Instante fugaz: Una travesía al bien común
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Instante fugaz - Virginia Silva Raveau
mí.
Capítulo I
Un día de tantos
Se debe invertir en buenos maestros
Al terminar el fin de semana, antes del comienzo del atardecer, la gente que visitaba la costa comenzaba a irse y el silencio regresaba a ejercer su dominio.
Antonia salió al balcón que daba al mar, se sentó en la esquina que tenía la mejor vista y se dejó abrazar por el ruido de las olas. Un café en la mesita de juncos a su lado la esperaba, junto al libro que había traído para leer. Pronto vendría el ocaso y la quietud dominaría los espacios. Una gaviota que volaba rumbo al horizonte se cruzó ante su vista. Sus ojos la siguieron hasta que no la pudo ver más. Su mente continuó más allá del horizonte y solo se detuvo cuando llegó donde descansaban sus recuerdos. Un recuerdo. Uno especial.
Ella se preguntó, una vez más, por qué fue que lo conoció. La respuesta a esa interrogante nunca variaba. Le había dado muchas vueltas, el tiempo la había hecho contemplarla desde varios ángulos, pero llegaba siempre a la misma conclusión: por pura casualidad. Tal como ocurre con muchas cosas en la vida.
Tomó un trago de café y dejó que sus dedos se envolvieran alrededor del tazón mientras su mente voló al pasado, a sus memorias...
Recordó que parecía ser un día de tantos, uno que comenzó como cualquier otro, un día que el destino se encargó de que fuera uno más de tantos, solo en apariencia.
Antonia caminaba rumbo a la oficina bajo los rayos del sol que ya comenzaban a entibiar el aire. El calor a esa hora se sentía suave contra la piel y vaticinaba la temperatura que, a media tarde, silenciaría el canto de los pájaros y radiaría de los pavimentos como olas, para quemar los pies de los que se escurrían con premura, buscando una sombra donde refugiarse.
A un par de cuadras de su oficina, se detuvo frente a un quiosco de diarios. Iba con tiempo, así que dejó que sus ojos recorrieran las revistas que el dueño del puesto ordenaba en las repisas. Los diarios aún permanecían en sus atados y esperaban su turno para ocupar el lugar destinado y atraer a los transeúntes que ya comenzaban a circular rumbo a sus trabajos.
El puestero cortó la amarra plástica del primer atado, liberando, en ese momento, el titular de un importante diario que insinuaría el primer indicio del problema. En letras mayúsculas el encabezamiento principal decía: «Despierta volcán», «Enjambre sísmico en la región de Los Lagos», «Posibilidad de erupción volcánica inquieta a la población».
Ahora, mirando con la retrospectiva que da el tiempo y la distancia, ella podía identificar que fue ahí cuando todo comenzó.
Antonia, que desde siempre se había interesado en el comportamiento del planeta, había hecho su carrera en geofísica. Tenía una conocida trayectoria en ese campo y era muy buena comprendiendo y anticipando los riesgos en el área de caracterización de suelos, terremotos y volcanes. Llevaba quince años trabajando como investigadora en sismología. Su trabajo consistía en colaborar con diferentes entidades estatales o privadas e ir asesorándolas en los programas de monitoreo volcánico y en los desastres naturales relacionados a estos. Las asesorías de Antonia consistían en la elaboración de planes de emergencia y evacuación.
Compró un ejemplar de cada edición para leer las distintas versiones, los acomodó bajo un brazo y con paso rápido se dirigió a su oficina. El alumno en práctica que trabajaba con ella le informó que ya había un grupo de personas esperándola en la sala de reuniones. La reunión que estaba fijada con anterioridad para una media hora más tarde, sin duda, cobraba mayor relevancia debido al problema puntual en Los Lagos. Mientras se dirigía a su despacho, le pidió al joven que, por favor les ofreciera algo para tomar y les dijera que ella estaría con ellos en unos minutos. Dejó su bolso donde cayó y se puso a leer con rapidez lo que reportaban los diarios matutinos. Este acontecimiento cambiaba tanto el tono de la reunión, como su contenido.
Entró a la sala de reuniones con las páginas principales de los diarios en una carpeta, junto con los estudios que había hecho para la reunión programada. Los hombres que conversaban de pie y en voz baja alrededor de la mesa de conferencias, se callaron cuando ella entró. Presentes estaban los cuatro ejecutivos que ella conocía y un quinto que le parecía haber visto alguna vez en las oficinas, pero no estaba segura; él permanecía en silencio, alejado un poco del grupo. Su mirada se paseaba por la sala, se detenía frente a diversos objetos por unos segundos, los miraba y luego continuaba al siguiente. Nada parecía escapar de esa mirada.
Se lo presentaron al final, cuando ya había saludado a todos; él solo inclinó su cabeza cuando dijeron su nombre: Joaquín. No era ni alto ni bajo, pero sí delgado. Tenía unos ojos verdes que daban la impresión de que siempre estaba tramando algo, su piel exhibía los últimos rastros del verano y el pelo comenzaba a mostrar algunas canas. Interesante fue la idea que se le vino a la mente. Él hablaba poco, pero lo observaba todo.
La reunión comenzó con el acuerdo unánime de que había que tratar el problema que en ese momento ocupaba todos los medios. Joaquín mantuvo un perfil bajo, estaba atento a la discusión, hizo un par de preguntas para aclarar ciertos puntos y tomó notas de lo que se hablaba. Inicialmente, no produjo en Antonia ningún impacto, pero cada vez que ella levantaba la vista, se topaba con sus ojos.
La finalidad de esa reunión ahora era planificar una