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Haceldama
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Haceldama
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Haceldama

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Haceldama es leída como una narración en clave. El relato, una recreación literaria de algunos hechos ocurridos en la Penitenciaría de Santiago, nos introduce, a través del coa o el lenguaje de las cárceles, a los códigos morales de los distintos grupos de reos. El universo penitenciario lo conforman presos políticos y presos comunes, funcionarios, gendarmes, entre los cuales se origina una lucha sangrienta. La novela gira en torno a dos hechos: el surgimiento de presos comunes que apoyados por la gendarmería intentan el control de una cárcel con la consecuente reacción violenta del resto de los encarcelados, y un intento de fuga con sus trágicas consecuencias. Haceldama, en arameo, o "campo de sangre" se remite a la muerte violenta por traición, a la recompensa de la iniquidad.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
ISBN9562825957
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    Porque es terrible la vida en la prisiion y en la historia aparecen familiares mios

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Haceldama - Guillermo Rodríguez

19

Presentación

¿Van a morir, dice usted?

¿A morir encarcelados?

Pero, ¿quiénes son?

¿Presos políticos?

...se escucha mal, hay interferencias, la comunicación se vuelve inaudible...                  

A miles de kilómetros, hombres de carne y  hueso piden ayuda.

Diez años han transcurrido. Una tarde de 1981, usted, Guillermo, y algunos de sus compañeros luchaban contra la muerte, detrás de las rejas de la Cárcel Pública, en Santiago de Chile.

Sus amigos enviaban un S.O.S....

Van a morir, si el pulmón artificial esperado de Francia no llega a tiempo.

Esa misma noche partía el avión llevando en su bodega la máquina salvadora de la esperanza. La cadena de solidaridad había funcionado, ninguno de sus eslabones falló.

Así fue, querido Guillermo, cómo usted entró en mi vida y pasó a ser parte de mi memoria. Y allí se quedó, presente a lo largo de todos esos años en que usted luchaba por un Chile libre de la dictadura.

Aquí, en Francia, hemos sido muchos los que hemos reconocido, seguido y apoyado su resistencia.

Sé de sus ideales, nacidos en su infancia guiada por el afecto y cariño de su abuelo, preocupado de hacer de usted el hombre empeñoso y valiente que hoy conocemos.

En el año 1990, durante el homenaje rendido a Salvador Allende, pensaba encontrarlo entre la multitud, cruzarme con su mirada llena de confianza y rodeado de amigos orgullosos en empezar a trabajar por un Chile nuevo.

Desgraciadamente, esta siniestra cárcel de triste fama, sería el lugar de nuestro encuentro.

Me cuesta describir la emoción que me embargó frente a sus sencillas palabras de bienvenida, a sus manifestaciones de amistad franca y sin pretensión. La impresión de establecer un diálogo, apenas interrumpido, en que se mezclaban la alegría de las presentaciones, de los intercambios y también el resentimiento de la incomprensión ante la injusticia por esta situación.

Luchar por la libertad, desde hace tantos años, ¿significaría entonces para usted, la imposibilidad de unirse con los que pretenden construir un mundo equitativo y más fraterno?

Al escucharlo, durante esos breves instantes, expresar con tanta fuerza su deseo de participar, pensé que no existía alegato más convincente, ¿quién podría no entenderlo?

Además, Guillermo, creo en la fuerza de la palabra escrita, la que su novela va a transmitir, a difundir.

Palabras pacíficas, más fuertes que los actos que le reprochan. Sí, palabras que se liberan por el grito que expresan. Grito de indignación y de sufrimiento que cruza los muros y retumbará por el mundo, encontrará relevos, caerá sobre otras palabras conjugadas y sabrá traducir sin violencia la dificultad de vivir que embarga a los hombres.

Y, por último, sacarán de la barbarie a una sociedad paralizada por la incomunicación entre el corazón y la razón.

Hasta pronto, Guillermo.

¡Ojalá nos volvamos a ver, siendo usted un hombre libre!

Danielle Mitterrand

Eso... el patio de la cárcel, los nichos uniformes de los tres pisos, el callejón de abajo, nauseabundo, donde los sapos tiritaban, parecía ser un monstruo, creado por alguna bestia enemiga de la luz y más enemiga aun de los seres vivos...

José María Arguedas,  El Sexto

A Arcadia Flores y Lucía Vergara.

A Víctor Zúñiga y a todos quienes

fueron muertos en las cárceles.

A nuestros familiares que nunca

desmayaron en la lucha por nuestra

libertad y que aun la esperan.

A los presos que nos brindaron su mano

cuando todo era más difícil.

A Manuel Sebastián.

Los hechos aquí relatados son ficticios. Cualquier semejanza con la realidad constituye una mera coincidencia.

Capítulo I 

Barahona

...Barahona

Ayer cuando regresaba de Estadística de Procesados para recibir las copias de sentencias de mi condena, me detuve frente al Cristo del Óvalo y supe que iba a morir. No sé explicarlo, pero lo supe igual como cuando leí en la piel de mi mujer la palabra cáncer.

Es una chispa que entra a los lóbulos cerebrales y deja clavado en el cerebro un mensaje que nadie puede entender más que uno mismo. Ni siquiera el cerebelo que maneja el cuerpo animal de cada persona y sus instintos es capaz de entenderlo. Así que me puse a pensar en mi muerte y en todas las muertes que aquí en la penitenciaría han ocurrido. Las muertes de las personas son hechos tristes, porque cada ser tiene el poder de la naturaleza concentrado en su cuerpo y al morir, es parte de la naturaleza que es violentada. Sobre todo si a uno lo matan, ya que no se cierra el círculo que el propio universo construye con la vida y la muerte. Si a uno lo matan,  y depende de la clase de dolor en la muerte, emite partículas negativas que se quedan en el aire, en las cosas, en todos lados.

Por ejemplo, aquí en la cárcel todos creen que las cuadrillas son las responsables de las guerras. Unos dicen que todo empezó en el 70 cuando le dieron muerte a los que estaban castigados en la 13. Otros dicen que no. Que fue el Sindicato el que empezó.  Sobre todo los gendarmes tienen esa versión y le achacan a ellos el haber iniciado ese tipo de matanzas de veinte o más contra uno solo. Eso a propósito de los finados que fueron quemados en su celda antes de la fuga de la Cárcel Pública. Acá en la Penitenciaría, casi todos piensan que todas las guerras y atados vienen de cola por la muerte del finado Celis, el que era antes el jefe de los Shogunes. Dicen que como don Checho y don Laucha sobrevivieron esa vez, después se pusieron malos y cocodrilos. Yo no creo en esas historias, como tampoco creo ni en Dios ni en el Diablo, y menos voy a creer, como dicen los más imbéciles, que es la espada del Celis, esa bonita, la que está embrujada. ¡Embrujada! Es peor que eso y yo lo puedo decir, con todas sus letras y sin que me atemorice. Yo que me vi obligado a andar de perkins, sirviendo tecitos y atendiendo gente. Porque me codeé con todo el Sindicato cuando era poderoso y tenía toda la Penitenciaría. Cuando el Bolitas manejaba a doce perkins y varios caballos y él mismo andaba con la daga corta de don Martín para todos lados. Yo pude conocer cómo muchos que ahora levantan cabeza, en ese tiempo llegaban humildes a pagar o a pedir protección, cuando el Capitán Orozco apostó con el Sindicato una botella de whisky a que no se fugaban. Lo vi todo y eso me sirvió para, junto a la educación que tuve antes, poder llegar a ser jefe de todos los ladrones. Porque ahora soy el Presidente del Bienestar, aunque sé que me voy a morir.

Ya no soy gil, pero la maldad me ha elegido para enfrentarse conmigo. Entiendo que lo de mi mujer solo fue un anticipo, pero la voy a derrotar aunque sé que voy a morir.

La voy a derrotar porque conozco de dónde nace, dónde tiene su punto fuerte. Yo la he estudiado y sé cómo derrotarla.

Porque todos creen que la violencia en las cárceles, las muertes y las riñas, las violaciones, los motines y todo eso son producto de las guerras de cuadrillas. Incluso ahora se dice que con la muerte de los Shogunes todo se terminará y van a ser los ladrones los que manden las cárceles. No es cierto. Aun los políticos que son tan astutos se equivocan. ¡Es la propia cárcel cerebro, espina dorsal, que se alimenta y resuella! Es un ser monstruoso que nos tiene controlados, que no respeta vivos, giles, caballos, colas, políticos, pacos, sapos, visitas, nada. Somos todos piezas de un plan concebido por este monstruo y nadie tiene la culpa. Por eso las flores del magnolio del Óvalo son cada vez más rojas. Porque este monstruo que nació quién sabe cuándo, va creciendo con cada dolor, con cada llanto, con cada muerte. Se alimenta de los pensamientos de rencor que andan por el aire, de las traiciones, de todo eso y algo así forma como un plan, como una obra de teatro, en que cada uno de nosotros tiene un papel que actuar.

¿Que no? Las órdenes del monstruo andan en el aire, en las rejas, en los barrotes, en las alcantarillas que domina el guarén blanco que todos conocen y termina apoderándose del timón de la vida que cada persona tiene.

Yo voy a morir porque soy enemigo de ese poder nebuloso. Pero voy a derrotarlo al fin porque voy a escribir el libro que cuente los hechos de la cárcel. Que enseñe la verdad a todos los que lleguen aquí y a los que están afuera. Para que sea demolida esta Penitenciaría o al menos para que nadie nunca más entre a la guerra de las cuadrillas y a los conflictos. No sé aun cómo se llamará mi libro, pero lo voy a escribir rápido, antes que me muera. No importa si no lo corrijo –como antes hacía en la imprenta–, no importa las faltas de ortografía ni los errores. Todos los presos me lo van a agradecer, porque se van a dar cuenta de dónde realmente viene toda la maldad y quizás lleguen incluso a ubicar físicamente al animal cruel y monstruoso cuyo olor anda en las celdas, en el patio, en las ropas de cada uno. Lo sé bien, porque por mi libro los vivos van a aprender más de la cárcel, van a aprender que cuanto ellos creen decidir ya está decidido. Que son simples instrumentos de la Bestia en su propio proceso de alimentar y crecer. Nos creemos inteligentes, y la Peni, este monstruo que es mujer, una mujer cancerosa, incluso nos marca la cara, eso que la gente afuera, los giles, llaman rostro  torvo y patibulario.

Yo llegué el 83 a este cáncer y sé que en ese momento todo era un pequeño tumor, casi sin importancia, por lo que mi libro lo voy a empezar cuando el cáncer era ya maligno y todos nosotros estábamos sin saberlo y pensando en cualquier cosa.

...Remo Tres

Estas letras que llegarán de alguna manera a ti, son pedazos de momentos, ideas que acosan, como tú. Son mi espacio de libertad. El mundo que construyo entre muros y barrotes, en urgencia. Son tuyas. Para ti están naciendo. Mañana quizás, cuando desees una mano franca, un cariño, encontrarás en ellas todo lo que de mí brota. Son palabras para ti, solo vivirán si tú las lees. Porque en estas horas de nostalgia y melancolía, te llevo como escapulario. Repitiendo tu nombre, repasando nuestra historia, tan llena de desencuentros.

Has regresado y retorna contigo la alegría de volver a estar juntos y la pena de que nos veamos solo en chispas de vida.

No sé si tú o yo somos los culpables de las disputas y alejamientos. Qué puedo decir yo, encarcelado, y tú libre. Libre para jugarte por lo nuestro o buscar una relación más plena. Yo sé que cuando me necesitas no estoy, cuando hay problemas no estoy, cuando quieres compartir un pedazo de nube, una flor, no estoy. Sé que mis noches y las tuyas son parecidas en ausencia, cama fría, cuerpos sedientos y ganas. Regresas dispuesta a comenzar una vez más. ¡Qué puedo decirte que ya no sepas! Podría decirte, por ejemplo, que si me acomodo en cuatro peón alfil, tú moverás de seguro tu torre, desequilibrando mis defensas. Pero yo te propongo gambito inusual: te entrego todas mis piezas y me contento con capturarte a ti, mi reina.

Podría decirte que justo al amanecer, cuando lejanos motores en ruido llegan hasta aquí, se apaga el foco nocturno y recién entonces apareces tú: cierro mis ojos evocándote, para suponer que estás en el hueco de mi brazo, en mi cama, que estás a mi lado o mejor, yo al tuyo. Puedo mirar incluso el rayo de luz tímido rebotando en tus pestañas. Mejor aun, acercar mi boca a la tuya dormida y beber tu aliento. Y cuando despiertas, y justo te alzas sobre mí, tu cadera y piernas derrotándome, tu pelo en cascada sobre mi cara y la caricia que avanza en goce, suena el cerrojo, suenan los pitos del penal, quebrándome el sueño y retornándome a la pesadilla.

Duele estar así, lejos de ti y de la gente que amo. De la lucha.

Una vez me preguntaste mis porqués. Quiero que sepas que no es la primera vez que habito en cuartos oscuros. Hubo otros, cuando apenas gateaba en la vida y la conocí desgarrada. Pupilas apagadas. Hombres y mujeres hastiados de vida insufrible. Hombres de vino, hombres hechos de hambre. Ahí se alimentó mi miedo a vivir la vida solo por vivirla. Se empaparon mis manos de lluvia, frío, lodo y estiércol, de calles y existencias amargas. Y caminé esos terrenos montado en el orgullo y vomitando indiferencias. Morena de los ojos temerosos, esas calles no son para transitarlas: allí hay pantanos absorbiendo risas, sudores, esfuerzos; dejando hombros caídos y miradas huidizas. Fue entonces cuando aprendí a reconocer el ojo bueno, la mano que no golpea, la voz que no ordena y sí arrulla. Así nació mi fantasía de llenar viandas, platos y estómagos vacíos. De convertirlos a todos –en un sueño– en sonreidores, bailarines, creadores y amantes. Nadie sin pan, ningún niño sin libro ni viejo sin cama blanda. Algo, algo para los sin esperanzas. Tropecé con un espejo, con un destello de luz que me hizo reconocer mi asimetría, ver los colgajos de mi piel reseca y ácida que llevaré siempre como lunar u ombligo.

Morena mía que regresas a mi lado: anduve mil horas y otras mil y conocí a los lobos y a sus amos. Salté al ruedo una y otra vez ganando cicatrices, una tras otra. Amé cuando no debí, volteé mi cabeza cuando me buscaban. Construí una balsa frágil y naufragué. He muerto varias veces, en mí y en otros, y he renacido un poco más humano. Volví a amar en medio de la noche, los apremios, y los debo para caer doblegado por un trueno. Me aferré a la vida cuando las muertes definitivas me fueron arrojadas y encontré una gruta de la cual sellé su entrada. Me quedé sediento, rasguñando la tierra, gimiendo, llorando. Caí y me levanté. Por eso pedí prestada la balanza a la justicia y armé mi mano y la de los míos. El aire se convirtió en humo espeso y entraron de repente en mi pecho todos los gritos y alaridos destemplados. Cada dolor, quejido, gemido y suspiro.

Así supe que en manos de la ciega justicia, el platillo de las almas llanas, de la hermosura, de las que dan la vida, de los más desposeídos, pesa menos que una pluma. Por eso un resorte comprimió mi fuerza y mis ojos están helados y llorosos. A ello di mi vida y por ello estoy prisionero.

Tú regresas trayendo amor a mi desierto y tu mano quema con dulzura. Traes a mí parte del mañana y tus besos limpian mi alma.

Antes de retomar la vida juntos nuevamente, quiero que lo sepas, pues mañana será ya muy tarde.

...Clasificación

Sentado en el borde de la parrilla sin colchón, Barahona esperaba que lo vinieran a buscar para sacarlo de la incomunicación y mandarlo a la población. Estaba tranquilo y meditabundo, igual como cuando lo encontraron en su casa los detectives de la Brigada de Homicidios. No hubo golpes esa vez, ni gritos ni nada parecido. Todo fue sencillo. Él explicó sus razones. No eran celos, ni dinero, ni otra mujer. Fue por amor dijo. Y los detectives quedaron confundidos frente al hombre tan pasivo que los esperaba. Él mismo había llamado a la Central. Era un hombre casi rectangular, de hombros anchos y cabeza musculosa. La casa era pobre aunque limpia y llena de libros usados muchas veces. No había arma ni rastros de violencia. Un caso fácil que la prensa de seguro explotaría y derivaría en las discusiones sobre la eutanasia. Flores, el inspector, se imaginó hasta el titular: ¡Mató para que no sufriera!

No le fue difícil entender el ritmo de la cárcel y con él los gendarmes eran atentos, incluso los mocitos que ya podía reconocer por el tarjetón prendido al pecho, le llamaban Taita Barahona, y aun cuando no fumaba, le habían hecho llegar fósforos y cigarrillos durante la incomunicación.

Ahora ya era un reo procesado, confeso de homicidio y con una probable condena de quince o más años.

Sintió el chirrido metálico de la cadena en la entrada de la Galería de Incomunicados, luego los pasos haciendo crujir las tablas del piso que se detenían frente a su celda. El cerrojo emitió un chillido de despedida al abrirse:

–¿Adrián Barahona?

–Sí, señor gendarme.

–Cabo. Soy cabo, Barahona, y usted debe acostumbrarse a que cuando lo nombren debe responder con su segundo apellido.

–De acuerdo, cabo; soy Barahona Barahona.

El cabo le entregó un bulto diciéndole que revisara sus pertenencias porque pasaba a la población, sígame a la Oficina de clasificación ordenó con voz opaca.

Tras recibir sus ropas y enseres, Barahona siguió al gendarme por el pasillo de la Galería de Incomunicados, saliendo hacia el Óvalo del penal. Se imaginó una gran rueda con el Óvalo como centro y el Cristo que allí estaba como el eje. Cada galería y calle parecían ser los rayos de la rueda. Pasaron frente al Economato, donde se amontonaban algunos reos comprando y otros mendigando monedas, y enfrentaron la Cuarta Reja.

El cabo golpeó las latas de la Cuarta Reja con su bastón y cuando el gendarme custodio levantó la mirilla, exclamó:

–¡Paso con uno, mi sargento!

Al traspasar el portón llamado Cuarta Reja,  Barahona observó que el gendarme estaba parado sobre una tarima de madera y mientras avanzaba tras el cabo, a lo largo del pasillo donde se ubicaban las oficinas, comprendió que la tarima lo aislaba del frío del piso.

Caminaba mirándolo todo de reojo: Guardia Interna, rezaba un cartel; Sala de Abogados, Ayudantía Interna, Asistencia Social, Jurídico, Contaduría. El cabo dobló abruptamente, ingresando por la última puerta del pasillo que decía Estadística de Procesados - Clasificación. Indicó el mostrador con su dedo y sin decir palabra alguna se retiró dejándolo allí.

El mostrador era alto, llegándole al pecho, y sobre él, abiertos, numerosos cuadernos de hojas gigantescas descansaban esperando tragar también su nombre.

Un civil, sin siquiera mirarlo, se acercó para atenderlo y Barahona se fijó en las mangas negras que, anudadas a los antebrazos, protegían al oficinista:

–¿Nombre?

–¿Fecha de nacimiento?

–¿Delito?

–¿Nombre del padre?

–¿Nombre de la madre?

Barahona  respondía  lo más claro y lento posible  para que el oficinista  pudiera  escribir.

–¿Profesión?

Barahona explicó que había trabajado siempre, pero de muchas formas, y no quiso desmentir cuando el oficinista escribió comerciante, al tiempo que murmuraba la misma chiva de siempre.

–¿Otros procesos o condenas?

–Ninguno, señor –explicó con voz más fuerte.

El oficinista recién alzó la vista para mirarlo:

–¿Ni por ebriedad siquiera...?

–No, señor.

–Ta bien. ¿Ojos?

–Negros.

–¿Altura?

–¿Peso?

–¿Cicatrices?

–Sí, señor, en la frente y la nariz.

–¿Y el paño lo tenis pifiado o no?

–¿Cómo?

–No te hagái el tonto conmigo –exclamó, exasperado el oficinista, lanzándole una mirada torva–. ¿Tenís o no tenís cicatrices en las muñecas o en la guata?

–Ninguna, señor.

–Sabe, iñor, yo no le compro sus grupos. Usted mató a una mujer y eso es de maricón. ¿Sabe?

Barahona bajó los ojos intuyendo que no podía responder. Ellos eran la ley y quería comenzar su prisión sin problemas..

–¿Tenís o no tenís plata para ir a pensionado?

Barahona negó con voz casi inaudible.

–Responde como macho, viejo culiao, –gritó el oficinista, golpeando con la palma de la mano el libro.

Dos oficinistas dejaron sus labores y algunos gendarmes se acercaron al lugar, mientras algunos reos salían rápidamente de la oficina.

–¿Qué pasa con el caballero, sargento? –preguntó un gendarme.

–Está a cuello conmigo este montón de mentiras. Dice que no tiene plata y el perla mató a la iñora para quedarse con el billete.

El propio Barahona se sorprendió de su reacción y de su voz que escuchaba lenta y segura como si fuera la de otra persona:

–Señor, yo no merezco este trato. Se supone que los gendarmes están para rehabilitar a los internos y no ofenderlos. Yo pido hablar con algún oficial o el señor alcaide del penal... yo trabajé una vez de jardinero de un capitán de gendarmería, del capitán Reyes, y sé que hay un reglamento que respetar, un trato que dar y no permito que me ofendan...

Era mentira. Barahona sabía que era mentira, pero ya se había dado cuenta que su mente e intelecto eran superiores a los de ellos. Ellos temen siempre al grado superior y ese es mi arma de defensa, pensó al tiempo que intuía su primera victoria por el silencio guardado por los gendarmes.

El oficinista intercambió una rápida mirada con sus colegas, mientras los gendarmes que habían escuchado se desentendían alejándose del mostrador.

–¿Sabe, taita?; yo no les tengo miedo a las cuñas –dijo el oficinista como con desprecio, pero Barahona supo por el tono de voz que había ganado ampliamente–... así que no lo voy a tirar ni a Pensionado ni a Semipensionado porque no tiene plata –explicó el oficinista, ahora con voz entre irónica y sarcástica–. Tampoco lo voy a tirar ni a la trece ni a primerizos... ¿Sabe lo que voy a hacer? Pa´ que le bajen el moño y a lo mejor le parten el culo por maricón, lo voy a tirar a la galería de los gallos más malos; ¡Pa´ la Galería Diez se me manda a cambiar!

Y cerró el libro violentamente dando por concluida la entrevista.

Barahona no supo qué hacer y dudó de su triunfo. Se vio a sí mismo cargado por sus bultos, su frazada y colchoneta, parado en la sala sin que nadie le indicara nada.

Los oficinistas se sonreían y los gendarmes seguían desatendidos. Tomó sus cosas y salió al pasillo. En los veinticinco metros de largo se ubicaban grupos de hombres que intuyó eran reos. Gendarmes apurados cruzaban sin mirar a nadie. Un grupo de homosexuales, con sus caras pintadas lo miraban riéndose.

Un reo harapiento se le acercó haciéndole señas al mendigar monedas...

–¿Tiene unas monedas, taitita? ¿O un pedacito de pan?

Barahona pensó preguntarle a él qué debía hacer, pero concluyó nuevamente que no era digno. No respondió siquiera al mendigo, quien se alejó sin muestra alguna de estar ofendido o sorprendido.

Decidió regresar hacia la Cuarta Reja y una vez frente al gendarme que abrió automáticamente la reja, preguntó:

–¿Galería Diez?

–¡Pase pa´l Óvalo, iñor, y no me obstaculice la puerta!          –exclamó el gendarme en un colérico arrebato de ira.

Barahona traspasó la reja enfrentándose a los amplios jardines del Óvalo, al Cristo que lo miraba bondadoso y a los cientos de hombres que, como hormigas, caminaban entrecruzándose. Un hormiguero, una colmena –pensó para sí–; ¡pero voy a sobrevivir!

Avanzó lentamente viendo que sobre cada galería y calle estaba el letrero, indicando su número.

La entrada de la Galería Diez era la única absolutamente despejada y la única que ofrecía, al término de la escalera y en las rejas laterales, gruesas planchas de metal con mirillas, semejando un tanque.

Comenzó a subir los escalones sin saber qué haría, con quién hablaría y qué suerte le esperaba tras el último escalón. Simplemente apretó los dientes.

...Galería Diez

Mientras subía por la escala de cemento hacia la Galería Diez, Barahona pensó que iba al encuentro de ese destino que en sus sueños de niño tanto le aterraba. Era su eterno presentimiento de que todo iría mal, se desplomaría sobre su cabeza. Mentalmente contaba los escalones y al llegar al quince, se dijo que ése era su escalón de la libertad, quince años que debería pasar, quince años que debería sobrevivir. Saldré libre entonces en 1998 y este 1983 que apenas comienza, es el primer  escalón que debo subir.

Se asombró al llegar a la cima de la escalera. Frente a él, un túnel largo, cuya iluminación destacaba las brillantes baldosas plomas. Como una perspectiva perfecta, desde ambos lados del túnel sobresalían puertas abiertas, todas las cuales llevaban la vista al piso brillante y limpio y a mirar hacia el fondo de la galería, donde divisó a un grupo de personas que formaba un semicírculo. Algunos estaban sentados en bancas de madera desplegadas en torno a un sillón que llamó su atención mientras avanzaba. Una música melódica que reconoció como de Lucho Barrios llenaba el ambiente, pero con suavidad.

Avanzó decidido por el corredor, observando que cada celda tenía una cortina, que impidía las miradas curiosas. Desde el grupo, que estaba tomando mate, salió a su encuentro un hombre gordo, de cara risueña. Barahona detuvo su avance:

–¡Oye, loco! ¿Andái perdío? –preguntó el gordo, haciendo un mohín con su cara.

–Buenos días, señor –replicó Barahona–. ¿Quién es el responsable aquí? Porque, ¿sabe?, me dijeron en Clasificación que tenía que vivir en esta galería...

–¡Aquí! –exclamó el gordo, entre asombrado y burlón.

–Sí, señor... ¿Aquí no es la galería número diez?

El gordo sonrió con descaro, girando en torno a Barahona para examinarle. Desde la rueda de mate, a escasos metros, se alzó una voz:

–¿Qué pasa, Bolitas? ¿Quién es ese jote que está ensuciando la galería?

–No sé, don Martín... dice que la yuta lo mandó p´acá     –explicó el gordo, en tono temeroso.

–¡Lorea, Piporro! ¡Es el viejo que mató a su napier! –exclamó alborozado uno de los que tomaban mate, parándose de su asiento entre exclamaciones de jolgorio del resto.

Barahona lo vio acercarse sonriéndole, mientras el gordo Bolitas se ponía a prudente distancia. Era un hombre mucho más joven que él, fornido, de pecho ancho y alto, de cara blanca, con bigotes, y de la cual sobresalía una nariz ganchuda y una gran sonrisa.

–¿Usted es el responsable aquí? –aventuró Barahona.

–¿Tengo cara de monitor o mocito? –preguntó, casi riendo, el del pecho ancho.

–No, señor, perdón, yo no sé a quién dirigirme... nunca he estado preso antes...

–Está bien, hombre –dijo el de pecho ancho tomándolo por el hombro y acercándolo al grupo que mateaba–. Así debes tratar a los que trompean aquí: señores... Aquí por ejemplo el señor Piporro, el señor Pelao Calixto... ¡Bolitas, apaga la radio o cambia al cebollero! –exclamó en un arrebato y prosiguió:

–Acá está don Martín, ¿has escuchado hablar del flaco Martín? ¿No? Bueno, entonces aprende luego quiénes son los jefes, los amos de este Centro de Detención Preventiva como le pusieron los milicos ¿Cachái la volaíta? Y este es don Justo. A su lado está don Indio Pablo, don Omar, don Fifty–fifty y bueno...  yo pues, el secretario de la gloriosa Universidad de Chile, Raúl Pavez, Care Pato para los amigos, Hocico de Pato pa´ los que no dan la cara... ¡y el huevón que te va a trompear de aquí en adelante! –dijo bruscamente, pellizcando con fuerza la nariz de Barahona  y retorciéndola–. ¿Está claro?

Barahona sintió el terror, sintió su cuerpo pesado y la boca seca. Desde su incómoda posición con la cara horizontal y por sobre el puño que le torcía la nariz, divisaba los rostros feroces que reían a carcajadas.

–¡Culiémoslo al tiro! –exclamó uno.

–¡Que baile en pelotas el viejo y que después lo chupe!  –gritó otro.

–¡Que se arrodille y que lengüetee los zapatos! –pedía el Fifty–fifty.

–No te escucho, huevón –insistió Care Pato, retorciéndo- le la nariz y obligándolo a arrodillarse.

Barahona soltó todos los bultos y cayó de bruces sobre sus rodillas, gimiendo afirmativamente.

–No llorís como maraco, huevón... A ver, levántate                        –indicó Care Pato, gozando y gesticulando con los manos por la situación–. ¿Cómo te llamái? –dijo, al tiempo que tanteaba la musculatura del novato.

–Barahona, señor –respondió, percatándose que otros reos se habían asomado a las puertas de las celdas.

–¡Tenís güenos lagartos, viejo perro...! ¿Erai pingüino de la mami que mataste?

–No entiendo, señor..

–Si erai cafiche de la mina, huevón, ¿cachái?

–No, señor... era mi señora...

–¡A lo mejor la mató porque el gusto se le fue al orto!                 –exclamó el Piporro desatando la risotada general.

Barahona calculó mentalmente lo que ocurriría y el pánico se apoderó de él. Buscaba afanosamente en los rostros de los hombres una pista, un rastro de bondad o comprensión que fuese la tabla de salvación para salir de la situación.

–¡Aquí te vai a llamar Bulldog! –dijo Care Pato–. ¿Entendís? Tenís cuerpo de boxeador y vai a ser mi guardaespalda, ¿entendiste?

Barahona intuyó que algo pasaba. Desde una celda contigua, dos hombres de bigotes y lentes observaban la escena en silencio y muy serios, mirando fijamente al más viejo de los que mateaban, precisamente a uno de los materos que no reía y que no había sido presentado. Care Pato insistía en su chanza, dándole suaves cachetadas en el rostro del novato al tiempo que decía

–...Bulldog, mastín, hombre–perro, guardián del Care Pato, ¿entendiste? –un golpe.

–...Bulldog, guardaespaldas mío, ¿entendiste? –otra cachetada.

–...Bulldog. ¿Te lo echai a la cola? ¿Te gusta lamerlo o que te hagan de orto? –otro golpe.

Barahona miraba fijo al suelo y recibía los golpes sin responder. Uno de los hombres bigote–lentes carraspeó fuerte. Fue entonces cuando Barahona escuchó la voz apagada del hombre silencioso que estaba al centro del sillón y comenzó a comprender las verdades. El hombre callado levantó su mano y se produjo el silencio.

–Ta güeno, Carita de Pato... Ta güeno. El hombre aquí no es caballo y hay que respetarle sus pantalones... Tampoco es cafiche ni es digno de ser ladrón; que se quede en la celda del Bolitas y que le ayude a hacer las cositas... que se vaya a bañar y a descansar ahora mismo, no ven que el alboroto molestó a los compañeros que estaban en reunión...

Barahona comprendió de inmediato quién mandaba allí y que era un bufón quien le había estado humillando. El gordo Bolitas le hizo una señal y tomando sus bultos comenzó a retroceder, observando el nuevo acto de Care Pato.

–¡Quiúbole! A los de la Erre! ¿Cómo está el C.C.C. del C.C.? –decía Care Pato dirigiéndose a los hombres bigote-lentes–. ¿Se cachan que estamos enfrente de la Comisión de Control de Cuadros del Comité Central de la Erre?

Care Pato parecía estar actuando con movimientos demasiado ampulosos y forzados. Prosiguió:

–¡Ójale, compañeros! ¡Compañeeeros! ¿Se toman unos amarguitos? ¡Si están sin chicota! Es pura sanidad...  ¡Ándele!; ¿no ve que la Erre y los ladrones uníos jamás serán vencíos? ¡Tómense unos mates con el Sindicato!

Otro hombre silencioso intervino:

–Oiga, Raúl, Antonio ya dijo que está bueno y que no moleste a los compañeros. ¿Por qué no va a la galería seis a ver el atado, ese que usted sabe,  antes que traiga cola?

...Bolitas

Barahona despertaba temprano cada mañana y esta vez con mayor razón. Casi no había dormido en la noche de su primer día en la población. El encierro había sido temprano, como lo requería una galería de seguridad, pero lo que no había imaginado era lo de los candados en las puertas. ¿Y dónde uno hace sus necesidades?, había preguntado a Bolitas, y éste, con un mohín, le había mostrado el sucio tarro de pintura que se encontraba en el rincón de la celda.

Dos o tres minutos le bastaron para conocer todos los secretos de la celda a la que lo habían enviado; la

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