justamente donde se refugió la señora de Pinochet para el día 11— lo trajeron preso al día siguiente a la Escuela Militar y le dejaron un revólver sobre la mesa para que se suicidara.

    —¿No lo fusilaron?

    —No, se suicidó⁶.

    ¿Qué sucedió realmente? Orlando Cantuarias vio a su primo poco antes de morir y recuerda, con emoción, el encuentro:

    Después del 18 de septiembre de 1973, yo andaba escondido en operaciones de desmantelamiento del aparato del Partido Radical. Un día se me ocurrió que ya no me buscaban y volví a mi casa. Ese mismo día llegaron a buscarme. Registraron todo. El oficial de Carabineros, luego de dirigir el allanamiento y no encontrar nada anormal, me dijo que desgraciadamente me tenía que llevar a la Escuela Militar porque tenía instrucciones.

    Cuando estaba en la Escuela, me hicieron pasar a una oficina y, de repente, bajó Renato, con uniforme de campaña, y con la pechera de color fuerte que usaban. Me dijo: ‘Compadre, ¿qué está haciendo a esta hora aquí?’. Respondí: ‘¡Qué sé yo, pues, compadre, me hicieron venir acá’. Y él me dijo: ‘¿Qué va a decir mi tía? Me va a matar si sabe’ .

    Yo lo vi normal. O quizás el perturbado era yo. ¿Que si estaba armado? No lo recuerdo. Llamó a un teniente y le ordenó….

    —¿Podía dar órdenes?

    —Sí, todo parecía normal. Era algo así como ayudante del Estado Mayor. Después lo he pensado mejor y creo que era un sutil prisionero. Lo tenían ahí a buen recaudo, sin mando de tropa. El hecho es que llamó al teniente que era su ayudante, de apellido Allende, y le ordenó que tomara un jeep y me fuera a dejar a la casa con escolta. Al despedirse, me dijo: No le vaya a decir nada a mi tía, compadre, porque ¡qué va a decir!… Él quería mucho a mi mamá.

    A las dos y tanto de la mañana me fueron a dejar a la casa. Y poco después me vi obligado a entrar a la embajada de Suecia, de la que salí luego. Tres o cuatro días después de lo ocurrido en la Escuela Militar, supe que mi primo se había suicidado. Nada más. Nunca averigüé nada más.

    —¿Y le parece posible el suicidio?

    —No. Era muy católico y muy vital. Alguien me dijo, como explicación oficial, que había operado un tribunal de honor, tribunal que había estimado que al no cumplir la orden de bombardear a los obreros de la Minera Andina, lo que correspondía era la degradación o el suicidio. Pero estoy convencido de que, de una u otra manera, lo mataron…

    El teniente coronel Olagier Benavente, en cambio, supo —en el Regimiento Talca— que el coronel Cantuarias fue castigado por no llegar a tiempo con sus tropas a Santiago.

    En el curso de una exhaustiva investigación, el periodista Ignacio González estableció que el movimiento de tropas de Los Andes el lunes 10 de septiembre se había originado en una orden impartida desde Santiago: debían dirigirse a la capital un batallón del regimiento andino, parte de la Escuela de Montaña y un regimiento de San Felipe7. No hay más datos fidedignos al respecto.

    Sobre el coronel Cantuarias no puede hablarse con su familia directa. La sola mención hecha por el general Díaz Estrada en 1988 le significó la indignada visita de la viuda y la hija, exigiendo que se retractara. Y es que la viuda —María Antonieta Bernal Cantuarias, prima a su vez del fallecido coronel— volvió a casarse con un alto oficial de Ejército. La hija también contrajo matrimonio con otro oficial y el hijo también lo es, ambos del Ejército.

    El exministro Cantuarias lo recuerda como un hombre buena persona, cordial, muy alegre. Amaba la vida. Tenía una gran afición por la lectura, lo que lo hacía distinto a otros militares. Mi padre, que era profesor de Historia, tenía una gran biblioteca y recuerdo a Renato leyendo mucho.

    Asegura que no era un hombre de Izquierda ni mucho menos. Sí se daba cuenta de la necesidad del cambio, del progreso, de que mejorara la condición de los sectores desposeídos, pero sin afectar el marco de la sociedad en que estaba inserto como militar. Y tenía un respeto irrestricto —en eso era tan dogmático como en la religión católica que profesaba— por la voluntad popular. Por eso se sentía cercano a los generales Schneider y Prats. Ambos lo habían distinguido con su amistad, tanto como parecía distinguirlo Pinochet hasta el golpe militar.

    —Lo vi muchas veces durante el gobierno de la Unidad Popular. Iba a verlo al regimiento de Los Andes Guardia Vieja, donde era segundo comandante, y él venía a verme a mí. Luego fue comandante de la Escuela de Alta Montaña, cerca de Portillo. Sé que cuando fue allá el presidente Allende, Renato le dijo: "Presidente, bienvenido,

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